Hace un siglo, el 14 de diciembre de 1911, el noruego Roald Amundsen al frente de un equipo de cinco hombres, alcanzó el Polo Sur por primera vez en la Historia. El 17 de enero de 1912, 34 días más tarde, Robert Falcon Scott, junto con otros cuatro británicos, llegaba caminando hasta aquel mismo punto en el corazón del continente antártico.
El primero retornó a la civilización; el segundo falleció mientras regresaba al campamento base. Uno se trajo el éxito; el otro quedó atrapado por el fracaso junto a sus compañeros. Ambos se convirtieron en héroes.
Los tintes épicos que rodearon la conquista del polo Sur en los albores del siglo XX, convirtieron esta carrera en la más dramática de cuantas competiciones jamás ha emprendido el espíritu humano.
Auspiciados por un pujante nacionalismo y con el apoyo de descubrimientos como las máquinas de vapor y los nuevos medios de comunicación que hicieron al mundo mucho más pequeño, en el periodo entre mediados del siglo XIX y la mitad del XX las grandes naciones de Occidente se lanzaron a conquistar el mundo.
Alemania, Estados Unidos, Bélgica, Francia, Italia, Suecia y especialmente una Inglaterra cargada de poderosas razones victorianas, fueron borrando una tras otra las últimas manchas blancas del mapamundi.
La fiebre de la conquista se propagó de las selvas africanas a los desiertos centrales de Asia, alcanzando su arrebato en las regiones polares, hasta alcanzar su final al mismo tiempo que se lograba ascender a las cumbres más altas de la Tierra, en el Himalaya y ya en la década de los pasados 50. Sólo cuando hubo conquistado aquellos últimos lugares vírgenes, el hombre miró al espacio.
El camino del polo Sur pasa por el polo Norte
«Se ha conquistado el polo Norte». En 1909 viajó por todo el mundo la noticia de que Robert Peary lo había logrado —es muy posible que tanto Frederick Cook como Robert Peary pensasen que realmente habían conseguido el éxito en sus respectivas aventuras. Hoy se ha demostrado que no lo hicieron, pero en 1909 no se sabía nada de esto—.
Fue un duro revés para el noruego Roald Amundsen, que preparaba una expedición para ser él el primero. Había conseguido que Fridtjof Wedel-Jarlsberg Nansen le dejase el barco polar ‘Fram’; también que el Gobierno noruego y diferentes patrocinadores de su país subvencionasen la aventura.
Haciendo uso de su mentalidad práctica, en la que lo que realmente importaba era conseguir sus objetivos, supeditando la manera de lograrlo al éxito final, Amundsen cambió su sueño anhelado. En vez del ya conquistado polo Norte, marcharía al todavía virgen polo Sur.
Para evitar que nadie le retirase sus apoyos y sobre todo, porque sabía que el británico Robert Falcon Scott se dirigía a la Antártida con idéntico objetivo, Amundsen mantuvo en secreto sus cambios de planes durante el año que duraron los preparativos del viaje.
«Si se quería salvar la expedición, era necesario actuar rápidamente y sin ninguna vacilación. Con la misma velocidad que las noticias habían viajado a través del mundo, decidí cambiar mi punto de vista y volví mi mirada hacia el polo Sur», escribiría Amundsen sin el menor inconveniente en el relato de aquella aventura.
La edad de oro de la exploración polar
La épica de los descubrimientos tuvo su momento álgido en los albores del siglo XX con la conquista de ambos polos. Nunca antes se vio algo semejante, nunca jamás el hombre se expuso y se fajó cuerpo a cuerpo con una naturaleza cuya esencia salvaje la convirtió a nuestros ojos en despiadada. El periodo se conoce como la edad de oro de la exploración polar.
Esta edad de oro tuvo en los noruegos Fridtjof Nansen y Roald Amundsen y en el británico Ernest Shackleton sus mejores exponentes. Después de sus gestas, sólo los intentos por subir a Everest de los alpinistas británicos, en especial de George Mallory —desaparecido en 1924 tal vez mientras descendía de la cima del techo del mundo—, lograron un paroxismo dramático semejante.
A finales del XIX el más preciado objetivo de la exploración era la conquista del polo Norte. El noruego Nansen estuvo a punto de conseguirlo en un memorable viaje a través de la banquisa ártica entre 1893 y 1896.
No lo consiguió por poco. Años después, en febrero de 1908, el médico y experimentado explorador polar estadounidense Frederick Cook partió de Groenlandia hacia el punto más al norte del globo, iba en compañía de dos esquimales llamados Ahpellah y Etikishook. Afirmó haberlo alcanzado el 22 de abril de 1908.
La discrepancia de las observaciones de Cook con las de sus compañeros inuit y la falta de los datos tomados en aquel viaje, al parecer guardados en unas cajas que desaparecieron en Groenlandia tras su regreso, junto con las imprecisiones en el relato de su ascensión al monte McKinley años antes, restaron credibilidad a las palabras del médico americano.
El también explorador polar estadounidense Robert Edwin Peary supo aprovechar aquellas fisuras y, gracias a una intensa intensa campaña de desacreditación secundada por sus incondicionales, hizo que se le negase el éxito a Cook en el polo Norte.
Un año después, el 6 de abril de 1909, Peary afirmó haber sido el primero en el polo Norte, con la compañía de cinco miembros de una gran expedición formada por 23 hombres. Su hazaña sí fue reconocida como auténtica durante muchos años.
En la actualidad pocos piensan que realmente lo lograse. El enfrentamiento entre los partidarios de Cook y los de Peary aún no se ha resuelto, más aún después de las últimas evidencias que dejan al segundo en entredicho.
El tiempo que Peary declaró haber empleado en alcanzar el polo Norte fue una de ellas. Posteriores travesías polares demostraron que es la tercera parte del menor número de días posibles que son necesarios para recorrer el itinerario que dijo haber seguido el americano. La rectificación de parte de sus diarios y otros asuntos, han hecho concluir que Peary nunca llegó al polo y tal vez se quedase a 150 kilómetros de distancia de dicho punto geográfico.
