En los tiempos en que la Francia de Luis XIV mostraba al mundo la magnificencia del absolutismo, en los bajos fondos y en los círculos cortesanos se gestaba uno de los grandes complots de la historia, relacionado con la brujería y el satanismo, en una enrevesada trama muy real de envenenamientos, infanticidios y misas sacrílegas que causaría conmoción en París.
Bajo el cetro de Luis XIV Francia se convirtió en el país con más brillo de toda Europa.
El que fuera conocido como el Rey Sol, por querer emular al astro rey, soberano solar de agudo tacto político y militar, convirtió la Ciudad de la Luz en el centro más esplendoroso del Viejo Continente.
Atormentado por una infancia marcada por las luchas intestinas, las de la Fronda, cuando alcanzó el gobierno no le tembló el pulso para arrebatarle los antiguos privilegios y casi toda autoridad a los aristócratas, que a partir de ese momento se convertirían en simples peones palaciegos al servicio del “rey de reyes” en un enrevesado tablero de ajedrez político.
Su función: adorar al soberano por encima de todas las cosas e intentar obtener de él beneficios, utilizando cualquier tipo de artimaña posible, incluso el asesinato de sus adversarios.
Louis XIV 1648 Henri Testelin
Pero en la Francia del siglo XVII, una época a las puertas de la modernidad pero aún anclado en muchos aspectos en el pasado, la superstición, la magia y el paganismo convivían con las gentes.
Y sería precisamente en los círculos cortesanos, donde brillaba el lujo y el desenfreno y donde, curiosamente, lo oculto y lo macabro, el crimen en su estado puro, surgió con más fuerza, donde unos hechos hasta entonces impensables en la corte, grotescos y morbosos, levantarían un auténtico vendaval en el país.
El inicio de las pesquisas
La caja de Pandora se abrió cuando fue detenida la marquesa de Brinvilliers, una especie de “viuda negra” de aquel siglo. Marie Madeleine d’Aubray, marquesa de Brinvilliers-La-Motte, era una de las mujeres más respetadas de la aristocracia, siendo hija de Antoine Dreux d’Aubray, consejero de Estado, Preboste, Vizconde y Teniente Civil de París.
Ardiente y apasionada, de ojos azules, pelo castaño, piel muy blanca y menuda de estatura, se casó a los 21 años, en 1651, con Antoine Cobelin de Brinvilliers, barón de Nocerar.
Era habitual que en aquella Francia del XVII los nobles tuvieran amantes, y ya que el marqués de Brinvilliers los poseía, la joven Madeleine se enredó con un capitán de caballería, amigo de su esposo, de nombre Godin de Sainte Croîx.
Aunque el marqués parece que hacía la vista gorda ante la relación adúltera, pues él era asiduo a visitar otros lechos, el antiguo Consejero Antoine descubrió el romance de su hija y, profundamente enfurecido, hizo uso de sus influencias para mandar a prisión a Sainte Croîx, que fue encerrado en la Bastilla el 19 de marzo de 1663, siniestro lugar donde, según las polvorientas crónicas, el mancillado amante aprendió a fabricar venenos de todo tipo, a través de un tal Eggidi o Gilles, personaje quién sabe si apócrifo, un misterioso italiano, posiblemente alquimista, que había estado al servicio de la Reina Cristina de Suecia.
Aquel fue el detonante de lo que acabaría siendo una escalada de crímenes al otro lado de los Pirineos sin parangón, asesinatos marcados por el ritualismo y lo macabro que calarían hondo en las gentes de todo un siglo.
Al salir de prisión, parece que el amante enseñó a la marquesa a fabricar todo tipo de venenos y ungüentos.
Tiempo después, Exili se alojó en la casa parisiense del mismo Sainte Croîx; al parecer, el esquivo “alquimista” había aprendido de un célebre químico suizo, Christophe Glaser, autor de Tratado de Química y boticario de Luis XIV, la química para elaborar ponzoñas. Sería este, según se descubriría en las pesquisas posteriores, quien hipotéticamente habría brindado las sustancias para componer los venenos a los compañeros de celda.
