¿Cuándo se ha visto una «estrella» que aparezca durante el día? ¿Y cómo es posible que una estrella normal —situada la más próxima a varios años-luz del Sistema Solar— pueda iluminar o lanzar su luz sobre una cueva y sólo sobre una cueva?
Si el Sol —otra estrella— lanza sus rayos a medio mundo y no a una parcela reducida de terreno, ¿por qué iba a obrar este «milagro» otra estrella, lógicamente situada mucho más lejos de la Tierra?
Estas preguntas se desprenden de la comprensión de los Evangelios canónicos y apócrifos que hablan sobre la famosa «estrella» de Belén que guió a los tres reyes magos a visitar al Mesías recién nacido.
A continuación, el renombrado investigador y escritor español J.J. Benítez hace un repaso sobre las teorías más prosaicas y «racionales» acerca del posible origen de la estrella, un repaso que, por descarte, lo llevará a aceptar la inevitable noción que tal «fenómeno» encaja mejor en los cientos de miles de casos recogidos hoy en todo el mundo sobre ovnis…
«Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y he aquí que la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría».
Evangelio de Mateo (2:9-10).
¿Pudo ser la estrella de Belén un sol? Si nuestro Sol —como dice la Astronomía— es una «simple» estrella de «tipo medio», resulta absurdo —desde un punto de vista científico— pensar que una de estas estrellas o soles haya podido aproximarse, no ya a nuestro planeta, sino al propio Sistema Solar que constituye nuestro «barrio» sideral.
Si cualquiera de las 100.000 millones de estrellas que parece conforman nuestra galaxia hubiera abandonado su posición inicial para «llegar» hasta Belén, la «intrusa» habría desencadenado un apocalíptico desastre cósmico, mucho antes de divisar siquiera nuestro sistema planetario. Y lógicamente, Belén y el resto del planeta hubieran quizá desaparecido del mapa celeste… Basta asomarse hoy al firmamento para saber que la estrella o sol más próximo a nosotros —algo así como nuestro «vecino de escalera»— dista más de cuatro años-luz.
Ese «vecino» —Alfa de Centauro—, suponiendo que hubiera podido llegar hasta nuestro mundo, habría necesitado, además, y viajando a la velocidad de la luz (a 300.000 kilómetros por segundo), un total de cuatro años. Y según las cartas de todos los astrónomos, la «vecina de escalera» no se ha movido de su sitio desde que el hombre tuvo la posibilidad de mirar hacia las estrellas. Es cierto que Dios puede lograrlo todo. Incluso, que un sol de millones de kilómetros de diámetro y altísimas temperaturas, pueda cruzar los espacios y «guiar» a unos magos de Oriente. Sin embargo, sigo creyendo que Dios tiene que ser bastante más sensato… ¿Pudo ser un cometa?
Después de contemplar la imposibilidad de que la «estrella» de Belén fuera un sol, nos queda también la hipótesis de que «aquello» se tratara en realidad de un cometa. En nuestros árboles de Navidad y «nacimientos», casi siempre representamos esa «estrella» con una larga estela o cola. Pero, ¿qué dicen los astrónomos?
Cuantos estudian el firmamento saben que un cometa, cuando todavía se encuentra muy alejado del Sol (en las proximidades de Plutón o más lejos), está constituido simplemente por una agregación de cuerpos rocosos —el llamado «núcleo»—, cuya estructura no se conoce todavía con seguridad. Al aproximarse ese núcleo cometario a nuestro Sol, la energía radiante solar hace que del mismo se desprendan gases y pequeñas partículas sólidas, las cuales quedan gravitando a su alrededor y dan lugar a la llamada «cabellera» del cometa.
Al llegar a la órbita de Júpiter, esta «cabellera» se desarrolla ampliamente, y en algunas ocasiones alcanza una longitud superior a los 150.000 kilómetros. A una distancia del Sol de dos unidades astronómicas (unos 300 millones de kilómetros), a partir de la «cabellera» del cometa surge y se desarrolla una estrecha «cola», también a expensas de la materia del núcleo. Y se extiende en dirección opuesta al Sol, a lo largo de varios millones de kilómetros.
