Alejandro III de Macedonia, más conocido como Alejandro Magno o Alejando el Grande (Pella, 20 ó 21 de julio de 356 a. C. – Babilonia, 11 de junio de 323 a. C.), fue el rey de Macedonia desde 336 a. C. hasta su muerte. Hijo y sucesor de Filipo II de Macedonia. Filipo le había preparado para reinar, proporcionándole una experiencia militar y encomendando a Aristóteles su formación intelectual. Alejandro Magno dedicó los primeros años de su reinado a imponer su autoridad sobre los pueblos sometidos a Macedonia, que habían aprovechado la muerte de Filipo para rebelarse.
Y enseguida –en el 334 a. C.– lanzó a su ejército contra el poderoso y extenso Imperio Persa, continuando así la empresa que su padre había iniciado poco antes de morir: una guerra de venganza de los griegos —bajo el liderazgo de Macedonia— contra los persas. Con un ejército relativamente pequeño (unos 30.000 infantes y 5.000 jinetes), Alejandro Magno se impuso invariablemente sobre sus enemigos, merced a su excelente organización y adiestramiento, así como al valor y al genio estratégico que demostró; las innovaciones militares introducidas por Filipo (como la táctica de la línea oblicua) suministraban ventajas adicionales.
Alejandro recorrió victorioso el Asia Menor (batalla de Gránico, 334), Siria (Issos, 333), Fenicia (asedio de Tiro, 332), Egipto y Mesopotamia (Gaugamela, 331), hasta tomar las capitales persas de Susa (331) y Persépolis (330). Asesinado Darío III, el último emperador Aqueménida, por uno de sus sátrapas (Bessos) para evitar que se rindiera, éste continuó la resistencia contra Alejandro en el Irán oriental. Una vez conquistada la capital de los persas, Alejandro licenció a las tropas griegas que le habían acompañado durante la campaña y se hizo proclamar emperador ocupando el puesto de los Aqueménidas. Enseguida lanzó nuevas campañas de conquista hacia el este: derrotó y dio muerte a Bessos y sometió Partia, Aria, Drangiana, Aracosia, Bactriana y Sogdiana.
Dueño del Asia central y del actual Afganistán, se lanzó a conquistar la India (327-325), albergando ya un proyecto de dominación mundial. Aunque incorporó la parte occidental de la India (vasallaje del rey Poros), hubo de renunciar a continuar avanzando hacia el este por el amotinamiento de sus tropas, agotadas por tan larga sucesión de conquistas y batallas. Con la conquista del Imperio Persa, Alejandro descubrió el grado de civilización de los orientales, a los que antes había tenido por bárbaros. Concibió entonces la idea de unificar a los griegos con los persas en un único imperio en el que convivieran bajo una cultura de síntesis (año 324). Para ello integró un gran contingente de soldados persas en su ejército, organizó en Susa la «boda de Oriente con Occidente» (matrimonio simultáneo de miles de macedonios con mujeres persas) y él mismo se casó con dos princesas orientales: una princesa de Sogdiana y la hija de Darío III.
La reorganización de aquel gran Imperio se inició con la unificación monetaria, que abrió las puertas a la creación de un mercado inmenso; se impulsó el desarrollo comercial con expediciones geográficas como la mandada por Nearcos, cuya flota descendió por el Indo y remontó la costa persa del Índico y del golfo Pérsico hasta la desembocadura del Tigris y el Éufrates. También se construyeron carreteras y canales de riego. La fusión cultural se hizo en torno a la imposición del griego como lengua común (koiné). Y se fundaron unas 70 ciudades nuevas, la mayor parte de ellas con el nombre de Alejandría (la principal en Egipto y otras en Siria, Mesopotamia, Sogdiana, Bactriana, India y Carmania).
La temprana muerte de Alejandro a los 33 años, víctima del paludismo, le impidió consolidar el imperio que había creado y relanzar sus conquistas. El imperio no sobrevivió a la muerte de su creador. Se desencadenaron luchas sucesorias en las que murieron las esposas e hijos de Alejandro, hasta que el imperio quedó repartido entre sus generales (los diádocos): Seleuco, Ptolomeo, Antígono, Lisímaco y Casandro. Los Estados resultantes fueron los llamados reinos helenísticos, que mantuvieron durante los siglos siguientes el ideal de Alejandro de trasladar la cultura griega a Oriente, al tiempo que insensiblemente dejaban penetrar las culturas orientales en el Mediterráneo.
En su reinado de 13 años, cambió por completo la estructura política y cultural de la zona al conquistar el Imperio Aqueménida y dar inicio a una época de extraordinario intercambio cultural, en la que lo griego se expandió por los ámbitos mediterráneo y próximo oriental. Es el llamado Período Helenístico (323–30 a. C.) Tanto es así, que sus hazañas le han convertido en un mito y, en algunos momentos, en casi una figura divina, posiblemente por la profunda religiosidad que manifestó a lo largo de su vida. Tras consolidar la frontera de los Balcanes y la hegemonía macedonia sobre las ciudades-estado de la antigua Grecia, poniendo fin a la rebelión que se produjo tras la muerte de su padre, Alejandro cruzó el Helesponto hacia Asia Menor (334 a. C.) y comenzó la conquista del Imperio Persa, regido por Darío III.
Victorioso en las batallas de Gránico (334), Issos (333), Gaugamela (331) y de la Puerta Persa (330), se hizo con un dominio que se extendía por la Hélade, Egipto, Anatolia (actual Turquía), Oriente Próximo y Asia Central hasta los ríos Indo y Oxus. Habiendo avanzado hasta la India, donde derrotó al rey Poro en la batalla del Hidaspes (326), la negativa de sus tropas a continuar hacia Oriente le obligó a retornar a Babilonia, donde falleció sin completar sus planes de conquista de la península arábiga. Con la llamada “política de fusión“, Alejandro promovió la integración de los pueblos sometidos a la dominación macedonia promoviendo su incorporación al ejército y favoreciendo los matrimonios mixtos. Él mismo se casó con dos mujeres persas de noble cuna.
El conquistador macedonio falleció en circunstancias oscuras, dejando un imperio sin consolidar. Con el transcurso de los siglos, los grandes personajes de la historia han sido recordados por sus gestas. Cuanto mayor han sido esas gestas, mayor ha sido la gloria que acompaña al personaje. Pero para pasar a la leyenda hace falta una muerte trágica, hace falta que la fatalidad termine con el hombre en su momento de mayor gloria y dejar para la imaginación lo que pudo haber sido y no fue. Esto hace del héroe un mito eterno, una leyenda que correrá de boca en boca a lo largo del tiempo. La historia de Alejandro era ya de por si impresionante, sus gestas fueron increíbles, su arrojo y valentía quedaron escritos en la historia para envidia de sus enemigos, que le tacharían de sádico y para disfrute de sus amigos que recordarían al guerrero conquistador, hijo de Zeus y descendiente de Aquiles, como al mayor y mas grande general de su época. Solo faltaba la desgracia final, una tragedia oscura que le daría mayor misterio y una muerte prematura que le dio el beneplácito de suponerle mayores conquistas y victorias. El héroe desapareció en la flor de la vida, sin un fracaso en su pasado y así se consumaba una tragedia griega en toda su extensión.
Fue un 11 de junio del 323 a.C. cuando el gran conquistador murió en Babilonia a los 32 años de edad. La causa oficial de la muerte fueron unas fiebres altas. Pero no había sido enterrado cuando, el rumor de que había sido envenenado corría de boca en boca.
Tanto fue así, que incluso Aristóteles se vió acusado de ser parte de la conjura. Pero empecemos por el principio y retrocedamos hasta días antes de su fallecimiento. Alejandro había terminado su campaña no hacía mucho y estaba ultimando los preparativos sobre la invasión de la península arábiga. No había empezado este proyecto cuando ya imaginaba sus tropas caminado sobre Italia o más lejos aun, en Cartago. En lo político había destituido al regente de Grecia, el general Antiparter, persona que mantenía malísimas relaciones con Olimpia, madre de Alejandro.
Por lo demás Alejandro no daba muestras de mal alguno, o al menos no se recoge documento alguno que así lo reflejase. Con este panorama, se reúne con sus generales y amigos para dar una fiesta de las que tan aficionados eran los Macedonios. Fiestas en las que corría el vino en abundancia y el desenfreno era parte tan importante como la comida. Todos los presentes son personas allegadas y de la confianza del conquistador. Apenas media hora después del comienzo de dicha fiesta, Alejandro se siente indispuesto. Siente un dolor agudo en el abdomen y se retira a sus aposentos.
Los días pasan y la situación de Alejandro no mejora, se encuentra cada vez más débil. Cuando lo visitan sus generales apenas puede hablar y está inmovilizado de cintura hacia abajo. La fiebre continúa y no cede, sus médicos ven como los brebajes que le administran no dan señales de hacerle ningún bien. Días después, Alejandro muere. Aparentemente todo apuntaba hacia lo que hasta hace poco tiempo todo el mundo daba como causa más probable, malaria. Alejandro podría haberla contraído en la India o en cualquier punto a lo largo del camino de regreso. Si ahora la malaria es difícil de curar, de la era de Alejandro era mortal de necesidad. La malaria si presenta un cuadro parecido al de Alejandro, pero según se sabe ahora, no es correcto. Sus síntomas se acercan más a un cuadro conocido como “fiebres del oeste del Nilo”. La importancia de encontrar una enfermedad que coincida con los síntomas, no es solo ponerle el nombre al mal que termino con él, sino que sería el punto final para otra atrevida teoría, la de la conspiración para envenenarlo. Teoría que también hace coincidir un buen número de acontecimientos y que todos juntos, de haber sido como algunos historiadores apuntan, no dejarían lugar a duda alguna; Alejandro habría sido asesinado por una conjura gestada en su propia patria. Pero, ¿Quiénes eran los conjurados? ¿Qué motivos tendrían para asesinar al gran conquistador?
Sabemos por los “diarios reales” que Antipater y Olimpia mantenían malas relaciones y que Antipater había sido relegado de su cargo. También sabemos que años de guerras, heridas y borracheras, habían cambiado mucho el carácter de Alejandro. Por lo tanto, no es descabellado suponer que Antipater temiese por su vida, además de la ya consabida influencia de Olimpia sobre su hijo, que en el caso de Antiparte apuntaba hacia un mal futuro para él y más que posiblemente para sus allegados. Pero aún así faltaría saber como Antiparter, sin moverse de Grecia, consiguió llevar a cabo el envenenamiento y en eso los “diarios reales” también aportan una luz. Casandro, hijo de Antipater viajó de Grecia a Babilonia en esos días. Tenemos también a Iollas, otro hijo de Antiparter, que era persona cercana a Alejandro y presente en la última fiesta que dio el conquistador. Solo faltaría el cómo. Y es en eso, donde interviene Aristóteles. El sería el que habría preparado el veneno mortal. El motivo sería que Alejandro había mandado ajusticiar a un sobrino del filósofo. Con esta última pieza se cerraría el círculo mortal que habría llevado al gran Alejandro a la tumba. Pero si fue así, ¿qué veneno se utilizo?
En este punto, la teoría de la conspiración solo se mantiene en el caso de que los involucrados no quisieran ser descubiertos. Los macedonios ya habían dejado claro su preferencia por las espadas para asesinar a un rey. El propio Alejandro fue víctima de un complot de asesinato, pero el arquero falló, fue apresado y delató a todos los conspiradores. La purga llegó hasta el propio general Parmenion, que si bien no participó, era padre de uno de los implicados. Y Alejandro consideró peligrosa la probabilidad de venganza del viejo general. Es más, el padre de Alejandro murió en unas más que extrañas circunstancias, a manos de un amante despechado. Aunque en la época las relaciones entre hombres no fuesen censurables, no deja de extrañar la velocidad con la que se le dio muerte al asesino. ¿Se temía por lo que pudiese decir bajo tortura? Así pues, ¿no sería más lógico pensar que los Macedonios urdiesen otro asesinato con algún tipo de arma? Pero si fue veneno ¿qué veneno pudo haber sido? Recapitulemos, Alejandro da una fiesta y apenas ha comenzado se siente indispuesto, es trasladado a sus aposentos y durante 12 días sus síntomas no mejoran. Fiebres altas que no bajan, dolor en el abdomen, dificultad para hablar y al final parálisis parcial de cintura para abajo. La teoría del envenenamiento siempre ha chocado con este problema, ¿Qué veneno produciría tales síntomas? y al parecer la respuesta sería “Eleboro”. El eleboro es una planta muy común en Grecia y otras zonas. Tras una dosis alta de la misma, se sufre un fuerte dolor de abdomen en aproximadamente 30 minutos, fiebres altas y ralentización del ritmo cardiaco. El afectado daría la impresión de estar muy débil. Pero el eleboro no es mortal en una sola dosis, se deberían repetir las dosis para que el paciente muriese y de hacerse, la muerte sería muy parecida a la del gran conquistador.
¿Se las arreglaron los conjurados para dar más dosis de veneno a Alejandro durante esos días, como Aristóteles les habría explicado? ¿No tenía Alejandro ningún médico cerca? Las fuentes antiguas nada dicen al respecto de los galenos que lo atendieron. Ni cuantos, ni como se llamaban, no mencionan nada, cosa extraña y los defensores del complot, aluden a la implicación de estos en su muerte. Pero hay algo curioso entre los médicos de la época, y es que el eleboro es parte de su botiquín y se usaba como purgante. Así pues, ¿Aristóteles urdió un plan tan complejo que incluía la administración deleleboro por parte de sus médicos sin que esto crease alarma alguna? O bien, ¿Alejandro enfermó de fiebres del Oeste del Nilo o de malaria y eso lo envió a la tumba? Tanto los que defienden esa teoría como los que afirman que murió de fiebres, encontrarán pruebas en ambos sentidos. Pero si usamos la lógica, es muy probable que Alejandro enfermase de alguna enfermedad y que se presentase a la fiesta ya enfermo. Su empeoramiento sería tratado con continuas dosis de eleboro y de otras plantas en forma de poción. La combinación de ambas cosas lo llevaron a la tumba tras 12 días de padecimientos y penurias. Eso o Aristóteles fue algo más que un gran filósofo. Aunque el envenenamiento apuntaría claramente a una mano femenina. ¿Alguna de sus mujeres se sintió extremadamente abandonada y lo envenenó? Muchas preguntas para tan pocas respuestas. Quizás el futuro y nuevos descubrimientos descifren el enigma de la muerte de Alejandro, o quizás nunca lo sepamos. Su cuerpo se trasladó a Alejandría donde se mantuvo hasta su desaparición a finales del siglo IV, en no menos extrañas circunstancias. Pero eso, es otra historia.
