Por más que lo neguemos, somos adictos a la tecnología y nuestros hábitos de consumo de información están mermando nuestra capacidad cognitiva. Al menos, la que podría ser la más importante: nuestra capacidad de dirigir y mantener nuestra atención.
Inmersos en la pecera digital no nos damos cuenta del efecto deletéreo que tienen nuestros nuevos hábitos tecnológicos. Ya lo había advertido McLuhan: nuestros medios de comunicación amplifican lo mismo que amputan nuestras facultades y no hay manera de prever el daño ya que la velocidad de adopción supera nuestra capacidad de reflexión. Los gadgets y aplicaciones que consumimos son como un nuevo y flamante fármaco que los organismos encargados de regular, como la FDA por ejemplo, aprueban sin hacer estudios de sus efectos a mediano y largo plazo, porque en primera instancia parecen ser inocuos y la demanda es tanta que no se pueden dar el lujo de esperar cuando el principio rector es la economía y la ganancia.
Daniel J. Levitin ha reunido una serie de estudios científicos que sumados resultan impactantes, si uno logra detenerse a reflexionar sobre lo que le sucede a nuestra capacidad cognitva entre el estupor de recibir un nuevo estímulo. El
artículo de Levitin en The Guardian es bastante largo para los estándares de nuestra generación (hace 20 años habría sido considerado corto).
Una buena prueba de lo que dice es intentar leerlo (está en inglés; puedes hacer también la misma prueba con este artículo) sin sucumbir a la urgencia de cambiar de pestaña, checar nuestro email o manosear nuestro smartphone. Tal vez puedas hacerlo ya que has sido retado, pero al hacerlo presta atención a los momentos durante la lectura en que sientes un deseo de hacer otra cosa al mismo tiempo y pregúntate si siempre has sido así. Como escribiera hace un par de años Douglas Coupland “[yo también] extraño mi cerebro preinternet”.
Nuestros smartphones son como “navajas suizas”, dice Levitin, contienen todo tipo de aplicaciones para navegar el mundo online pero también offline, y las usamos todo el tiempo. De hecho ocupan todo nuestro tiempo libre –aunque nuestro tiempo de trabajar también discurre utilizando a la nave nodriza de los smartphones: una laptop. Texteamos mientras vamos manejando o caminando por la calle (hay una urgencia por “aprovechar” el tiempo), cuando estamos esperando algo checamos nuestro email o nuestro feed de Instagram; incluso cuando estamos con amigos, en cualquier momento de aburrimiento o simplemente ya de manera automatizada, “checamos lo que están haciendo otros amigos”. Estamos en un presente perpetuo de ríos de datos actualizándose, conectados en tiempo real con todo el mundo y especialmente con la gente que queremos, pero estamos y no estamos en el lugar donde estamos. La atención dividida divide a la psique.
El multitasking no es lo que pensábamos
Nuestra sociedad hace unos años celebraba el multitasking. Después de todo significaba poder hacer más, ser “máquinas más efectivas”. Pero recientemente la neurociencia ha mostrado que el multitasking es en realidad la ilusión de que somos más efectivos: hacemos más cosas pero hacemos menos bien y al final perdemos nuestra capacidad de concentración, en lo que resulta una terrible inversión. Earl Miller, neurocientífico del MIT, señala que “nuestras mentes no están hechas para el multitasking”, de hecho cuando las personas piensan que están haciendo múltiples tareas al mismo tiempo, “en realidad están apagando y prendiendo de una tarea a otra” y pagando un costo por este frenesí (apagar y prender un automóvil, por ejemplo, gasta más gasolina que mantenerlo sólo prendido). Cambiar de foco, prender y apagar para cambiar de tarea, explica Levitin, tiene costos metabólicos, hace que nuestro cerebro consuma sus nutrientes, la glucosa que necesitamos para mantenernos en una tarea.
Pensamos que somos como un experto malabarista cambiando de tarea en el aire con una pulcritud y eficiencia que prueba ahí mismo las mieles del progreso. Pero en realidad se ha demostrado que el multitasking nos hace menos eficientes: somos como el mono que cambia de rama todo el tiempo y cada una de las tareas que malabareamos produce fugas. Una investigación de Glenn Wilson muestra que el multitasking produce mayor detrimento en la memoria y en la capacidad de concentrarse que fumar marihuana. Para los que piensan que sus smartphones no son drogas.