De esta manera, tan anhelado lugar continuó virgen hasta que el 6 de abril de 1969 el explorador británico Sir Wally Herbert, lo alcanzó por primera vez en la Historia a pie y en completa autonomía durante la Expedición Británica Transártica, un viaje en el que empleó 16 meses.
Singular paradoja dice mucho de la dificultad de las aventuras polares: el hombre puso el pie en uno de los lugares más hostiles y alejados de la Tierra el mismo año que logró pisar la Luna.
La carrera más fría de la Historia
El 7 de junio de 1910 Roald Amundsen partió a bordo del ‘Fram’ desde Christiania, en Noruega. En vez de enfilar hacia el Ártico, se dirigió hacia el Atlántico Sur. Sólo cuando habían atracado en Madeira, última escala antes de la Antártida, Amundsen descubrió a una sorprendida tripulación que se dirigían al continente helado.
El aviso del cambio de planes también causó sorpresa a Fridtjof Nansen, propietario del ‘Fram’, y a los miembros de la Expedición Británica Antártica, a quienes les pareció más que inadecuado. Amundsen escribió desde la isla portuguesa un escueto comunicado a Scott: «Permítame informarle que el ‘Fram’ se dirige a la Antártida. Amundsen». Punto final.
Alcanzada la bahía de las Ballenas, un lugar cercano al elegido por la expedición de Scott para instalar su campamento base, el ‘Fram’ dejó en tierra firme a nueve hombres en enero de 1911, dispuestos a pasar el duro invierno antártico como parte de la preparación para el viaje al polo Sur. Junto a ellos, 95 perros esquimales y una amplia cabaña de madera que había viajado hasta allí en dos secciones y víveres para aguantar dos temporadas.
Al mismo tiempo, los británicos desembarcaban en el cabo Evans. Después de que en 1902 viajase al frente del ‘Discovery’, en la Expedición Antártica Nacional Británica, Robert Falcon Scott, oficial de la Marina británica, regresó al polo aquel 1910 a bordo del ‘Terra Nova’. Había preparado a conciencia su expedición, o eso creía: 65 hombres, trineos motorizados, 19 ponis de Manchuria, 39 perros, 162 carneros, cerdos y varias toneladas de comida y combustible.
Enterado de los planes del noruego cuando se dirigía a la Antártida, acampó en dicho cabo de la isla de Ross para pasar el invierno.
El 19 de octubre de 1911, ya iniciado el breve verano ártico, cinco noruegos comandados por Roald Amundsen se dispusieron a cruzar la plataforma de Ross. Llevaban cuatro trineos que tiraban 13 perros nórdicos cada uno.
Scott inició la travesía de la plataforma de Ross al frente de un grupo de ocho hombres acompañados por 10 ponis el 24 de octubre de aquel mismo año. Su lugarteniente, Teddy Evans, comandaba un grupo a bordo de trineos con motor. El 21 de octubre se unieron ambos grupos para comenzar la travesía de la plataforma de Ross, una gigantesca capa de hielo que cubre una amplia bahía que penetra en la Antártida y que debían cruzar ambas expediciones.
La distancia que ambos grupos tenían que recorrer superaba los 1.450 kilómetros. Scott había calculado un ritmo diario de 20 kilómetros, de manera que en su viaje de ida y vuelta hasta el polo Sur, debía terminar en el campamento base de cabo Evans a comienzos de marzo de 1912.
Por su parte Amundsen, cuando ya había regresado de su travesía polar, calculó que la ruta que recorrieron fue de 1.400 kilómetros, a razón de 25 kilómetros diarios de media.
Tras cruzar la peligrosa plataforma de Ross, los noruegos alcanzaron el 11 de noviembre la cordillera de la reina Maud. Apenas tardaron cuatro días en cruzarla. «El viaje entre 81 y 83º se convirtió en viaje de placer; un lindo terreno, hermosos trayectos en trineo y una temperatura sin variar», refiere Amundsen en su diario.
El 8 de diciembre, por un terreno sin demasiadas dificultades, llegaron al punto más meridional alcanzado por el británico Shackleton durante su expedición de 1907-1909, a 88º 23’S y unos 155 kilómetros del polo Sur.
Seis jornadas más tarde, el 14 de diciembre de 1911, exactamente a las tres de la tarde, Roald Amundsen, junto con sus compañeros Olav Bjaaland, Helmer Hanssen, Sverre Hassel y Oscar Wisting, alcanzaron su anhelado objetivo: estaban en el polo Sur. Levantaron la bandera noruega, erigieron una tienda de campaña y tomaron fotografías.
La alegría del éxito no impidió a Amundsen escribir aquel mismo día en su diario: «Nunca he conocido a nadie que se haya visto tan diametralmente opuesto a la meta de su vida que yo. Desde niño siempre he soñado con llegar al polo Norte y ahora me encontraba en el polo Sur. ¿Puede alguien imaginar algo tan contradictorio?».
Mientras tanto, Scott y sus hombres tardaron un mes en atravesar la plataforma de Ross desde que iniciaron el viaje. El 21 de diciembre se encaraman a la plataforma antártica. En este lugar Scott eligió a cuatro hombres para que le acompañasen rumbo al polo: Henry Bowers, Edward Wilson, Lawrence Oates y Evans, enviando al resto de regreso. Fue en lo único en que coincidieron el británico y el noruego.
Tras montar varios depósitos de víveres, el 6 de enero alcanzaron el punto Shakleton y 11 días más tarde, el 17 de enero de 1912, 34 días más tarde que sus adversarios y después de una extenuante travesía, los británicos se encontraron en el polo Sur con la tienda y la bandera dejada por los noruegos.
Como futbolistas que han perdido un simple partido, la foto que se hacen allí mismo muestra unos rostros que aceptan resignados el destino; sus caras no parecen más defraudadas que quienes sufren una goleada. Aunque Scott garabateó entonces en su diario: «Ha sucedido lo peor. Nuestros sueños deben esfumarse. ¡Dios mío, este lugar es horrible!», al tiempo que señaló que el viaje de vuelta sería «monótono y cansado».