¿Qué quiere decir esto? Sencillamente, que la existencia de un cometa —por muy pequeño que éste sea— lleva implícita unas dimensiones gigantescas, del todo ajenas a las características descritas por san Mateo en el Evangelio para la famosa «estrella» de Belén. Y hay que añadir, por supuesto, que ningún cometa ingresa en la atmósfera terrestre sin ocasionar su autodestrucción, así como un sinfín de serias perturbaciones.
Ahí tenemos el ejemplo del cometa Halley, que «tocó» las últimas capas de la atmósfera con su «cola» en 1911 y provocó un histerismo mundial. Cometa Halley, 1986. Si la «estrella» de Belén hubiera sido un cometa —como afirmaba Orígenes—, su proximidad al mundo habría sido delatada por la inmensa mayoría de los pueblos. Y su paso figuraría hoy en los anales de la Historia. Hecho éste que no consta. Las únicas referencias históricas a la presencia de cometas en las épocas inmediatamente anteriores y posteriores al nacimiento de Jesús de Nazaret son las siguientes, según he podido constatar: Después del asesinato de César, a poco de las idus del mes de marzo del año 44 a.C, apareció un brillante cometa.
En el año 17 de nuestra Era surgió también, de repente, otro, con una magnífica cola que, en los países mediterráneos, pudo ser observado durante toda una noche. El siguiente en importancia —al menos que nos conste históricamente— fue visto en el año 66, poco antes del suicidio de Nerón.
Y en el intermedio se produjo un relato de mucha precisión, procedente de los astrónomos chinos. En la enciclopedia Wen-hien-thung-khao, del sabio Ma Tuanlin, se cuenta lo siguiente sobre dicha aparición: «En los primeros años del (emperador) Yven-yen, en el 7º mes, el día Sin-uei (25 de agosto), fue visto un cometa en la parte del cielo Tung-tsing (cerca de Mu de la constelación de ‘Los Gemelos’).
Se desplazó sobre los U-Tchui-Heu (‘Los Gemelos’), salió de entre Ho-su (constelación ‘Castor’ y ‘Polux’) y emprendió su carrera hacia el Norte y penetró en el grupo Hicnyuen (‘Cabeza del León’) y en la casa Thaiouei (‘Cola del León’). En el 5° día desapareció en el Dragón Azul (constelación del ‘Escorpión’).
En conjunto, el cometa fue observado durante 63 días». El detallado relato de la antigua China contiene —según ha podido averiguarse modernamente— la primera descripción del célebre cometa Halley, el vistoso astro que pasa por las «cercanías» del Sol cada 76 años y que ha sido visto, efectivamente, desde la Tierra.
La última vez que pasó fue en 1986, y volverá en 2061… Sin embargo, los cometas, aunque tengan un carácter cíclico como el Halley y unas dimensiones tan considerables, no siempre son vistos por todo el mundo. Así, en el año 12 antes de Cristo, el Halley constituyó un acontecimiento celeste y fue visible con todo detalle. En cambio, ni en los países del Mediterráneo, ni en Mesopotamia, ni en Egipto se hace mención, en aquella época, a un cuerpo sideral tan luminoso e impresionante.
En cambio, para el mundo del esoterismo, sí puede resultar importante —quizá trascendental y altamente significativo— que ese formidable Halley pasase sobre nuestro mundo poco antes del nacimiento de Jesús…
Y, para concluir este capítulo, hagamos una nueva pregunta: ¿Qué cometa podría «guiar» a unos magos, desaparecer del firmamento al llegar a la ciudad de Jerusalén y, poco después, cuando estos magos reemprendieron el viaje hacia la aldea de Belén, presentarse de nuevo ante la caravana, marcándoles el rumbo? Y como filigrana cósmica final, el «cometa» se «detuvo encima del lugar donde estaba el niño…».
