¿Son los semidioses sólo el fruto de la fantasía, o las tradiciones que nos narran sus aventuras y reinados recogen la memoria de una época remota durante la cual seres provenientes de otros mundos descendieron sobre la Tierra y se mezclaron con los humanos?
Se decía que Alejandro Magno no era hijo de Filippo el Bárbaro, sino de la unión de su madre, Olimpia, con el dios egipcio Amón Ra.
Nectanebus, un faraón de visita en la corte macedonia, habría sido «el vehículo» utilizado por el dios para seducir a la madre de Alejandro.
El caso es que, tras derrotar a los persas en Arbelas (331 a. C.) y apoderarse de Egipto, Alejandro peregrinó al oasis de Siwa, sede del oráculo de Amón Ra; allí, el «Oculto» certificó ante los hierofantes egipcios su origen divino, aunque anunció que moriría joven.
Alejandro fue uno de tantos gobernantes de la antigüedad que declaró abiertamente su filiación divina, haciéndose adorar en vida. No hay nada de extraño en ello.
Desde épocas remotas, reyes, sacerdotes, e incluso pueblos enteros, se han considerado descendientes de unos seres inmortales.
Estas entidades habrían llega- do en tiempos remotos para iniciar a nuestros antepasados en los principios de la agricultura y la ganadería, así como en las construcciones de piedra, propiciando con su intervención la gran revolución del Neolítico.
Un día, estos señores alados -conocidos también como «los Vigilantes» o «los Luminosos»- habrían regresado a las estrellas, no sin antes asegurar la continuación de su obra civilizadora y de mezclar su sangre -aparentemente de color azul- con la de unos pocos, seleccionados por su capacidad intelectual para dirigir la evolución de sus congéneres.
Ellos habrían sido nuestros primeros reyes, entre quienes se contaría Osiris, el hombre-dios que reinó durante el Tiempo Primero, cuando las pirámides no existían y el desierto que hoy las rodea era un lujurioso vergel.
Los primeros textos sumerios nos hablan de los anunnaki -unos seres similares a las deidades egipcias- que se asentaron en las cuencas del Tigris y el Éufrates hacia el 9.000 a.C., creando un jardín o reserva biológica que recuerda sospechosamente al Edén del Génesis.
El Libro de Enoc, un apócrifo bíblico, explica que algunos de estos seres hallaron la forma de «cruzarse» con las hijas de los hombres. Así generaron la estirpe de los Nephilim o los «Gigantes», cuya maldad, produjo el Diluvio Universal ¿Eran estos «Vigilantes Caídos» seres extraterrestres anfibios, como parece deducirse de la leyenda sumeria del dios Oannes y también de las tradiciones de los dogon centroafricanos? (ANO/ CERO, 93).
Las tablillas halladas en Nippur, una ciudad babilónica de 5.000 años de antigüedad, relatan el conflicto entre Enlil, Enki y Ninlil por culpa de unos seres híbridos, nacidos de su carne y del barro, que eran capaces de multiplicarse.
Pero el mayor problema es que, al parecer, estos hombres de arcilla habrían heredado la longevidad de sus creadores, convirtiéndose poco menos que en inmortales, y eso fue lo que produjo la guerra entre dos facciones rivales de los anunnaki o ananange, según sostiene Christian O'Brien, en The genios of the few.
El caso es que «los de la Serpiente» quisieron defender su creación; pero sus oponentes -los «Ángeles del Señor de los Espíritus» del texto enoquiano-- combatieron contra ellos, desatándose una conflagración que desembocó en el Diluvio, ya que los sublevados vivían en ciudades submarinas y su destrucción originó una macro tormenta que anegó todo a su paso.
El Libro de Enoc describe los castigos a los que fueron sometidos Semyaza y la legión de arcángeles rebeldes que se juramentaron en el Monte Hermón para unirse a las «Hijas de los Hombres». Hace, además, una clara referencia a que la auténtica realeza del cielo procede del espíritu del Dios Uno, no de las mezclas genéticas efectuadas por unos Elohim locos, metidos a aprendices de brujos.
Los últimos capítulos del libro señalan que Noé -el tataranieto de Enoc- y su descendencia fueron liberados por los mismos Vigilantes, a fin de que habitaran la tierra cuando sus opresores fueran recluidos en prisiones interdimensionales o arrojados al abismo exterior.