El éxito de Amundsen
De carácter implacable y resolutivo, Amundsen describió con todo detalle las jornadas que pasó con sus cuatro compañeros en el punto más meridional de la Tierra. «Habíamos estimado que estábamos en el Polo. Evidentemente, todos sabíamos que éste no era el punto exacto: era imposible con el tiempo que hacía acertar con el punto concreto».
Para asegurarse el triunfo, Amundsen tramó una estrategia radical, que llevaron a cabo a lo largo de cuatro jornadas. Lo hicieron tres hombres, cada uno de los cuales partió en dirección diferente durante 20 kilómetros. Las líneas de su travesía, unidas a la que habían seguido para llegar a aquel punto, componía una cruz que abarcaba el círculo en cuyo interior pensaban se situaba el punto geográfico.
Dos de ellos empezaron a caminar formando un ángulo recto respecto a la dirección de la ruta que les había llevado hasta allí. El tercero continuó en línea recta los citados 20 kilómetros. Una vez completada la distancia, regresarían al punto de partida. Los otros dos expedicionarios, Amundsen entre ellos, quedaron en el campamento realizando mediciones.
De regreso los otros tres, constataron que se encontraban a 89º 54′ 30″, por lo que decidieron recorrer los 10 kilómetros que pensaban les quedaban hasta alcanzar el polo Sur. Lo alcanzaron sin problemas dejando mensajes, comiendo algo menos austeramente que el resto del tiempo, colocando la bandera y la tienda para que no fueran arrancadas por los vientos y abandonando todo lo que consideraron superfluo para el regreso. Cuando sus adversarios británicos alcanzaron el polo 34 días más tarde, poco más pudieron hacer que constatar su fracaso.
Concluida aquella estancia en el punto más meridional de la Tierra, Amundsen y sus compañeros regresaron hacia el campamento base, a donde llegaron 99 jornadas después de su partida. Posteriores mediciones con GPS han constatado que Amundsen y sus compañeros acamparon a 2.500 metros del polo Sur geográfico.
Pocos dudan de que, de haber podido hacerlo, Amundsen habría viajado en solitario al polo Sur. Pero esa misma avidez que le obligaba a mantener su carácter, le hacía discernir qué era lo más conveniente para sus planes y en aquella conquista necesitaba a sus compañeros. Esto no impidió que reconociera el papel de los cuatro hombres que le acompañaron en aquel viaje soñado.
«Cinco ajadas manos, casi congeladas, sujetaron el mástil desplegando la bandera al aire, y lo plantaron, como los primeros en llegar al polo Sur geográfico», escribió en el relato de la expedición, donde señala que tan simbólico acto tenía que realizarse entre todos, que no tendría sentido que lo hiciera uno sólo, sino «todos los que habían arriesgado sus vidas en el esfuerzo y habían permanecidos juntos. Era la única forma en que podía demostrar mi gratitud a mis camaradas».
Triunfador absoluto en aquella despiadada carrera, el noruego se despojó de la parquedad anidada en el corto mensaje de aviso de sus intenciones de ir a la Antártida enviado desde Madeira. Dentro de la tienda que quedó en el polo Sur, Amundsen dejó una nota a sus adversarios, la cual, visto el desenlace de la historia, adquiere un especial dramatismo:
«Querido comandante Scott: Como vd. será probablemente el primero en llegar aquí después de nosotros, ¿puedo pedirle que envíe la carta adjunta al Rey Haakon VII de Noruega? Si los equipos que hemos dejado en la tienda pueden serle de alguna utilidad, no dude en llevárselos. Con mis mejores votos. Le deseo un feliz regreso. Sinceramente suyo. Roald Amundsen».
Tragedia en el regreso
La renuncia de Scott a llevar perros y la imposibilidad de los caballos para moverse sobre nieve blanda, obligó a los hombres a arrastrar los trineos. Los británicos debieron realizar un esfuerzo supremo para mover los pesados trineos en una nieve en la que se hundían hasta las rodillas, un esfuerzo que a la postre les obligó a pagar el precio más caro posible: sus propias vidas.
Aunque en una primera parte caminaron rápido, la llegada del mal tiempo, con un aumento de la temperatura que hizo muy peligroso los glaciares que cruzaban, les hizo demorarse cada vez más. La caída a una grieta de Edgard Evans les retrasó más aún. Los depósitos de combustible que habían ido dejando se estropearon por el frío.
El 17 de febrero, Evans muere. Sus compañeros le dejan en el hielo y continúan la travesía de la letal plataforma de Ross. Las ventiscas catabáticas que les golpeaban, unido a su debilidad extrema y a las congelaciones, ralentizaron cada vez más su retorno. Para entonces, los noruegos estaban a sólo tres jornadas de alcanzar su campamento base en la bahía de las Ballenas, en un viaje ida y vuelta que supuso cerca de 3.000 kilómetros y 99 días de travesía.
El 16 de marzo Lawrence Oates, el más perjudicado de todos los británicos, con escorbuto, una pierna gangrenada y sin poder caminar apenas, salió de la tienda mientras decía: «Voy a salir y puede que tarde en volver».
No regresó nunca. Oates no quiso ser una carga para sus compañeros. Su sacrificio no valdría de nada. El 29 de marzo aparece la última anotación en el diario de Scott. «El fin no puede estar lejos… Por el amor de Dios, cuidad de los nuestros». Fueron incapaces de continuar, a pesar de encontrarse sólo a 18 kilómetros de un depósito de víveres y combustible.
Una expedición de socorro encontró el verano siguiente los cuerpos de los cuatro infortunados dentro de sus sacos en la desvencijada tienda. Admirados como pocos, Scott y sus compañeros se convirtieron en el paradigma del héroe británico y su normalmente trágico destino.
Revisiones posteriores concluyeron que Scott falló en su estrategia, por carecer de experiencia polar suficiente. Su renuncia a los perros, tal vez por razones morales, el fracaso de los ponis siberianos como animales de carga, no utilizar vestimentas adecuadas y que la ruta que siguieron era mucho más peligrosa y complicada que la elegida por los noruegos son las principales razones del fracaso.
