sábado, 10 de agosto de 2019

Osirión, la casa de los Gigantes

El Osirión es uno de los lugares más extraños que hay y a la vez menos visitados Egipto, un templo enigmático, complejo, diferente… 

Al que ahora nos vamos a acercar para conocer mejor sus misterios.

Sólo hay que echar un vistazo a las noticias de cada mes para comprobar que pocos países en todo el planeta generan tanta información como Egipto. 

Sea como fuere, si hay un lugar extraño en todo Egipto ese es el Osirión, a unos 600 km al sur del Cairo, ocho horas de viaje que recorremos atravesando el desierto infinito que rodea a las carreteras que, como una recta eterna, se extienden por estas latitudes.

Cuando se habla de gigantes en la Biblia, aparecen siempre los anunakis. Esto es porque «Anak» en hebreo, significa precisamente «gigante». Y los gigantes, son «los hijos de Anak». 





Según lo mitos, cuando Set, el dios de las tierras áridas, se enfrentó a Osiris, el de los territorios fértiles, la balanza se decantó a favor del primero, que decidió matar a Osiris y trocear su cuerpo en catorce partes: trece de las cuales fueron ubicadas en diferentes templos, salvo el pene, que fue arrojado al río Nilo.

 Pues bien, en Abydos se encuentra supuestamente, dentro del Osirión, la más importante de éstas: la cabeza. Eso dice al menos el mito, porque lo que tenemos delante es un templo conformado por piedras gigantescas sin un solo jeroglífico, cuya traza recuerda a construcciones como Tiahuanaco o Sacsahuamán, ya en la cordillera andina. 

Pero es que además, pese a encontrarse junto al templo de Seti I, se halla a casi quince metros por debajo de la base de éste. ¿Qué significa este dato? 

Es evidente que el templo de Seti I ha sido construido sobre una acumulación de sedimentos que se ha producido durante siglos, quien sabe si milenios. 

Por eso, los estudios de geología que se han llevado a cabo en este lugar, han determinado que si el Osirión se encuentra a esa profundidad con respecto al templo de Seti, es porque se construyó antes.

No hay que ser muy avispado para, estando en el lugar, darse cuenta de que una y otra construcción no tienen nada que ver; de hecho el Osirión nada tiene que ver con el resto de templos egipcios, salvo con el que se encuentra justo delante de la Esfinge de Gizeh; como veremos en otra entrega, quizás no sea casualidad.

Ahora, observando las aguas verdes que como una ciénaga se encuentran en el foso del Osirión, varias preguntas vienen a la cabeza. Porque este desnivel tan tremendo entre la base sobre la que se ubica un templo y otro, en años, en antigüedad de uno y otro, ¿cómo se traduce, siempre según los estudios geológicos? La respuesta parece «obvia»: El templo de Seti I es del 1290 a.C. La posición del Osirión muy por debajo de éste, nos obliga a remontarnos varios milenios atrás.

Eso es mucho tiempo. Sí, el tiempo de los gobernantes anteriores, de aquellos que, precisamente, están representados en una sala muy concreta del templo de Seti I: los gigantes semidioses…





El Osirión es la casa de los gigantes. Está junto al templo de Seti I. En éste, en una de sus salas, casi podemos decir que pasando desapercibido a los pocos que se acercan hasta aquí, hay una escena extraña, curiosa, diferente y única: es la lista de los nombres en jeroglífico de los gobernantes anteriores a los faraones, los gigantes semidioses…

Nadie viene hasta aquí porque no es un lugar tranquilo, a pesar de que cada cincuenta kilómetros paramos en un retén de la policía, y se van turnando para escoltarnos hasta nuestro destino. 

La región de Sohag, con ciudades como Qena, desgraciadamente y desde hace años, son un nido de integristas que se meten en todos los estamentos; incluso en la Universidad, donde tienen su más importante criadero. 

Pero vayamos a lo que nos interesa: en el interior del templo de Seti I hay una sala a la que pocos prestan atención. La llaman «Sala de los Ancestros», y a la derecha, ocupando toda la pared, podemos ver al faraón Seti con su hijo, el gran Ramsés, sosteniendo una hoja de papiro y, justo delante, 76 cartuchos con los nombres en jeroglífico de los principales gobernantes del antiguo Egipto. 

Desde el primer faraón, Menes, hasta los de la alocada XVII Dinastía. Faltan nombres claves en la historia del país como Ajnatón o su hijo Tutankamón, que no están por herejes, ya que cambiaron el culto politeísta a Atón por el del monoteísta dios Amón. 

El primero en pensar que los Shenshu Hor eran reales fue el arqueólogo Gastón Maspero en 1880, después de analizar el papiro de Turín. 

No hay listas reales tan detalladas como ésta, salvo en un papiro conocido como el Canon de Turín. Y al igual que en éste –a los pies del mismo hay referencias a los semidioses gobernantes durante los seis milenios anteriores a la aparición de la I Dinastía–, en la pared de enfrente la escena se replica: vemos a Seti con Ramsés señalando otros cartuchos con otros nombres. 

El problema es que los nombres que están representados en la pared izquierda pertenecen a unos seres llamados Shensú Hor, los «seguidores de Horus», una suerte de semidioses de tamaño gigante y aspecto leónido que habrían llegado al país del Nilo aproximadamente en el 11000 a.C. 

La egiptología señala que es parte de un mito, aunque cada vez hay más arqueólogos que afirman que existieron, y no sólo eso: que además hay pruebas. Hay quien piensa que la esfinge sería una representación de estos dioses. 

Y decido ir allí, acompañado del escritor Juan Fridman. Juan lleva años recorriendo el país, su historia y sus mitos. Y como otros grandes exploradores de la historia pasada, tiene claro que no todo está, precisamente, claro cuando hablamos de Egipto.

Estamos frente a la esfinge, en la meseta de Gizeh. Es impresionante; impone tanto como para que los actuales habitantes del país la denominen Abu Hol, «el padre del miedo».

 Pero más allá de lo que nos transmite su presencia, o el templo que se levanta a sus pies, con monolitos lisos de hasta cinco metros de altura —dos como cimentación y tres en el exterior— y una traza extraordinariamente similar al Osirión, lo que llama poderosamente la atención es que su cabeza es más pequeña que el cuerpo. «En 1991 el geólogo de la Universidad de Boston, Robert Schoch realizó una serie de estudios en el foso de la esfinge. 

Según él, esta estructura fue picada en un montículo natural, desde abajo hacia arriba para facilitar el trabajo de los obreros. Pues bien, tras estudiar la erosión de los estratos más bajos, concluyó que esa zona tenía una antigüedad de 10.500 años», asegura Fridman. 





Eso rompe en mil pedazos la cronología oficial, que asegura que fue realizada por el faraón Kefrén más de dos mil años a.C. «Seguramente —continúa— ya estaba aquí cuando Kefrén decidió esculpir su rostro. Por eso la cabeza es más pequeña».

 Y cuando pienso que si tiene cuerpo de león, cola de león… lo normal es que tuviese cabeza de león; el aspecto leónido que tenían los gigantes «Seguidores de Horus» que gobernaron estas tierras desde el once al cinco mil a.C., tiempo que podría coincidir con la construcción del Osirión, cuya estructura es exactamente igual al templo que encontramos delante de la Esfinge. 

Dos rarezas de tamaño colosal y ningún jeroglífico, algo que chirría con sólo observar los grandes templos del país.

8 de Agosto de 2019 (11:40 CET)


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