Incluso hoy, en pleno siglo XXI, existen lugares en la Tierra que aún no han sido explorados.
En Sur América, gran parte de la selva amazónica localizada en la frontera entre Perú y Brasil es poco conocida.
Particularmente el alto Purús, el Río Iaco, el alto Tambopata y el Parque del Manu. Estos territorios, que siempre despertaron mi curiosidad, quizás encierren el secreto de un antiguo pueblo que dominó el continente en épocas remotas.
Uno de estos sitios, envuelto en misterio y casi totalmente desconocido, es la zona de selva primaria donde se encuentran las pirámides de Pantiacolla.
El 30 de diciembre de 1975, el satélite estadounidense Landsat 2 fotografió un área de la jungla peruana en el departamento de
Madre de Dios.
La imagen del área forestal mostró doce puntos, en grupos de a dos, simétricos y regulares.
Inicialmente, se pensó que había sido un error, pero luego de atentos análisis de expertos cartógrafos como A.T. Tizando, se llegó a la conclusión de que aquellos extraños objetos en el bosque tenían que ser muy altos, al menos 150-200 metros. Si estaban dispuestos en forma simétrica, no podían ser formaciones naturales, sino productos del hombre. Tal vez eran pirámides construidas en un pasado remoto por motivos rituales o ceremoniales.
Las llamadas pirámides de Pantiacolla (del aymara: lugar donde se pierden los Collas), se encontraban en una zona de selva lejana e inexplorada, situada en la jungla de Madre de Dios, un lugar casi inaccesible.
Rápidamente, se empezó a fantasear.
El hecho de que muchos consideraran al área de Madre de Dios como el sitio donde los Incas se escondieron después de la llegada de los españoles a Cusco en 1533 y la supuesta existencia de una ciudad suya escondida en la floresta, denominada
Paititi, no hicieron más que alimentar la creencia de que estas pirámides tenían que ver con la leyenda de El Dorado. Además, su relativa cercanía con los bellísimos
petroglifos de Pusharo, lugar misterioso situado en el Río Shinkibeni, al interior de la selva primaria del Manu, impulsó a algunos exploradores a ir a la zona con la intención de desvelar sus misterios.
La primera persona no indígena que se acercó a las pirámides fue el japonés Yoshiharu Sekino, en 1977.
El joven, aunque no logró llegar al enigmático lugar, tuvo contacto con numerosos nativos Matsiguenkas y contribuyó a hacer conocer su cultura, hasta entonces prácticamente desconocida.
Cuando, en 1979, los cónyuges Herbert y Nicole Cartagena descubrieron ruinas incaicas cerca al Río Nistron, llamadas luego Mameria, se comprobó que los Incas se habían adentrado en la selva situada al oriente de Cusco, buscando escapar de los conquistadores. El interés por la jungla de Madre de Dios volvió a crecer.
El enigma de las pirámides de Pantiacolla (llamadas también Paratoari, en lengua Arawak de los Matsiguenkas), permanecía.
Incluso hoy, en pleno siglo XXI, existen lugares en la Tierra que aún no han sido explorados.
En Sur América, gran parte de la selva amazónica localizada en la frontera entre Perú y Brasil es poco conocida. Particularmente el alto Purús, el Río Iaco, el alto Tambopata y el Parque del Manu. Estos territorios, que siempre despertaron mi curiosidad, quizás encierren el secreto de un antiguo pueblo que dominó el continente en épocas remotas.
Uno de estos sitios, envuelto en misterio y casi totalmente desconocido, es la zona de selva primaria donde se encuentran las pirámides de Pantiacolla.El 30 de diciembre de 1975, el satélite estadounidense Landsat 2 fotografió un área de la jungla peruana en el departamento de
Madre de Dios.
La imagen del área forestal mostró doce puntos, en grupos de a dos, simétricos y regulares.
Inicialmente, se pensó que había sido un error, pero luego de atentos análisis de expertos cartógrafos como A.T. Tizando, se llegó a la conclusión de que aquellos extraños objetos en el bosque tenían que ser muy altos, al menos 150-200 metros. Si estaban dispuestos en forma simétrica, no podían ser formaciones naturales, sino productos del hombre.
Tal vez eran pirámides construidas en un pasado remoto por motivos rituales o ceremoniales.Las llamadas pirámides de Pantiacolla (del aymara: lugar donde se pierden los Collas), se encontraban en una zona de selva lejana e inexplorada, situada en la jungla de Madre de Dios, un lugar casi inaccesible.