Demasiado para un cometa… Ni meteoro ni meteorito Este intento de justificación «razonable» de la «estrella» que vieron y siguieron los Magos llegados de Oriente se nos antoja más descabellado, incluso, que los anteriores.
Los meteoros —reza la Ciencia— son minúsculas partículas, del tamaño de una cabeza de alfiler, metálicas o pétreas, que aparecen sólo visibles cuando penetran en la atmósfera terrestre, a velocidad de algunas decenas de miles de kilómetros por hora. El calor que se produce en el roce con la atmósfera los pone incandescentes. Y trazan entonces en el cielo nocturno esas estelas luminosas tan conocidas con el nombre de «estrellas fugaces».
Por el contrario, los meteoritos alcanzan a veces dimensiones de algunos metros y, por tanto, son siempre lo suficientemente grandes para no consumirse por completo durante su caída. Cuando un meteoro entra en la atmósfera de nuestro mundo, tiene la misma velocidad que un cuerpo en órbita alrededor del Sol, a una distancia igual a la de la Tierra.
Esta velocidad depende del tipo de órbita. Para las circulares —como la terrestre— es de 30 kilómetros por segundo. Si es una órbita parabólica, la velocidad de caída del meteoro o meteorito será de 42 kilómetros por segundo. Para que nos entendamos mejor: esos meteoros que vemos rasgar con su luz las noches de verano caen a la friolera de ¡150.000 kilómetros por hora!
Naturalmente, la visión de esa caída apenas se prolonga unos segundos o décimas de segundo. Si el meteorito es ya de dimensiones respetables, el asunto se envenena mucho más… A esa espeluznante velocidad de caída hay que sumar su peso, a veces de hasta un millón de toneladas. Es mundialmente famoso, por ejemplo, el caído el 12 de febrero de 1947 en la Siberia Sudoriental.
El meteorito se fraccionó en el aire en multitud de pedazos, que cayeron sobre tierra como una lluvia de hierro. Se cubrió de agujeros y cráteres un área de un kilómetro cuadrado, de los que el más grande tiene un diámetro de 27 metros. Sobradamente conocido es también el cráter meteórico de Arizona. Alcanza un diámetro de 1.250 metros y una profundidad de 170. Se estima que la cantidad total de fragmentos encontrados alrededor del cráter pesa, aproximadamente, 12.000 toneladas.
Y así podríamos seguir enumerando multitud de casos. Es evidente que ningún meteoro o meteorito habría podido sostener un «vuelo horizontal», guiando a una caravana, soltando chorros de luz, y, para colmo, detenerse sobre una casa. ¿Fue la estrella de Belén una nova o una supernova? Cualquier astrofísico o aficionado a la Astronomía se habrá percatado ya, al leer el subtítulo que precede el presente párrafo, que la interrogante resulta poco menos que absurda.
Pero veamos por qué tienen razón… Como marcaba al estudiar la primera posibilidad —la de que la estrella de Belén fuera un sol— no podemos olvidar en ningún momento que sería catastrófica la aproximación de uno de estos gigantescos astros a nuestro Sistema Solar. Con más razón, por tanto, si el fenómeno pudiera ser identificado con una «nova» o con una «supernova».
Dice la Astrofísica: «Las modernas teorías de la evolución estelar predicen, para gran número de estrellas (al menos para aquellas cuya masa, al llegar a la secuencia principal, superan en más de cuatro veces la de nuestro Sol), una explosión como etapa final de sus vidas. Este resultado no deja de plantear numerosos problemas, pero parece dar la clave de uno de los fenómenos más espectaculares estudiados por la Astronomía: las supernovas.
