martes, 4 de diciembre de 2018

Los ojos de las alas de los ángeles: cómo las Experiencias Cercanas a la Muerte transforman la visión para siempre

Resultado de imagen de Experiencias Cercanas a la MuerteLas experiencias cercanas a la muerte son uno de los fenómenos que no han podido ser explicados de manera satisfactoria por la ciencia desde un paradigma materialista, en el que se identifica el cerebro con la conciencia. 

Como dice el Dr. Bruce Grayson, quien ha estudiado por décadas estas experiencias en la Universidad de Virginia, ante estos relatos la ciencia se enfrenta con el hecho asombroso de que las personas reportan una función mental aumentada en un evento en el que su cerebro debería encontrarse en un estado de funcionamiento reducido, cuando no simplemente inerte, sin ninguna posibilidad de tener una experiencia consciente. 

Pese a estar clínicamente “muertos” o en estado de coma, personas llegan a experimentar visiones beatíficas, estados de unión mística, percepciones de fenómenos simultáneos (como si el tiempo no existiera) e, incluso, logran describir eventos que suceden durante su coma o “muerte” clínica y que luego son corroborados por otras personas.





Grayson ha dicho que, más allá de lo fascinante que pueden ser las descripciones visionarias y las implicaciones que éstas pueden para el paradigma materialista de la ciencia, lo que más le llama la atención es el efecto profundamente transformador que tienen las famosas “near death experiences” (NDE). Como resultado de estas experiencias, las personas suelen perder el miedo a la muerte (y con ello también a la vida), encontrar propósito y sentido existencial, y en general volverse más abiertas y espirituales.

 Y esto suele ser algo que los acompaña por el resto de su vida. Esto me hace recordar lo que ha dicho Peter Kingsley, el gran experto en la filosofía de Parménides y su método de “incubación” meditativa: la vida se trata de morir antes de morir. Experimentar la muerte o algo que realmente comunique la esencia de la muerte y ponga a prueba al espíritu… y seguir viviendo. Una especie de petite résurrection.

En los últimos años se han documentado numerosos y fascinantes casos de experiencias cercanas a la muerte. Uno de los más notables fue el del Dr Eben Alexander, un neurocirujano de Harvard que tuvo una experiencia tan intensa que después de ella, en el furor de una prolongada euforia, escribió un libro asegurando que el cielo existía y que él tenía las pruebas. Sin duda, quien se interesa por investigar y debatir la explicación científica de este tema hará bien en revisar estos casos, especialmente el trabajo del Dr. Grayson. 

A mi lo que me interesa, sin embargo, es el sentido filosófico y sobre todo poético de estos encuentros íntimos con la muerte. Y para ello quiero traer a colación dos casos de grandes personajes del siglo XX, quienes vivieron inolvidables experiencias cercanas a la muerte. Uno es el padre Sergii Bulgakov, considerado por muchos el más grande teólogo de la Iglesia Ortodoxa del siglo XX y el principal sistematizador de la sophiología, el otro es el psicólogo suizo Carl Jung.

Una visita del Ángel Guardián

Bulgakov tuvo dos experiencias cercanas a la muerte, en 1926 y en 1939, y además sufrió la muerte de su pequeño hijo Ivan, lo cual también fue importante en su comprensión espiritual y cristológica de la muerte. Bulgakov escribió sobre estas experiencias en su ensayoSophiología de la Muerte y en su libro sobre los ángeles: 

La escalera de Jacob. 

Según glosa el teólogo Andrew Louth, Bulgakov entendió su acercamiento a la muerte como “un evento solitario en el que se experimenta de forma novedosa la presencia del ángel guardián… la soledad se experimenta como la presencia del pecado, en una hoguera en la que uno perecería, pero donde se encuentra una cierta frescura”. 

Una frescura, un alivio, que viene de la presencia del ángel guardián. Para Bulgakov, el ángel guardián o ángel de la guarda es “un amigo espiritual” creado al mismo tiempo que el alma, “en la posibilidad del amor divino”, el cual puede conocerse solamente cuando el alma entra en un estado de pureza y silencio, “cuando es colmada de luz y lavada por los rayos de la inmortalidad, entonces, lo siente inclinarse con inexpresable amor, un ser tan cercano, similar, tierno, calmo, amoroso, fiel, sereno, afectivo, luminoso…”. 