Rápidamente, se empezó a fantasear. El hecho de que muchos consideraran al área de Madre de Dios como el sitio donde los Incas se escondieron después de la llegada de los españoles a Cusco en 1533 y la supuesta existencia de una ciudad suya escondida en la floresta, denominada
Paititi, no hicieron más que alimentar la creencia de que estas pirámides tenían que ver con la leyenda de El Dorado.
Además, su relativa cercanía con los bellísimos
petroglifos de Pusharo, lugar misterioso situado en el Río Shinkibeni, al interior de la selva primaria del Manu, impulsó a algunos exploradores a ir a la zona con la intención de desvelar sus misterios.
La primera persona no indígena que se acercó a las pirámides fue el japonés Yoshiharu Sekino, en 1977.
El joven, aunque no logró llegar al enigmático lugar, tuvo contacto con numerosos nativos Matsiguenkas y contribuyó a hacer conocer su cultura, hasta entonces prácticamente desconocida.
Cuando, en 1979, los cónyuges Herbert y Nicole Cartagena descubrieron ruinas incaicas cerca al Río Nistron, llamadas luego Mameria, se comprobó que los Incas se habían adentrado en la selva situada al oriente de Cusco, buscando escapar de los conquistadores. El interés por la jungla de Madre de Dios volvió a crecer.
El enigma de las pirámides de Pantiacolla (llamadas también Paratoari, en lengua Arawak de los Matsiguenkas), permanecía.La primera vez que se sobrevoló la zona de las pirámides fue en 1980, en una expedición organizada por el arqueólogo italiano Giancarlo Ligabue. No obstante, el primer explorador que llegó hasta allí fue el arqueólogo estadounidense
Gregory Deyermejian, en 1996, acompañado por los guías Paulino e Ignacio Mamani, y por el hijo del doctor
Carlos Neuenschwander Landa, Fernando.
Después de profundos estudios del territorio, llegaron a la conclusión de que las llamadas pirámides no eran otra cosa que extrañas formaciones naturales.
Sin embargo, para otros exploradores, las cosas no son así de fáciles: luego de varios viajes a la zona del Río Negro, afluente del Palotoa, sostuvieron que éstas son naturales, pero que fueron modificadas por el hombre en épocas pre-incaicas y que tienen relación con la ciudad perdida de los Incas, Paititi.
Según otros investigadores, las pirámides fueron utilizadas como lugares rituales y religiosos por los Incas que se adentraron en la selva.
Cuando en el 2001, el arqueólogo italiano Mario Polia encontró, en los archivos vaticanos, una carta original del jesuita Padre López, que databa de los primeros años del siglo XVII y que estaba dirigida al quinto general de la Compañía de Jesús, Claudio Acquaviva, el misterio de la ciudad perdida volvió a fascinar al mundo. En efecto, en la carta, considerada original, se describía el reino de Paititi, próspero en 1600, y riquísimo en oro y en piedraspreciosas.
Por tanto, volvió a hablarse de las misteriosas pirámides como un lugar ancestral erigido por el hombre en el lejano pasado y en las cercanías del cual los Incas construyeron su Paititi para escapar de las fuerzas del mal, representadas en los conquistadores. Según estas creencias, en las pirámides se encontraría la clave no sólo de Paititi, sino también de la fantástica cultura amazónica que las edificó en tiempos remotos.
¿Es posible que las pirámides sean un centro de energía desconocida que quizá fue canalizada por pueblos antiquísimos?
Según algunos, estas son sólo fantasías, pero en mi opinión, no es posible hablar con conocimiento de causa hasta que no se viaje directamente al territorio en cuestión, buscando recoger la mayor cantidad de datos científicos posibles, pero también intentando “sentir” lo que la ciencia no puede develar, tal vez porque el tiempo ya lo ha borrado. En efecto, las sensaciones a menudo nos conducen a la verdad, siempre y cuando estén apoyadas en un serio y riguroso trabajo científico.
La primera parte, de unas tres horas de camino, es una selva densa y húmeda, pero con sendero. Muchas veces tuvimos que atravesar pequeñas lagunas (cochas) de fondo fangoso e insidioso, cuyas aguas nos llegaban hasta las rodillas. Hacia mediodía llegamos al Río Inchipato, un afluente del Madre de Dios que desemboca cerca al Palotoa. En el punto donde lo atravesamos, tiene aproximadamente quince metros de ancho y aguas cenagosas, las cuales nos llegaban a la cintura. Luego de comer algo ligero, empezamos a recorrer el río caminando por sus orillas. Varias veces nos vimos obligados a atravesarlo a causa del fondo arenoso y lodoso, buscando partes más consistentes por donde caminar sin tanto esfuerzo.
