En sus últimos años en el Caribe, Menéndez de Avilés se multiplicó por Norteamérica.
Fundó en Cuba un seminario para instruir a los indígenas de La Florida, se trasladó a Axacan, en la bahía de Santa María (actualmente en Virginia), para castigar a un grupo de indígenas que había asesinado a unos misioneros jesuitas, exploró las costas que rodeaban a San Agustín, continuó persiguiendo corsarios y levantó la primera carta geográfica de las Bahamas y de las costas de Cuba y Florida.
Trabajó, además, en el diseño y construcción en La Habana de navíos que acortaran la navegación por el Atlántico, los conocidos como galeoncetes, embarcaciones con la quilla más alargada en relación con la manga.
Del crecimiento de esta ciudad, que pasó de 30 a 100 vecinos desde que él ejercía de gobernador, se jactó ante el rey «por ser, como lo es, la llave de todas las Indias».
Don Pedro Menéndez de Avilés inició incluso los preparativos para trasladar su casa y su familia definitivamente a Santa Elena, origen del marquesado donde esperaba retirarse.
Pero este plan no llegó a buen puerto.
A finales de 1573, el rey le relevó como gobernador de Cuba y capitán de la armada de Indias, en medio de una opinión generalizada en España contra la gestión que estaba realizando.
Afortunadamente no pensaba así el monarca, que rápido llamó a su adelantado a la corte para encargarle la planificación y organización en la costa cantábrica de una flota de ataque destinada a Flandes «con los mejores navíos que jamás se han juntado en este mar de poniente y hasta 11.000 españoles de mar y tierra», como describió Menéndez de Avilés.
El objetivo era socorrer a Luis de Requesens, gobernador de los Países Bajos, que requería urgentemente una flota naval hecha al Atlántico para contrarrestar a los Mendigos del Mar holandeses y zelandeses.
El militar catalán aseguraba a su majestad que, en su opinión, «sin armada de esos reinos [de España] no se puede acabar con esta guerra».
Menéndez quedó así encargado de reunir esta fuerza naval de 150 velas, con base en Santander, «tanto para limpiar [de piratas] las costas occidentales del Canal, como para recuperar algunos puertos de los Países Bajos ocupados por los rebeldes».
Conforme avanzaban los preparativos, el asturiano advirtió que una fuerza naval de ese tamaño requeriría para operar en el mar del Norte un puerto grande bajo control español, que en ese momento no estaba a su alcance.
El monarca concedió, a regañadientes, que la flota se limitara a navegar entre Bretaña y las Islas Sorlingas, de modo que pudieran refugiarse en caso de tormenta en algún puerto irlandés.
Si bien, frente a la noticia de que una enorme flota turca había partido hacia el oeste, Felipe volvió a cambiar sus instrucciones, reclamando a Menéndez que se quedara cerca de España para «socorrer a la mayor necesidad» sus puertos.
Al fin, determinó al estilo salomónico que tanto gustaba al rey que, dependiendo de las circunstancias, la flota iría al Mediterráneo o al Atlántico… Sería Lepanto con galeones o la Armada Invencible con un comandante apto.
Dentro de las siempre ambiguas instrucciones de Felipe II, se abría tanto la posibilidad de invadir con esta misma fuerza combinada Inglaterra, que hacía de base para los rebeldes de estas provincias, como de auxiliar algún puerto mediterráneo hostigado por los otomanos.
Sin embargo, la mayor movilización de barcos que conocería el país hasta 1588, con 150 naves listas para partir en cuanto Madrid diera la orden, no pudo disparar ni un solo cañonazo.
La incierta empresa finalizó por la muerte del propio Menéndez de Avilés, en septiembre de 1574, a consecuencia de una enfermedad que diezmó a la tripulación acantonada en Santander.
Hasta su última carta, el de Avilés mostró su esperanza de que, una vez vencidos «estos herejes luteranos», el rey le diera licencia para regresar a su querida Florida y «acabar mis días salvando almas» entre los naturales.
Felipe II canceló, sin más, la expedición «estando ya embarcada toda la gente y comenzando a salir los más de los navíos», a pesar de que la inversión había alcanzado los 500.000 ducados.
En su correspondencia despachó la muerte de Menéndez con brevedad y en clave de sus intereses venideros: «Me ha desplacido mucho por haber perdido un tan buen criado y porque ha hecho y hará harta falta».
Como diría años después el III Duque de Alba, tan dedicado al soberano como Menéndez, «los reyes no tienen los sentimientos y la ternura en el lugar en donde nosotros los tenemos».
El monarca había reconocido las habilidades de Menéndez como solucionador de problemas, pero eso no le frenó para exprimir con saña hasta la última gota de su talento.
Don Juan de Austria, Alejandro Farnesio, Álvaro de Bazán o Julián Romero, entre otros héroes militares, también reclamaron en algún momento una pausa o permiso para encargarse de sus asuntos particulares, sin que ninguno se librara de morir en el transcurso de alguna de las campañas de un rey que, a excepción de unos meses, se pasó la totalidad de su reinado inmerso en guerras.
A diferencia de otros conquistadores y explotadores de su generación, el adelantado no logró monetizar sus éxitos militares en un gran patrimonio. Sus beneficios se perdieron en el pozo sin fondo que se antojaba La Florida y en el pulso con la administración sevillana a lo largo de dos décadas de persecución implacable.
Murió tan pobre que fue imposible trasladar sus restos a su Avilés natal, concretamente a la Iglesia de San Nicolás, como estipulaba su testamento escrito días antes de su fallecimiento.
Debió ser un familiar del adelantado quien sufragara el traslado, primero hasta Llanes debido a una galerna, y el 9 de noviembre de 1591 a la villa de Avilés.
Las autoridades españolas y representantes del estado de Florida y de la ciudad de San Agustín, junto a tropas españolas y estadounidense, asistieron el 9 de agosto de 1924 en la localidad asturiana al cambio definitivo de la urna funeraria, que alberga hoy sus restos en la vieja parroquia.
La prematura muerte del adelantado dejó incompleta la colonización de La Florida, porque sin su energía y liderazgo no hubo más remedio que asumir una estrategia defensiva.
Santa Elena, donde había puesto Menéndez la capital de su Estado, contaba hacia 1572 con solo 250 residentes, que sufrieron las consecuencias de encontrarse en medio de dos belicosos cacicazgos.
El fuerte tuvo que ser reconstruido varias veces antes de su abandono definitivo, en 1587, no sin las protestas de los colonos que ya habían formado su hogar.
Los españoles se replegaron a San Agustín, que también sufrió lo indecible, entre otras maldades, el bombardeo del pirata británico Francis Drake, que arrasó la ciudad aprovechando la traición de dos de sus habitantes. Lo sufrió todo, y lo soportó sin claudicar durante más de dos siglos de existencia como puesto de avanzada del imperio.
En 1763, por medio del Tratado de París, la Corona española cedió San Agustín y las tierras con misiones franciscanas a los ingleses, de modo que se evacuó a la población y se transportó a los indios amigos a Santo Domingo, donde se integraron en la sociedad mestiza.
Durante un breve periodo de tiempo, La Florida (Florida oriental y occidental) volvió a manos de España por el Tratado de Versalles (1783), hasta que, finalmente, una invasión estadounidense forzó a una debilitada España a entregar este territorio, en 1821, a cambio de cinco millones de dólares, que se destinaron a pagar reclamaciones pendientes entre ambos países.
La ceremonia de cambio de soberanía se realizó el 10 de julio de ese año en la Plaza de la Constitución de San Agustín, arriándose la bandera española con los colores rojo y amarillo.