Por su parte, Amundsen fue acusado dentro y fuera de Noruega de absoluta falta de ética, primero al no haber comunicado sus intenciones de ir al polo Sur hasta el último momento, y segundo por acercarse a un objetivo que ‘pertenecía’ ya a los británicos, en razón de los intentos que habían realizado anteriormente.
Roald Amundsen
Prototipo del héroe al que nada hace doblar su espíritu, el noruego Roald Amundsen tuvo siempre muy claras las cosas. Dispuesto a no renunciar a los medios que fueran, siempre que le ayudasen a conseguir sus objetivos, se convirtió en el más implacable explorador polar.
Inspirado por su compatriota Fridtjof Nansen, Amundsen no tardó en adoptar la metodología de aquel en sus aventuras. Estudió e hizo suyas las formas de vida de los inuit en las regiones árticas. Combinándolas con otros conocimientos de los pueblos escandinavos, como el uso de esquís, encontró la receta que le posibilitó hacer realidad sus sueños.
Capaz de adaptarse sin el menor problema a los entornos y circunstancias más difíciles y hostiles, Amundsen vivió como un esquimal en el ártico canadiense, durante meses se alimentó de perros y pinguinos en la Antártida, aprendió a manejar ingenios aéreos cuando vio que eran el camino más seguro para alcanzar el polo Norte y no dudó en ocultar sus verdaderas intenciones a quienes eran sus mentores como el citado Nansen, quien le dejó su barco, y el Gobierno noruego, que sufragó sus expediciones.
Criticado dentro y fuera de Noruega por este estilo pragmático, Amundsen tuvo su némesis en la falta de sostén económico que le acompañó gran parte de su vida, contratiempos que no pudieron evitar que fuera el más grande de los exploradores polares: formó parte de la primera expedición que pasó un invierno en la Antártica, fue el primero en atravesar el mítico Pasaje del Noroeste, el primero en alcanzar el polo Sur como líder de un grupo integrado por cinco hombres y el primero en sobrevolar el polo Norte en avión, junto con Riiser-Larsen, Lincoln Ellsworth y Umberto Nobile.
Amundsen nació el 16 de julio de 1872 en una granja de la región de Fredrikstad, en una familia de marinos y balleneros. Encandilado por los relatos de aventureros y exploradores, en especial los relatos de Sir John Franklin y la búsqueda vana del Paso del Noroeste, con apenas 15 años y ya huérfano de padre, Amundsen tomó la determinación de consagrar su vida a la exploración polar.
El éxito logrado por Fridtjof Nansen en la primera travesía de Groenlandia, cuando tenía 17 años reforzó su decisión. A la muerte de su madre en 1893, a los 21 años, deja los estudios y se enrola en una expedición al ártico.
En 1903 se enroló como primer oficial en la expedición Bélgica Antártica, dirigida por Adrien de Gerlache. A bordo del ‘Bélgica’, los componentes de la tripulación quedan atrapados por los hielos de la península Antártica por debajo de los 70º S, convirtiéndose en los primeros en pasar un invierno ártico.
En aquella terrible y desconocida experiencia que duró 13 meses fue decisivo el estadounidense Frederick Cook, médico de la expedición y que más tarde tuvo un virulento enfrentamiento con Peary por demostrar que había sido el primero en alcanzar el polo Norte.
Al contrario que Nansen, Amundsen no fue un científico ni tampoco un nacionalista, aunque su pragmatismo pronto le hizo entender que ambos componentes eran esenciales para sufragar sus expediciones. La búsqueda del polo Norte magnético, un punto separado del geográfico, fue una excusa excelente para encontrar apoyos para su próxima expedición: el Paso del Noroeste.
Esta mítica singladura, ocasionalmente abierta entre los hielos árticos, era una posible ruta marítima que comunicaba el norte de los océanos Atlántico y Pacífico por el norte del continente americano, ahorrando miles de kilómetros de navegación.
Amundsen adquirió un pequeño pesquero, el ‘Gjoa’, de sólo 21 metros de largo y 45 toneladas. Los barcos polares tendían a tener un tamaño grande, pues aparte de una tripulación más o menos numerosa, debían alojar ingentes cantidades de alimentos, combustible y pertrechos para las travesías polares.
En el ‘Terra Nova’, por ejemplo, empleado por el capitán Scott en su expedición a la Antártida de 1911, gran parte de la impedimenta hubo de ser estibada en los camarotes de la tripulación.
El ‘Gjoa’ era todo lo contrario. Y aquí se encuentra una buena muestra del admirable espíritu práctico que gobernó a Amundsen. Este barco fue el más pequeño navío de exploración ártica jamás visto. Preparado para sólo siete tripulantes, en él, llevó lo imprescindible, pues pensaba obtener el alimento cazando y pescando a lo largo de su travesía.
Lo que a priori parecía un inconveniente decisivo, resultó clave para el éxito de la expedición, pues el escaso calado del barco hizo posible que encontrara paso por los estrechos canales entre las islas y costas del norte de Canadá, por donde jamás hubiera pasado otro navío de mayores dimensiones.
Entre 1903 y 1905 logró forzar aquella travesía, pasando dos inviernos en la Tierra del Rey Guillermo, al norte de Canadá. Allí Amundsen se sumergió en la forma de vida y la cultura inuits, algo que le ayudó de manera decisiva en el resto de sus travesías polares. Concluida la travesía en el verano de 1905, El ‘Gjoa’ alcanzó la costa de Yukón.
No contento con ello, Amundsen recorrió sobre sus esquís sin el menor problema los 800 kilómetros de distancia ida y vuelta que le separaban de Eagle City, en Alaska, donde estaba el telégrafo más cercano, la única forma de comunicar al mundo la consecución de su éxito y cumplir con el acuerdo que tenía con el Times. Por desgracia, la noticia se filtró en el camino y fe divulgada por los periódicos norteamericanos antes, perdiendo Amundsen la cantidad acordada por la exclusiva.
