La reciente historia de los mineros de Atacama, en el desierto del norte de Chile, se convirtió – para sorpresa de muchos – en una suerte de hito de las comunicaciones, gracias al despliegue tecnológico que permitió llevar las imágenes de la operación de rescate a una audiencia estimada de unos mil millones de personas en el mundo.
De entre los muchos detalles que rodean la saga de los mineros, uno que ha sido destacado profusamente por la prensa es la extraña coincidencia de un número, el 33, que se repite en distintos momentos a lo largo de esta odisea. Los números siempre han representado un papel especial en la comprensión humana de la vida y la naturaleza, situación que está presente también en la Biblia.
Los números están repartidos por todas las páginas de la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. En cualquier diccionario bíblico puede hallarse alguna información básica acerca del significado de los números más usados en las escrituras; así sabemos que el 7 era el número de la perfección, el número divino; que el 6 era todo lo opuesto, el número del hombre, de lo imperfecto, de ahí el famoso 666; que el 12 constituyó una suerte de simbolismo del pueblo de Israel (las doce tribus); en fin, hay muchas cosas que podemos consultar sin mayores dificultades acerca del significado de ciertos números que se hallan en la Biblia.
Sin embargo, hay que reconocer que al lector moderno de las escrituras suele escapársele el sentido último de los números dentro del contexto del relato bíblico. Los números están ahí, repartidos entre las historias de la Biblia, pero la función específica que cumplen dentro esa historia a veces nos es más distante incluso que el texto mismo. La cuestión es más compleja, porque normalmente tenemos consciencia del esfuerzo que debemos realizar para interpretar el texto, pero solemos dejar pasar los números por fuera de este filtro hermenéutico, después de todo son sólo números, ¿no es verdad?
El problema que nos plantean los números está relacionado con el papel que cumplían en la antigüedad, versus el papel que les asignamos hoy en día. En la sofisticada civilización occidental en la que vivimos en la actualidad tenemos un concepto bastante preciso de los números, o mejor dicho, de la función cultural que les asignamos. Producto del nacimiento de la ciencia moderna en el siglo XVI, pero más específicamente de su triunfo en los siglos XVII y XVIII, los números son para nosotros fundamentalmente contadores, son los elementos con los que expresamos la naturaleza computable, mensurable, de la ciencia y la tecnología. Los números dan expresión a nuestra necesidad de medir, de cuantificar todo: el mundo, la naturaleza, la sociedad, el espacio, la música, el arte, la riqueza, la sexualidad, las enfermedades, las noticias, la política, la economía, incluso la historia.
Entender o conocer son verbos que conjugamos con números, sin cuya ayuda no podríamos aprehender la realidad que nos rodea. Desde los primeros años de escolaridad el sistema de educación formal nos prepara para asociar los números con un lenguaje exacto, con la precisión de las matemáticas. Así, cuando ponemos números sentimos que estamos dimensionando las cosas en su justa medida.
Sin el concurso de los números tenemos la sensación de que es imposible captar la realidad de las cosas en toda su multiforme expresión. Sólo en muy contadas ocasiones los números escapan de esta dimensión “aséptica”; es lo que ocurre, por ejemplo, cuando nos topamos con el número 13, fecha que evoca ideas antiguas, asociaciones de malos augurios, supersticiones que se han colado entre nuestra educación científica (martes 13). Salvo este y otros escasos ejemplos, los números han sido “secularizados” por así decirlo, son elementos neutros, usados como meros contadores o dígitos en los procesos científicos o tecnológicos.
En la antigüedad, por el contrario, las cosas eran muy diferentes. “El número es el principio de todas las cosas”. Para los griegos clásicos los números jugaron un papel crucial en su comprensión de la naturaleza y del hombre, sobre todo merced a la influencia de pensadores como Pitágoras y Platón. Así, si viviéramos en la Grecia clásica, lugar fundacional de la matemática occidental, y preguntáramos por un matemático, lo más probable es que la gente pensara que estamos buscando una secta místico-filosófica, la secta de los pitagóricos, a quienes se les conocía como “matemáticos”. El lenguaje nos puede jugar una mala pasada; por “matemático” nosotros entendemos algo muy distinto a lo que entendían los antiguos griegos. Si quisiéramos tener mejor suerte, debiéramos consultar por un “geómetra” y ahí sí que podríamos llegar a dar con lo que nosotros creemos es un matemático.