¿Donde está enterrado el cuerpo de Alejandro Magno? De Babilonia a Alejandría, pasando por Macedonia, Menfis y Siwa; Nicholas J. Saunders persigue en un libro los testimonios y las leyendas sobre el cuerpo y el sepulcro perdidos de Alejandro Magno. Es un viaje a uno de los grandes enigmas de la arqueología. ¿Dónde está Alejandro? ¿Bajo la cripta de la mezquita de Nabi Daniel en Alejandría? ¿Oculto entre los millares de momias doradas del oasis de Bahariya? ¿Desmenuzado en mil reliquias y amuletos de la antigüedad? Se ignora el paradero del cuerpo y la tumba del que fuera el mayor conquistador del mundo. Desde que murió y fue embalsamado en Babilonia en el 323 a.C. hasta que en el año 2002 un extravagante experto aeroespacial, Andrew Chugg, propuso que Alejandro yacía bajo el altar mayor de la basílica de San Marcos en Venecia, pasando por 1995, cuando la arqueóloga griega Liana Souvaltzi anunciara el hallazgo de su sepulcro en el oasis de Siwa. Pero no era verdad y fue una de las grandes decepciones de la arqueología. La historia de los restos del rey macedonio y el monumento destinado a contenerlos, el Soma, está envuelta en maravilla, misterio y leyenda. Incluso Hamlet especuló sobre el tema. La historia de los restos del rey macedonio y el monumento destinado a contenerlos, el Soma, está envuelta en misterio. En la aventura de la búsqueda, digna de Indiana Jones, han figurado arqueólogos y visionarios.
Octavio Augusto le rompió accidentalmente la nariz a la momia al besarla en su tumba en Alejandría. Recientemente, un libro, Alejandro Magno. El destino final de un héroe, de Nicholas J. Saunders, profesor de antropología del University College de Londres, documenta por primera vez todas las teorías y búsquedas del emplazamiento de la tumba del personaje y de sus restos -los considera el verdadero “grial” de la arqueología-, componiendo un recorrido por la historia, el mito y la geografía realmente apasionante. En la aventura de la búsqueda, digna de Indiana Jones, han figurado arqueólogos notables, incluso Schliemann, el descubridor de Troya (al que no le dieron permiso para excavar bajo la mezquita de Nabi Daniel), y Howard Carter, el que halló la tumba de Tutankamón, que presumió ante Farouk de que sabía el paradero de la del rey macedonio. Y también, en gran cantidad, impostores y visionarios. Entre ellos el camarero griego Stelios Koumatsos, que a lo largo de treinta años, desde 1950, se las apañó para excavar por toda Alejandría, a menudo clandestinamente, y dijo haber entrevisto en un pasadizo subterráneo, por un agujero, un ataúd de cristal con el nombre de Alejandro. Emulaba así a ilustres y no menos estrafalarios predecesores como Alexéi Ramonsky, funcionario de la Embajada rusa de Alejandría, que aseguró en 1898 haberse topado en las bóvedas, bajo la mezquita de Nabi Daniel, con un bloque de alabastro negro que aguantaba una polvorienta urna de cristal dentro de la que había una figura momificada sentada en un trono. En 1979 se registró incluso una expedición de videntes a Alejandría en busca del paradero de Alejandro
De hecho, lo que se sabe históricamente sobre el cuerpo de Alejandro es que, tras su momificación en Babilonia, fue enviado en un gran carro ceremonial hacia Macedonia. En el camino el regio cargamento fue interceptado por Ptolomeo, uno de sus generales, que se había apropiado de Egipto, y llevado al país del Nilo como un valioso instrumento simbólico de legitimación. Ptolomeo, recapitula Saunders, instaló el cuerpo en Menfis mientras le preparaba una tumba a su altura en Alejandría, la gran capital que debía potenciar Alejandro con su presencia post mortem. De la morada funeraria que Alejandro tuvo en Menfis, durante unos veinte años, no se sabe absolutamente nada. Así que ahí hay un primer enigma arqueológico. Es posible que estuviera en el área de Saqqara, quizá en conexión con el Serapeum. El momento exacto del traslado del cuerpo de Alejandro a Alejandría en su sarcófago de oro no está claro. Saunders especula con que pudo haber sido el hijo y sucesor de Ptolomeo, Filadelfo, quien se encargara de ello. En el 274 a.C., Alejandro ya estaba en Alejandría. Su estancia allí duraría siglos, casi toda la antigüedad, y lo más seguro es que el rey (o lo que quede de él) siga aún en la ciudad. Pero parece ser que no estuvo siempre en el mismo lugar de la metrópolis. Saunders apunta que hubo otro traslado urbano, desde una primera tumba, solitaria, a otra más monumental, que estaría en conexión con las de los reyes de la dinastía ptolemaica que se enterrarían en la misma área del mausoleo de Alejandro.
El historiador Estrabón, que visitó la ciudad en el 30 a.C., señala que el Soma, “que tiene un recinto donde están las tumbas de los reyes y la de Alejandro”, estaba en el distrito de los Palacios reales, al norte de la ciudad. “Ésta era”, apunta Saunders, “la segunda y la más famosa de las tumbas de Alejandro Magno en Alejandría”. Hoy esa zona corresponde al promontorio Silsileh, pero una parte del área antigua quedó bajo el agua con la elevación del nivel del mar y otra fue arrasada en el siglo XIX al construirse el malecón alejandrino. Ni de la primera tumba ni del gran mausoleo definitivo de Alejandro, que debió ser espectacular, se ha encontrado aún ningún resto. Tampoco ha quedado, y esto es muy extraño, representación alguna. Así que, aunque Saunders rastrea cómo pudo ser la tumba, la verdad es que no tenemos ni idea de su aspecto. Todo son especulaciones. La tumba de Alejandro fue uno de los lugares más célebres de la antigüedad, un punto importante del turismo grecorromano, y, entre el 300 a.C. y el 400 de nuestra era, la visitaron todos los famosos de la época. Sabemos que entre ellos se contaron Julio César y Octavio Augusto, que le colocó una corona de oro a la momia del conquistador y le rompió la nariz accidentalmente al besarla. El rey, por lo visto, ya no descansaba en su sarcófago original de oro, sustituido por Ptolomeo X por otro más barato de alabastro o cristal de roca. Tampoco poseía sus ornamentos áureos, de los que lo había despojado Cleopatra para reclutar más tropas tras la derrota de Actium. Visitantes posteriores fueron Calígula, que quitó la coraza a Alejandro. Septimio Severo hizo cerrar a inicios del siglo III la tumba, que por entonces parece que estaba en conexión con algunos rituales secretos.
Las luchas entre paganos y cristianos que devastaron Alejandría entierran definitivamente el Soma en la oscuridad del olvido y la rumorología. Saunders ofrece la muy sugerente teoría de que la tumba de Jesucristo en Jerusalén, hallada en el siglo IV, fue un oportuno contrapeso a la de Alejandro, símbolo del paganismo. Restos de cualquiera de las tumbas de Alejandro, incluida la más importante, el Soma, perdida en Alejandría, pueden aparecer cualquier día. No hay que hacerse muchas ilusiones acerca de su estado. La momia, más frágil, lo tiene aún peor. Puede haber sido escondida por paganos en algún lugar secreto o haber sido destruida en cualquiera de las violentas vicisitudes de Alejandría . Saunders propone que pudo tener un final digno del cosmopolita Alejandro: troceada y convertida en millares de amuletos desperdigados por todo el ancho mundo que una vez el joven y heroico macedonio conquistó. De la vida de Alejandro, quizás una de las personalidades más importantes de la Historia Universal, consideramos el episodio de su extenuante travesía de cientos de kilómetros por el inhóspito desierto de Libia. Alejandro emprende su largo viaje peregrino al oasis de Siwa, al término de una campaña militar victoriosa que significó la conquista del antiquísimo Imperio de los Egipcios.
Va en búsqueda de la profecía del oráculo del dios Amón-Ra, el dios que legitimaba el poder de todas las dinastías gobernantes egipcias y que era llamado por los faraones como “Amón-Ra, Señor de los tronos de las dos tierras” y “Aquel que habita en todas las cosas”. El sacerdote del templo del dios Amón-Ra profetizó que Alejandro era un ser divino, un nuevo dios y faraón en la tierra. Alejandro regresó transformado en dios y faraón. Soñó que era dueño absoluto del mundo, que su voluntad divina era omnipresente y que su poder era perpetuo.
Modificó el protocolo exigiendo ser adorado como un dios. Mandó grabar su nombre y a representar su figura en todas las obras artísticas, en las monedas y en los edificios de la corte. Incentivó el culto religioso a su genio carismático. El dios Alejandro fue un dios soberbio e impiadoso para los hombres y las mujeres. Castigaba la menor falta con el máximo rigor. Y también fue un dios que se permitía a sí mismo todos los excesos, la bebida, el sexo, el juego, el lujo, etc. El “dios perpetuo” que todo lo sabía y podía murió muy joven víctima de una enfermedad. Una vez desaparecido físicamente su vasto imperio se desintegró en medio de una sangrienta guerra entre sus familiares y generales.
El control sobre diversas regiones era débil en el mejor de los casos, y había partes del norte de Asia Menor que jamás se hallaron bajo dominio macedonio. Al morir sin nombrar claramente un heredero, le sucedió su medio hermano Filipo III Arrideo (323 a.C), que era deficiente, y su hijo póstumo Alejandro IV. Fueron meros figurones, ya que el verdadero poder estuvo en manos de sus generales, los llamados diádocos (sucesores), que iniciaron una lucha despiadada por la supremacía que conduciría al reparto del imperio de Alejandro y su fraccionamiento en una serie de reinos, entre los cuales acabarían imponiéndose el Egipto Ptolemaico, el Imperio Seléucida y la Macedonia antigónida. Alejandro es el mayor de los iconos culturales de la Antigüedad, ensalzado como el más heroico de los grandes conquistadores, un segundo Aquiles, o bien vilipendiado como un tirano megalómano que destruyó la estabilidad creada por los persas. Su figura y legado ha estado presente en la historia y la cultura tanto de Occidente como de Oriente a lo largo de más de dos milenios, y ha inspirado a los grandes conquistadores de todos los tiempos, desde Julio César hasta Napoleón Bonaparte.
Hijo de Filipo II, rey de Macedonia (dinastía de los Argéadas), y de Olimpia, hija de Neoptólemo I de Epiro, según Plutarco, el día de su nacimiento se tuvo noticia en la capital de tres triunfos, el del general Parmenión frente a los Ilirios, la victoria del sitio a una ciudad portuaria por su padre y la victoria del carro del rey en competición, que fueron considerados increíbles augurios en aquel tiempo, aunque quizá fueran meras invenciones posteriores creadas bajo la aureola de grandeza de este personaje. Alejandro tenía el hábito de inclinar ligeramente la cabeza sobre el hombro derecho, era físicamente de hermosa presencia, de baja estatura con cutis blanco, cabello ondulado de color castaño claro y ojos heterócromos (uno marrón —el izquierdo— y otro gris), que no se sabe si eran así de nacimiento o como consecuencia de un traumatismo craneal. Su educación fue inicialmente dirigida por Leónidas, un austero y estricto maestro macedonio que daba clases a los hijos de la más alta nobleza y que lo inició en la ejercitación corporal pero también se encargó de su educación. Lisímaco, un profesor de letras bastante más amable y que se ganó el cariño de Alejandro llamándole Aquiles y a su padre, Peleo. Sin embargo, a los 13 años fue puesto bajo la tutela de Aristóteles, que sería su maestro en un retiro de la ciudad macedonia de Mieza y le daría lecciones sobre política, elocuencia y la historia natural. Sabía de memoria los poemas homéricos y todas las noches colocaba la Ilíada debajo de su cama. También leyó con avidez a Heródoto y a Píndaro.
Muy pronto (340 a. C.) su padre lo asoció a tareas del gobierno nombrándolo regente, a pesar de su juventud. En el 338 a. C. dirigió la caballería macedónica en la batalla de Queronea, siendo nombrado gobernador de Tracia ese mismo año. Desde pequeño, Alejandro demostró las características más destacadas de su personalidad: activo, enérgico, sensible y ambicioso. Es por eso que, a pesar de tener apenas 16 años, se vio obligado a repeler una insurrección armada. Se afirma que Aristóteles le aconsejó esperar para participar en batallas, pero Alejandro le respondió: «Si espero perderé la audacia de la juventud». Se cuentan numerosas anécdotas de su niñez, siendo la más referida aquella que narra Plutarco: Su padre, Filipo II, había comprado un gran caballo al que nadie conseguía montar ni domar. Alejandro, aún siendo un niño, se dio cuenta de que el caballo se asustaba de su propia sombra y lo montó dirigiendo su vista hacia el Sol. Tras domar a Bucéfalo, su caballo, su padre le dijo: «Búscate otro reino, hijo, pues Macedonia no es lo suficientemente grande para ti». Así fue, pues a los 20 años Alejandro comenzó la expedición de conquista del Imperio Persa.
Un nuevo matrimonio de su padre, que podría llegar a poner en peligro su derecho al trono, ya que no conviene olvidar que el mismo Filipo fue regente de su sobrino hasta la mayoría de edad, pero se adueñó del trono, hizo que Alejandro se enemistara con Filipo. Es famosa la anécdota de cómo, en la celebración de la boda, el nuevo suegro de Filipo, un poderoso noble macedonio llamado Átalo, rogó porque el matrimonio diera un heredero legítimo al rey, en alusión a que la madre de Alejandro era una princesa de Epiro y que la nueva esposa de Filipo, siendo macedonia, daría a luz a un heredero totalmente macedonio y no mitad macedonio y mitad epirota como Alejandro, con lo cual sería posible que se relegara a este último de la sucesión. Alejandro se enfureció y le lanzó una copa, espetándole: «Y yo ¿qué soy? ¿un bastardo?» En ese momento Filipo, se acercó a poner orden, pero debido a su estado de embriaguez, se tropezó y cayó al suelo, lo que le granjeó una burla de Alejandro: «Quiere cruzar Asia, pero ni siquiera es capaz de pasar de un lecho a otro sin caerse». La historia le valió la ira de su padre, por lo que Alejandro tuvo que irse a Epiro junto con su madre. Sin embargo, Filipo terminaría por perdonarle.
Después del asesinato de Filipo, en el año 336 a. C., por Pausanias, un capitán de su guardia, Alejandro tomaría las riendas de Macedonia a la edad de 20 años como resultado de una conspiración que es atribuida generalmente a una historia amorosa de Filipo pero que se sospecha pudo ser planeada por Olimpia, madre de Alejandro, o por los persas. Tras suceder a su padre, Alejandro se encontró con que debía gobernar un país radicalmente distinto de aquel que heredó Filipo II 23 años antes, ya que Macedonia había pasado de ser un reino fronterizo pobre y desdeñado por los griegos a un territorio que, tras el reinado de Filipo, se consideraba como parte de la Hélade, y un poderoso Estado militar de fronteras consolidadas con un ejército experimentado, que dominaba indirectamente a Grecia a través de la Liga de Corinto. En un discurso, puesto en boca de Alejandro por Arriano, se describía la transformación del pueblo macedonio en los siguientes términos: “Filipo os encontró como vagabundos y pobres, la mayoría de vosotros llevaba por vestidos pieles de ovejas, erais pastores de parvos ganados en las montañas y sólo podíais oponer escasas fuerzas para defenderos de los ilirios, los tribalios y los tracios en vuestras fronteras. Él os dio capas en lugar de pieles de oveja y os trajo desde las cimas de las montañas a las llanuras, él hizo que presentarais batalla a los bárbaros que eran vecinos vuestros, de tal modo que ahora confiáis en vuestro propio coraje y no en las fortificaciones. Él os convirtió en moradores de ciudades y os civilizó merced al don de leyes excelentes y buenas costumbres”.