Al polo por los aires
De regreso de la Antártida, Amundsen se convirtió en héroe, aunque no dejó de recibir severas críticas por su manera de empezar aquella expedición a la Antártida. Poco tiempo después empezó la I Guerra Mundial. Allí descubrió el noruego las posibilidades que ofrecían los aviones a la exploración polar. No tardó en comprarse uno y fue el primer noruego en obtener un carnet civil de piloto.
Con el ‘Maud’ inició en 1918 la travesía del Paso del Noreste, es decir la circunvalación del océano glaciar Ártico entre sus banquisas heladas y las costas del norte de Siberia. Estuvo empeñado en aquella aventura cuatro años y, aunque logró ser el tercero en atravesar el pasaje, terminó arruinado. Con la liquidación del barco, Amundsen concluyó su periodo marítimo, consagrándose a la exploración polar desde el aire.
En 1925 dirigió una expedición de dos ligeros hidroaviones Dornier Do J rumbo al polo Norte en la que a punto está de perder la vida con sus cinco acompañantes, sin lograr el objetivo.
En 1926, se embarcó en el zepelin ‘Norge’, Noruega, junto con el creador del aparato el ingeniero italiano Umberto Nobile y 14 hombres más, logrando la primera travesía aérea del Ártico, tras partir de Ny-Alesun, en las islas Svalbarg, y alcanzar la población de Teller, en Alaska, después de un vuelo de cuatro días en los que el 12 de mayo, a las 1.25 horas, sobrevolaron el polo Norte por primera vez en la Historia.
Dos años más tarde, durante un vuelo de rescate sobre el ártico en busca de los tripulantes de otro dirigible de su amigo Nobile, el ‘Italia’, caído cuando regresaba de una nueva travesía sobre el polo Norte, el avión que pilotaba Roald Amundsen en compañía de otros cinco tripulantes, desapareció en el mar de Barents. Nunca fueron encontrados, a pesar de que sus restos se buscaron en distintas ocasiones, incluso con submarinos teledirigidos.
Nansen
«Lo difícil es lo que tarda cierto tiempo; lo imposible es lo que tarda un poco más». Sin los antecedentes del autor de la frase que abre estas líneas, no podría entenderse la figura de Roal Amundsen. Tampoco, aseguran muchos noruegos, la de la propia Noruega.
Marino, diseñador naval, científico, oceanógrafo, zoólogo, diplomático, escritor, antropólogo, esquiador, político, destacado humanista, premio Nóbel y explorador, la aportación de Fridtjof Wedel-Jarlsberg Nansen a la nación nórdica, a la exploración polar, al conocimiento y al sentimiento humanitario es tan importante, potente y variada que cuando relatamos su vida, parece que hablamos de varios Nansen en vez de uno solo.
Nacido en el seno de una familia acomodada en 1861 en Oslo, su infancia fue un periodo decisivo en el que fortaleció su cuerpo practicando el esquí y viviendo intensamente en la naturaleza. Realizó con 20 años su primer viaje ártico a bordo de un barco cazador de focas en Groenlandia. Licenciado en zoología encontró trabajo en el museo de historia natural de Bergen, aunque su cabeza no se apartaba del Ártico.
Después de una laboriosa preparación, en 1888 se embarcó rumbo a Groenlandia junto con cinco compañeros. Sus intenciones eran realizar la ansiada travesía de costa a costa de la isla más grande del mundo. Al contrario que los que le precedieron, quienes siguieron dirección Oeste-Este, Nansen tuvo la idea de intentarlo al revés.
Consideraba más duro psicológicamente abandonar la seguridad de las aldeas inuit de la costa oeste y lanzarse rumbo a la nada, que empezar en esa nada que es el resto de Groenlandia y caminar escapando de ella con la esperanza de alcanzar dichas poblaciones. «Sólo nos esperaba la muerte o la costa oeste de Groenlandia», escribiría después en el relato de la aventura.
Después de un recorrido de más de 500 kilómetros, soportando temperaturas inferiores a los 45º bajo cero, consiguieron la primera travesía de Groenlandia. Después de ello, Nansen se quedó un invierno viviendo con los esquimales.
Allí aprendió la forma de vida de los inuit, aplicándolas en sus posteriores viajes árticos. Aparte de adoptar sus ropas, Namsen descubrió que la mejor manera de desplazarse sobre el hielo polar era con trineos tirados por perros mientras los hombres marchaban con esquís, manteniéndose de esa manera una velocidad homogénea, sin que ninguna de las dos partes del equipo (hombres y animales) retrasase a la otra. Esta manera de afrontar el reto polar inspiró a su compatriota Nansen, conquistador años después del polo Sur.
Cuando regresó a Noruega, Nansen ya era conocido internacionalmente. Aquello le permitió presentar a la Sociedad Geográfica Noruega su proyecto para alcanzar el polo Norte. Con los fondos construyó el ‘Fram’ un barco polar específicamente preparado para la travesía. A bordo de aquel navío partió en 1893 rumbo al Ártico.
Su idea era dejarse atrapar por los hielos, para que la deriva oceánica le acercase al polo Norte. Durante dos inviernos el ‘Fram’ permaneció entre los hielos árticos. Nansen aprovechó para realizar diferentes estudios e investigaciones. Finalmente dedujo que los movimientos de la banquisa jamás les llevarían al ansiado polo. Tomó entonces uno de sus riesgos controlados, decisiones al límite que parecían suicidas, pero que él había sopesado largamente.
En compañía del notable esquiador Hjalmar Johansen abandonó el ‘Fram’ y al resto de su tripulación a los 84º 4’ N el 14 de marzo de 1895, para emprender un viaje a pie y esquiando que les llevase al polo. Se llevaron dos trineos, dos kajaks y 27 perros. Casi un mes después, el 8 de abril, a 86º 14’ N decidieron regresar.