Hacia las cuatro de la tarde, después de haber andado siete horas, decidimos detenernos a dormir en una gran playa rodeada de árboles de unos cincuenta metros de altura.
Aquel lugar fue llamado campo 1.Mi viaje a las pirámides de Pantiacolla se remonta a junio del 2009. Una vez que llegué a Cusco junto con mi amigo turinés Stefano Grotto, me encontré de inmediato con mi guía, Fernando Rivera Huanca, un muchacho confiable y experto.
Al día siguiente, atravesamos la sierra y llegamos, después de nueve horas de viaje en camioneta, al pueblo de Atalaya, en las orillas de Madre de Dios.
Al otro día, temprano, nos embarcamos en un peque peque (barco de poco calado con motor de 16 CV) y nos dirigimos, navegando en el Madre de Dios, hasta el puerto de Llactapampa Palotoa, pueblo de colonos situado en la orilla opuesta respecto a Santa Cruz.
La aldea de Palotoa (a aproximadamente 420 metros sobre el nivel del mar), está situada a más o menos un kilómetro al interior del río y está formada por pequeñas casas de madera sin electricidad. Poco después, nos encontramos con el guía Saúl y empezamos a prepararnos para la partida. Stefano Grotto decidió permanecer en el poblado como apoyo en caso de emergencia, y entonces nos fuimos los tres: Fernando Rivera Huanca, Saúl Robles Condori y yo.
Teníamos provisiones suficientes para seis días y además, Fernando me aseguró que Saúl era un experto pescador.De noche, antes de dormirnos, empezó a llover y el nivel del río aumentó con rapidez. Todo sería mucho más complicado al día siguiente, puesto que la lluvia traería neblina, la cual dificultaría la ubicación de las pirámides.
Lamentablemente, mis suposiciones resultaron ciertas: al otro día nos levantamos a las cinco de la mañana, bajo una persistente lluvia. La temperatura había descendido y soplaba un fastidioso viento: no parecíamos estar en selva amazónica, sino en otra latitud muy distinta.
Mientras avanzábamos con dificultad bajo la lluvia, hundiéndonos en el fango a veces hasta la cintura, y sobretodo cuidándonos de no pisar las peligrosísimas rayas de agua dulce y de no dejar caer en el agua los morrales (donde había cámaras fotográficas y de video), encontramos un petroglifo justo en una roca del río Inchipato, claro indicio de presencia humana arcaica en sus orillas. Las incisiones en la piedra me recordaron extrañamente a las del
petroglifo de Jinkiorien el territorio de los Wuachipaeris, cerca del pueblo de Pilcopata, en el departamento de Cusco.
Después de aproximadamente una hora de trayecto hallamos otro signo, según mi parecer, una señal tallada en la roca para guiar por la vía correcta a las pirámides. Estos signos esculpidos nos levantaron la moral y nos dieron nuevos ánimos para continuar con nuestra aventura.Al mediodía ya no estaba lloviendo, pero el cielo estaba cubierto de nubes amenazantes y a lo lejos se veía el cerro Palotoa sumergido en neblina.
Con estas condiciones era imposible percibir de lejos las pirámides para darse cuenta de cuál era la dirección correcta a seguir. Saúl buscaba un lugar elevado, llamado mirador o plataforma, desde donde se podría, con buenas condiciones climáticas, avistar las pirámides, pero no lo encontramos. Nos detuvimos para comer y analizar la situación. Aunque el cielo estaba nublado, el calor húmedo no tardó en hacerse sentir y los zancudos, junto con fastidiosos mosquitos que se meten bajo la piel, empezaron a complicarnos la vida.
Retomamos el rumbo hasta que, alrededor de las tres de la tarde, el río se dividió en dos brazos. Saúl y Fernando vacilaban sobre el camino correcto a seguir y de este modo, decidimos dejar los morrales en una playa cercana y tomar el tramo derecho, sólo con nuestros machetes y las cámaras fotográficas, pero esta quebrada resultó ser la vía equivocada y entonces regresamos a donde estaban nuestras mochilas, decididos a continuar por el brazo izquierdo.
