Xipaguazin Moctezuma, hija del emperador azteca, se casó con don Juan Grau, barón de Toloriu, un diminuto pueblo del pirineo leridano. Enterró un tesoro allí y aún hay gente que lo busca.
Hernán Cortés y Moctezuma II
En 1934, un grupo de aventureros alemanes compró, por 3.000 pesetas de entonces, todas las tierras que había alrededor de una gran masía. La propiedad comenzaba a las afueras de Toloriu y llegaba más allá del camino a Querforadat, dos poblaciones que están al pie de la sierra del Cadí, en la Cerdaña catalana, muy cerca de la frontera francesa. Esta masía, que hasta hoy se llama Casa Vima, ha sido durante siglos objeto de un considerable número de especulaciones y la ilusión de una variada fauna de cazadores de tesoros, como ese grupo de aventureros alemanes que llegó hasta ahí, armado con palas y zapapicos, y el objetivo impostergable de desenterrar el tesoro de Moctezuma.
La historia del tesoro del emperador azteca enterrado en un pueblo perdido en el norte de España parece un cuento; durante quinientos años, sus pormenores han dado tumbos, de boca en boca, por toda la región, y quien se acerque hoy a Toloriu, ese misterioso pueblo de 14 habitantes que está encaramado en una montaña, se encontrará con una placa, puesta en el portal de la iglesia, donde dice que la princesa Xipaguazin Moctezuma, hija del emperador mexicano y esposa de Juan de Grau, barón de Toloriu, murió en el año 1537. Por si esto fuera poco, la placa está escrita en francés, firmada por los “Caballeros de la orden de la corona azteca de Francia” y por un tal Chevalier L. Vidal Pradal de Mir, que es, al parecer, uno de los heterónimos de SMI príncipe Guillermo III de Grau-Moctezuma, descendiente del barón de Toloriu, que en los años sesenta del siglo veinte hizo su agosto en Barcelona vendiendo títulos nobiliarios y condecoraciones de la corona azteca a la gente que deseaba, y podía pagarse, un sitio en la realeza.
Aquel grupo de aventureros alemanes llegó a Toloriu siguiendo la estela de unos pagarés donde constaba que los antiguos habitantes de la Casa Vima prestaban dinero y, además, hacían operaciones mercantiles con monedas de oro extranjeras; este dato, más la historia de la princesa mexicana que había llegado hasta allá con parte de la fortuna de su padre a cuestas, constituyó un motivo sólido para que los alemanes en 1936, una tropa de espeleólogos de Madrid en 1960 y un sinnúmero de avariciosos equipados hasta los dientes, que aparecen todavía de vez en cuando por la región, escarbaran agujeros periódicamente con la ilusión, un poco infantil, de dar con un cofre lleno de lingotes de oro que, cuando menos de manera teórica, debe ser un baúl mucho más dotado y valioso que aquellos que enterraban los piratas en las islas del Caribe. Sobre este tesoro y sus forofos, los habitantes de Toloriu prefieren guardar silencio, pero, como suele suceder con las historias estupendas, ésta se ha ido contando en diversos documentos y publicaciones, y de paso se ha ido enredando con las historias del resto de los herederos del emperador Moctezuma, que hoy son más de mil y viven entre México y España.
Resulta que don Juan de Grau, a la sazón barón de Toloriu, se embarcó hacia el Nuevo Mundo con Hernán Cortés y que, una vez efectuada la conquista, buscando su
media naranja entre la realeza local, se casó con la princesa Xipaguazin Moctezuma, aunque hay historiadores que sostienen, ante la falta de un acta que lo compruebe, que aquello no fue una boda, sino un simple amancebamiento, e incluso hay quien dice que el barón, que era alérgico a los trámites y a la espera que éstos suponen, optó por la vía rápida y expedita del secuestro. Moctezuma, no está de más decirlo porque es parte del sainete, tuvo diecinueve hijos de diversas mujeres, y Xipaguazin era una de sus herederas; Xipaguazin, que ya para esas alturas, y con el fin de poder dirigirse a ella por su nombre, había sido rebautizada por el barón como María. La princesa se embarcó con don Juan de Grau a Toloriu, acompañada por uno de sus hermanos y un séquito de asistentes que llenó la Casa Vima, entonces propiedad de la familia del barón. Años más tarde, y uno antes de abandonar este mundo, la princesa tuvo un hijo que fue bautizado el 17 de mayo de 1536; el niño era un mestizo canónico, encarnaba la síntesis de las razas y también la de los títulos, privilegio que lo hizo poseedor de este potente e inconcebible nombre: Juan Pedro de Grau y Moctezuma, barón de Toloriu y emperador legítimo de México. Justamente aquí, en la palabra “legítimo”, comienza este enredo que pronto cumplirá quinientos años. No es difícil imaginar la vida que llevaba la pobre princesa mexicana en aquel pueblo medieval de piedra, pegado a los Pirineos, con un clima de perros y un ambientillo que nada tenía que ver con la vida templada, colorida, sabrosa y llena de bullicio que llevaba en la corte azteca, cuando todavía era Xipaguazin y no María; no hay registro de los esfuerzos que debe de haber hecho para adaptarse a su nueva realidad de baronesa catalana, pero se sabe que su hermano, pasado el primer invierno, regresó a México y que su séquito, una docena de indios tristísimos, trashumaban los domingos por la única calle que tiene Toloriu, rumiando conceptos depresivos y soltando de cuando en cuando un espeso lagrimón.