El deshielo de la banquisa les obligó a utilizar los kajaks y a sacrificar todos los perros. Con una comida insuficiente cazaron focas y osos, alcanzando tierra firme en el archipiélago de la Tierra de Francisco José. Con piedras, líquenes y musgos construyen un abrigo donde pasan un largo invierno. A la primavera siguiente, el 17 de junio de 1896 encuentran a la expedición del británico Jackson-Harmsworth, con quien regresan a Noruega.
Fueron recibidos como héroes, no en vano habían alcanzado el punto más cerca del polo jamás pisado por el hombre, habían pasado tres inviernos sin problemas de salud y habían realizado importantes estudios oceanográficos y zoológicos. Pero sobre todo porque en aquellos momentos Noruega vivía una efervescencia nacionalista que concluiría con su independencia de Suecia en 1905.
Nansen participó de forma decisiva en la formación de aquel sentimiento de nación. Consagrado a sus investigaciones, realizó importantes aportaciones al conocimiento neurológico y estuvo propuesto para el premio Nóbel en Medicina, que acabó recayendo en el español Santiago Cajal en 1906. Aparte de sus trabajos neuronales, continuó con los estudios oceanográficos con diversos descubrimientos sobre las corrientes oceánicas y la fauna marina.
La independencia de Noruega hizo a Nansen virar su vida hacia la política. Nombrado primer embajador noruego en Londres, su relacción con el monarca Eduardo VII garantizó a su país la integridad del territorio. De regreso a Noruega continuó con diversas campañas de investigación oceánica por los océanos Glacial Ártico y Atlántico norte.
Al final de la Primera Guerra Mundial, Nansen se consagró a la ayuda humanitaria. Convertido en alto comisionado de la Sociedad de Naciones, embrión de las Naciones Unidas, creo el famoso pasaporte Nansen, documento que permitió salvar la vida a 450.000 refugiados de 26 países. En 1922 recibió al fin el Premio Nóbel, en la modalidad de la Paz. El resto de su vida continuó implicado en la ayuda humanitaria por todo el mundo, hasta su muerte en 1930.
La aportación de Fritdjof Nansen a la exploración polar fue la más decisiva. Una preparación exahustiva del desafío a emprender, el conocimiento y la adopción de las formas de vida de la nación inuit, en especial sus prendas y el uso de perros fueron las claves de su manera de afrontar los retos polares y de conseguir el éxito.
Scott
El sacrificio de Robert Falcon Scott y sus cuatro compañeros en aras del ideal de una conquista, hizo que la sociedad británica olvidase que habían perdido la carrera y los elevó a la cúspide de su imaginario. Llegaron después que Amundsen, pero a ningún británico pareció importarle.
No han cambiado tanto las cosas. Igual que hace tres milenios como relata Homero en La Iliada, igual que ahora mismo cuando los informativos nos aturden con cualquier gesto generoso que acarrea un fatal desenlace, la tragedia de aquel capitán de la Marina británica junto con cuatro de sus hombres, muertos en su intento de llegar los primeros al polo Sur, les convirtió en héroes.
Un siglo después de aquello, los análisis coinciden en que el fracaso de los británicos se debió a una serie de desafortunadas elecciones, así como la aparición de una meteorología extraordinariamente virulenta. Scott nunca fue consciente de ello y a quienes siguen admirando su gesta no les preocupa demasiado.
Las últimas líneas de su diario, encontrado junto a su cuerpo al año siguiente de su muerte, lo evidencian: «Asumimos riesgos y esto no hace que nos quejemos, sino que nos resignamos a la voluntad de la Providencia, decididos a esforzarnos hasta el final».
La falta de experiencia de Scott fue decisiva para impedirles volver de un territorio tan terrible. «¡Dios mío este lugar es horrible!», se lamenta el británico en unas líneas escritas en el polo Sur, al constatar que el noruego Roald Amundsen se le había adelantado.
Mucho antes de aquello, en 1901, Scott dirigió una Expedición Antártica Nacional Británica. A bordo del buque Discovery alcanzó la bahía de las Ballenas, frente a la plataforma de Ross. Allí, en el verano austral, hizó un aerostato para discernir una ruta que les llevase al interior del continente antártico a través de aquella traicionera banquisa pegada a sus costas.
Pasaron dos inviernos allí y de nuevo en verano, organizaron dos expediciones para alcanzar los polos Sur magnético y geográfico. Scott se hizo acompañar por Ernest Shackleton, a la sazón tercer oficial del barco, y el físico Edward Wilson. Se quedaron a 850 kilómetros de la meta. El regreso les supuso un agotamiento extremo, la enemistad entre Scott y Shackleton y el convencimiento del primero de lo horripilante que podía ser la Antártica.
A pesar de ello, nada más regresar a Gran Bretaña comenzó a pensar en su regreso al continente helado. Espoleado por el relativo éxito del ahora adversario suyo Shackleton, quien en una posterior expedición en 1907-1909 alcanzó los 88º 23’ S, quedándose tan solo a 155 kilómetros del polo Sur, aceleró sus planes para viajar al año siguiente a la Antártida.
Con 65 hombres a bordo, ingenios como trineos motorizados, perros, caballos y abundantes provisiones y combustibles, partió a bordo del ‘Terra Nova’.
La noticia durante el viaje de que Amundsen intentaría ser el primero no fue más que un mal presagio que no le hizo cambiar sus planes ni un milímetro. Con increíble similitud, ambas expediciones cumplieron idénticos plazos. Tras pasar un invierno en su campamento base en el borde de la plataforma de Ross, Scott se puso en marcha con solo cinco días de retraso respecto a Amundsen. El resto sí fue diferente.
La llegada al polo Sur 34 días después fue preludio del desastre que se avecinaba. Justo un siglo después de aquello, ver la vestimenta de aquellos cinco hombres da frío. Sus rostros dicen el resto.
Shackleton
«Se buscan hombres para viaje peligroso. Sueldo escaso. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura el regreso. Honor y reconocimiento en caso de éxito». En 1907 este anuncio en el Times causó idéntica impresión que ahora. Respondieron más de 5.000 aspirantes.