Desde entonces, el arca o la barca solar constituye el símbolo de la monarquía divina, el emblema de «los salvados de las aguas» o «compañeros de Horus». Ellos son los que ponen los cimientos de la civilización egipcia, cuyos mitos hablan de un «montículo de tierra emergentes representado por el obelisco de la resurrección, sobre el que se posaba cada 500 años el Ave Fénix.
En las tradiciones egipcia y judía, el arca o harca solar, flanqueada por dos querubines, va asociada a la aristocracia espiritual. Es el recipiente sagrado que contiene la nueva «genética» bajada del cielo, representado posteriormente por el «grial» cristiano, receptáculo de la «sangre real» o esencia divina. Si seguimos la pista del arca veremos que, a través de los milenios, aparece como símbolo de la nueva realeza postdiluviana.
Este es el instrumento de poder que une la tierra con el cielo y permite a los reyes de Israel comunicarse con Dios, como también es el vehículo en el que Horus surca cada noche el mundo subterráneo de los muertos para resurgir cada mañana en forma de Ra.
Pero aún hay más. El cadáver de Osiris desciende por el Nilo en un arca tallada en madera de acacia, Moisés surca el mismo río en un cesto de juncos y es salvado por la hermana del faraón; el pueblo judío cruza el desierto precedido por el Arca de la Alianza, a cuyo paso se abre el Mar Rojo; y Jesús es bautizado y recibe el Espíritu Santo en Gilgal, el vado del Jordán donde Elías -como antes Enoc- fue arrebatado a los cielos en «un carro de fuego», cerrándose así el ciclo iniciático.
Parece que no es casual que el tronco de Jesé del Pórtico de la Gloria compostelano descanse sobre una efigie de Noé. Lo mismo que, desde lo alto de la columna, Santiago El Menor, el hermano del Mesías, sonría enigmáticamente al peregrino, sosteniendo en sus manos un báculo en forma de tau que recuerda una cruz ansata o llave de la inmortalidad egipcia.
La leyenda jacobea nos ofrece aún más «guiños». Cuenta, por ejemplo, que la cabeza de Santiago viajó mágicamente desde Palestina hasta Galicia en una barca, que fue a vararse justamente en la playa de Noya, localidad gallega cuyo nombre y leyendas evocan a Noé y al Arca (AÑO/ CERO, 121).
También es evidente que los patriarcas bíblicos postdiluvianos se consideraban depositarios de un precioso legado genético que les hacía casarse incluso con sus propias hermanas, como los faraones.Este incesto sagrado -Abraham se unió a su medio hermana Sara-, sólo podía tener como fin perpetuar la esencia divina de Noé, cuyo aspecto físico, según el Libro de Enoc, recordaba más al de los Vigilantes que al de los hombres.
El propósito que éstos perseguían era instituir en la zona una nueva saga de reyes y gobernantes sagrados que condujeran a sus respectivos pueblos, en su evolución espiritual, hacia el monoteísmo. Al final del largo camino, nos esperaba la inmortalidad.
Pero el hombre volvió a cometer el mismo error y confundió la materia con el espíritu. Ni los reyes sumerios ni los faraones egipcios -a excepción de Akhenaton- comprendieron que ese liderazgo era de carácter místico y utilizaron sus conocimientos y poder para imponerse a los hombres, vanagloriándose de su sangre azul venida de las estrellas.
Sin embargo, resulta revelador que hayan sido precisamente tres personajes de sangre real, tres reyes sagrados, los líderes de las grandes revoluciones en contra de la aristocracia que reclamaba la exclusividad de un legado espiritual que pertenece a toda la humanidad:
Akhenaton, el faraón hereje que proclamó la igualdad de los hombres ante el Creador; Buda, un hindú nacido príncipe, que lo abandonó todo para descubrir que el único remedio para el sufrimiento humano es el desapego y creó una corriente filosófica que cuestionó el viejo sistema de castas brahmánico; y Jesús, cuyo crimen fue manifestar que el corazón del hombre es el único templo donde debe adorarse a Dios.
En el fondo, estos tres reyes sagrados nos han legado el mismo mensaje: aunque la semilla original haya llegado de las estrellas, ya está plantada y ahora ya nos toca subir al cielo a nosotros solos, sin falsas dependencias ni cultos a extraterrestres salvadores.