La hija de Moctezuma murió el 10 de enero de 1537 y fue enterrada en la parroquia del pueblo; meses antes, probablemente ofuscada de tanta melancolía, había tomado la precaución de enterrar sus bienes en algún sitio alrededor de la Casa Vima. Cuatrocientos años más tarde, en 1936, en los albores de la Guerra Civil, la tumba de la princesa fue saqueada y destruida, y todo lo que queda hoy de ella es la placa que puso a la entrada de la iglesia SMI el príncipe Guillermo III de Grau-Moctezuma, ese brumoso heredero que hace cincuenta años, como se ha dicho más arriba, vendía títulos nobiliarios y condecoraciones de la corona azteca. Hay un refrán catalán que da una idea de la dimensión que tiene Toloriu en el imaginario de los vecinos de la zona: Toloriu a on les bruixes hi fan el niu (Toloriu, donde las brujas hacen el nido); al margen del porcentaje de verdad que pueda tener este refrán, es cierto que el pueblo termina en una planicie que se abre, de manera sobrecogedora, hacia las montañas, y que dentro de la composición de este paisaje cabría perfectamente una vieja, vestida de negro, montando una escoba.
Mientras la descendencia de la princesa Xipaguazin tejía sus líneas desde Toloriu, Diego Luis, hijo de Pedro de Moctezuma y nieto del emperador, lo hacía desde Granada; se había casado con Francisca de la Cueva, que era española, y con ella procreó siete hijos; el mayor de éstos, Pedro Tesifón de Moctezuma y la Cueva, ostentaba los títulos, potentes e inconcebibles como los de su primo, de señor de Tula y de la Villa de Monterrojano de la Peza, primer conde de Moctezuma de Tultengo, primer vizconde de Ilucán y caballero de la Orden de Santiago. Los mil herederos, los auténticos y los opinables, reclaman hoy su tajada del imperio azteca; a algunos les basta con saberse poseedores de unas gotas de sangre real, pero otros, que miran con más practicidad el parentesco, reclaman lo que, según ellos, se les debe de la “pensión Moctezuma”, una partida mensual de dinero que el Gobierno mexicano otorgaba a los miembros de esta distinguida estirpe desde la época del Virreinato hasta el año 1934, cuando el presidente Abelardo Rodríguez decidió cortarla por lo sano. Los miembros de la estirpe contemporánea de Moctezuma cargan con unos nombres kilométricos, que son imprescindibles para sacar a flote ese apellido clave que los distingue; por ejemplo, el de esta señora: María de los Ángeles Fernanda Olivera Beldar Esperón de la Flor Nieto Silva Andrada Moctezuma, cuyo padre, Fernando Olivera (y aquí otro apellido kilométrico), recibió hasta 1934 una pensión de 413,59 pesos y después, como el recorte del presidente Rodríguez le pareció arbitrario e injusto, interpuso un amparo.