»Una supernova es una estrella en la que se produce un aumento rápido —en unos pocos días— y extraordinariamente grande (varios millones de veces) de su brillo, seguido también de una rápida extinción». Se trata de algo relativamente poco frecuente. En los últimos 1.000 años, por ejemplo, en nuestra galaxia sólo se han observado tres supernovas. La primera en el año 1054 y fue estudiada por los astrónomos chinos y japoneses.
Los restos de esta explosión constituyen la nebulosa del «Cangrejo», aún en expansión. La segunda apareció en la constelación de «Casiopea», en 1572. La tercera, en la zona de «Sagitario», fue observada en 1904. Actualmente se admite que —por término medio— en una galaxia aparece una supernova cada 30 años. En cuanto a las estrellas denominadas novas son, en su apariencia inmediata, muy semejantes a las supernovas, aunque a una escala mucho menor.
Su luminosidad aumenta de 10.000 hasta 100.000 veces la inicial. Pero, a diferencia también de las supernovas, constituyen un fenómeno que se repite al cabo de cierto número de años. Conclusión: ninguna nova o supernova puede registrarse dentro de nuestro Sistema Solar. Entre otras razones, porque en este «barrio» planetario donde se mueve la «vieja canica azul» a la que llamamos Tierra, no hay ni ha habido este tipo de estrellas.
Que el estallido de una de estas estrellas en el firmamento —a miles de millones de años-luz de nuestro mundo— alertara a los Magos y les pusiera en camino, en busca del Rey de los judíos, es otro problema a discutir… Pero esta apreciación prefiero analizarla en el próximo apartado: el de una supuesta «conjunción» planetaria. Una teoría que, dicho sea de paso, está «de moda» entre los exégetas y teólogos modernos… ¿Estamos ante una «conjunción» de planetas?
He aquí un debate interesante.
Hoy, astronómicamente hablando, se conoce como «conjunción» el hecho de que dos planetas se sitúen en el mismo grado de longitud; o, para ser más claros, que se «acerquen» o alineen tanto entre sí, que puedan llegar a parecer una única estrella de gran luminosidad. ¿Fue esto lo que vieron y lo que «guió» a los Magos? Empecemos por el principio… La historia de la «conjunción» planetaria se puso de moda en el mundo a raíz del descubrimiento hecho por el matemático imperial y astrónomo Juan Kepler.
La noche del 17 de diciembre de 1603, el célebre personaje estaba sentado en el Hradschin de Praga, sobre el río Moldava, y observaba con gran atención la aproximación de dos planetas. Aquella noche, Saturno y Júpiter se dieron cita en la constelación de «Los Peces».
Y al volver a calcular sus posiciones, Kepler descubre un relato del rabino Abarbanel que da pormenores sobre una extraordinaria influencia que los astrólogos judíos atribuían a la misma constelación. «El Mesías —aseguraban— tendría que venir durante una conjunción de Saturno y Júpiter, en la constelación de ‘Los Peces’». Kepler pensó: «La conjunción ocurrida en la época del natalicio del Niño Jesús, ¿habría sido la misma que ahora se repetía en 1603?»
El astrónomo tomó papel y lápiz e hizo los cálculos necesarios. Resultado: observación de una triple «conjunción» dentro de un mismo año. Y el cálculo astronómico señaló la fecha del año 7 antes de Cristo para este fenómeno.
Según las tablas astrológicas, tuvo que haber ocurrido el año 6 antes de Cristo. Ilustración del libro de Kepler ‘De Stella Nova’ (1606) donde se marca una serie de grandes conjunciones. Kepler se decidió entonces por el año 6 y remitió la concepción de María al año 7 antes de Cristo. El matemático dio a conocer su fascinante descubrimiento en una porción de libros y artículos. Pero Kepler fue «víctima» de una crisis de misticismo y —como suele ocurrir en estos casos— sus hipótesis y hallazgos cayeron en el olvido o fueron menospreciados.
Y llegó el siglo XX. Y con él, otro descubrimiento que vendría a reivindicar lo dicho por Kepler (un poco tarde, eso sí): en 1925, el erudito alemán P. Schnabel descifró unos trozos cuneiformes, procedentes de un célebre «Instituto Técnico» de la antigua escuela de Astrología de Sippar, en Babilonia.