El ángel guardián ejerce una sutil pedagogía celeste, sin nunca llegar a la coerción, sólo sugiriendo e influyendo a través de una bondadosa presencia invisible que puede despertar el “conocimiento de nuestro yo superior”.

Cuando Bulgakov estaba enfermo, rodeado de sus seres más cercanos, en lo que ya había sido preparado como su lecho de muerte, tuvo una visión en la que ingresaba a un mundo beatífico, bañado por una luz divina, donde se le acercó un “compañero”: su ángel guardián, quien le dijo que debía regresar. Era enviado de vuelta a la vida, pues su tiempo no había llegado aún. Pero era regresado no sin antes obtener una visión inefable, la cual prefirió no describir.

 Esta experiencia, según cuenta Louth, lo marco hasta el punto de que Bulgakov la recordaba todos los días y vivía cada día como si fuera el último de su vida. La hermana Joanna Reitlinger, quien tenía a Bulgakov como supervisor espiritual, cuenta que celebraba sus sermones como si fueran todos el último y tenía la disposición de nunca dejar un conflicto sin resolverse antes del atardecer.

 Joanna señala que Bulgakov se movía ya en sus últimos años con un aire de santidad. Sergii Bulgakov murió en julio de 1944 de cáncer en la garganta, en la ciudad de París, un día después de la fiesta ortodoxa de Espíritu Santo, justo el aniversario de su ordenación como padre. El día antes de morir él mismo presidió una liturgia.

Después de contar la historia de Bulgakov, Louth nos regala una deliciosa conexión, apenas sugerida, la cual le viene de otro teólogo ortodoxo, Olivier Clément. Clément narra una bella leyenda, “posiblemente originada en Medio Oriente”, en la que se cuenta que “justo cuando alguien va a morir, Dios envía al ángel de la muerte para que tome su alma. Este ángel tiene las alas cubiertas de ojos”, como el querubín de la visión del profeta Ezekiel. 

En ocasiones, quizá porque él o ella es muy necesitado todavía en la Tierra ( o “por una lágrima o una plegaria”), Dios modifica su orden “y llama de regreso al ángel.” Entonces el ángel desprende un par de ojos de sus alas “y se los da a quien, regresando de la muerte, ahora ve todas las cosas con esos ojos.” Clément agrega: “Esa mirada transparente: ¿acaso no es la que deberíamos de buscar siempre?”

¿Acaso Sergii Bulgakov obtuvo de su experiencia cercana de la muerte esa “mirada transparente”, la mirada del ángel que tal vez le brindó los ojos de sus alas, el ángel que sólo puede conocerse en el silencio y en la luz, en la resonancia virginal del alma? 

La historia es realmente hermosa, pues para la tradición cristiana los ángeles son los “mensajeros” justamente porque tienen impreso en su esencia el “mensaje” primordial de la creación -la gloria divina-, puesto que ellos gozan en la eternidad de la visión de Dios, más o menos cerca o con más o menos claridad y plenitud según su lugar en la jerarquía celestial. 

Es adecuado, entonces, que los ángeles sean los dadores de visión, de esa visión que es “la paz que da el entendimiento de toda las cosas” (y viceversa: el entendimiento que da la paz perpetua). E, igualmente apropiado, es que esos ojos sean los ojos de sus alas. Pues la misma visión celestial eleva: es, como la belleza, de naturaleza anagógica. 

Y el alma en la Tierra, al recordar, como por una anamnesis platónica, vuelve a las alturas celestiales, sus visión la remonta a ese estado beatífico supratemporal donde se hace realidad “la posibilidad del amor divino”. 





Todo esto, por otro lado, es una forma poética de explicar ese hecho que el Dr Greyson considera el más relevante de las experiencias cercanas a la muerte: que transforman de manera radical la visión que tienen la personas del mundo. Esa mirada transparente. ¿O cómo de “berilio resplandeciente”, como en el carro angélico de Ezekiel?

La boda mística al fin del tiempo: el universo como un jardín de granadas

En 1944 -el año en el que murió Bulgakov- Jung sufrió un infarto cardiaco y experimentó lo que bien podemos llamar una “experiencia cercana de la muerte”, acompañada de una serie de visiones similares a las que se encuentran en la literatura médica, si bien con el añadido de la gran riqueza imaginativa y asociación simbólica que caracterizó al psicólogo suizo. J

ung cuenta haber tenido una especie de desdoblamiento en el que primero empezó a ascender por encima de la tierra, viendo los mares y desiertos del planeta. 