Anduvimos por unas dos horas, pero nos vimos obligados muchas veces a abandonar el río porque era demasiado profundo y sus orillas eran unos densos pantanos donde era imposible no hundirse.
De manera que nos adentramos en la intricada selva, andando a golpes de machete para abrirnos camino sin perder de vista el río.
A eso de las cuatro decidimos detenernos cerca al río y preparar el campo 2, del cual partiríamos al otro día más ligeros de equipaje.
A la mañana siguiente, nos levantamos de nuevo bajo una persistente llovizna, y el clima pesado y frío no animaba a iniciar otra caminata. Por otro lado, tampoco daban ganas de estar dentro de las carpas, goteantes de humedad. Continuamos por la quebrada por aproximadamente dos horas, con cuidado de no dislocarnos los tobillos porque el piso se componía de piedras resbaladizas y puntudas. A las diez cesó por fin de llover y la neblina empezó a disolverse. No sabíamos a dónde dirigirnos porque, según lo que pensábamos, las fuentes del Inchipato estaban ubicadas a la izquierda de las pirámides y recorriéndolo, nos desviaríamos del camino correcto.
En cierto punto, resolvimos entrar en la selva, subiendo por una empinada cresta fangosa, sirviéndonos de una cuerda. Una vez que estuvimos en la cima, continuamos avanzando pero la vegetación era tan espesa e intricada que se necesitaba mucho tiempo y energía para abrirse paso con los machetes. Saúl propuso regresar solo al Inchipato con el fin de explorar otras quebradas y hallar un lugar alto de donde se pudieran distinguir de lejos nuestros objetivos. Fernando y yo aceptamos: nosotros continuaríamos en la jungla recorriendo lo que creíamos que era parte de la sierra, mientras que él se dirigiría nuevamente al río.
Fernando, macheteando, abría el camino, mientras que yo detrás filmaba y observaba el terreno. En cierto momento, la inclinación del suelo cambió: de una ligera subida se pasó a una escarpada pared (aproximadamente 65% de pendiente), obligándonos a utilizar las manos para continuar. Pronto nos dimos cuenta de que la capa de tierra donde nos encontrábamos no era profunda, ya que nuestros machetes tocaban un estrato rocoso después de atravesar unos 40-50 centímetros de humus. En efecto, estábamos rodeados de arbustos espinosos cuyas raíces no podían ser hondas. Sin embargo, los altos árboles que hundían sus raíces en tierra más profunda, la cual hacía poco habíamos dejado atrás, nos obstaculizaban todavía el panorama. Escavamos para saber qué era aquella roca que estaba debajo del humus y nos encontramos, atónitos, con piedra parecida a arena dura, muy desmenuzable, de color marrón con rayas blancas y rojizas. ¡Toda la pared, casi totalmente lisa, estaba formada de dura arena! Fue entonces cuando estuvimos seguros de estar sobre una de las pirámides de Pantiacolla.
Prosiguiendo muy despacio, recorrimos los aproximados doscientos metros que nos separaban de la cima. La subida era ardua porque las ramas de los arbustos estaban llenas de hormigas agresivas y rodeadas de afiladas espinas. Nuestros zapatos se hundían en la intricada vegetación y corríamos el peligro de meterlos en oscuras cavidades que podían ser nido de serpientes venenosas. A pesar de todo eso, mantuvimos la calma y después de una media hora, alcanzamos la cumbre de la pirámide.
En la “cumbre del condor”
Desde hacía un rato había dejado de llover, la visibilidad era muy buena y aunque no había salido el sol, la luz era suficiente para permitirnos contemplar ese espectáculo de rara belleza.
Después de abrirnos campo con la ayuda de los machetes, se nos apareció un espectáculo maravilloso: otras tres pirámides se erigían frente a nosotros, y a la derecha se extendía la selva del Manu hasta perderse de vista, la más pura y biodiversa del planeta. A lo lejos podía verse, con la ayuda de los binóculos, el pongo del Shinkibeni, donde están los
petroglifos de Pusharo y la cordillera de Pantiacolla, las últimas montañas antes de la selva baja amazónica.
Fue uno de los momentos más hermosos de mi vida.
También las otras pirámides, observadas de lejos con los binóculos, parecían tener las mismas características de la que habíamos escalado: arbustos bajos en vez de grandes y altos árboles. Todo hace suponer que el material básico de las pirámides es esa peculiar arena dura pero desmenuzable, lo extraño es que los lados están cortados geométricamente y no hay deformidades apreciables.