La neuroquímica del multitasking
Probablemente lo más grave del multitasking es que aumenta la producción de cortisol y adrenalina (la hormona de la respuesta de huir o pelear). A su vez, el multitasking crea un loop de retroalimentación de adicción a la dopamina que genera ver a nuestros amigos en la red o recibir likes o ese email que estabas esperando. Esto, dice Levitin, hace que nuestro cerebro reciba recompensas por perder la concentración y constantemente busque un nuevo estímulo de información. Las interfases de sitios como Instagram, Facebook o Twitter, entre otros, están diseñadas para suministrar dosis de novedad –”los proverbiales objetos brillantes con los que llamamos la atención de los niños”, esto produce cientos de minisecuestros en nuestro cerebro, por llamarlo de alguna forma, que se ve enganchado por estos objetos brillantes hechos de pura información que nos asaltan cotidianamente con sus ráfagas de opioides endógenos. Se siente muy bien, es como un dulce para el cerebro que consumimos todo el tiempo, nos vuelve adictos y hace que luego no podamos controlar nuestra atención, que no nos podamos quedar en el mismo lugar, puesto que como un niño o un perro, estamos buscando la bola brillante que atraviese nuestro campo de visión para perseguir su anzuelo.
Glenn Wilson del Gresham College de Londres llama a esto “infomanía”, la adicción al asalto sensorial de la información, el embargo y la posesión de la data y las interfases. Wilson halló que cuando una persona se está concentrando en una tarea pero sabe que tiene emails sin leer en su bandeja de entrada, esto puede reducir 10% su IQ. Russ Poldrack de Stanford, citado también por Levitin, dice que cuando una persona estudia para un examen mientras ve televisión, esto hace que la información que aprende se vaya al striatum, una región cerebral especializada en aprender nuevas habilidades. Sin la distracción, la información se almacena en el hipocampo, donde suelen ir los datos y las ideas y son organizadas y categorizadas para que la memoria pueda hacer uso de ellas con mayor facilidad.
Otro de los problemas que generan nuestros hábitos mulitarea ligados a nuestros gadgets es que requieren que tomemos constantemente decisiones. Pequeñas y molestas decisiones. ¿Respondo el email antes de escribir el reporte? ¿Me relajo un poco escuchando música en Soundcloud o escribo este artículo sin música? ¿Ignoró el mensaje de WhatsApp que me acaba de llegar o lo contesto de una vez? Esto puede parecer insignificante, pero no lo es. De hecho existe el
síndrome de la “fatiga de decisión”, que es lo que hace que Mark Zuckerberg o antes Steve Jobs se vistan todos los días con el mismo tipo de ropa para no tener que quemar neurocombustible eligiendo qué ponerse o qué desayunar. Decidir requiere que imaginemos trayectorias y desenlaces, que viajemos al futuro y que sopesemos posibles consecuencias, esto es desgastante. Resulta más apropiado guardar este combustible mental para decisiones más importantes y la mayor parte del tiempo simplemente fluir e ir con la marea que se ha dispuesto previamente.
Contestar emails, la principal tarea de nuestras grandes mentes
Consideremos el problema del email. Antes se tenían diferentes formatos para recibir mensajes, pero hoy en día, como apunta Levitin, “los emails son usados para todos los mensajes de la vida. Compulsivamente checamos nuestro email, porque no sabemos si el siguiente mensaje será de ocio o de negocio, algo que tenemos que hacer ahora o pagar, algo que podemos hacer después, algo que cambiará nuestra vida o algo irrelevante”. Esto hace que muchos de nuestros líderes, de las grandes mentes que llevan el timón de nuestra civilización dediquen el grueso de su tiempo a contestar emails. ¿Qué dice esto de nuestra civilización? ¿Pueden lograr la necesaria desconexión del “mundanal ruido” los grandes artistas de nuestra época o también se sienten obligados a responder a ese fardo invisible pero no menos pasado que los aguarda siempre?
Ese siempre potencial email o esa respuesta inminente a tu post, de alguna manera extraña y ridícula si se quiere, son el equivalente de un predador incesante que se mueve con nosotros y mantiene a nuestro sistema inmune en estado de alerta.