La muerte del gran Filipo supuso que algunas polis griegas sometidas por él se alzasen en armas contra Alejandro, ante la aparente debilidad de la monarquía macedonia. No obstante, Alejandro demostró rápidamente su destreza militar atravesando Tesalia para someterla nuevamente, ya que había sido conquistada por Filipo, y acto seguido venció a los griegos tomando y destruyendo Tebas, y obligando a Atenas a reconocer su supremacía haciéndose nombrar Hegemon, título que ya había ostentado su padre y que lo situaba como gobernante de toda Grecia, consolidando así la hegemonía macedónica, tras lo cual Alejandro se dispuso a cumplir su siguiente proyecto: conquistar el Imperio Persa. Hijo de la reina Olimpia y (supuestamente) de su marido, el rey Filipo II, Alejandro tuvo como maestro a Aristóteles, que le enseñó todo lo que necesitaba conocer de la antigua sabiduría. Después de una serie de disputas conyugales, Olimpia huyó de la corte con su hijo. Más tarde llegó la reconciliación, pero al cabo de poco tiempo Filipo fue asesinado y ello llevó a la coronación de Alejandro, a sus 20 años de edad. A pesar de su corta existencia, ya que murió a los 33 años, Alejandro el Grande tuvo una vida llena de conquistas y aventuras, así como una firme voluntad por alcanzar los llamados Confines de la Tierra y desvelar los misterios divinos.
Las primeras expediciones militares del joven rey le llevaron hasta Delfos, sede del famoso oráculo, donde escuchó una profecía presagiándole la fama, pero una corta vida. Sin dejarse afectar por esta profecía, Alejandro partió, tal como harían los españoles 1.800 años más tarde, en busca del Agua de la Vida y de la Eterna Juventud. Para conseguirlo dirigió sus pasos hacia el Este, que era de donde habían venido los dioses, tales como Zeus, que salió de Tiro, atravesó el Mediterráneo a nado y llegó a la isla de Creta; Afrodita, que también llegó a la isla desde el mar; Poseidón, que vino desde Asia Menor, trayendo consigo el caballo; o Atenea, que trajo a Grecia el olivo originario de Asia occidental. Y según los historiadores griegos, que habían influido mucho en Alejandro, las Aguas de la Eterna Juventud se hallaban en Asia. Entre las obras que había leído figuraba la que se refería a la historia de Cambises, el hijo del rey Ciro, de Persia, que atravesó Siria, Palestina y el desierto de Sinaí para atacar Egipto. Y después de derrotar a los egipcios, Cambises los trató con gran crueldad y profanó el templo del dios Amón. A continuación se dirigió hacia el Sur y atacó a los etíopes. Al describir esos eventos, el famosos historiador Herodoto escribió un siglo antes de Alejandro: “Los espías de Cambises partieron para Etiopía bajo el pretexto de que llevan presentes para el rey, pero su verdadera misión era anotar todo lo que veían y que especialmente observaran si existía en aquel país aquello que es llamado como la Mesa del Sol”. Los emisarios persas interrogaron al rey etiope sobre la longevidad de su pueblo. Y confirmando los rumores:” El rey los llevó a una fuente donde, después de que se lavaron, notaron que andaban con la piel blanda y lustrosa, como si hubieran tomado un baño de óleo. Y de la fuente emanaba un perfume como de violetas”. Cuando regresaron, los emisarios le dijeron a Cambises que el agua era tan tenue que nada conseguía flotar en ella, ni madera u otras substancias ligeras; en ella todo se hundía. Y Herodoto concluyó: “Si el relato sobre esa fuente es verdadero, entonces sería el uso del agua que de ella vierte que los hace (a los etíopes) tan longevos”.
La leyenda de la Fuente de la Juventud en Etiopía y la profanación del templo de Amón por parte de Cambises influyeron mucho en las aventuras de Alejandro. La importancia de la profanación del templo de Amón estaba relacionada con los crecientes rumores de que el joven rey no era hijo de Filipo, sino fruto de una unión entre su madre, Olimpia, y el dios egipcio Amón. Las tensas relaciones entre Filipo y Olimpia contribuían a reforzar esta sospecha. Y según los relatos en las obras de Calístenes, un faraón egipcio llamado Nectanebo por los griegos, visitó la corte de Filipo. Se dice que era un mago y adivino, y que secretamente sedujo a la reina Olimpia. Y se dice que fue el dios Amón que la visitó disfrazado de Nectanebo. Por esta razón ella habría dado a luz un semidios, hijo del dios cuyo templo Cambises había profanado. Después de derrotar a los persas en Asia Menor, Alejandro se dirigió hacia Egipto. Esperando fuerte oposición de los gobernantes persas en Egipto, se sorprendió al verlo caer en sus manos sin resistencia. Entendió que era un buen presagio y, sin perder tiempo, Alejandro se dirigió a la sede del oráculo de Amón. Según las leyendas, el mismo dios Amón confirmó su parentesco con el joven rey. Al saberlo, los sacerdotes egipcios honraron a Alejandro como su faraón. A partir de entonces en las monedas de su reino se le presentó como Zeus-Amón, ostentando un tocado con dos cuernos. En su calidad de semidios, Alejandro pasó a considerar su deseo de escapar del destino de los mortales como un derecho.
Posteriormente Alejandro dirigió sus pasos hacia Karnak, centro religioso del dios Amón. Desde el 3.000 a.C., Karnak era un gran centro religioso, con templos, santuarios y monumentos dedicados a Amón. Una de las más impresionantes edificaciones era el templo mandado construir por la reina Hatshepsut, que vivió unos mil años antes de la época de Alejandro. Esta soberana se decía que era hija de Amón, habiendo nacido de una reina a la que el dios visitó escondido también bajo un disfraz. No se sabe que ocurrió en Karnak, pero en vez de conducir sus tropas en dirección al centro del Imperio Persa, Alejandro escogió una pequeña escolta para que lo acompañaran en una expedición hacia el sur. Todo el mundo creyó que el rey iba a efectuar un viaje de recreo, buscando los placeres del amor. Y los historiadores de la época intentaron explicar su extraño viaje describiendo a la mujer que se suponía era su objeto del deseo. Una mujer “cuya belleza ningún hombre vivo conseguiría elogiar de manera suficiente“. Se llamaba Candace y era la reina de un país al sur de Egipto, el actual Sudán. Al igual que la historia de Salomón y la reina de Saba, esta vez fue el rey el que viajó hacia la tierra de la reina. Pero en realidad el principal objetivo de Alejandro no era la búsqueda del amor, sino conocer el secreto de la inmortalidad.
Después de una agradable estancia, la reina Candace quiso hacerle un presente de despedida y reveló a Alejandro el secreto de la localización de una “maravillosa caverna donde los dioses se congregan“. Siguiendo sus indicaciones, Alejandro encontró el lugar sagrado: “Él entró con algunos pocos soldados y vio una niebla azulada. Los techos brillaban como iluminados por estrellas. Las formas externas de los dioses estaban físicamente manifestadas; una multitud los servía en silencio. De inicio, él (Alejandro) se quedó sorprendido y asustado, pero permaneció allí para ver lo que acontecía, pues avistó algunas figuras reclinadas cuyos ojos brillaron como rayos de luz”. La visión de las enigmáticas figuras reclinadas contuvo Alejandro, ya que no sabía si eran dioses o mortales deificados. Entonces una voz, procedente de una de las figuras, le hizo estremecer: “Saludos, Alejandro, ¿sabes quién soy?”. Alejandro, asustado, respondió: “No, mi señor”. Y la voz añadió: “Soy Sesonchusis, el rey conquistador del mundo, que se unió a las filas de los dioses”. Se supone que Sesonchusis era el Faraón Senusert, también conocido como Sesostris I, que reinó en el Siglo XX a.C. Sorprendentemente, Alejandro había encontrado a la persona que buscaba. Pero a pesar de que Alejandro estaba muy sorprendido, los habitantes de la caverna no parecían impresionados. Era como si hubiesen esperado su llegada. Entonces Alejandro fue invitado a entrar para conocer al “Creador y Supervisor de todo el Universo“. Entró y “vio una niebla brillante como fuego y, sentado en un trono, el dios que una vez había visto siendo adorado por los hombres de Rokôtide, el Señor Serapis“.
Serapis, para los egipcios User-Hep, era una deidad sincrética greco-egipcia a la que el faraón Ptolomeo I declaró patrón de Alejandría y dios oficial de Egipto y Grecia, con el propósito de vincular culturalmente a los dos pueblos. Según un texto de Tácito, Sarapis fue el dios de la cercana población de Racotis (Rokôtide) antes de que formara parte de Alejandría. Alejandro potenció el culto de Amón, pero éste gozaba de escaso afecto entre muchos egipcios, pues era el dios de Kush y de los tebanos, que eran antagonistas del Delta del Nilo. Por otra parte, Osiris, Isis y Horus eran venerados y populares en todas partes. Y mientras Ptah, el artesano, dios de la gran capital nativa de Egipto, no resultaba atractivo, el buey Apis, considerado una encarnación de Ptah, había relegado al propio Ptah. La más antigua mención de Sarapis se encuentra en la narración de la muerte de Alejandro, Según ella, Sarapis tenía un templo en Babilonia y era de tal importancia que sólo lo nombra a él al ser consultado el rey agonizante. Por otra parte, el principal dios de Babilonia era Zeus Belus (Baal Marduk), que podría haber sido asimilado a Serapis en esta ocasión. Sin embargo, se sabe que el dios sumerio Ea (ENKI) también era llamado Sarapsi, el dios del océano profundo, del aprendizaje y de la magia, y tenía un templo en la ciudad. Independientemente de si el nombre egipcio de Sarapis proviene realmente del Sarapsi babilónico, la importancia que éste tuvo en los últimos días de Alejandro podría haber determinado la elección del dios egipcio Osiris-Apis para aportar el nombre y las principales características al dios de Alejandría.
Alejandro aprovechó la oportunidad para hablar del asunto de su longevidad: “Señor, ¿cuantos años viviré?” No hubo respuesta y Sesonchusis intentó consolar Alejandro, pues el silencio del dios era suficientemente elocuente. Sesonchusis le contó que, a pesar de haberse unido a las filas de los dioses, “no tuve tanta suerte como tú, ya que nadie se acuerda de mi nombre aunque haya conquistado el mundo entero y subyugado tantos pueblos. Pero tú poseerás gran fama y tendrás un nombre inmortal aún después de la muerte“. Y terminó confortando a Alejandro con las siguientes palabras: “vivirás al morir, y así no morirás“, queriendo decir que sería inmortalizado en la Historia. Alejandro abandonó las cavernas deprimido y continuó su viaje para buscar consejos de otros sabios en busca de la consecución de su objetivo de escapar al destino de un mortal y de podir seguir los pasos de otros que, antes que él, habían tenido éxito al unirse a los dioses inmortales. Entre aquellos que Alejandro buscaba, y que finalmente encontró, estaba Enoc, el patriarca bíblico de los tiempos anteriores al Diluvio y bisabuelo de Noé. El encuentro se produjo en un lugar montañoso “donde está situado el Paraíso, la Tierra de los Vivos“, el lugar “en donde viven los santos“. En lo alto de una montaña vio una estructura brillante, de la que se elevaba hacia el cielo una inmensa escalera construida con 2.500 losas de oro.
En una enorme caverna, Alejandro encontró estatuas de oro, cada una en su propio nicho, un altar de oro y dos inmensos recipientes de oro, de unos 20 metros de altura. “Sobre un diván próximo se veía la forma reclinada de un hombre envuelto en una colcha bordada con oro y piedras preciosas y, por encima de él, estaban las ramas de una vid hecha de oro, cuyos racimos de uva estaban formados por joyas”. Allí había un hombre, que se identificó como Enoc, y que le dijo: “No sondees los misterios de Dios“. Atendiendo al aviso, Alejandro se marchó para juntarse con sus tropas, pero no antes de recibir como presente de despedida un racimo de uvas que, milagrosamente, alimentó a todo su ejército. En otra versión de la misma historia, Alejandro encontró a dos personajes: El patriarca Enoc y el profeta Elías, que, según las tradiciones bíblicas, jamás murieron. Este acontecimiento ocurrió cuando el rey atravesaba un desierto. Súbitamente su caballo y él fueron tomados por un “espíritu” (¿??) que los transportó a un centelleante tabernáculo (caseta o santuario), donde Alejandro vio a dos hombres. Sus rostros brillaban, sus dientes eran más blancos que leche y sus ojos tenían el fulgor de la estrella matutina. Tenían “gran estatura y buena apariencia “. Después de identificarse, le dijeron que “Dios los escondió de la muerte“. También le explicaron que aquel lugar era la “Ciudad del Granero de la Vida“, de donde brotaba la “cristalina Agua de la Vida“. Pero, antes de que Alejandro descubriera más o consiguiera beber el agua, un “carro de fuego” lo arrebató de allí y se encontró de nuevo entre sus tropas. Según la tradición musulmana, mil años después, también el profeta Mahoma fue llevado hacia el cielo montado en su caballo blanco.
¿Debemos considerar el episodio de la caverna de los dioses y otras de las historias sobre Alejandro como pura ficción o estarían basados en hechos históricos? ¿Existió realmente una reina Candace, una ciudad real llamada Shamar o un conquistador como Sesonchusis? Hasta muy recientemente esos nombres eran prácticamente desconocidos para los arqueólogos e historiadores. No se sabía si habían formado parte de la realeza egipcia o de una mítica región de África. Los jeroglíficos, en un principio indescifrables, sólo confirmaban la existencia de enigmas que tal vez no pudiesen ser desvelados. Y los relatos de la Antigüedad, transmitidos por griegos y romanos, se convirtieron en oscuras leyendas. Pero en 1798, cuando Napoleón conquistó Egipto, en Europa se comenzó a redescubrir aquella región. Y junto con las tropas de Napoleón llegaron investigadores que removieron la arena del desierto y levantaron el velo del enigma. Y entonces se produjo un hecho crucial: cerca de la población de Rosetta se encontró una placa de piedra con el mismo texto en tres lenguas. Allí estaba la clave para descifrar los jeroglíficos del antiguo Egipto y los registros de los faraones. En 1820 unos exploradores europeos llegaron hasta Sudán y reportaron la existencia de antiguos monumentos, incluyendo pirámides, en un punto del Nilo llamado Méroe. Y una expedición real de Prusia descubrió impresionantes ruinas en excavaciones realizadas entre 1842 y 1844.