El ejemplo griego nos puede dar alguna idea de la distancia sideral que separa nuestro concepto de los números del que tenían otros pueblos de la antigüedad, como era el caso de los habitantes del antiguo Medio Oriente. Fue en Mesopotamia donde los números comenzaron su largo camino civilizador. Sumerios y babilonios tienen a su haber la reputación de ser las primeras culturas donde un grupo específico de personas de la sociedad comenzaron a estudiar los números. Tal es así, que ahora sabemos que el famoso teorema de Pitágoras fue conocido y resuelto en Babilonia unos mil años antes del famoso griego. Los habitantes de Mesopotamia recurrieron a los números para resolver una serie de problemas prácticos, como por ejemplo la fijación del calendario y la medición del tiempo.
Vale la pena recordar aquí que ellos definieron el sistema sexagesimal (en base al número 60) para medir el tiempo, un sistema que todavía seguimos usando después de varios milenios. Se aproximaron bastante al valor de p y llegaron a resolver ecuaciones cuadráticas. Pero acaso el rasgo más sorprendente del manejo de los números en Mesopotamia esté en su carácter simbólico. Fue el nacimiento de la numerología, práctica que consiste en asociar a los números con significados espirituales, como representaciones de divinidades, personas u objetos. Ello llevó a su vez a la creación de “números sagrados”, esto es, números especiales, asociados con cosas buenas o malas. Para los sumerios y babilonios el número 60 – al que ya hemos aludido – era precisamente uno de esos números sagrados.
Como muchos investigadores señalan hoy en día, es incuestionable que los antiguos hebreos retuvieron parte de esta tendencia a lo numerológico, es decir, a usar los números con un sentido simbólico. Si bien la estadía en Egipto los expuso a un sistema decimal, los hebreos retuvieron en su conciencia colectiva el uso numerológico, herencia ancestral de los patriarcas que habían dejado Mesopotamia muchos siglos antes. En las escrituras el uso simbólico es más que evidente, incluso para un lector no experto. En el Génesis, por ejemplo, el arreglo del texto y el uso de las palabras tienen connotaciones numerológicas. Así, en Génesis 1:1 abrimos la Biblia leyendo “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Esta sencilla frase debe haber tenido para los lectores hebreos una connotación muy especial, pues estaba compuesta por siete palabras.
Comenzar el libro sagrado con siete palabras - en hebreo se lee de derecha a izquierda - en su primera frase no debe haber sido un detalle menor en un libro donde el número siete juega un papel muy importante, por no hablar del papel que desempeña en el primer capítulo de la Biblia (la creación en siete días). Ya de entrada somos advertidos, por así decirlo, de que el autor va a arreglar su material, la historia que nos quiere contar, de modo tal que sus elementos muestren una armonía numérica, una coherencia que numéricamente era atractiva y significativa para su auditorio, el pueblo hebreo.
Probablemente esta búsqueda de armonía numérica (o numerológica) esté asimismo detrás de las genealogías de Génesis 5 y 11. Allí hallamos un arreglo bastante claro: hay 10 nombres desde Adán hasta Noé (Adán, Set, Enós, Cainán, Mahalaleel, Jared, Enoc, Matusalén, Lamec, Noé) y luego otros 10 nombres desde Sem hasta Abraham (Sem, Arfaxad, Sala, Heber, Peleg, Reu, Serug, Nacor, Taré, Abraham). En el listado de nombres vemos otra vez simetría numérica, aparte del hecho de que las cifras de años de vida de casi todos estos venerables personajes son… múltiplos de sesenta, o combinaciones de cinco y siete (años o meses). En Génesis 4:15 leemos, por declaración de Dios, que “ciertamente cualquiera que matare a Caín siete veces será castigado”. En Génesis 4:24 Lamec reclama derecho a ser vengado “setenta veces siete”. Podríamos multiplicar los ejemplos y arreglos de este estilo.
En resumen, el texto de las escrituras hebreas nos invita a recordar que los números tenían una connotación simbólica, tanto o más importante que su papel como contadores. Este hecho se ve reforzado por los resultados de la investigación histórica y arqueológica de las últimas décadas, todo lo cual apunta a destacar la trascendencia de lo numerológico para los habitantes del antiguo Medio Oriente. Que duda cabe que los hebreos, descendientes de los patriarcas que habían venido desde Mesopotamia, compartían este bagaje común donde los números jugaban un rol muy especial como representaciones o símbolos de cosas materiales o espirituales.
Este es un hecho de la mayor importancia para el lector moderno, pues ya apuntamos antes que nuestra cultura da a los números un tratamiento radicalmente distinto: los ha vaciado de todo significado numerológico, son sólo números. Pero cuando leemos las escrituras, entramos en un contexto histórico y cultural absolutamente diferente; tomar notar de este hecho es un asunto fundamental para hacer justicia al espíritu de los autores bíblicos. También hay que reconocer que incluso en esta materia se han cometido excesos, como nos parece es el tratamiento equivocado de los cabalistas medievales, pero esa es ya otra historia.
fuente/teologiasyciencias.blogspot.com