El ser humano no tolera muy fácilmente la ambigüedad, pero si tienes 20 ventanas abiertas, la sola cantidad supone la posibilidad de más estímulos y más amenazas, de más viajes mentales y más divisiones. Este es el gran problema de que la tecnología y nuestros hábitos de uso generen estrés, mucho estrés. El estrés devora nuestro cerebro y nuestro sistema inmune colocándolo en un estado defensivo permanente: somos como el equipo chico que tiene que defenderse para sobrevivir, no como un Barcelona FC de la mente que sólo tiene que dedicarse a crear, siempre en la zona de ataque, liberado de las pequeñas cargas y distracciones.
Claro que la estructura jerárquica embebida en las sociedades animales hace que no todos puedan vivir en el superávit creativo-laboral, libres de los trajines y las distracciones cotidianas. El estrés es parte inevitable de la realidad; pero saber esto ya es una forma de combatirlo, ya asoma una estrategia.
Digifrenia, estar siempre en múltiples presentes
Douglas Rushkoff ya lo había diagnosticado en su libro
Present Shock. Inmersos en el presente perpetuo de la información que nos invade, nuestro ser se fragmenta para estar en todos los presentes que la información presenta. Rushkoff llama a esto digifrenia, esa psicopatología de la era digital, lo digital corriendo frenéticamente por nuestra mente. ”La tecnología nos permite estar en más de un lugar –y en más de un ser– al mismo tiempo”. Pero vivir simultáneamente múltiples presentes es extenuante: los pilotos de drones, por ejemplo, acaban más cansados que los pilotos normales, al intentar vivir en dos mundos al mismo tiempo. Mantenemos abiertos múltiples flujos de comunicación y parte de nosotros, en un perpetuo micro jet lag, se queda en cada uno de estos timelines, tenemos un oído abierto siempre a lo que está pasando en otro lugar. Nuestros avatares consumen también energía vital.
Se cree que esto es solamente un efecto secundario de la fabulosa era de la información en la que liberamos nuestra mente porque por primera vez podemos elegir la información que consumimos, la cual se ha abierto como una bóveda cósmica donde nadan perlas de sabiduría que pueden transformar nuestra existencia. Nos identificamos con el contenido y pensamos que ya que visitamos buen contenido, curamos nuestro feed y vemos cosas estimulantes nos salvamos del medio y del formato, del programa que nos programa no con su contenido sino en un sentido formal y físico, electromagnético, a nivel neural, con los patrones inmanentes de los medios y los aparatos que usamos. El contenido está de moda y en su apantallamiento no nos deja ver la pantalla misma en la que se monta y lo que la pantalla –y en especial ese tipo de pantalla– produce. No nos deja ver que vemos a través de pantallas la realidad, por citar sólo un ejemplo, quizás no el más significativo.
La conclusión de Levitin es sencilla e inquietante: por más que lo suavicemos, checar a cada rato nuestros correos electrónicos, Facebook, Twitter, etc., constituye una adicción neural. Somos adictos. Cientos de millones de nosotros. Las consecuencias de esta adicción son insondables por el momento. Quizás vivir en este frenesí de snacks de atención sea solamente parte de nuestra circunstancia, un efecto menor de la explosión tecnológica que también traerá grandes luces para nuestros intelectos, algo que no determinará de manera importante nuestra capacidad de autodeliberación evolutiva, pero quizás sí estemos perdiendo la parte más importante de nuestra cognición. No hay forma de saberlo bien a bien, ya que la tecnología de la información se adopta a mucha mayor velocidad que nuestra capacidad de medir y reflexionar sobre sus efectos.
El psicólogo William James escribió: “El arma más grande que tenemos contra el estrés es nuestra habilidad de elegir un pensamiento sobre otro”. Y en otra parte: “La facultad de controlar, una y otra vez, una atención vagabunda, es la raíz del juicio, el carácter y la voluntad. Nadie es el capitán de sí mismo sin esto. Una educación que mejorara esta facultad sería la educación por excelencia”. No es poca cosa lo que dice aquí William James, reconocido como uno de los grandes pensadores en la historia de Estados Unidos. Aquello que disminuye nuestra capacidad de poner atención y controlar nuestros pensamientos atenta directamente contra nuestra individualidad; es como un virus que nos invade… la distracción, la fragmentación del ser. Creemos que la tecnología nos ayuda a hackear el mundo –y hay algo de esto– pero no es una relación unilateral: la tecnología, creada con el fin de capturar la divisa de nuestra atención, también nos hackea a nosotros.