Entre 1912 y 1914, otros arqueólogos encontraron lugares sagrados. Los jeroglíficos indicaron que uno de ellos era llamadoTemplo del Sol, - tal vez el lugar donde los espías de Cambises habían visto “La Mesa del Sol“. Posteriores excavaciones, sumadas a datos ya conocidos y la continua traducción de los jeroglíficos, llevaron a la conclusión de que el primer milenio a.C existió en aquella región un reino nubio, que era la bíblica tierra de Cuch. Y existió realmente una reina Candace. Las inscripciones revelaron que en sus inicios, el reino nubio era gobernado por una sabia y benevolente reina llamada Candace. Desde entonces, cada vez que una mujer ascendía al trono adoptaba su nombre como símbolo de grandeza. Y también, al sur de Méroe y dentro del territorio de ese reino, había una ciudad llamada Sennar, probablemente la Shamar mencionada en las leyendas de Alejandro. Y en lo que respecta a Sesonchusis, la versión etíope del Calístenes dice que cuando Alejandro viajó a Egipto, él y sus hombres pasaron por un lago lleno de cocodrilos. Allí, un antiguo gobernante había ordenado construir un puente para atravesar el lago. “Había una edificación en el margen del lago y sobre esa edificación quedaba un altar pagano en el cual se leía: ‘Soy Coch, rey del mundo, el conquistador que atravesó este lago’.” ¿Sería ese conquistador un soberano que había reinado sobre Cuch o Nubia? En la versión griega de esa leyenda, el hombre que había hecho el monumento para marcar la travesía del lago, descrito como parte de las aguas del mar Rojo, se llamaba Sesonchusis. De esta manera, Sesonchusis y Coch serían una única persona: un faraón que reinó sobre Egipto y Nubia.
Los monumentos nubios muestran un gobernante recibiendo el Fruto de la Vida, bajo la forma de datileras, de las manos de un “Dios Brillante“. Los registros egipcios hablan de un gran faraón que, a inicios del segundo milenio a.C., fue un gran conquistador. Su nombre era Senusret y veneraba al dios Amón. Los historiadores griegos le atribuyen la conquista de Libia, Arabia, Etiopía, las islas del mar Rojo y grandes partes de Asia, penetrando más al Este de lo que posteriormente hicieron los persas.
Él también habría invadido Europa a partir de Asia Menor. Herodoto describió los grandes hechos de ese faraón, a quien llama Sesóstris, indicando que erigía pilares conmemorativos en todos los lugares por los que pasaba: “los pilares que él erigió aún son visibles“.
Cuando Alejandro vio el pilar junto al lago, tuvo la confirmación de lo que el historiador griego había registrado la historia de Sesonchusis. Su nombre egipcio significa “Aquellos cuyos nacimientos viven“. Y, por ser un faraón de Egipto, tenía todo el derecho de ir a reunirse con los dioses y vivir para siempre.
En la búsqueda del Agua de la Vida era importante tener la seguridad de que la exploración no sería en vano, como les había sucedido a otros en el pasado. Además, si el agua procedía de un paraíso perdido, si encontraba a los que habían estado en él sería un medio para descubrir cómo llegar hasta él. Por esta razón Alejandro intentó encontrar a los Antepasados Inmortales. Si realmente los encontró no es lo más relevante. Lo importante es que en los siglos que precedieron a la era cristiana, Alejandro y sus historiadores creían que esos Antepasados Inmortales realmente existían y que en tiempos remotos los hombres podían hacerse inmortales si los dioses lo permitían. Los historiadores de Alejandro cuentan varios relatos en que el joven rey se encontró con Sesonchusis, Elías y Enoc.
No se ha encontrado ninguna descripción de cómo Sesonchusis se volvió inmortal. Lo mismo es válido para Elías, el compañero de Enoc en el Templo Brillante, según una de las versiones de la leyenda de Alejandro. Elías es el profeta bíblico que vivió en Israel el siglo IX a.C., durante el reinado de Acab y Ocozias. Como indica el nombre que adoptó (Eliyah – “Mi Dios es Yahvé“), era un seguidor del dios hebreo, cuyos fieles estaban sufriendo persecución por parte de los seguidores del dios cananeo Baal. Después de retirarse a un lugar secreto cerca del río Jordán, donde fue instruido por el Señor, Elías recibió “un manto tejido de vellos” y pudo hacer milagros. Cerca de la ciudad fenicia de Sidon, el primer milagro que realizó fue hacer que un poco de aceite y una cuchara de harina alimentasen toda su vida a una viuda que le había dado refugio. Poco después, necesitó pedir a Dios que resucitase al hijo de esa mujer, que acababa de fallecer víctima de una grave enfermedad. Elías también podía convocar el Fuego de Dios, que servía para castigar a los que sucumbieron a las tentaciones paganas. Las escrituras dicen que Elías no murió en la Tierra, pues “subió al cielo en un torbellino“. Según las tradiciones judaicas, Elías continúa siendo inmortal y se le invita a visitar los hogares judíos en la víspera de la Pascua. Su ascenso al cielo está descrito en gran detalle en el Antiguo Testamento.
En el caso de Alejandro, la inmortalidad escapó de sus manos porque él fue a buscarla en contra de su destino. Sin embargo, Enoc, como después los faraones, viajaba bajo la bendición divina. Por esta razón fue considerado digno de proseguir y por eso “ellos me llevaron al Agua de la Vida“. Continuando adelante, el patriarca llegó a la Casa de Fuego: “Entré hasta aproximarme a una pared hecha de cristales y cercada de lenguas de fuego, lo que me causó miedo. Avancé por entre las llamaradas y llegué cerca de una gran casa hecha de cristales. Las paredes y el suelo eran un mosaico de cristal. El techo parecía el camino de las estrellas y de los rayos, y entre ellos se veían flamantes querubines y su cielo era como agua. Un fuego resplandeciente cercaba las paredes y los portales ardían con fuego. Entré en esa casa y ella era caliente como el fuego y fría como el hielo…Miré hacia dentro de ella y vi un imponente trono. Parecía de cristal y sus ruedas eran como el sol brillante, y hubo la aparición de querubines. Y, por abajo del trono salían ríos de fuego, de modo que no pude mirar atrás de él.
Si alguno comprendió lo que al mundo antiguo faltaba, si alguien trató de elevarlo por un esfuerzo de heroísmo y de genio, fue Alejandro el Grande. Ese legendario conquistador, iniciado como su padre Filipo en los misterios de Samotracia, se mostró más hijo intelectual de Orfeo que discípulo de Aristóteles. Sin duda, el Aquiles de Macedonia, que se lanzó con un puñado de griegos, a través del Asia, hasta la India, soñó con el imperio universal, pero no al modo de los Césares por la opresión de los pueblos, por el aplastamiento de la religión y la ciencia libres. Su gran idea fue la reconciliación del Asia y la Europa, por una síntesis de las religiones apoyada sobre una autoridad científica. Movido por este pensamiento, rindió homenaje a la ciencia de Aristóteles, como a la Minerva de Atenas, al Jehovah de Jerusalén, al Osiris egipcio y al Brahma de los Indios, reconociendo, cual verdadero iniciado, la misma divinidad y la misma Sabiduría bajo todos esos símbolos. Amplias miras, soberbia adivinación eran las de este nuevo Dionisos. La espada de Alejandro fue el último resplandor de la Grecia de Orfeo. Él iluminó el Oriente y el Occidente. El hijo de Filipo murió en la embriaguez de su victoria y de su ensueño, dejando los jirones de su imperio a generales rapaces. Pero su pensamiento no murió con él. Había fundado Alejandría, donde la filosofía oriental, el judaísmo y el helenismo debían fundirse en el crisol del esoterismo egipcio.
Los estudiosos sabían, cómo no, de los contactos que tuvieron los griegos con Oriente Próximo en el primer milenio a.C., contactos que culminaron con la victoria de Alejandro Magno sobre los persas en 331 a.C. Las crónicas griegas contenían mucha información acerca de aquellos persas y de sus tierras (que más o menos se correspondían con las del Irán de hoy en día). En las antiguas crónicas griegas, Layard había leído que un oficial del ejército de Alejandro había visto un «lugar de pirámides y ruinas de una antigua ciudad» -¡una ciudad que ya estaba enterrada en tiempos de Alejandro! Layard la desenterró también, y resultó ser Nimrud, el centro militar de Asiria. Fue allí donde Salmanasar II levantó un obelisco en memoria de sus expediciones y conquistas militares. En este obelisco, exhibido ahora en el Museo Británico, hay una lista de los reyes que fueron obligados a pagar tributo, entre los cuales figura «Jehú, hijo de Omri, rey de Israel». ¡Una vez más, las inscripciones mesopotámicas y los textos bíblicos se confirmaban entre sí! En la antigüedad, los reyes de Egipto, desde Menes hasta Alejandro Magno, estaban ordenados en treinta dinastías (Alejandro conquistó Egipto en 332 a. C.). Esta clasificación está basada en las listas de reyes dadas por los sacerdotes, que también comprenden los datos de las reinas.
Alejandría estaba situada precisamente en el punto clave geográfico de su unión en el extremo occidental del Mar Mediterráneo y a las puertas de Oriente. Y bañando la ciudad las aguas mismas del sagrado Nilo, símbolo de una altísima civilización varias veces milenaria, y que era resumen de todos los auges y civilizaciones del mundo, la ciudad de Alejandro se levantaba sobre la antigua aldea faraónica de Racotis, famosa antaño como residencia de placer. Allí pasaban los reyes y sus familias, como los cortesanos y palaciegos, los veranos del fresco Mediterráneo, huyendo de los calores excesivos y del ardoroso polvo de los vientos del desierto. Al conquistar Egipto el general macedonio, quiso poner su nombre a la ciudad naciente dotándola con magnificencia. Como sea que Alejandro tenía conciencia del mandato cíclico de los astros, quiso obedecer las insinuaciones de los sacerdotes del país, a quienes acató sumisamente, y se trasladó al Templo Oracular de Amón, en pleno Desierto Líbico.
Allí le otorgaron las fechas más propicias de la fundación de la ciudad, como moderna capital de Egipto, ya que el dios deseaba bendecir su creación. De ese modo, en el momento anunciado, hizo levantar Alejandro un altar en la parte alta del emplazamiento y que representaría el centro de la circunferencia de la urbe naciente, la cruz que dividía el círculo, tomando por base el tema-base de todas las ciudades fundadas por los dioses. Los cuatro sectores serían sede de las cuatro castas máximas. En cuanto al arco que rozaba el norte, consagrado a los guerreros, fue elegido para que el propio Alejandro, al frente de sus tropas, se postrara, manteniendo un general silencio, que fue bautismo y bendición descendida. Entonces se oyó un coro misterioso que recitaba un verso mágico. A través de la Palabra o Logos, descendía visiblemente, ante el pasmo de los videntes, el Ave Sagrada del Espíritu Santo, impronta de la acción divina sobre aquel lugar elegido y consagrado.
Y dicen las crónicas que todos los presentes se dieron cuenta del trascendental fenómeno y de la fuerza y bendición descendidas y tuvieron fe en el porvenir y en la protección divina sobre la urbe electa. Y así fue en verdad. Y aunque Alejandro, el Fundador, no lo vio con los ojos físicos, la obra realizada por sus conquistas no sólo en el ámbito continental de Grecia y sus colonias, comprendiendo la gran zona isleña y la asiática, sino Italia, África, Asia hasta la India, todo el mundo civilizado, recibió por tal causa el impacto de la sabiduría griega, transformando las costumbres, la legislación, la pedagogía, la filosofía, la religión y el concepto básico de la vida con una nueva actitud de comprensión, de hermandad y de tolerancia.
Y todo se centró en torno de aquel lugar de privilegio que bañan las azules ondas del Mar Mediterráneo, predestinado como cuna de las más importantes civilizaciones del mundo. Alejandría, la sede electa, fue en verdad una urbe ideal, famosa no sólo por su Biblioteca, sino por ser una ciudad populosa, bellísima, plena de jardines, de grandes edificios, de estatuas, de amplias y cuidadas sendas, con la curva perfecta y dilatada de su bahía única, sus puertos naturales que la ciencia urbanística mejoraría y, sobre todo, por su condición de ser un centro total de cultura, amplio y libre, donde hallaran cómoda acogida las más preclaras inteligencias del mundo y estadía de las almas mejor dotadas …
Fue por todo ello Alejandría, en suma, la reina intelectual y espiritual del mundo conocido. El anhelo de Alejandro se cumplió y también se iba cumpliendo el superior mandato de los astros. En Alejandría hallaron feliz acogida y comprensión, en cierto modo, primero, escritores y artistas. Así, Calímaco, aunque nacido en Cirene, África, pudo cultivar allí las bellas letras bajo el reinado de los Tolomeos y se convirtió en el más destacado poeta de su generación, a pesar de su profesión de gramático y pedagogo. Contemporáneo suyo y reconocido también como destacado poeta, fue Apolonio de Rodas, embajador y retórico, que halló su máxima formación entre los medios intelectuales estimuladores de Alejandría. De él fue discípulo el propio Cicerón. No menos destacó Teócrito en la especialidad de los bellos idilios y tuvo por famosos imitadores, en el género, a Bión y Mosco. Semónides, Leonidas de Tarento, y Asclepiades, desmenuzaron la literatura de imaginación en celebrados epigramas a los que dio especial ternura y calor orientales, su seguidor Meleagro, de Siria.
Con las conquistas de Alejandro el Grande (300 a.C.), toda la tradición astrológica pasa al mundo griego. El camino había sido preparado por las ideas de Platón y Pitágoras. Ambos habían unido matemáticas y misticismo. Habían hecho una religión de las matemáticas.
Enseñaban la unicidad entre el cielo y la tierra, la perfección de los cuerpos celestes, con los planetas moviéndose en esferas de cristal perfectamente transparentes (’la música de las esferas’). Con semejante bagaje filosófico no es difícil entender la rápida aceptación de la astrología, ya que era la prueba palpable de esa unión mística con el universo.
La astrología llegó a Grecia por dos caminos: Babilonia y Egipto. Desde Babilonia, gracias al sacerdote Beroso, que la enseñaba en la isla griega de Cos hacia el año 280 a.C. Allí escribió su monumental Babyloniaca, obra en tres volúmenes donde expone sus conocimientos y la información traída de su país. Beroso, muy interesado en los trabajos del médico griego Hipócrates, se cree que fue el fundador de la medicina astrológica, práctica que relaciona cada parte del cuerpo con un signo astrológico.
Alejandro cruzó el Helesponto hacia Asia Menor, pretendiendo seguir los planes de su padre de liberar a los 10.000 griegos que se encontraban bajo dominio persa. Hizo una breve parada en Troya, donde honró la tumba de su héroe Aquiles. En la primera contienda que se libró en territorio asiático, la batalla del Gránico, a orillas del riachuelo Gránico, los sátrapas le hicieron frente con un ejército de 40.000 hombres comandado por el astuto Memnón de Rodas y compuesto en su mayor parte por griegos mercenarios. Pero el ejército persa ofreció una débil resistencia y fue vencido. En este combate Alejandro estuvo cerca de la muerte, pues un persa trató de matarlo por la espalda. Finalmente salvó la vida gracias a Clito, uno de los hombres de confianza de Filipo, que de un sablazo le amputó la mano al agresor. Las ciudades griegas de las costas se entregaron, ya sea por miedo o por querer ser liberadas. A finales de 334 a. C. decidió pasar el invierno en Gordión, antigua capital de Frigia. Allí se encontraba un famoso carro real, sujeto a un nudo muy complicado de deshacer (nudo gordiano). Según el oráculo de Gordión, quien supiera deshacerlo conquistaría Asia. No se sabe si Alejandro desató el nudo pacientemente o si lo partió con su espada. En cualquier caso, la tormenta que siguió al hecho se interpretó como un claro signo de que Zeus daba su aprobación.