Allí había una noticia sorprendente. Se trataba de la situación de los planetas en la constelación de «Los Peces». Los planetas Júpiter y Saturno vienen cuidadosamente señalados durante un período de cinco meses. Y esto ocurre —referido a nuestro cómputo— en el año 7 antes del nacimiento de Jesús. El hallazgo era tan importante, que buena parte de la Astronomía oficial se volcó en la comprobación del cálculo. Y merced a los ultramodernos «planetarios» se ratificó —para satisfacción de todos, a excepción del ya difunto Kepler, claro— que en el año 7 antes de nuestra Era hubo una «conjunción» de Júpiter y Saturno en la constelación de «Los Peces».
Como había calculado el matemático del siglo XVII, se repitió por tres veces. Y parece ser que dicha «conjunción» debió ser visible en condiciones muy favorables desde el espacio del Mediterráneo. Según estos cálculos astronómicos modernos, las tres «conjunciones» citadas se produjeron en las siguientes fechas: El 29 de mayo del año 7 antes de Cristo tuvo lugar, visible durante dos horas, la primera aproximación de los planetas. La segunda «conjunción» se registró el 3 de octubre, a los 18 grados, en la constelación de «Los Peces».
Y el 4 de diciembre tenía lugar la tercera y última. El hallazgo astronómico —importante en sí mismo, qué duda cabe— ha servido para que muchos estudiosos de las Sagradas Escrituras hayan asociado esta triple «conjunción» con la «estrella» de Belén.
A ello ha contribuido —¡y de qué forma!— la no menos importante confirmación de que Jesús no nació en el año cero de nuestra Era, como se creía, sino —precisamente— entre los años menos 6 o menos 7. Algunos puntos oscuros Hasta aquí, la teoría de la famosa «conjunción» planetaria.
Y aunque el planteamiento es científicamente aceptable, e incluso convincente, también aparecen en él puntos oscuros… Veamos algunos. Concedamos que los Magos —sin duda astrónomos y astrólogos— radicaban en la ciudad de Sippar, en la floreciente Babilonia, donde han sido halladas las tablillas que confirmaron el descubrimiento de Kepler. Si dichos Magos habían visto la «conjunción» en el Oriente, tal y como le notificaron a Herodes, ¿por qué se pusieron en camino hacia Occidente?
Es decir, en el sentido opuesto… Otro nada despreciable dilema es que tal «conjunción» sólo fue vista por los astrónomos y astrólogos de Babilonia. No tiene sentido que dicha «conjunción» —divisada seguramente desde toda la cuenca Mediterránea— sólo fuera «interpretada» por los doctores de la lejana Babilonia. No podemos ignorar que Jerusalén era en aquellos tiempos un foco extraordinario de cultura.
En tiempos de Herodes, por ejemplo, llegó Hillel desde Babilonia para escuchar a Shemanya y Abtalyon, sin arredrarse ante un viaje a pie y de semanas o meses… Por su parte, Janán ben Abishalon llegó de Egipto a Jerusalén, donde más tarde fue juez, y Najum, colega suyo en el mismo tribunal de Media. Pablo también se trasladó desde Tarso de Cilicia a Jerusalén para estudiar al lado de Gamaliel.
Si la venida del Mesías era esperada con auténtica expectación en el pueblo hebreo, ¿cómo es posible que los doctores, astrónomos, escribas y doctores judíos que vivían en Palestina —y que debían ser tan buenos o mejores «profesionales» que los de Sippar— no se dieran cuenta de que la traída y llevada «conjunción» planetaria era la señal tan larga y ansiosamente esperada? Y dado que la «conjunción» de los planetas se repitió por tres veces en el mismo año, no podemos imaginar que, en las tres ocasiones, el fenómeno les pillara durmiendo o en huelga.