La Viuda Negra
La Brinvilliers llevaba tiempo tramando una retorcida venganza contra su padre. Poseyendo a su alcance todas las herramientas para llevarla a cabo, durante ocho largos meses de calvario fue envenenando a su progenitor a través de la comida, mientras a ojos de sus allegados seguía mostrándose como una mujer piadosa que cuidaba del viejo preboste con devoción.
La temible marquesa, asidua a los hospitales de beneficencia, probaba sus pócimas ponzoñosas con los huérfanos y los desvalidos. Les llevaba dulces, vino y galletas, trampas envenenadas que hacían que a los pocos días estos murieran. Con una frialdad estoica, oculta bajo el manto de la misericordia, la Brinvilliers observaba el efecto de sus venenos en sus inocentes víctimas.
Después los probaba en su propio padre, y no solo eso, según las actas de su posterior juicio, que aun se conservan, comenzó a envenenar paulatinamente a los dos hermanos con los que había mantenido relaciones incestuosas ¡desde los siete años! e intentó asesinar mediante sus sutiles métodos a su propia hija, a la que consideraba “una idiota insoportable”. Ahora le tocaba el turno también a su marido, el marqués.
Mientras tanto, su progenitor había muerto tras ocho meses de agonía durante los que le administró hasta 30 dosis de arsénico.
Sainte Croîx fue su cómplice en todo ello, pero parece que comenzó a arrepentirse y mientras la Brinvilliers administraba veneno a su marido, el ex preso, que mantenía una cercana relación con ambos, le administrase un antídoto –otras versiones apuntan a que pudo ser la propia marquesa quien le daba el contraveneno, por lo general leche–.
El marqués, cada vez más enfermo, comenzó a sospechar de las artimañas de su mujer, y cuando Gaudin de Sainte-Croix murió según parece de forma accidental durante un peligroso experimento alquímico, el aristócrata puso en conocimiento de la policía sus sospechas.
Tortura a la marquesa de Brinvilliers
Los agentes registraron la casa de Sainte-Croix y en ella hallaron numerosos frascos con arsénico y otras peligrosas sustancias y una carta en la que este rogaba que se entregara un corre a la Brinvilliers en caso de que muriera.
No respetaron su voluntad y hallaron dentro diversa correspondencia entre ambos en las que se corroboraban las sospechas. Ante tales pruebas, se dictó orden de busca y captura contra la envenenadora, que por entonces ya había huido primero a Inglaterra y más tarde a los Países Bajos, refugiándose en un convento.
Luis XIV, comenzó a pensar que existía un posible complot mucho más amplio, pues ya había muerto también la primera Madame, Enriqueta de Inglaterra, de forma extraña, entre terribles dolores. ¿Es que acaso se estaba envenenando a importante figuras sin compasión?
Eso no podía suceder en la corte más esplendorosa de su tiempo; así que el Rey Sol, implacable, dictó orden de busca y captura contra la marquesa, que finalmente fue arrestada en Liza, conducida a París y puesta a disposición de la Justicia, una Justicia que poco tenía que ver con la actual.
Tras tormentos indecibles, y la visita de un sacerdote, la Brinvilliers, que en un principio se mostró inflexible, acabó derrumbándose.
Creyendo que culpando también a otros saldría indemne de la pena máxima, denunció a sus dos criados como cómplices de los envenenamientos, entre ellos a un tal La Chaussée, que murió en la rueda con sus miembros completamente descoyuntados en 1673.
Tras un juicio en el que salieron a la luz todos los escabrosos hechos, el Tribunal dictó una sentencia contra la marquesa que cayó como un jarro de agua fría entre los Grandes del reino: la pena capital.
La Brinvilliers después de su ejecución
La sentencia señalaba que primero debía expiar públicamente su culpa exponiéndose ante la multitud ataviada con una camisa de tela blanca, un cirio en una mano y un crucifijo en la otra.
De esta guisa sería conducida al patíbulo donde fue decapitada con espada –privilegio reservado a la nobleza– y su cuerpo quemado en la hoguera. Después, sus cenizas fueron arrojadas al Sena.