Era la tercera incursión en territorio antártico de Ernest Shackleton, carismático viajero y explorador irlandés, que resultó un absoluto fracaso, pues ni siquiera lograron acercarse al continente antártico. Sin embargo su gesta pasó por derecho propio a los anales de la exploración por la capacidad demostrada para resistir y superar las adversidades más extremas.
La primera expedición en la que participó Ernest Shackleton, fue como tercer oficial de la Expedición Antártica Británica de 1901-1904, al mando del capitán Robert Scott, en la que ambos en compañía del físico Edward Wilson alcanzaron un punto de la meseta antártica situado a 857 kilómetros del polo Sur. Esto sin tener ninguna experiencia polar, ni en el manejo de los perros ni los trineos, malcomiendo, tomando decisiones equivocadas y produciéndose continúas disputas entre ellos.
Nada más regresar a las islas Británicas Shackleton empezó a preparar un nuevo viaje al continente helado. En 1907 lideró la Expedición Antártica Imperial Británica. A bordo del Nimrod alcanzaron la isla de Ross desde donde realizaron incursiones al interior.
Consiguieron la primera ascensión del volcán Erebus, determinaronn la posición del polo Sur magnético, encontraron un paso en el glaciar Beardmore y cruzaron la cordillera Transantártica, al tiempo que Shackleton en compañía de tres de sus hombres alcanzó los 88º 23’ S, en un recorrido extenuante que les dejó a sólo 180 kilómetros del polo Sur. Viéndole las orejas al lobo, Shackleton decidió darse la vuelta en ese punto. «Más vale burro muerto que león vivo», decía al justificar aquella decisión.
Y se puso a preparar otra expedición para alcanzar por fin el polo Sur. El éxito de Amundsen en 1911 lejos de desanimarle, le dio fuerzas para escoger un objetivo mucho más ambicioso: la travesía de costa a costa de la Antártida pasando por el polo Sur, en un viaje glaciar de cerca de 3.000 kilómetros.
El anuncio del Times fue parte de los preparativos de la Expedición Imperial Transantártica, que partió de Londres el 1 de agosto de 1914 a bordo del ‘Endurance’ y el ‘Aurora’. El objetivo de Shackleton era llegar a la Bahía Vahsel, junto al Mar de Weddell, para alcanzar desde allí el polo Sur y continuar hasta la isla de Ross en el otro extremo de la Antártida.
Con 28 hombres a bordo, el ‘Endurance’ quedó atrapado por la banquisa a la deriva sin poder alcanzar las costas antárticas. Triturado por la presión de los hielos, el barco se hundió el 21 de noviembre de 1914 ante los ojos de la consternada tripulación. Salvaron lo poco que pudieron. Se perdió casi todo el equipo y tuvieron que sacrificar a los perros para poder alimentarse.
Transportando sus pocas pertenencias en trineos, recorrieron la torturada superficie helada del Mar de Weddell rumbo a la isla Paulet, a 554 kilómetros. A veces caminando, otras a bordo de botes, fueron acercándose a su objetivo hasta que las corrientes marinas les impidieron alcanzarlo.
Haciendo uso de sus legendarias dotes de liderazgo, ‘el Jefe’, nombre con el que sus hombres conocían a Shackleton, cambió el rumbo para dirigirse a la isla Elefante, en el archipiélago de las Shetland del Sur. Sus hombres no lo dudaron, alcanzándola a mediados del mes de abril de 1915. Una vez allí, Shackleton con cinco de sus hombres se embarcó en una chalupa que se hizo famosa: el ‘James Caird’.
A bordo de la embarcación que sólo medía 6,7 metros de largo, se lanzaron en las azarosas aguas del paso de Drake, en una singladura cuyo recorrido de 1.280 kilómetros la convertía en algo peor que incierta. Su objetivo era la isla de San Pedro, donde entonces había una base ballenera.
Dieciséis días más tarde, ya sin una gota de agua, alcanzaron la isla de Georgia del Sur. Allí se quedaron tres hombres mientras Shackleton partió con los otros dos en busca de la estación ballenera situada al otro lado de la isla.
Realizaron una travesía de 35 kilómetros cruzando montañas de más de 1.200 metros de altura. Treinta y seis horas más tarde arribaron a la bahía Stormness. El 30 de agosto de 1915, después de un épico viaje, Shackleton regresaba a la isla Elefante a bordo de un remolcador chileno para recoger a sus hombres. Todos regresaron a Inglaterra sanos y salvos.
El análisis de este extraordinario caso de supervivencia en las peores condiciones posibles ha demostrado el valor del trabajo en equipo y el poder del liderazgo para el logro de los objetivos más difíciles. Después de conocer todo aquello, no puede decirse que Shackleton fracasara.
El ‘Fram’, el barco que pudo al polo
El conocimiento que Fridtjof Nansen tenía de las regiones polares quedó expresado con creces en el ‘Fram’, cuyo nombre significa Adelante. Diseñado por el armador noruego Colin Archer, siguiendo las indicaciones del propio Nansen, este barco muestra una reconocible figura panzuda. Su idea era un barco que antes que resistir la presión lateral de los hielos, flotase sobre ellos, al ser empujado encima de la banquisa.
La influencia del explorador permitió que fuera construido con madera curada que estaba destinada a barcos de la Marina Real. Estaba dotado de una quilla reforzada de hierro y tanto su timón como la hélice del motor podían retraerse dentro del casco para evitar que el hielo los rompiera. Su interior tenía todas las comodidades de la época, incluyendo lámparas eléctricas y un molino de viento para el generador.
El ‘Fram’ se mostró excelente para la navegación por los mares infectados de icebergs, pero precisamente a causa de su forma de cáscara de nuez producía fuertes mareos a sus tripulantes en cuanto salía a mar abierto, al ser zarandeado por el oleaje con mucha mayor facilidad que barcos de líneas más estilizadas.