Una contraofensiva marítima de los persas en el Egeo, al mando de Memnón de Rodas y su flota, puso en peligro a la Grecia continental. Pero esta amenaza se detuvo después de la victoria de Alejandro sobre Darío III en la batalla de Isos (pequeña llanura situada entre las montañas y el mar cerca de Siria) en el 333 a. C., en la cual, el rey Darío huyó amparado en la oscuridad de la noche dejando en el campo de batalla sus armas y su manto púrpura.
El rey tomó conciencia de la amenaza y envió propuestas de negociación, que fueron desestimadas. Sin embargo, la familia de Darío III fue capturada en el interior de una lujosa tienda. Alejandro trató a todos con gran cortesía y les manifestó que no tenía ninguna cuestión personal contra Darío, sino que luchaba contra él para conquistar Asia. Alejandro conquistó fácilmente Fenicia, con excepción de la isla de Tiro, debiendo mantener un largo asedio para capturarla (de enero a agosto de 332 a. C.), conocido como el Sitio de Tiro. Tras someter Gaza durante otro arduo sitio, Alejandro se dirigió a la satrapía de Egipto.
Alejandro fue bien recibido por los egipcios, quienes le apoyaban por su lucha contra los persas, cuyos reyes habían dominado Egipto en dos ocasiones: de 523 a 404 a. C. (Dinastía XXVII) y de 343 a 332 a. C. (Dinastía XXXI). Como su salvador y libertador, por decisión popular se le concedió a Alejandro la corona de los dos reinos, siendo nombrado faraón en noviembre de 332 a. C., en Menfis.
En enero del 331 a. C. Alejandro fundó la ciudad de Alejandría en una zona costera muy fértil al oeste del delta del Nilo. Los motivos de la fundación eran tanto económicos (la apertura de una ruta comercial en el mar Egeo) como culturales (la creación de una ciudad al estilo griego en Egipto, cuya planificación se dejó en manos del arquitecto Dinócrates). La escritora inglesa Mary Renault, en su biografía de Alejandro, comenta: “De Menfis bajó por el río hasta la costa, donde tenía que tratar unos asuntos referentes a sus conquistas en Asia Menor. Navegó por el Delta y varó en las proximidades del lago Mareotis. Le pareció un sitio ideal para establecer una ciudad: buen fondeadero, buenas tierras, buen aire, buen acceso al Nilo. Estaba tan decidido a emprender las obras que deambuló por el emplazamiento, arrastrando tras de sí a arquitectos e ingenieros y señalando las situaciones de la plaza del mercado, de los templos de los dioses griegos y egipcios, de la vía real. Un hombre listo se percató de que Alejandro no tenía tiza para marcar y le ofreció harina, que el macedonio aceptó. Los pájaros se alimentaron de ella, por lo cual los adivinos previeron que la ciudad prosperaría y daría de comer a muchos forasteros, predicción que Alejandría sigue cumpliendo” (Mary Renault, Alejandro Magno).
Posteriormente, tras un dificultoso viaje por el desierto, llegó al oasis de Siwa, donde el profeta del dios Amón le anunció que le saludaba tanto de parte del dios como de su padre. Alejandro preguntó si había quedado sin castigo alguno de los asesinos de su padre Filipo, y si se le concedería dominar a todos los hombres. Habiéndole dado el dios favorable respuesta y asegurándole que Filipo estaba vengado, Alejandro le hizo magníficas ofrendas, y entregó ricos presentes a los hombres allí destinados. También se dice que Alejandro, en una carta enviada a su madre, le comunicó haberle sido hechos ciertos vaticinios arcanos, que sólo a ella revelaría. Algunos han escrito que queriendo el profeta saludarle en idioma griego con cierto cariño le dijo “hijo mío“, equivocándose en una letra; y que a Alejandro le agradó este error, por dar motivo a que pareciera le había llamado hijo de Zeus.
La cultura del antiguo Egipto impresionó a Alejandro desde los primeros días de su estancia en este país. Los egipcios nos han dejado testimonio, grabado en piedra, de estos hechos y apetencias. En Karnak existe un bajorrelieve donde se representa a Alejandro haciendo ofrendas al dios Amón en calidad de converso. En él, viste la indumentaria de faraón, como Nemes (el paño que cubre la cabeza y va por detrás de las orejas, clásico del antiguo Egipto), o la Corona Doble, roja y blanca; Cola litúrgica de chacal, que con el tiempo se transformó en «cola detoro»; Ofrenda en cuatro vasos, como símbolo que indica «cantidad», «repetición», «abundancia» y «multiplicación». En los jeroglíficos del muro se distinguen además los títulos de Alejandro-faraón que se representan dentro de un serej y un cartucho egipcio.
En esa época controló la situación de rebeldía en Anatolia y el Egeo, de tal modo que en la primavera del 331 a. C., desde Tiro, organizó los territorios conquistados. Darío, con un ejército más numeroso, decidió hacerle frente en Gaugamela, a orillas del Tigris, pero apenas logró salvar su vida, ya que pese a la superioridad numérica se vio derrotado por el genio militar del joven rey macedonio. Así, Alejandro, con su ejército, logró entrar en Babilonia quedando a las puertas del propio territorio persa. En el año 331 a. C., el ejército macedonio invadió Persia entrando fácilmente en Susa, la vieja capital de Darío I, mientras que el derrotado Darío III huía hacia el interior del territorio persa en busca de fuerzas leales para enfrentar nuevamente a Alejandro.
Éste procedió cuidadosamente ocupando las ciudades, apoderándose de los caudales persas y asegurando las líneas de abastecimiento. Desde Susa pasó a Persépolis, capital ceremonial del Imperio Aqueménida, donde quemó el palacio de la ciudad durante una fiesta. Después se dirigieron hacia Ecbatana para perseguir a Darío. Lo encontraron asesinado por sus nobles, que ahora obedecían a Bessos. Alejandro honró a su otrora rival y enemigo y prometió perseguir a sus asesinos. Los extranjeros que vivían en Persia se sintieron identificados con Alejandro y se comprometieron con él para venerarle como nuevo gobernante. En su idea de conquista también estaba la de querer globalizar su Imperio mezclando distintas razas y culturas. Los sátrapas, en su mayoría, conservaron sus puestos, aunque supervisados por un oficial macedonio que controlaba las fuerzas armadas.
En el 330 a. C., Filotas, hijo de Parmenión, fue acusado de conspirar contra Alejandro y asesinado junto con su padre (por temor a que éste se rebelara al enterarse de la noticia). Asimismo, el primo de Alejandro, Amintas, fue ejecutado por intentar pactar con los persas para convertirse en el nuevo rey, ya que, de hecho, era el legítimo sucesor al trono macedonio. Tiempo después hubo una nueva conjura contra Alejandro, ideada por sus pajes, la cual tampoco logró su objetivo. Tras esto, Calístenes (quien hasta ese momento había sido el encargado de redactar la historia de las travesías de Alejandro) fue considerado como impulsor de este complot, por lo que fue condenado a muerte. Sin embargo, él se quitó antes la vida.
Uno de sus generales más queridos del último ejército legado por su padre fue Clito, apodado «El Negro», al que Alejandro nombraría antes de este incidente sátrapa de Bactriana. Alejandro, adoptando la costumbre persa de laproskynesis, pretendió ser adorado como un dios. En un banquete, su amigo Clito, cansado de tantas lisonjas y de oír cómo Alejandro se proclamaba mejor que su padre Filipo, le dijo indignado: «Toda la gloria que posees es gracias a tu padre»; incorporándose volvió a gritarle: «Sin mí hubieras perecido en el Gránico». Alejandro, que estaba ebrio, buscó su espada, pero uno de los guardias la ocultó. Clito fue sacado del lugar por varios amigos, pero regresó por otra puerta, y mirando fijamente al conquistador, repitió un verso de Eurípides: «Qué perversa costumbre han introducido los griegos». Alejandro arrebató una lanza a uno de los guardias y mató a Clito, que se desplomó en medio del estupor de los presentes. Arrepentido del crimen, pasó 3 días encerrado en su tienda y algunos afirman que hasta trató de suicidarse a consecuencia de la muerte de su amigo.
Tras muchas peripecias y conquistas, Alejandro había invadido la Sogdiana y la Bactriana, se había casado con la princesa Roxana, y llevaría a su ejército a atravesar el Hindu Kush y a dominar el valle del Indo, con la única resistencia del rey indio Poros en el río Hidaspes. Poros (muerto a finales del siglo IV a. C.) fue el gobernante de un antiguo reino indio ubicado entre los ríos Hidaspes y Acesines, tal como son nombrados en las fuentes griegas, que se corresponderían con los actuales ríos Jhelum y Chenab, dos de los cinco ríos del actual Panyab. El reino de Poros era llamado Pauravas en las fuentes indias, correspondiente al Panyab occidental, que comprendía más de cien ciudades, y cuya capital habría sido la ciudad de Paura, que posiblemente es la actual ciudad de Lahore. Su nombre indio era Purushottama (apocopado enPuru). Poros o Poro sería la versión griega del nombre original.
También se le conocía como Parvatesha (el señor del monte Parvata) o Parvataka. A diferencia de su vecino y tradicional rival, el rey Ambhi de la ciudad de Taksila (quien es llamado en las fuentes griegas Omphius o Taxiles), Poros resistió el avance del ejército macedonio, comandado por Alejandro Magno en su campaña contra los reinos indios (326 a. C.). Ambhi buscó la alianza con Alejandro para combatir a su rival, ofreciendo al macedonio unos cinco mil guerreros escogidos para tal fin. Ante la amenaza que representaba esta alianza, en junio del 326 a. C. Poros movilizó un poderoso ejército de 30 000 guerreros de a pie, 4000 jinetes, 300 carros y 200 elefantes de guerra, que acamparon en la orilla izquierda del río Hidaspes a la espera del intento de Alejandro por cruzarlo y ofrecerle así batalla.
Alejandro consiguió cruzar el río con un pequeño contingente de 10 000 infantes y 5000 jinetes, a través de dos pequeñas islas que facilitaban el paso del río. Una vez vadeado, dispuso a sus tropas en orden de batalla, desencadenándose la misma cuando el ejército de Poros alcanzó al macedonio. Esta es la denominada batalla del Hydaspes, la última de las grandes batallas que libró Alejandro. En ella, Alejandro perdió a su amado caballo Bucéfalo, sufriendo no obstante pocas pérdidas (tal como afirman las fuentes clásicas). Poros sufrió elevadas bajas (entre las que se contaban su hermano y dos de sus hijos) cuando el resto del ejército macedonio consiguió cruzar el río y envolver al ejército indio, tras lo cual Poros acabó siendo rodeado, montando su elefante de guerra.
Al ver el valor con el que se defendía, Alejandro dio la orden de capturarlo con vida, tarea en verdad ardua debido al denuedo con que se batía el rey indio sobre su elefante. Agotado y herido, finalmente consintió en rendirse, y fue llevado por petición propia ante Alejandro, quien quedó asombrado por el arrojo y la compostura de Poros. Preguntándole mediante intérprete cómo quería ser tratado, Poros respondió majestuosamente: «Como un rey». Cuando Alejandro le preguntó qué debía entender por su respuesta, Poros añadió: «Todo lo que significan las palabras “como un rey”». Su respuesta impresionó tanto a Alejandro que éste le devolvió la libertad y su reino, convirtiéndole en vasallo del imperio macedonio (sin incorporar su reino al mismo), y prometiéndole incluso la anexión de otros territorios indios que conquistase durante su campaña.
Es de suponer que Poros mantuvo su condición de vasallo del poder macedonio, hasta que fue asesinado, en algún momento entre el 321 y el 315 a. C. por agentes del gobernador tracio Eudamo, después de la muerte de Alejandro (según Diodoro de Sicilia). Tras su muerte, su hijo Malaia Ketu ascendió al trono con la connivencia de Eudamo; sin embargo, Malaia Ketu fue muerto en la batalla de Gabiene en el año 317 a. C. Se dice en las fuentes griegas que Poros era de gran estatura, midiendo «5 cúbitos de altura». Según el codo griego (de 46 cm) habría medido una improbable talla de 2,30 m, en cambio según el codo macedonio (de unos 40 cm) habría medido 2 m, lo cual lo convertía en un verdadero gigante para la época. Alejandro Magno medía 1,60 m, una estatura insignificantemente más baja que la normal de esa época. A sus 32 años, su Imperio se extendía hasta el valle del Indo por el Este y hasta Egipto por el Oeste, donde fundó la famosa ciudad de Alejandría (hoy Al-Iskandría). Fundador prolífico de ciudades, esta ciudad egipcia habría de ser con mucho la más famosa de todas las Alejandrías fundadas por el también faraón Alejandro. De las 70 ciudades que fundó, 50 de ellas llevaban su nombre. Con sus acciones extendió ampliamente la influencia de la civilización griega y preparó el camino para los reinos del período helenístico y la posterior expansión romana. Además, también fue un gran amante de las artes. Alejandro era consciente del poder de propaganda que puede tener el arte y supo muy bien controlar la reproducción de su efigie, cuya realización sólo autorizó a tres artistas: un escultor, Lisipo, un orfebre y un pintor, Apeles. Los biógrafos de Alejandro cuentan que éste tenía en gran aprecio al pintor y que visitaba con frecuencia su taller y que incluso se sometía a sus exigencias.
Tras la muerte de Espitámenes y su boda con Roxana (Roshanak en bactriano) para consolidar sus relaciones con las nuevas satrapías de Asia Central, en el 326 a. C. Alejandro puso toda su atención en el subcontinente indio e invitó a todos los jefes tribales de la anterior satrapía de Gandhara, al norte de lo que ahora es Pakistán para que vinieran a él y se sometieran a su autoridad. Āmbhi, rey de Taxila, cuyo reino se extendía desde el Indo hasta el Hidaspes, aceptó someterse. Pero los rajás de algunos clanes de las montañas, incluyendo los aspasioi y los assakenoi de la tribu de loskambojas, conocidos en los textos indios como ashvayanas y ashvakayanas (nombres que se refieren a la naturaleza ecuestre de su sociedad, de la raíz sánscrita ashva, que significa ‘caballo’), se negaron a ello.