Pero el asunto no se acababa con su muerte, ni mucho menos. Por su parte, el marqués sobrevivió, pero con su aparato digestivo totalmente destrozado.
Un jefe de policía implacable
Justo antes de ser ajusticiada, D’Aulbray dijo algo que desconcertó al nuevo jefe de la Policía de París.
Sus últimas palabra fueron que era una verdadera injusticia que ella fuera la única en sufrir semejante pena, cuando la mayoría de gente de alta posición en Francia recurría a los envenenamientos.
Al fallecido jefe de Policía parisiense, le había sucedido el hombre encargado de llevar con el mayor sigilo y contundencia el que acabaría por pasar a la historia como “el Proceso de los Venenos”, Gabriel Nicolas de La Reynie, hombre de enorme cultura y que gozaba de la absoluta confianza del Rey Sol.
Este era un personaje brillante, bibliófilo, rico, conocido en los círculos cortesanos. En 1667 se inauguraría con él el puesto de Teniente General de la Policía de París, de manos del ministro y mano derecha del rey Jean-Baptiste Colbert.
Comisario La Reynie
Antes de la ejecución de la Brinvilliers, a La Reynie le llegaban cada vez más rumores sobre proyectos de envenenamiento; al parecer, los sacerdotes estaban aterrados con lo que algunos personajes de renombre les contaban agarrándose al secreto de confesión, que estos no podían violar.
Hasta que el 21 de septiembre de 1677, en uno de los tres confesionarios de la iglesia de los jesuitas de la calle Saint-Antoine, un penitente encuentra un papel en el que, de forma anónima, se denuncia un intento de regicidio.
La nota llega al despacho del Jefe de Policía, lo que lleva a la detención de un par de sospechosos, entre ellos, Louis de Vanens, tras el que cae una importante red de alquimistas, fabricantes de moneda falsa, curas que han colgado los hábitos y supuestos hechiceros que trabajan en los bajos fondos. El derrotero que tomará el asunto será insospechado.
Tras interrogar a los sospechosos, La Reynie no tenía pruebas palpables de lo que se estaba cociendo en los círculos palaciegos, pero las últimas palabras de la marquesa ejecutada le hicieron pensar que se encontraba ante algo muy siniestro. Y así era… El “Caso Brinvilliers” era solo la punta del iceberg.
Las pruebas no conducían a ningún sitio. Hasta que, caprichos del destino, un joven abogado se presentó ante la policía y narró una siniestra historia que que destaparía por fin uno de los escándalos del siglo. El licenciado Perrin, que así se llamaba el testigo, narró cómo una noche fue invitado a una cena en casa de Madame Vigoreaux, una mujer de sastre que solía realizar eventos de sociedad.
Entre los invitados se encontraba también una tal María Bosse, viuda, que en un momento dado, en estado de embriaguez, exclama: “¡Qué hermosa profesión! ¡Qué magnífica clientela!”; los concurrentes se quedan extrañados y a Madame Vigoreaux el semblante se le torna pálido.
La imprudente invitada continúa: “Todo son duquesas, marquesas, príncipes y grandes señores. ¡Tres envenenamientos más y me retiraré con una buena fortuna!”.
Película de 1955
Una vez que sale de allí, y sabedor de lo sucedido con Madame d’Aulbray tiempo atrás, Perrin, que conoce personalmente al agente de policía Desgrez, se lo confiesa. Enterado del asunto, este llega a oídos de La Reynie, quien pretende tender una trampa a María Bosse: la mujer de un miembro de la policía acude de incógnito a quejarse de su marido ante ella, la cual le entrega un pomo de veneno.
En la madrugada del 4 de enero de 1679, el Jefe de Policía hacía detener a Madame Vigoreaux, a María Bosse, a su hija Manon y a sus dos hijos varones. Lo que acabarían descubriendo los agentes de la ley sería tan espeluznante que les costó dar crédito a tanta maldad.
Encerrados todos los sospechosos en la prisión del castillo de Vicennes, serían sometidos a careos, a aislamiento y finalmente a torturas para que confesaran.