En cuanto a la supuesta simetría de las pirámides, verificamos que esto es sólo parcialmente cierto: desde nuestra ubicación se podían ver claramente tres pirámides, pero no eran simétricas, aunque estaban muy cerca la una de la otra y dos de ellas estaban situadas junto al cerro Palotoa, como si estuvieran apoyadas en él. Después de haber descansado un poco, sentimos un silbido e inicialmente nos alarmamos puesto que no era un silbido de pájaro, sino de humano, y como en la zona están los temibles Kuga-Pacoris, por un momento creímos que uno de ellos nos había seguido. No obstante, Fernando respondió al silbido y poco después se percató de que era Saúl, nuestro guía.
Saúl, al no encontrar el camino correcto por el río, había regresado y seguido nuestros pasos, observando las marcas dejadas por nuestros machetes en los arbustos.
Cuando Saúl llegó a la cumbre, nos abrazamos contentos y poco después empezamos a comer latas de fríjoles y atún. De repente, un enorme cóndor de los Andes (vultur gryphus) se acercó planeando, como para saludarnos. Por poco logramos distinguir el contorno del pico y del cuello. Fue un momento maravilloso, permanecimos todos asombrados sin poder pronunciar palabra. El cóndor es el ave volador más grande del mundo, puede pesar doce kilos y el despliegue de sus alas alcanza los tres metros. Tuvimos la sensación de que esta ave era el alma de un Apu (Divinidad de los Incas), el cual nos vigilaba desde lejos.
Cuando el cóndor se fue decidimos bautizar la pirámide que habíamos escalado cumbre del cóndor, situada en las coordinadas: 12 grados 41′ 10” SUR – 71 grados 27′ 30” OESTE.
Después de tomar otras fotografías y de haber explorado los alrededores de la cima, decidimos regresar, dado que ya eran las tres de la tarde y no queríamos encontrarnos atrapados en la selva cuando anocheciera (a las cinco ya está oscuro allí, también a causa de la sombra de altísimos árboles).
Después de aproximadamente diez minutos de un descenso empinado, comenzó a llover. En pocos instantes estaba diluviando e inclusive un viento frío e impetuoso empezó a soplar.
La tempestad era tremenda: fragorosos truenos retumbaban a lo lejos. Los relámpagos eran muy luminosos y parecían estarnos rodeando. En cada resplandor lograba distinguir las paredes de las pirámides y las ramas de los arbustos, cuyas raíces se amontonaban entre piedras y ramaje espinoso. Tenía miedo de que uno de esos rayos nos fulminara, y caminaba rápidamente intentando no perder de vista a mis guías, los cuales, mucho más ágiles que yo, me adelantaban por unos treinta metros. Después de aproximadamente veinte minutos de tensión, llegamos al río. El fuerte aguacero había acabado, pero la tormenta eléctrica continuaba. Nunca había visto algo semejante. Los relámpagos duraron otra media hora más o menos y la bóveda celeste, atravesada por un extraño estruendo y centelleantes rayos, tomó un color tétrico que tendía al violáceo.
Luego fuimos hacia el campo 2, donde descansamos y nos alimentamos. Mientras Fernando y yo cocinábamos un delicioso arroz con salsa de tomates, Saúl pescaba. Después de una media hora, regresó con varios pescados y algunas cañas de bambú. Lo curioso fue que el bambú le sirvió justamente para cocinar el pescado, al cual metió en la cavidad del tronco. Yo también quise degustar unos pedazos y constaté que estaba muy bien cocinado. Saúl me explicó que los indígenas Matsiguenkas le enseñaron a pescar y a cocinar el pescado en el bambú de esa manera, y también a reconocer una cantidad innumerable de plantas útiles para curar heridas y enfermedades que dan en la selva a causa de los insectos y la humedad.
Por la noche, analizamos la situación: como ya habíamos cumplido en parte con el objetivo de la expedición, es decir, darnos cuenta personalmente de lo que hay bajo el humus que constituye la capa vegetal de las pirámides, y además, habiendo tenido la fortuna de escalar una hasta la cima y de haber encontrado importantes petroglifos, decidimos regresar al pueblo de Llactapampa Palotoa al otro día, considerando también que los víveres alcanzarían exactamente para dos jornadas más.
A la mañana siguiente, mientras nos organizábamos para el viaje de regreso, me alejé unos veinte metros del campo de base para tomar las últimas fotos. De repente, mientras observaba un pedregal para ver si encontraba restos de hachas Incas o piedras labradas, me di cuenta de que no estaba solo.
