Jerusalén es considerada sagrada por las tres grandes religiones monoteístas (cristianismo, judaísmo e islam), pues en apenas un kilómetro cuadrado tuvieron lugar algunos de los hechos más trascendentes de dichos credos y se profetizaron acontecimientos que cientos de millones de personas esperan que se concreten.
2 de Junio de 2020 (16:30 CET)
Jerusalén: la ciudad del Mesías prometido
Lo primero que llama la atención del visitante que pisa por vez primera Jerusalén –probablemente el territorio más sagrado del planeta– es que los lugares santos están muy próximos, quizá demasiado cerca unos de otros, da igual si pertenecen a la tradición cristiana, judía o islámica.
Este es el principal reclamo y a la vez la maldición de una ciudad que, sin duda, podríamos calificar como la capital religiosa del mundo, donde los monumentos y enclaves santos de las tres grandes religiones monoteístas del planeta se entremezclan y en ocasiones se superponen en una especie de puzle desordenado y sincrético.
No en vano, el Muro de las Lamentaciones, el sitio más sagrado del judaísmo, forma parte de la estructura de la Explanada de las Mezquitas, lugar santo del islam a la altura de La Meca y Medina –porque desde allí Mahoma ascendió a los cielos– y también del cristianismo, pues en este enclave Abraham se dispuso a asesinar a su hijo Isaac por mandato de Yahvé, y Jacob experimentó su famoso «sueño celeste».
En esta misma zona Jesús de Nazaret protagonizó muchas de las escenas descritas en el Nuevo Testamento, y a tan solo diez minutos caminando de la Explanada de las Mezquitas se erige el Santo Sepulcro, donde habría permanecido el cuerpo del Hijo de Dios hasta que resucitó a los tres días de su muerte.
Muy cerca del Muro de las Lamentaciones y la Explanada de las Mezquitas se encuentra el Santo Sepulcro, donde Jesús recibió sepultura.
La morada de Dios y el Arca de la Alianza
Según la milenaria tradición rabínica, Jerusalén se empezó a construir alrededor de la Shejiná –la Roca Fundacional–, la morada perpetua de Dios. Desde allí decidió el Todopoderoso la creación del mundo y amontonó la tierra que utilizó para formar a Adán.
También en este punto geográfico Caín y Abel realizaron sus ofrendas, Noé construyó el primer altar tras el Diluvio y, como explicamos anteriormente, Jacob soñó con cientos de ángeles que subían y bajaban del cielo por una escalera y Abraham iba a terminar con la vida de su hijo Isaac como prueba de fe, hasta que en el último momento «un ángel apareció y se sacrificó un carnero en su lugar» (Samuel 24, 18-25).
Según el Antiguo Testamento, unos 800 años después de este último evento, alrededor de 1.000 a. C., el rey David levantó un altar en ese sitio.
El monarca indicó a su hijo y sucesor Salomón que colocara sobre dicho altar nada menos que el Arca de la Alianza, y para protegerla se erigió una sala: el Sancta Sanctorum.
A la muerte de su padre, Salomón comenzó allí la construcción de un gran templo, en torno al cual nació la ciudad sagrada de Jerusalén.
En el Talmud leemos que tardó siete años en terminar el enorme santuario, pero a causa de una razón de momento desconocida, permaneció 13 años sin usarse. Cuando finalmente se consagró, se introdujo con todo boato el Arca de la Alianza, lo que se celebró con siete días de fiesta.
El rey David y su hijo Salomón fueron los auténticos responsables de erigir el Templo.
Pero en 587 a. C., las tropas de Nabucodonosor II, rey de Babilonia, destruyeron por completo el Sagrado Templo. Años más tarde, en 538 a. C., Ciro, monarca de los persas y los medos, conquistó Babilonia y devolvió la libertad al pueblo judío.
No solo eso, sino que financió la reconstrucción del Santuario, signo inequívoco para los judíos de que llegaría el ansiado Mesías que tanto habían profetizado los sacerdotes y que las gentes esperaban con los brazos abiertos.
Sin embargo, se trataba de una construcción mucho más humilde que la anterior y, además, no se encontró rastro del Arca de la Alianza. Tampoco el Mesías hizo acto de presencia…
En el año 63 a. C., Jerusalén cayó bajo el yugo del Imperio Romano, y las tropas invasoras asesinaron a la mayoría de los sacerdotes del Templo, que intentaron evitar que los soldados profanaran el Sancta Sanctorum: el lugar donde había permanecido el Arca, que hacía siglos ya no se encontraba en el Santuario, sino muy probablemente a buen recaudo en un lugar seguro.
Para gobernar los territorios de Judea, Galilea, Idumea y Samaria, el Imperio eligió a Herodes «El Grande », que pasó a la historia por sus proyectos constructivos colosales, entre los que estaban la expansión del Segundo Templo de Jerusalén y la edificación del puerto de Cesarea Marítima y las fortalezas de Masada y Herodión, y también por ordenar la Matanza de los Inocentes.
Según el Nuevo Testamento, mandó ejecutar a los niños menores de dos años nacidos en Belén. Si hacemos caso al pasaje de Mateo, Herodes tomó tal decisión al sentirse engañado por los sabios del Oriente, que habían prometido proporcionarle el lugar exacto del nacimiento de Jesús.
Para dicho evangelista, este acontecimiento cumple con la profecía de Jeremías (31:15): «Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había sido precisado por los magos.
Entonces se cumplió el oráculo del profeta Jeremías: ‘Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen’». (Mateo 2:16).