Durante los interrogatorios, confesarían dedicarse al arte de la adivinación y el trazado de horóscopos, y afirmaron que miles de personas se dedicaban a los augurios en el París de entonces como oficio, teniendo, a la sombra de la Corte y gracias a su aristocrática clientela, fácil acceso a palacio y al entorno del rey. Un nombre salía en cada uno de los careos e interrogatorios: el de una tal La Voisin…
La Cámara Ardiente
La Reynie, consciente de que un complot con complejas y extensas ramificaciones se estaba gestando en torno a la Corte del Rey Sol, informó al ministro Lovois, y este informó a su vez a Luis XIV.
Tras reunirse de forma urgente los tres, decidieron que el asunto debía tratarse con el máximo sigilo, manteniendo al margen al Parlamento, saltándose así los cauces habituales de la justicia. Las razones eran, primero, no dar publicidad a un asunto tan escabroso; segundo, que los magistrados del Parlamento se mostraban reacios a condenar a personas de alta alcurnia.
Como el asunto urgía, se creó por orden del rey un tribunal especial conocido como Chambre Ardente –en su voz francesa– o Cámara Ardiente. En realidad, este tribunal no era nuevo, fue organizado por primera vez en tiempos de Francisco I para poner freno a los protestantes galos. Fue llamada así porque sus miembros deliberaban en un recinto tapizado de paño negro y alumbrado con antorchas.
El presidente del mismo sería el futuro canciller de Francia, Monsieur de Compans, que contaría para su labor con dos magistrados, el barón de Breteuil y el caballero d’Ormesson.
El procedimiento de la Cámara Ardiente consistía en un primer lugar en arrestar a los ya citados sospechosos, y someter los interrogatorios a ojos del procurador general; después se realizarían careos entre los reos, que solían de esta forma acusarse unos a otros y dar el nombre de nuevos implicados.
Por último lugar, existía un tercer interrogatorio que se conocía con el eufemístico nombre de “la cuestión” y que no se trataba sino del sometimiento a terribles sesiones de tortura.
En cuanto la Cámara Ardiente se puso en funcionamiento, se decretó el registro del domicilio de la adivina Madame Bosse, donde los agentes hallaron dosis de arsénico –la sustancia que sería más utilizada en los envenenamientos–, cantáridas, polvos de cangrejo y otras cosas muy desagradables como uñas, que servían para fabricar afrodisíacos y los conocidos como filtros de amor.
Durante el interrogatorio, Bosse apuntó como principal responsable a una tal La Voisin, a la que podríamos considerar una auténtica “bruja” de su tiempo.
Proceso de los Venenos
Su verdadero nombre era Catherine Deshayes, y sería conocida como La Voisin por el nombre de su esposo, Antoine Monvoisin.
A pesar de su aspecto inocente, de su mirada viva y dulce, de su gracejo en el movimiento y de su afable trato, esta dama, por llamarla de alguna manera, acabaría descubriéndose como una perversa experta en artes oscuras y en una verdadera asesina en serie.
Tras el fallecimiento de su esposo, Catherine comenzó a mantener relaciones sexuales con un tal Adam Lesage, ocultista; este, junto a un sacerdote que en realidad se dedicaba al satanismo, iniciaron a la mujer en la magia negra y le inculcaron la pasión por la alquimia.
A partir de entonces, La Voisin se dedicaría a hacer una fortuna con una selecta clientela a la que entregaba todo tipo de afrodisíacos, les adivinaba el porvenir y, lo más retorcido, preparaba ponzoñas para que acabaran con sus esposos, hijos, personajes incómodos… lo que dio en llamarse, con cierto sarcasmo, “polvos para heredar”.
Catherine practicaba la brujería en una pequeña casa de la rue Beauregard, en Ville-Neuve-sur-Gravois. En un principio la hechicera pedía a sus clientes, que cada vez serían de más alta alcurnia, cosas inofensivas.
Adivinaba el porvenir a través de cartas y de los astros, confeccionaba amuletos, hasta que penetró de lleno en el terreno de las artes más oscuras y comenzó a vender afrodisíacos y venenos. Pero iría más allá.
Periodista
6 de Febrero de 2020 (12:45 CET)