El asunto de los herederos del emperador, en México y España, se mantuvo en la sombra durante los años de la Guerra Civil y la dictadura, ese periodo en que no había relaciones diplomáticas entre los dos países, pero, como el asunto de la “pensión Moctezuma” puede todavía dar algún coletazo legal y los nexos familiares con el imperio azteca siguen granjeando cierto caché, la rebatiña llega periódicamente a las páginas de la prensa. En septiembre del año 2003, el diario mexicano El Universal publicó esta noticia: “El Estado mexicano adeuda las tierras que en 1526 los españoles reconocieron como propiedad de los herederos de Moctezuma Xocoyotzin, también conocido como Moctezuma II”. Jesús Juárez Flores, abogado y marido de Blanca Barragán, una de las herederas, explica en aquella nota que “el caso de la deuda a los Moctezuma no está cerrado, porque el Gobierno de la colonia española lo inscribió en el Gran Libro de la Deuda Pública, y la deuda pública es imprescriptible. Simplemente se ha dejado de cobrar desde 1934, por lo que el Gobierno mexicano debe, sumado a la gran deuda, casi otro siglo de intereses. Es una cantidad para volverse locos”. Blanca Barragán, que pertenece a la decimoquinta generación de herederos, dice que tiene en su poder “la documentación necesaria para ganar un juicio al Estado mexicano por concepto de la deuda”. Por otra parte, hay dos familias, los Acosta en México y los Miravalle en España, que también hacen esfuerzos legales por recuperar esas pensiones.
Estos casos específicos hay que multiplicarlos por los cientos de herederos que, en la medida de sus documentos y sus posibilidades, exhiben ese brumoso linaje que llega hasta Toloriu, a los pies del Pirineo catalán, y que sirve para varias cosas: para ir por el mundo de mexicano auténtico, o exigir, con toda la autoridad que les confiere su linaje, que el Gobierno austriaco regrese el valioso penacho de su pariente, o recuperar la jugosa pensión o, ¿por qué no?, perpetrar una cadena de estafas como, aprovechando el desorden de esa turbamulta que bien podría denominarse el planeta Moctezuma, llevó a efecto SMI el príncipe Guillermo III, el supuesto heredero del barón de Toloriu y de la triste y compungida princesa Xipaguazin. El linaje que exhiben los herederos es brumoso porque, pongámonos serios: ¿qué tan pariente se puede ser de un hombre que murió en el siglo XVI?
Guillermo III de Grau-Moctezuma iba por España, en los años sesenta, autoinvestido de heredero del imperio azteca, y paralelamente fingía como gran maestre de la versión peninsular de los caballeros del Temple. En la cronología de los templarios en Europa, el príncipe heredero aparece mencionado en el año 1959: “Los templarios españoles, dirigidos por el príncipe ‘William’ Grau-Moctezuma, se separan de la orden”. La fecha de la separación coincide con la fase expansiva de los negocios del príncipe, que se había instalado una suerte de embajada en Barcelona desde donde otorgaba, a cambio de una suma considerable de dinero, diplomas, condecoraciones, marquesados y ducados de la “Soberana e Imperial Orden de la Corona Azteca”. En 1960, un año después de su separación de la orden del Temple, otorgó al jurista José Castán Tobeñas la condecoración de “Caballero del gran collar de la soberana e imperial orden” que él representaba. Castán era entonces presidente del Tribunal Supremo y, según cuenta Antonio Serrano González en su libro Un día en la vida de José Castán Tobeñas (Universitat de Valencia, 2001), el connotado jurista recibió la condecoración en su despacho de manos del príncipe Guillermo III. Serrano González concluye este episodio, que aparece en la página 59, haciendo notar que esta condecoración ha sido extirpada del listado oficial de condecoraciones que Castán Tobeñas recibió a lo largo de su vida.
Lo mismo ha pasado con el resto de los condecorados: duques y marqueses que fueron investidos por el escurridizo príncipe han ido borrando de su historial cualquier contacto con la realeza azteca, con la excepción del jurista y repostero Ramón March, que en 1974, en un acto que se acercaba peligrosamente al jolgorio, recibió, aunque en realidad debe de haberla comprado, la condecoración de “Pastelero de honor de la corona azteca”. A partir de ese año, la historia de SMI el príncipe Grau-Moctezuma comienza a disolverse en una cadena de fraudes cada vez más vulgares y oscuros, que no tenían ya ni el glamour ni la pátina de sus chapuzas soberanas e imperiales. Su último rastro aparece en los archivos de la orden del Temple, esa institución que, al parecer, nunca le quitó el ojo de encima. En el capítulo correspondiente a Inglaterra y Gales hay una línea que dice lo siguiente: “Grau-Moctezuma, para evitar su arresto en España, huyó a Andorra. Se le acusaba de vender falsos títulos nobiliarios”.