Amundsen y los esquimales
La íntima relación establecida por Amundsen y los inuit quedó subrayada por la adopción que realizó de dos niñas esquimales años después durante sus intentos de navegar el Paso del Noreste. Cakonita, una niña de cuatro años, hija de uno de los inuit que le ayudaron en la expedición perteneciente a la tribu siberiana tsjuksji, y a otra de nueve años llamada Carmilla, hija de una mujer de aquella etnia y de un comerciante ruso.
Amundsen las llevó consigo a Noruega, donde estuvieron varios años en la localidad de Svartskog bajo la tutela del matrimonio Gade. Finalmente Amundsen las llevó de vuelta a su país, al comprobar que no podía hacerse cargo de ellas. «Bueno, sólo fue un experimento», se excusó el noruego.
La gallardía de Amundsen
La animadversión que la sociedad británica sentía hacia Roald Amundsen como consecuencia de su secretismo a la hora de anunciar sus intenciones de alcanzar el polo Sur, no impidieron que fuera presentado en la Royal Geographical Society a su regreso de la Antártida, el 15 de noviembre de 1912.
Su presidente, Lord Curzón, le felicitó públicamente, resaltando la suerte que tuvo en su hazaña. Amundsen, lejos de molestarse, respondió: «Rechazaría todos los honores y beneficios a cambio de poder salvar a Scott de su terrible muerte».
El fotógrafo del frío
Frank Hurley era uno de los fotógrafos australianos más reconocidos de su tiempo. Era miembro de la expedición del ‘Endurance’ de Shackleton, en la que se enroló como fotógrafo. Su papel fue uno de los más importantes de la épica escapada de aquellos hombres. A pesar de la situación límite que se produjo con el hundimiento del barco, fue capaz de rescatar del naufragio su cámara de fotos y abundantes placas de cristal.
Gracias a ello pudo documentar de forma artísticamente precisa aquella singular aventura. Sus esfuerzos y negociaciones evitaron que las imágenes desaparecieran a la hora de ir reduciendo el bagaje para escapar de la Antártida. Un siglo después, sus magistrales imágenes enseñan un mundo remoto y majestuoso y los no menos excepcionales esfuerzos que hicieron unos hombres para sobrevivir en ellos.
La Biblia recortada
En su huida por el mar de Weddel después del naufragio del ‘Endurance’, la tripulación de Shackleton redujo al máximo su bagaje, pues era la única garantía de poder escapar de aquel infierno. Arrojaron al fondo del mar las cosas más inverosímiles, incluyendo el dinero de la expedición.
Por ello adquiere más valor aún que Hurley pudiera conservar sus aparatos y material fotográfico. Entre las escasas pertenencias que se salvaron de ser abandonadas está la Biblia que llevaba Shackleton. Eso sí, le faltan muchas páginas, producto de la obsesión por reducir el peso.
La muerte del ‘Jefe’
Seis años después de la expedición ‘Endurance’, Ernest Shackleton regresó a la Antártida. Con varios de los veteranos de aquella expedición como compañeros alcanzaron la isla de Georgia del Sur al inicio del verano austral. No pudieron completar su objetivo al fallecer ‘El Jefe’ por un ataque cardiaco el 5 de enero de 1922. Su cuerpo permanece en el puerto de Grytviken, en aquella isla, el mismo en el que tiempo atrás el Endurance permaneció anclado un tiempo a la espera de la llegada de condiciones meteorológicas favorables.
Refugios históricos
Scott, Amundsen y Shackleton construyeron unos campamentos base lo más cómodo posibles para hacer frente a los duros inviernos de la Antártida. La cabaña de madera que Amundsen trasladó en piezas hasta la bahía de las ballenas se convirtió junto con las tiendas de campaña de la expedición, chozos e iglús de nieve en una mínima población que Amundsen llamó Frandheim.
Scott levantó un campamento en Cabo Scott en cuyo interior se combinaban las necesidasdes del laboratorio con las mínimas comodidades que debía ofrecer una vivienda. Construido con habitaciones y paneles prefabricados, tenía varias dependencias donde no faltaba un cuarto oscuro de revelado fotográfico y un establo para los ponis.
Por su parte, la cabaña erigida por Shackleton fue catalogada como patrimonio cultural a restaurar y conservar por la World Monuments Fund, WMF, organización que lucha por preservar estos monumentos históricos.
Los primeros en la Antártida
Se estima que el primer occidental que vislumbró las tierras antárticas fue el marino y explorador español Gabriel de Castilla, a quien los científicos españoles han dedicado la base situada en la isla Decepción. El español recorrió en 1603 las aguas situados a 64º S en las proximidades de las Shetland del Sur. En el siglo XVIII cazadores de focas españoles y sudamericanos eran frecuentes visitantes de las llamadas Antillas del Sur frente a la costa occidental de la península Antártica e incluso de algunas regiones de este último territorio.
La primera persona antártica
La noruega Solveig Gunbjörg Jacobsen tiene el honor de haber sido la primera ciudadana nacida en territorio antártico. Vino al mundo el 8 de octubre de 1913 en la estación ballenera de Grytviken, en las Georgias del Sur, un archipiélago reivindicado por los Gobiernos argentino y británico. Murió el 25 de octubre de 1996.
Bases científicas
En la Antártida se localizan 42 bases científicas permanentes (65 si se cuentan las bases temporales). Pertenecen a una veintena de países según la siguiente distribución: Argentina y Rusia (seis); Chile (cuatro); Australia, EEUU y China (tres); Francia, Reino Unido (dos) y una Alemania, Brasil, Corea del Sur, India, Italia, Japón, Noruega, Polonia, Sudáfrica, Rumania, Ucrania y Uruguay. En ellas viven unas seis mil personas.
La más antigua es la argentina Base Orcadas, en funcionamiento desde 1904. La más amplia es la McMurdo, de EEUU. También americana es la Amundsen-Scott, en el polo Sur. España tiene dos bases de exclusivo uso estival.
La Juan Carlos I y la Gabriel de Castilla, ambas en las Shetland del Sur, a 150 kilómetros de la península Antártica. La primera se alza en el núcleo de Bellingshausen, en la bahía Sur de la isla Livingston; la otra, en isla Decepción.
Fuente: El Mundo
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