Esto me lleva a pensar, en fin, que las tres «conjunciones» del año «menos siete», poco o nada tuvieron que ver con la cada vez más intrigante «estrella» de Belén. La Adoración de los Reyes Magos, por El Greco, 1568.
Si consideramos, además, que el viaje de los Magos hacia Jerusalén debió durar meses, ¿cómo explicamos que la «conjunción» permaneciera todo este tiempo en el firmamento? Estas aproximaciones entre planetas se prolongan, como máximo, varios días. Quizá una semana… Otro hecho fundamental que han olvidado igualmente los exégetas defensores de esta teoría, es que los Magos debieron seguir, suponiendo que procedieran de Babilonia, una dirección Este-Oeste.
Al salir de Jerusalén y encaminarse hacia la aldea de Belén, ese rumbo varió hacia el Sur-Oeste. ¿Cómo es posible que una «conjunción» cambie también hacia dicha dirección? Por último, que tal «conjunción» se coloque sobre una casa de la humilde aldea de Belén me parece una tomadura de pelo…
Aunque los Magos se informaron sobre la aldea concreta donde debía nacer el «rey de los judíos», puesto que así se lo acababa de comunicar Herodes, también es extraño (por no decir cómico) que la «conjunción» en cuestión fuera por delante de la caravana y se «parase» justo encima del lugar. Belén no debía ser muy grande por aquella época, pero sí agruparía el suficiente número de casas, establos, cuevas y apriscos como para confundir a un extranjero que iba buscando a uno de los muchos bebés del pueblo.
Razón de más, en fin, para que la «estrella» se parase encima del lugar exacto donde vivía el Niño que buscaban y respecto al cual —con toda seguridad—, los Magos no disponían de filiación alguna. Resulta muy difícil de creer que una «conjunción planetaria», a millones de kilómetros de nuestro mundo, pueda comportarse de esta forma. Caminaban de día Tampoco podemos olvidar un detalle de suma trascendencia.
La totalidad de los testimonios históricos hacen referencia a que las caravanas que circulaban en aquellas fechas —e incluso posteriormente— lo hacían generalmente de día. Raramente avanzaban por la noche. Tanto los mercaderes como los «correos», emigrantes o, incluso, las expediciones militares, hacían sus viajes «de sol a sol». Las más elementales normas de seguridad —frente a salteadores, accidentes en el terreno, ataques de animales, etc.—, así lo aconsejaban.
Pero, según esto, y dado que las estrellas, cometas, meteoros, meteoritos y conjunciones planetarias no son visibles a plena luz del día, ¿qué clase de «estrella» era la que guiaba a los astrólogos? ¿Fue la «estrella» de Belén una nave sideral? Y puesto que la posibilidad de que el relato del evangelista sobre los Magos y la estrella de Belén fuera tan sólo un «género midráshico», como defienden algunos teólogos, ya la he razonado, sólo resta —en mi opinión— una única y posible explicación. Si la estrella de Belén no fue un sol, ni tampoco una nova o una supernova.
Si es imposible que se tratase de un cometa, de un meteoro o de un meteorito. Si la «estrella» de Belén no fue una «conjunción» de planetas ni hay posibilidad de confundirla con un fenómeno óptico o meteorológico, ni tampoco con un globo sonda o el planeta Venus (como dirían hoy los militares…), y si tampoco era una leyenda oriental o un invento de san Mateo y de los Evangelios apócrifos, ¿qué queda?
Sencillamente, la estrella de Belén podía ser lo que hoy conocemos como «nave sideral». Una brillante nave espacial que, por supuesto, no podía proceder de la Tierra… Una nave que yo, personalmente, identifico y asocio con lo que hoy, en nuestra civilización, se conoce por «objetos volantes no identificados» (ovnis). Y algo muy fuerte vuelve a clamar en mi espíritu. Y me dice que no estoy equivocado. Más información en Los Astronautas de Yavé, de J.J. Benítez (1980).