Alejandro tomó personalmente el mando de los portadores de escudo, los compañeros de a pie, los arqueros, los agrianos y los lanzadores de jabalina a caballo y los condujo a luchar contra la tribu de los kamboja de la que un historiador moderno escribe que «eran gentes valientes y le fue difícil a Alejandro aguantar sus acometidas, especialmente en Masaga y Aornos». Alejandro se enzarzó en una feroz contienda contra los aspasioi en la que le hirieron en el hombro con un dardo, pero en la que losaspasioi perdieron la batalla y 40.000 de sus hombres cayeron prisioneros. Los assakenoi fueron al encuentro de Alejandro con un ejército de 30.000 soldados de caballería, 38.000 de infantería y 30 elefantes, lucharon valientemente y opusieron una tenaz resistencia al invasor en las batallas de las ciudades de Ora, Bazira y Masaga, ciudad esta última cuyo fuerte fue reducido sólo tras varios días de una sangrienta lucha en la que hirieron a Alejandro de gravedad en el tobillo.
Cuando el rajá de Masaga murió durante la batalla, el comandante supremo del ejército acudió a la vieja madre de éste, Cleofis, la cual también parecía dispuesta a defender su tierra hasta el final y asumió el control total del ejército, lo que empujó también a otras mujeres del lugar a luchar por lo que Alejandro sólo pudo controlar Masaga recurriendo a estratagemas políticas y actos de traición. Según Quinto Curcio Rufo, «Alejandro no sólo mató a toda la población de Masaga, sino que redujo sus edificios a escombros». Una matanza similar ocurrió en Ora, otro bastión de los assakenoi. Mientras todas estas matanzas ocurrían en Masaga y Ora, varios assakenoi huyeron a una alta fortaleza llamada Aornos donde Alejandro los siguió de cerca y capturó la roca tras 4 días de sangrienta lucha. La historia de Masaga se repitió en Aornos, y la tribu de los assakenoi fue masacrada.
En sus escritos acerca de la campaña de Alejandro contra los assakenoi, Victor Hanson comenta: «Después de prometer a los assakenoi, quienes estaban rodeados, que salvarían sus vidas si capitulaban, ejecutó a todos los soldados que aceptaron rendirse. Las contiendas de Ora y Aornos se saldaron de forma similar. Probablemente todas sus guarniciones fueron aniquiladas». Sisikottos, que había ayudado a Alejandro en esta campaña, fue nombrado gobernador de Aornos. Tras reducir Aornos, Alejandro cruzó el Indo y luchó y ganó una batalla épica contra el gobernante local Poros, que controlaba la región del Panyab (o Punjab), en la batalla del Hidaspes del 326 a. C. Tras la batalla, y tal como ya hemos comentado, Alejandro quedó tan impresionado por la valentía de Poros que hizo una alianza con él y le nombró sátrapa de su propio reino al que añadió incluso algunas tierras que éste no poseía antes. Alejandro llamó Bucéfala a una de las dos ciudades que había fundado, en honor al caballo que le había traído a la India, y que habría muerto durante la contienda del Hidaspes. Alejandro siguió conquistando todos los afluentes del río Indo.
Al este del reino de Poros, cerca del río Ganges, estaba el poderoso Imperio de Magadha gobernado por la dinastía Nanda. Temiendo la perspectiva de tener que enfrentarse con otro gran ejército indio y cansados por una larga campaña, el ejército macedonio se amotinó en el río Hífasis (actual río Beas), negándose a seguir hacia el Este: El combate con Poros desmoralizó mucho a los Macedonios, apartándolos de querer internarse más en la India: Pues no bien habían rechazado a éste, que les había hecho frente con 20.000 infantes y 2.000 caballos, cuando ya se hacía de nuevo resistencia a Alejandro, que se disponía a forzar el paso del río Ganges, cuya anchura sabían era de 32 estadios, y su profundidad de 100 brazas, y, que la orilla opuesta estaba cubierta con gran número de hombres armados, de caballos y elefantes; porque se decía que le estaban esperando los reyes de los gandaritas y los preslos, con 80.000 caballos, 200.000 infantes, 8.000 carros y 6.000 elefantes de guerra.
Alejandro, tras reunirse con su oficial Coeno, se convenció de que era mejor regresar. Alejandro no tuvo más remedio que dirigirse al sur. Por el camino su ejército se topó con los malios, que eran las tribus más aguerridas del sur de Asia por aquellos tiempos. El ejército de Alejandro desafió a los malios, y la batalla los condujo hasta la ciudadela malia. Durante el asalto, el propio Alejandro fue herido gravemente por una flecha malia en el pulmón. Sus soldados, creyendo que el rey estaba muerto, tomaron la ciudadela y descargaron su furia contra los malios que se habían refugiado en ella, llevando a cabo una masacre, y no perdonaron la vida a ningún hombre, mujer o niño. A pesar de ello y gracias al esfuerzo de su cirujano, Critodemo de Cos, Alejandro sobrevivió a esa herida. Después de esto, los malios supervivientes se rindieron ante las fuerzas macedónicas, y éstas pudieron continuar su marcha. Alejandro envió a la mayor parte de sus efectivos a Carmania (al sur del actual Irán) bajo el mando del general Crátero, y ordenó montar una flota para explorar el Golfo Pérsico bajo el mando de su almirante Nearco, mientras que él conduciría al resto del ejército de vuelta a Persia por la ruta del sur a través del desierto de Gedrosia (ahora parte del sur de Irán y de Makrán, en Pakistán).
Alejandro dejó, no obstante, refuerzos en la India. Nombró a su oficial Peitón sátrapa del territorio del Indo, cargo que éste ocuparía durante los próximos 10 años hasta el 316 a. C., y en el Punjab dejó a cargo del ejército a Eudemos, junto con Poros y Āmbhi. Eudemos se convirtió en gobernador de una parte del Punjab después de que éstos murieran. Él y Peitón volvieron a Occidente en el 316 a. C. con sus ejércitos. En el 321 a. C., Chandragupta Maurya fundó el Imperio Maurya en la India y expulsó a los sátrapas griegos. Durante su última campaña, Alejandro fue capaz de cruzar el río Indo, internándose en unas tierras extrañas, nunca antes vistas por personas ajenas a esta zona del planeta. En esta aventura le acompañaba un notable ejército, aumentado con soldados procedentes de las tierras que iba conquistando a su paso. Pero había un núcleo central compuesto por macedonios, como él, que ansiaban regresar a casa. Habían acompañado a su líder durante más de dos años y echaban de menos a sus familias.
Tras una discusión, Alejandro accedió a su regreso. Lo harían en barcos capitaneados por el almirante Nearco, quien los transportaría por el Golfo Pérsico y de allí al Mediterráneo. Pero jamás volvieron a ver a sus mujeres e hijos. Aquella flota desapareció de forma intrigante. Los estudiosos han planteado distintas teorías para explicar este suceso. Una de ellas señala como culpable a una feroz tormenta, que se habría llevado a las embarcaciones a las profundidades. Esto resulta bastante improbable, ya que hablamos de varias decenas de barcos. Otra hipótesis apunta a que las naves se perdieron al no conocer aquellas aguas, equivocando la ruta y adentrándose en la península de Malasia. Incluso algunos investigadores especulan que quizá alcanzaron las islas de Tahití o Hawai, apoyándose en la similitud existente entre algunas palabras del hawaiano y del griego clásico. Tal es el caso del término águila, aeto en el idioma de esas islas y aetos en la lengua de Homero. Lo único cierto es que de aquella inmensa flota compuesta por cientos de hombres no hubo más noticias.
Tras enterarse de que muchos de sus sátrapas y delegados militares habían abusado de sus poderes en su ausencia, Alejandro ejecutó a varios de ellos como ejemplo mientras se dirigía a Susa. Como gesto de agradecimiento, Alejandro pagó las deudas de sus soldados, y anunció que enviaría a los veteranos más mayores a Macedonia bajo el mando de Crátero, pero sus tropas malinterpretaron sus intenciones y se amotinaron en la ciudad de Opis, negándose a partir y criticando con amargura su adopción de las costumbres y forma de vestir de los persas, así como la introducción de oficiales y soldados persas en las unidades macedonias.
Alejandro ejecutó a los cabecillas del motín, pero perdonó a las tropas. En un intento de crear una atmósfera de armonía entre sus súbditos persas y macedonios, casó en una ceremonia masiva a sus oficiales más importantes con persas y otras nobles de Susa, pero pocas de esas parejas duraron más de un año. Mientras tanto, en su regreso, Alejandro descubrió que algunos hombres habían saqueado la tumba de Ciro II el Grande, y los ejecutó sin dilación, ya que se trataba de los hombres que debían vigilar la tumba que Alejandro honraba.
En su intento de mezclar la cultura persa y la griega entrenó a un regimiento de muchachos persas para combatir a la manera macedonia. La mayoría de los historiadores creen que Alejandro adoptó el título real persa de Shahanshah (Rey de Reyes). Tras viajar a Ecbatana para recuperar lo que quedaba del tesoro persa, su amigo más íntimo y posiblemente también su amante, Hefestión, murió a causa de una enfermedad o envenenado, muerte que afectó mucho a Alejandro.
El 11 de junio del 323 a. C. Alejandro murió en el palacio de Nabucodonosor II de Babilonia. Le faltaba poco más de un mes para cumplir los 33. Existen varias teorías sobre la causa de su muerte, que incluyen envenenamiento por parte de los hijos de Antípatro (Casandro y Yolas, siendo éste último copero de Alejandro) u otros, enfermedad (se sugiere que pudo ser la fiebre del Nilo), o una recaída de la malaria que contrajo en el 336 a. C. Se sabe que el 2 de junio Alejandro participó en un banquete organizado por su amigo Medio, de Larisa. Tras beber copiosamente, inmediatamente antes o después de su baño, le metieron en la cama por encontrarse gravemente enfermo. Los rumores de su enfermedad circulaban entre las tropas, que se pusieron cada vez más nerviosas. El 12 de junio, los generales decidieron dejar pasar a los soldados para que vieran a su rey vivo por última vez, de uno en uno. Ya que el rey estaba demasiado enfermo como para hablar, les hacía gestos de reconocimiento con la mirada y las manos. El día después, Alejandro ya estaba muerto.
Al morir solo dijo esto: “preveo un gran funeral en mi honor“. Y respondió a su última pregunta unos minutos antes de morir ¿Cuál es tu testamento? ¿a quién se lo dejas? solo respondió “al más digno“. La teoría del envenenamiento deriva de la historia que sostenían en la antigüedad Justino y Curcio. Según ellos, Casandro, hijo de Antípatro, regente de Grecia, transportó el veneno a Babilonia con una mula, y el copero real de Alejandro, Yolas, hermano de Casandro y amante de Medio, de Larisa, se lo administró. Muchos tenían razones de peso para deshacerse de Alejandro. Las sustancias mortales que podrían haber matado a Alejandro en una o más dosis incluyen el eleboro y la estricnina. Según la opinión del historiador Robin Lane Fox, el argumento más fuerte contra la teoría del envenenamiento es el hecho de que pasaron 12 días entre el comienzo de la enfermedad y su muerte y en el mundo antiguo no había, con casi toda probabilidad, venenos que tuvieran efectos de tan larga duración.
Alejandro no tenía ningún heredero legítimo y obvio. Su medio hermano Filipo Arrideo era deficiente, su hijo Alejandro nacería tras su muerte, y su otro hijo Heracles, cuya paternidad está cuestionada, era de una concubina. Debido a ello, la cuestión sucesoria era de vital importancia. En su lecho de muerte, sus generales le preguntaron a quién legaría su reino. Se debate mucho lo que Alejandro respondió: algunos creen que dijo Krat’eroi (‘al más fuerte’) y otros que dijo Krater’oi(‘a Crátero’).
Esto es posible porque la pronunciación griega de ‘el más fuerte’ y ‘Crátero’ difieren sólo por la posición de la sílaba acentuada. La mayoría de los historiadores creen que si Alejandro hubiera tenido la intención de elegir a uno de sus generales obviamente hubiera elegido a Crátero porque era el comandante de la parte más grande del ejército, la infantería, porque había demostrado ser un excelente estratega, y porque tenía las cualidades del macedonio ideal. Pero Crátero no estaba presente, y los otros pudieron haber elegido oír Krat’eroi, ‘el más fuerte’.
Fuera cual fuese su respuesta, Crátero no parecía ansiar el cargo. Entonces, el imperio se dividió entre sus sucesores (los diádocos). Todos sus familiares y herederos, tanto su madre Olimpia, su esposa Roxana, su hijo Alejandro, su amante Barsine y su hijo Heracles, fueron mandados asesinar por Casandro, lo que llevó a la extinción de la dinastía Argéada. A pesar de los intentos de mantener unificado el Imperio macedónico, éste acabaría por dividirse en varios reinos independientes que fundaron sus dinastías:Dinastía Tolemaica - Tolomeo se convirtió desde un primer momento en gobernante de Egipto y se mantuvo aislado y estable desde el principio; Dinastía Antigónida - con centro en Macedonia y con el hijo de Antígono Monoftalmos, Demetrio como rey; esta dinastía conquistó su reino a Casandro y ocupó también Grecia; Dinastía Seléucida - Con base en Mesopotamia y Siria, Seleuco dominó después un territorio más amplio, ya que se adueñó de Asia que estaba en poder de Antígono. Lisímaco obtuvo Tracia y Asia Menor pero no logró fundar una dinastía ni consolidar sus dominios.
Algunos autores clásicos, como Diodoro, relatan que Alejandro dio detalladas instrucciones por escrito a Crátero poco antes de su muerte. Aunque Crátero ya había empezado a cumplir órdenes de Alejandro, como la construcción de una flota en Cilicia para realizar una expedición contra Cartago, los sucesores de Alejandro decidieron no llevarlas a cabo, basándose en que eran poco prácticas y extravagantes. El testamento, descrito en el libro XVIII de Diodoro, pedía expandir el imperio por el sur y el oeste del Mediterráneo, hacer construcciones monumentales y mezclar las razas occidentales y orientales.
Sus puntos más interesantes fueron: Completar la pira funeraria de Hefestión; Construir «mil barcos de guerra, más grandes que los trirremes, en Fenicia, Siria, Cilicia y Chipre para la campaña contra los cartagineses y aquellos que viven por la costa de Libia e Iberia y las regiones costeras que se extienden hasta Sicilia»; Construir una carretera desde el norte de África hasta las columnas de Heracles, con puertos y astilleros alrededor; Erigir grandes templos en Delos, Delfos, Dodona, Dión, Anfípolis, Cirno e Ilión; Construir una tumba monumental «que rivalice con las pirámides de Egipto» para su padre Filipo; Establecer ciudades y «llevar poblaciones de Asia a Europa y también en la dirección opuesta de Europa a Asia, para traer unidad y amistad al continente más extenso a través de enlaces matrimoniales y la unión familiar».
