Los acontecimientos que acabamos de vivir desde el 21 de agosto –el anuncio del bombardeo aliado contra Siria y su rechazo por la Cámara de los Comunes británica– no son una competencia entre grandes potencias coloniales sino que ilustran la rebelión de los pueblos occidentales contra sus propios dirigentes.
Para Thierry Meyssan, los occidentales están ahora enfrentados a sus propias contradicciones: explotar al resto del mundo imponiéndole su ley o tratar de vivir en paz bajo el reino de la Razón.
Este artículo, publicado esta mañana en Siria e Italia simultaneamente, fue escrito antes que el presidente estadounidense Barack Obama anunciara que consultaría al Congreso de su país respecto al ataque que prepara contra SiriaVoltaire y Rousseau. Dos filósofos, representantes de las aspiraciones de clases sociales diferentes, que cuestionaron el orden del mundo. Ante el predominio del hombre blanco y su religión, ellos optaban por la Razón.
Como en una tragedia griega, los occidentales que anunciaban sus intenciones de bombardeo inminente contra Siria no han hecho nada y ahora se disputan entre sí. Como decía Eurípides: «Cuando los dioses quieren destruir a alguien, empiezan enloqueciéndolo».
De un lado, los líderes de los Estados miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU: Barack Obama, David Cameron y Francois Hollande; del otro lado, sus propios pueblos. De un lado, la hybris (ὕϐρις), la arrogancia de las últimas potencias coloniales; del otro lado, las Luces de la Razón. Frente a ellos, los sirios, silenciosos y sufridos… y sus aliados, rusos e iraníes, a la espera.
El drama que se está desarrollando no es un enésimo episodio de la lucha por el control del mundo sino un momento crucial como no se ha visto otro en la Historia desde 1956 y la victoria de Nasser en el Canal de Suez. En aquel momento, el Reino Unido, Francia e Israel tuvieron que renunciar a su sueño colonial. Vendrían después las guerras de Argelia y de Vietnam y el fin del apartheid en Sudáfrica, pero ya se había roto el impulso que había llevado a Occidente a dominar el mundo.
Aquel sueño recobró fuerza cuando George W. Bush emprendió la conquista de Irak. Ante el declive de su propia economía e impulsadas por la creencia en la desaparición próxima del crude oil, las transnacionales estadounidenses utilizaron ejércitos aliados para reconquistar el Oriente. Durante todo un año, una empresa privada, la Autoridad Provisional de la Coalición, gobernó y saqueó Irak. Aquel sueño continuó luego con Libia, Siria y Líbano, y después sería el turno de Somalia y Sudán, antes de culminar en Irán, como reveló el general Wesley Clark, ex comandante en jefe de la OTAN.
Pero la experiencia ya vivida en Irak demostró que, aún exhausto después de los años de guerra contra Irán y de largos años de sanciones internacionales, un pueblo educado no puede ser colonizado. La diferencia de condición entre los occidentales –capaces de leer y escribir y conocedores del uso de la pólvora– y el resto del mundo ha dejado de existir. Hasta los pueblos más ignorantes ven ahora la televisión y reflexionan en términos de relaciones internacionales.
Y eso no puede dejar de tener consecuencias: los pueblos occidentales no están sedientos de sangre. Convencidos de su supuesta superioridad, se lanzaron a la conquista del mundo… y regresaron lastimados. Así que hoy se niegan a participar nuevamente en esa aventura criminal sólo por beneficiar a los magnates de la industria. Ese es el significado del voto de la Cámara de los Comunes en rechazo a la moción de David Cameron para atacar Siria.
¿Tienen los pueblos conciencia exacta de sus actos? Claro que no. Son pocos los occidentales, europeos y estadounidenses, que han entendido cómo provocó la OTAN la secesión de Bengazi y la disfrazó de revolución contra Muammar el-Kadhafi antes de arrasar el país entero con un diluvio de bombas. Son muy pocos los occidentales que han reconocido en la bandera del Ejército Sirio Libre –verde, blanca y negra– la bandera de la época de la colonización francesa. Pero todos saben que de eso se trata.
La estrategia de comunicación de Downing Street y de la Casa Blanca es de una asombrosa arrogancia. En su nota sobre la legalidad de la guerra, la oficina del primer ministro británico afirma que el Reino Unido puede intervenir sin mandato del Consejo de Seguridad de la ONU para impedir que se cometa un crimen, a condición de que su intervención se realice exclusivamente con ese objetivo y de que sea proporcional a la amenaza. Pero ¿cómo impedir que un ejército utilice armas químicas? ¿Bombardeando el país?
La Casa Blanca, por su parte, divulgó una nota de sus servicios de inteligencia que aseguran tener «certeza» sobre el uso de armas químicas por parte de Siria. ¿Fue necesario gastar más de 50 000 millones de dólares para parir una teoría del complot carente de la menor prueba tangible? En 2001 y 2003, la acusación se convertía en ley. Colin Powell podía darse el lujo de atacar Afganistán a cambio de una simple promesa de presentación ulterior de pruebas de la participación de los talibanes en los atentados del 11 de septiembre… y nunca presentarlas al Consejo de Seguridad. Podía ponerlo a oír falsas grabaciones telefónicas supuestamente interceptadas y agitar una cápsula con algo que él decía que era ántrax antes de irse a arrasar Irak… y presentar después –en vez de pruebas– sus excusas personales por aquellas mentiras. Pero hoy en día Occidente se ve ante sus propias contradicciones entre partidarios de la colonización y defensores de la Razón.
Lo que hoy está en juego en Siria es nada menos que el porvenir del mundo. Los dirigentes de los Estados occidentales, siempre en busca de ganancias y poder, ya no logran explotar más a sus propios pueblos y dirigen sus ambiciones hacia el exterior. Pero enfrentan la oposición de los representantes de sus pueblos. Los franceses votarían sin dudas igual que los británicos… si la Asamblea Nacional de Francia fuese llamada a pronunciarse. Lo mismo puede suceder en Estados Unidos cuando se consulte al Congreso.
Mientras tanto, en lugar de esforzarse por resolver sus problemas económicos internos, Washington, Londres y París rivalizan en declaraciones grandilocuentes y belicistas, devorándose entre sí sobre las ruinas de sus glorias pasadas.
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