Sentí un susurro y un sonido de ramas partidas y hojas pisoteadas. Tuve la impresión de encontrarme cerca de un animal muy ligero que no podía encontrarse a más de diez metros de mí. Contuve la respiración e intenté agudizar la vista, mirando entre las ramas de los árboles y entre el follaje. Era un pájaro de color marrón con la cola larga y oscura que pataleaba cerca de mí, emanando un olor fuerte y desagradable. Después de pocos instantes, logré avanzar sin hacer ruido y moví lentamente una gran hoja para verlo mejor: era muy extraño, tenía una cabeza muy pequeña en comparación con el cuerpo y el pico era negro y brillante.
De lejos parecía casi un gallo, y tenía el ojo de color rojo vivo, rodeado de pelos blancuzcos. Súbitamente, tal vez porque percibió mi presencia, dio un salto y se montó a una rama, pero lo increíble fue que la alcanzó con la ayuda del ala, o sea que ésta tenía uñas, si bien arcaicas. ¿Cómo era posible? ¿Un pájaro con uñas o garras en las alas? Por un momento pensé que estaba soñando y casi no creí en lo que había visto.
Poco después, el extraño pájaro desapareció entre la espesura de ramas y follaje. Luego, busqué en mi vademécum naturalista y encontré la respuesta: ese pájaro era real, si bien arcaico, era un hoazín (opisthocomus hoazin, llamado chancho en Perú), un galliforme entre reptil y pájaro que recuerda al extinguido archaeopteryx, el pájaro más primitivo que se conoce, el cual vivió hace millones de años. Estaba demasiado feliz, pocas personas han logrado ver un fósil viviente como el hoazín, así que consideré este hecho como un buen signo premonitor, como una señal de que la expedición se había completado con luz positiva y también como buen augurio para el futuro.
El viaje de regreso fue relativamente más fácil que el de ida, principalmente porque algunos pasajes dificultosos en algunas curvas del río ya los habíamos despejado durante el primer recorrido. El primer día logramos llegar más allá del campo 1 y dormimos en una playa cercana a un intricado bosque de bambús altísimos. No llovió y entonces aprovechamos para secar la ropa mojada.
A la mañana siguiente, empezamos a caminar alrededor de las siete.
En pocas horas llegamos al lugar donde cinco días antes habíamos comenzado la marcha a lo largo del río, y nos sumergimos de nuevo en la selva virgen. Después de aproximadamente una hora de trayecto, encontramos la huella de un oso de anteojos (tremarctos ornatus), difundido en la selva alta amazónica.
Pensaba que era endémico de zonas más elevadas, pero posteriormente leí que puede vivir en altitudes desde 250 hasta 4500 metros sobre el nivel del mar. Es un omnívoro de unos 150 kilos de peso y dos metros de largo. Un escalofrío me recorrió la espalda al pensar que hubiera podido atacarnos durante nuestra exploración.
Hacia las dos de la tarde llegamos a Llactapampa Paolotoa, donde Stefano nos recibió con un exquisito arroz al curry.
Después de haber descansado, hicimos el balance de la expedición: además de haber encontrado dos petroglifos, indicios de remota presencia humana en el Río Inchipato, comprobamos que la pirámide que escalamos es una rara formación natural cuya capa vegetal no tiene más de 40-50 centímetros de profundidad y cuya materia principal es una especie de arena dura, pero desmenuzable. Por desgracia, no pudimos verificar la verdadera naturaleza de las otras pirámides, puesto que se requeriría de una expedición de al menos veinte días.
El misterio de las pirámides de Pantiacolla continúa. Además, permanece la duda de si algunos grupos humanos vivieron en sus alrededores en el pasado, considerándolas lugares rituales o ceremoniales. Por ahora no tenemos la suficiente información para dar un juicio definitivo.
YURI LEVERATTO
Copyrights 2009
Este articulo se puede reproducir con el permiso del autor, indicando el nombre del autor y la fuente
www.yurileveratto.com
Fotos: derechos reservados de Yuri Leveratto
Las fotos arriba en la derecha N8, N12 y N18 muestran los petroglifos, de origen amazonica, hallados en el Rio Inchipato.
Centro arqueológico descubierto en Perú reaviva mito de “El Dorado”
Escrito por Yuri Leveratto
Fuente:
www.yurileveratto.com/articolo.php?Id=52
http://www.yurileveratto.com
http://piramidesdebosnia.com/2012/10/