El cuerpo de Alejandro se colocó en un sarcófago antropomorfo de oro, que se puso a su vez en otro ataúd de oro y se cubrió con una capa púrpura. Pusieron este ataúd junto con su armadura en un carruaje dorado que tenía un techo abovedado soportado por peristilos jónicos. La decoración del carruaje era muy lujosa y fue descrita por Diodoro con gran detalle. Mary Renault nos resume sus palabras: “El féretro era de oro y el cuerpo que contenía estaba cubierto de especias preciosas. Los cubría un paño mortuorio púrpura bordado en oro, sobre el cual se exponía la panoplia de Alejandro. Encima, se construyó un templo dorado. Columnas jónicas de oro, entrelazadas con acanto, sustentaban un techo abovedado de escamas de oro incrustadas de joyas y coronado por una relumbrante corona de olivo en oro que bajo el sol llameaba como los relámpagos. En cada esquina se alzaba una Victoria, también en noble metal, que sostenía un trofeo.
La cornisa de oro de abajo estaba grabada en relieve con testas de íbice de las que pendían anillas doradas que sustentaban una guirnalda brillante y policroma. En los extremos tenía borlas y de éstas pendían grandes campanas de timbre diáfano y resonante. Bajo la cornisa habían pintado un friso. En el primer panel, Alejandro aparecía en un carro de gala, «con un cetro realmente espléndido en las manos», acompañado de guardaespaldas macedonios y persas. El segundo representaba un desfile de elefantes indios de guerra; el tercero, a la caballería en orden de combate, y el último, a la flota. Los espacios entre las columnas estaban cubiertos por una malla dorada que protegía del sol y de la lluvia el sarcófago tapizado, pero no obstruía la mirada de los visitantes. Disponía de una entrada guardada por leones de oro. Los ejes de las ruedas doradas acababan en cabezas de león cuyos dientes sostenían lanzas. Algo habían inventado para proteger la carga de los golpes. La estructura era acarreada por sesenta y cuatro mulas que, en tiros de cuatro, estaban uncidas a cuatro yugos; cada mula contaba con una corona dorada, un cascabel de oro colgado de cada quijada y un collar incrustado de gemas” (Mary Renault, Alejandro Magno).
Según una leyenda, se conservó el cadáver de Alejandro en un recipiente de arcilla lleno de miel (que puede actuar como conservante) e introducido en un ataúd de cristal. Claudio Eliano cuenta que Ptolomeo robó el cuerpo mientras lo llevaban a Macedonia y lo trajo a Alejandría, donde se mostró hasta la Antigüedad Tardía. Ptolomeo IX, uno de los últimos sucesores de Ptolomeo I, reemplazó el sarcófago de Alejandro por uno de cristal, y fundió el oro del original para acuñar monedas y saldar deudas que surgieron durante su reinado. Los ciudadanos de Alejandría se mostraron horrorizados por esto y poco después Ptolomeo IX fue asesinado. Se dice que el emperador romano Calígula saqueó la tumba, robando la coraza de Alejandro para ponérsela. Alrededor del 200 d. C., el emperador Septimio Severo cerró la tumba de Alejandro al público. Su hijo y sucesor, Caracalla, admiraba mucho a Alejandro y visitó la tumba durante su reinado. Tras esto, los detalles sobre el destino de la tumba son confusos. Ahora se piensa que el llamado «Sarcófago de Alejandro», descubierto cerca de Sidón y ahora situado en el Museo Arqueológico de Estambul, pertenecía en realidad a Abdalónimo, a quien Hefestión nombró rey de Sidón por orden de Alejandro. El sarcófago muestra a Alejandro y a sus compañeros cazando y luchando contra los persas. La búsqueda de la tumba de Alejandro ha sido objeto de numerosas expediciones, que se cifran en unas 150 solo en el siglo XX.
Pocas figuras históricas han despertado mayor interés y debate sobre las vicisitudes que acompañaron su vida y su muerte como la del joven rey macedonio, hijo de Olympia y de Filipo II y continuador de su obra como una potencia conquistadora, que le llevó a unir Oriente y Occidente con lazos fructíferos, de una manera que sirvió de modelo para todas las empresas civilizadoras que se pusieron en marcha a partir de su breve aunque fulgurante paso por la Historia. Alejandro murió el 11 de Junio del 323 a.C. en Babilonia, a los 32 años de edad, probablemente víctima de unas fiebres tifoideas complicadas con perforación pulmonar y parálisis progresiva, que vencieron su fuerte naturaleza.
Había dado forma a un vasto imperio, estableciendo lazos y relaciones entre los hombres de los distantes extremos del mundo, dejando huellas imborrables de cultura y civilización. Sin duda el gran misterio de Alejandro se encuentra en su trayectoria vital, en cómo logró conducir a sus hombres a través de medio mundo, primero hacerse con la península griega, después cruzar los Dardanelos, hacer frente y vencer al temido imperio persa, a la invencible caballería bactriana, para llegar hasta las riberas del Indo, en pleno corazón del Oriente remoto. Su genio como estratega, su habilidad organizativa, sus cualidades como líder, su sensibilidad y capacidad para apreciar las diversidades culturales, han quedado reflejadas en innumerables obras, entre lo histórico y lo legendario, desde fechas muy cercanas a la de su muerte. Sin embargo, hay matices que parecen desafiar los análisis y permanecen en la oscuridad, fundamentalmente en lo que se refiere a su muerte y el destino de sus restos.
Tras doce años de conquistas, vencido por una enfermedad que merma cada vez más sus fuerzas, Alejandro reúne a sus ocho generales en jefe, sus más cercanos compañeros que le habían seguido en mil batallas, los cuales detentan ya puestos de responsabilidad en el imperio. Alguien formula la pregunta decisiva: a quién designa como sucesor. El significado de la respuesta del rey todavía se sigue discutiendo. La ambigüedad permite toda clase de interpretaciones, tal como sucedió entre los ocho guerreros macedonios. Pérdicas, su segundo en la línea de mando, había recibido el anillo real, por lo que pudo considerarse sucesor. Se ha especulado también con la posibilidad de que, con un hilo de voz, debido probablemente a una neumonía, que complicaba aún más su estado, hubiese susurrado el nombre de Cratero, su más fiel general, al cual había designado ya regente de Macedonia.
El desmembramiento del imperio de Alejandro, repartido entre sus más leales colaboradores, como es sabido, fue la consecuencia inmediata de aquella indefinición que muchos consideran deliberada por parte del líder, que conocía muy bien a sus hombres, que no eran fáciles de doblegar por una autoridad superior. Las discusiones se desataron al día siguiente de su muerte y los acuerdos que se consiguieron no calaron en los ejércitos, por lo que la inestabilidad y las continuas disputas cayeron como una sombra amenazante sobre los inmensos territorios de los dos extremos del mundo.
La lucha por el poder que se desataría después tuvo un antecedente simbólico en lo ocurrido con el cadáver del gran rey. Aristandro, adivino de la corte, había anunciado que el país en el cual se enterrase a Alejandro gozaría de fortuna y prosperidad. Por otra parte, el propio rey había expresado su deseo de ser enterrado en el templo de Amón, en el oasis de Siwa, allí donde los sacerdotes le habían reconocido como hijo del supremo Amon Ra, cuando visitó el santuario en 331 a.C., tras arrebatar Egipto a los persas. Pérdicas, que había sido confirmado como regente por los otros generales macedonios, teniendo muy en cuenta la predicción de Aristandro y, por el contrario, dando de lado la voluntad del rey, resolvió que el cadáver fuese trasladado a Macedonia para reposar en el panteón de sus antepasados. El traslado le serviría de pretexto para enviar tropas bien pertrechadas, pues ya se habían producido las primeras reacciones de rebeldía ante su designación como regente. En lugar de la tradicional cremación en pira funeraria, se embalsamó el cadáver a la manera egipcia y se le envolvió en un sudario hecho de láminas de oro, que reproducía fielmente los rasgos de su rostro, según cuenta el historiador romano Diodoro Sículo. Tras dos años de trabajos, se preparó un catafalco adornado bellamente a base de oro y piedras preciosas. Sesenta y cuatro mulas se encargarían de llevarlo a lo largo de más de 3000 kilómetros, escoltado por una guardia de honor, al mando de un noble macedonio, lugarteniente del rey muerto. El cortejo fúnebre, impresionante en su majestad, partió de Babilonia, hacia el Norte, siguiendo el curso del Eufrates, para continuar hacia la antigua ciudad persa de Opis y después hacia el noroeste siguiendo el río Tigris, lentamente, quizá no más de 15 kilómetros al día, recibiendo el homenaje de miles de personas que acudían a ver pasar la comitiva.
El recorrido continuaba bordeando el desierto de Siria y a lo largo de la costa hacia la actual Iskenderum, en Turquía. AllíPtolomeo Lágida, que había sido nombrado gobernador de Egipto, al frente de un ejército, salió al encuentro de la procesión, obligando al cortejo a tomar la dirección de Egipto. Ni qué decir tiene que Pérdicas, al conocer la noticia, acudió a presentar batalla, pero no le dio tiempo de llegar al territorio controlado por Ptolomeo, pues fue asesinado por el camino.
Ningún otro general osó disputar el cuerpo de Alejandro. Pero Ptolomeo no cumplió el deseo de su rey y en lugar de llevar a Siwa el catafalco, resolvió construir un mausoleo en el centro de Alejandría, que sería a partir de entonces cementerio real de la dinastía por él instaurada. El lugar escogido para enterramiento del rey fundador de la ciudad estaba en el centro de la misma, en la intersección de sus dos vías principales, una de las cuales es actualmente la calle Nebi Daniel. El lugar pronto se convirtió en centro de peregrinación, algo así como talismán de la dinastía ptolemaica. Cuando Octavio vence a Marco Antonio y Cleopatra, su primera visita fue a la tumba de Alejandro, tal como antes que él habían hecho Julio César y Marco Antonio, según narra el historiador Dión Casio.
Se dice también que Calígula se hizo traer una pieza de la armadura de oro que cubría el cuerpo embalsamado del rey macedonio y lo llevaba como talismán protector, y que Caracalla se despojó de su mato púrpura y, en señal de respeto y veneración, cubrió con él el cuerpo de Alejandro. Según el profesor de Historia de la universidad de Houston, Frank Holt, todo parece indicar que hacia finales del siglo IV, la ola de destrucción de lugares paganos encabezada por el patriarca de Alejandría Teófilo produjo la demolición del mausoleo de los Tolomeos y por tanto de la tumba de Alejandro, tal como había sucedido también con otros monumentos, como el templo dedicado a Serapis. El motivo no era tanto de revancha histórica, sino un ataque directo al hecho de que los reyes difuntos eran considerados dioses. En su lugar se edificó una iglesia dedicada a san Atanasio, que fue convertida en mezquita en 640 d.C. El antiguo edificio fue demolido y se construyó encima la actual mezquita del profeta Daniel. Las criptas y catacumbas que se encuentran en el subsuelo dieron lugar a conjeturas sobre la posibilidad de que alguna de ellas albergase aún los restos del rey macedonio.
La búsqueda de la tumba de Alejandro ha sido objeto de numerosas expediciones, que se cifran en unas 150 solo en el siglo XX. El mismo Schliemann, descubridor de Troya, en 1888 solicitó permiso a las autoridades egipcias para excavar bajo la mezquita del profeta Daniel, pero no se lo concedieron.
Otro descubridor célebre, Howard Carter, poco tiempo antes de morir afirmó enigmáticamente que él sabía dónde estaba la tumba de Alejandro Magno, pero que el secreto moriría con él, como efectivamente así fue. En 1960 un equipo arqueológico polaco excavó los alrededores de la mezquita hasta quince metros de profundidad, sin encontrar ninguna tumba. Cuando, en 1977, el arqueólogo griego Manolis Andronikos descubre las tumbas reales en Macedonia, una de las cuales, según los indicios, albergó el cuerpo de Filipo II, padre de Alejandro, volvieron las expectativas y la esperanza de encontrar la de su hijo.
Más recientemente, en 1991, se organizó una expedición, con el fin de excavar de nuevo bajo las criptas de la mezquita, que también resultó fallida, pues arqueólogos rivales convencieron a las autoridades religiosas de que no era necesario seguir investigando sobre algo que ya se sabía. En enero de 1995 una pareja de arqueólogos, los Souvaltze, ratificaron lo que en 1991 habían anunciado a bombo y platillo: su descubrimiento de la tumba de Alejandro en el oasis de Siwa. Tras un entusiasmo inicial, se comprobó por parte de otro equipo de arqueólogos, esta vez griegos, que los hallazgos correspondían a un templo de época romana.
Paralelamente a estos intentos, ha persistido la leyenda que niega que el cadáver de Alejandro llegase a Alejandría, lo cual ha desatado aún más la fantasía con respecto a localizar sus restos en los lugares más diversos, desde el valle Ferghana en Asia Central, hasta Marghilon, una ciudad en plena Ruta de la Seda. El rumor más extravagante en este sentido afirma que el cuerpo de Alejandro se encuentra escondido en una cueva secreta al sur del estado de Illinois. En el Museo Arqueológico de Estambul, un magnífico sarcófago, encontrado por casualidad en 1887 en la necrópolis real de Sidón, en el Líbano actual, durante mucho tiempo fue considerado el “sarcófago de Alejandro”. El monumental sepulcro, realizado en mármol pentélico por un desconocido aunque experto escultor heleno, muestra en su perímetro escenas de la vida del gran rey, cazando y luchando contra los persas.
Se ha calculado que fue realizado en la segunda mitad del siglo IV a.C., por lo cual bien podría haber servido para albergar los preciados restos. No obstante, los estudiosos del tema han desechado tal hipótesis, y atribuyen el lujoso enterramiento al rey fenicio de Sidón, Abdalonymos, el cual sostuvo una excelente relación con Alejandro, que lo puso al frente de su región. Por otra parte, no resulta probable que un cuerpo momificado y envuelto en oro, destinado a ser visto, se guardase en un sarcófago de mármol, teniendo en cuenta además, que resultaría extraordinariamente pesado de trasladar hacia Siwa. Otra posible hipótesis apunta a que el propio rey de Sidón lo mandase esculpir, como ofrenda póstuma a su rey amigo, quién sabe si con la esperanza de que pudiese permanecer en su ciudad para siempre. Entre todas las conjeturas, la más verosímil apunta siempre a los subterráneos de la mezquita del Profeta Daniel, ya mencionada, si bien hasta el momento las investigaciones que se han llevado a cabo en la zona no han ofrecido el menor resto de lo que pudo ser el lugar de reposo de uno de los más brillantes personajes de nuestra Historia.
El ejército macedonio bajo Filipo II y Alejandro Magno consistía de diferentes cuerpos que se complementaban entre sí: caballería pesada y caballería ligera; infantería pesada e infantería ligera. La caballería pesada la constituían los hetairoi o compañeros formados en escuadrones ilai de 256 jinetes con casco beocio, coraza de bronce o linotorax, equipados conxyston o lanza de 3,80 m y una espada. Los compañeros formaban la unidad de élite de caballería aristocrática macedonia, siendo el principal elemento ofensivo de Alejandro.
En batalla, los compañeros se formaban a la derecha de los hypspistas: los 9 escuadrones en el orden del día con el escuadrón real de 300 jinetes tomando el lugar de honor en la línea bajo el mando de Clito, cuyo deber era el de proteger al rey en batalla; a su izquierda se formaban los otros compañeros en 8 escuadrones de 256 compañeros, subdivididos en 4 unidades de 64 jinetes bajo el mando de Filotas. La infantería macedonia actuaba de «yunque», mientras que la caballería era el «martillo» que azotaba al enemigo. Frente a los compañeros se formaban los arqueros y agrianos y protegiendo su flanco derecho los prodromoi y demás caballería ligera. La caballería aliada tesaliana servía también como caballería pesada, armados y equipados como los compañeros, presuntamente la mejor caballería de toda Grecia, y cuya misión era proteger el flanco izquierdo de la falange macedonia.
El escuadrón de Farsalia le servía de guardia a Parmenio. Al principio de la campaña había 1.800 jinetes tesalios. Éstos a su vez eran suplementados por el resto de la caballería pesada griega. Este contingente aliado era parte de la fuerza con que contribuyó la Liga Helénica al ejército macedonio y que además servían de rehenes para el buen comportamiento de sus respectivas ciudades. La caballería ligera consistía de los prodromoi o exploradores, con casco beocio y sin más armadura, cuyo deber era el de reconocer el territorio enemigo que el ejército atravesaría, y en batalla se formaban a la derecha de los compañeros. Usaban la sarissa o pica de los falangistas, pero podían ser rearmados con jabalinas para reconocimiento y exploración. Los prodromoi a su vez eran suplementados por la caballería tracia, odrisios y paionios, en su mayoría, armados y equipados con casco tracio o, en el caso de los paionios, con casco ático sin más armadura y blandiendo lanza y espada. Su ejército se componía de treinta mil hombres de infantería y cinco mil de caballería, como mínimo. Pero hay autores que le dan hasta treinta y cuatro mil infantes y cuatro mil caballos.
Generalmente se considera que el mayor objeto de los afectos de Alejandro fue su compañero, comandante de caballería y posible amante, Hefestión, al que probablemente se hallaba unido desde la niñez, dado que ambos se educaron en la corte de Pella. Hefestión hace su aparición en la Historia en el momento en que el conquistador alcanza Troya. Allí ambos amigos realizaron sacrificios en los altares de los héroes de la Ilíada, Alejandro honrando a Aquiles y Hefestión a Patroclo, lo que es indicativo de cómo concebían su relación: Claudio Eliano afirmaba que «de esa manera Alejandro implicó que él (Hefestión) era su objeto de amor, como Patroclo lo fue de Aquiles». Su sexualidad ambivalente ha provocado controversia desde los mismos días del conquistador macedonio.
La carta 24 atribuida a Diógenes de Sinope —aunque escrita en el primer o segundo siglo de nuestra era, y reflejando probablemente los chismes de los días de Alejandro— expresa que amonestó a Alejandro diciendo «Si quieres ser hermoso y bueno (kalos kai agathos), arroja ese trapo que tienes sobre tu cabeza y ven con nosotros. Pero no serás capaz de hacerlo, dado que estás dominado por los muslos deHefestión». Y Curcio relata que «Alejandro despreciaba los placeres sensuales a tal grado que su madre estaba ansiosa por temor de que éste no le dejase descendencia». Para agudizar su apetito por las mujeres, el rey Filipo (quien ya había reprochado a su hijo por cantar en voz demasiado aguda), junto a su madre Olimpia, trajo a una costosa cortesana llamada Kallixeina. Pero no todos los antiguos pensaban igual. Eumenes (370-265 a.C.) afirmaba que Alejandro «no se sentía a gusto con el sexo».
Posteriormente, a lo largo de su vida, Alejandro se casó con varias princesas de los anteriores territorios persas: Roxana de Bactriana, Estateira, hija de Darío III, y Parysatis, hija de Oco. Alejandro fue padre de al menos dos niños: Heracles, nacido en el 327 a. C. de su concubina Barsine, hija del sátrapa Artabazo II de Frigia Helespóntica, y Alejandro IV de Macedonia, de Roxana, en el 323 a. C. Curcio mantiene que Alejandro también tomó como amante a «Bagoas, un eunuco de excepcional belleza y en la flor de su juventud, con el cual Darío había intimado y con el cual Alejandro luego intimaría». Eumenes escribe que, antes de aventurarse aún más al Este, Alejandro instaló a Bagoas en una villa en las afueras de Babilonia y requirió a todos sus oficiales y cortesanos —ya fuesen griegos o persas— a rendirle honores (esto es, a presentarle costosos regalos).
El favor de Alejandro por Bagoas es también obvio con el subsiguiente nombramiento de éste como uno de los trierarcas, quienes eran hombres de carácter que supervisaban y financiaban la construcción de barcos para el viaje de regreso a la patria. Su relación parece haber sido bien conocida entre sus tropas, ya que Plutarco relata un episodio (también mencionado por Athenaios y Dicaearco) durante unos festejos cuando regresaban de la India, en los cuales sus hombres clamaban a Alejandro que besase abiertamente a Bagoas, accediendo a esta solicitud. Cualquiera que fuese su relación con Bagoas, no fue impedimento para que éste tuviese relaciones con su reina: seis meses después de la muerte de Alejandro, Roxana dio a luz a su hijo y heredero Alejandro IV. Además de Bagoas, Curcio menciona otro amante de Alejandro, Euxenippos, «cuya joven belleza lo llenaba de entusiasmo».
La cuestión de si Alejandro fue homosexual, bisexual o incluso transformista (durante las fiestas ocasionalmente se vestía con el vestido plateado de Atenea), tomando para ello su significado moderno, es controvertida. Recientemente, muchos griegos han expresado indignación ante tales sugerencias en relación con su héroe nacional. Ellos argumentan que los relatos históricos que describen las relaciones sexuales de Alejandro con Hefestión y Bagoas fueron escritos siglos después de los hechos, y que de ese modo nunca puede establecerse cuál fue la relación «real» con sus acompañantes masculinos.
Otros argumentan que lo mismo puede ser dicho respecto de toda la información disponible acerca de Alejandro. Tales debates, de todos modos, son considerados anacronismos por los eruditos en ese período, quienes señalan que el concepto de homosexualidad no existía en la Antigüedad: la atracción sexual entre hombres era vista como normal y parte universal de la naturaleza humana, ya que el hombre era atraído hacia la belleza, que era un atributo de la juventud, independientemente del sexo. Si la vida amorosa de Alejandro fue transgresora lo fue no por su amor hacia jóvenes bellos, sino por su relación con hombres de su propia edad en un tiempo en el que el modelo estándar del amor masculino era el que relacionaba hombres mayores con otros mucho más jóvenes.
Principalmente en Asia, Alejandro Magno es adjetivado Dhul-Qarnayn (‘el de dos cuernos’), porque se hacía representar como el dios Zeus-Amón, llevando una diadema con dos cuernos de carnero (el animal que representa a Amón), y por los dos largos penachos blancos que salían de su yelmo. La figura del rey macedonio se prestó desde la Antigüedad a todo tipo de fantasías legendarias. Así, una leyenda neogriega recogida por Nikolaos Politis presenta a Alejandro obsesionado por la inmortalidad (como Gilgamesh) y emprendiendo en vano la búsqueda del agua sagrada que podría proporcionársela. Los zoroastristas lo recuerdan en el Arda Viraf como el «maldito Alejandro», responsable de la destrucción del Imperio Persa y el incendio de su fastuosa capital, Persépolis.
Entre las culturas orientales se le conoce como Eskandar-e Maqduni(‘Alejandro de Macedonia’) en persa, Dhul-Qarnayn (‘el de los dos cuernos’) en las tradiciones del Medio Oriente, Al-Iskandar al-Akbar, en árabe, Sikandar-e-azam en urdu e hindi, Skandar en pashto, Alexander Mokdon en hebreo, y Tre-Qarnayia (‘el de los dos cuernos’) en arameo, debido a una imagen empleada en monedas acuñadas durante su reinado en las que aparece con los cuernos de carnero del dios egipcio Amón. Sikandar, su nombre en urdu e hindi, también se utiliza como sinónimo de ‘experto’ o ‘extremadamente hábil’.
Al final de la República Romana y a principios del Imperio, los ciudadanos romanos cultos usaban el latín sólo para asuntos legales, políticos y ceremoniales, empleando el griego para hablar sobre filosofía o sobre cualquier otro debate intelectual. A ningún romano le gustaba oír que su dominio de la lengua griega era pobre. En el mundo romano, la única lengua que se hablaba en todas partes era la koiné, variante de griego que hablaba Alejandro. Muchos romanos admiraban a Alejandro y sus conquistas y querían igualar sus hazañas, aunque poco se sabe acerca de las relaciones diplomáticas que mantenían Roma y Macedonia en aquellos tiempos. Julio César lloró en Hispania con la sola presencia de una estatua de Alejandro, lamentándose de que a su edad no había conseguido realizar tantas cosas.
Cuando fue a visitar su tumba en Alejandría le preguntaron si quería ver también el lugar de descanso de los faraones ptolemaicos, a lo que César respondió que Alejandro era el único líder que merecía su visita. Pompeyo el Grande robó la capa de Alejandro, de 260 años de antigüedad, y se la puso como símbolo de grandeza. Augusto, en su empeño de honrar a Alejandro, rompió accidentalmente la nariz del cuerpo momificado mientras dejaba una guirnalda en el altar del rey. Calígula, el emperador desequilibrado, robó la armadura de Alejandro de su tumba y la donó como amuleto. Los Macriani, una familia romana que ascendió al trono imperial en el siglo III d. C., llevaban siempre consigo la imagen de Alejandro, ya fuera estampada en brazaletes y anillos o cosida en sus ropas. Hasta en su vajilla estaba representada la cara de Alejandro, y la vida del rey se podía ver descrita con dibujos a lo largo de los bordes de los platos.
La historia de Alejandro ha sido relatada en numerosos libros. De 1969 a 1981 Mary Renault escribió una trilogía de ficción histórica sobre Alejandro: Fuego en el paraíso (sobre su niñez y adolescencia), El muchacho persa (la campaña de Asia a partir de la conquista de Persia, narrada desde el punto de vista del eunuco Bagoas), y Juegos funerarios (sobre las luchas de los diádocos). Alejandro también aparece brevemente en la novela La máscara de Apolo, y se alude directamente a él en El último vino, e indirectamente en The Praise Singer. Además de estas obras de ficción, Renault también escribió una biografía histórica, The Nature of Alexander (traducida al castellano simplemente como Alejandro Magno). El polémico escritor francés Roger Peyrefitte escribió una trilogía sobre Alejandro que es considerada una obra maestra de erudición: La Jeunesse d’Alexandre (1977), Les Conquêtes d’Alexandre (1979) y Alexandre le Grand (1981). Una tercera trilogía fue escrita por el italiano Valerio Massimo Manfredi en 1998: El hijo del sueño, Las arenas de Amón y El confín del mundo. La novela Alejandro Magno, de Gisbert Haefs. La ucronía Alejandro Magno y las águilas de Roma, de Javier Negrete, publicada en España.
Podemos indicar numerosas referencias a Alejandro, entre las que podemos destacar: “Cualquiera que hable mal de Alejandro, que lo haga contando no sólo las cosas censurables que Alejandro hizo, sino que junte todo lo que Alejandro llevó a cabo, y vea así el conjunto. Que considere ese tal quién es él mismo y cuál es su suerte, y frente a eso, que calcule quién llegó a ser Alejandro y hasta qué grado de humana felicidad llegó… Que hable mal ese tal de Alejandro, él que será un personajillo insignificante que se ocupa en pequeñeces y es incapaz incluso de poner orden en ellas” (Flavio Arriano,Anábasis de Alejandro Magno, libro VII). “Los (historiadores) modernos que lo han acusado de «una desagradable preocupación por su propia gloria» piensan en función de otra época. Hasta ese momento y de ahí en adelante, los más altos niveles de la literatura griega están impregnados del axioma según el cual ser digno de fama es la más honrosa de las aspiraciones, el incentivo de los mejores hombres para alcanzar las más altas cotas. Sócrates, Platón y Aristóteles lo aceptaron. Este ethos duró más que Grecia y Roma.
La última palabra de la única épica inglesa es lofgeornost: ‘de lo más deseoso de fama’. Cierra el lamento de los guerreros ante el difunto Beowulf” (Mary Renault, Alejandro Magno, cap. «Troya»). “Si alguien tiene derecho a ser juzgado de acuerdo con las normas de su propio tiempo, este alguien es Alejandro” (Hermann Bengston, The Greeks and the Persians, citado por Mary Renault como introducción de la novela El muchacho persa). “Los historiadores, que no ven bien las guerras sin justificación ni las matanzas, ahora consideran a Alejandro excepcionalmente salvaje y cada vez más propenso a matar. Sus más viejos contemporáneos recuerdan a Hitler o Stalin (…) Hay historiadores modernos que, detestando el «imperialismo», intentan barrer estos movimientos considerándolos «pragmáticos» o muy limitados. Creo que sus prejuicios modernos les conducen a mal puerto, como les ocurre a muchos otros. Alejandro nació rey — no derrocó una constitución, como Hitler -. No tenía ni idea de qué era la limpieza étnica o racial. Quería incluir a los pueblos conquistados en su nuevo reino, el de Alejandro, mientras sus súbditos, por supuesto, pagaban tributos y no podían rebelarse”. (Robin Lane Fox en una entrevista para la página archeology.org y publicada en la Archeology Magazine).
“A demasiados estudiosos les gusta comparar a Alejandro con Aníbal o Napoleón. Un equivalente mucho mejor sería Hitler(…) ambos eran místicos chiflados, concentrados únicamente en el botín y el saqueo bajo la apariencia de llevar la ‘cultura’ a Oriente y ‘liberar’ a los pueblos oprimidos de un imperio corrupto.
Ambos eran amables con los animales, mostraban deferencia a las mujeres, hablaban constantemente de su propio destino y divinidad, y podían ser especialmente corteses con subordinados aunque estuvieran planeando la destrucción de cientos de miles de personas, y asesinaron a sus colaboradores más íntimos” (Victor Davis Hanson, The Wars of the Ancient Greeks and their Invention of Western Military Culture, Londres, Cassell, 1999). “Hemos mencionado muchas facetas de la personalidad de Alejandro: sus profundos afectos, sus fuertes emociones, su valor sin límite, la brillantez y rapidez de su pensamiento, su curiosidad intelectual, su amor por la gloria, su espíritu competitivo, la aceptación de cualquier reto, su generosidad y su compasión; y, por otro lado, su ambición desmesurada, su despiadada fuerza de voluntad: sus deseos, pasiones y emociones sin freno (…) en suma, tenía muchas de las cualidades del buen salvaje” (N. G. L. Hammond, Alejandro Magno. Rey, general y estadista,1992). “¿O no fue ninguno de estos [posibles Alejandros recreados por los sabios], o tenía algo de todos, o algunos, de ellos? (…) Mi Alejandro es una suerte de contradicción: un pragmatista con una veta de falsedad, pero también un entusiasta con una veta de romanticismo apasionado” (Paul Cartledge, Alexander The Great. The Hunt for a New Past, Londres, Macmillian, 2004).