Cuando estaba flotando en el universo, una piedra llamó la atención de Jung -quien después de todo era un moderno alquimista en busca de “la piedra”-. La piedra era un templo en el que había un hombre indio en estado de absorción meditativa sobre un trono de loto.

Cuando se acercaba a los peldaños de la entrada, Jung sintió como toda su existencia se borraba, sus cuitas, deseos y apegos se desembarazaban; esto era algo doloroso pero a la vez aliviante. “No existía ya nada que yo pretendiese o desease, sino que permanecía, por así decirlo, objetivo: era esto lo que había vivido. 

Es verdad que primero predominó la sensación de la aniquilación, de ser arrebatado o de ser despojado, pero repentinamente también esto pasó. Todo parecía expirado, quedaba un fait accompli, sin relación alguna con lo antiguo.”

 Mientras sucedía esto, y Jung tenía la sensación de que iba a “encontrar las respuestas a todas cuestiones” que se habían quedado sin respuesta, algo le llamó la atención. Desde abajo, “desde Europa, se elevó una imagen. Era mi médico”. Su médico, que le aparecía como un monarca del templo de Kos, la ciudad donde Esculapio tenía su templo y donde nació Hipócrates, lo llamaba y le decía que no debía abandonar la Tierra. Su médico estaba como transfigurado en el arquetipo de la medicina. 

 “Me sentía profundamente desilusionado; pues ahora todo parecía haber sido en vano. El doloroso proceso de “exfoliación” había sido inútil y no me estaba permitido ir al templo y ver a los hombres a los que yo pertenecía.”

Después de esto, Jung estuvo tres semanas en convalecencia, sin ganas de vivir. Pero, además, sentía una gran preocupación porque misteriosamente le había llegado el conocimiento de que el médico debía morir en lugar de él (y así fue, según cuenta). Jung le intentaba decir lo que estaba sucediendo pero se dirigía a él como si fuera un “basileus Kos”, lo cual al aparecer no ayudó a transmitir el mensaje.

Antes de finalmente recuperarse, Jung empezó a tener visiones y éxtasis en la noches. En el día se sentía miserablemente, pero después de dormir por la tarde, se despertaba sintiéndose como si estuviera flotando en el espacio, “como si yo estuviese oculto en el seno del universo -en un vacío inmenso, pero desbordante de una sensación de máxima felicidad.

 ¡Esto es la eterna bienaventuranza, no hay modo de describirlo, es demasiado maravillosa!, pensaba.” Una de esas noches, la enfermera que le traía la comida le pareció ser “una anciana judía” que le traía comidas rituales, con un halo azul que iluminaba su cabeza.

Yo mismo me encontraba -así me lo parecía- en el Pardes rimmonim, en el jardín de las granadas y tenía lugar la boda de Tieferet con Malkut. O yo era como el rabí Simon ben Jochai, cuyas bodas se celebraban entonces.

 Se trataba de las bodas místicas, tal como se representan en la tradición cabalística. No puedo decirles a ustedes lo maravilloso que esto era. Sólo podía pensar incesantemente: “¡Éste es el jardín de las granadas! Ahora son las bodas entre Malkut y Tiferet.” No sé exactamente qué papel desempeñaba yo allí. En el fondo se trataba de mí mismo: yo era las bodas. Y mi bienaventuranza era una boda bienaventurada.

Paulatinamente la vivencia del jardín de las granadas fue desvaneciéndose y se transformó. Siguió “la fiesta pascual” en Jerusalén, que estaba solemnemente adornado. No soy capaz de describirlo en detalles. Eran estados de bienaventuranza indescriptibles. Había ángeles y luz. Yo mismo era la “fiesta pascual”.

También esto desapareció y se me presentó una nueva representación, la última visión. Ascendía por un amplio valle hasta la cumbre, al borde de una apacible cordillera. El final del valle formaba un anfiteatro antiguo. Se veía extraordinariamente bello en medio del verde paisaje. 

Y allí, en el teatro, tenía lugar el hierosgamos. Bailarines y bailarinas entraron en el escenario y, en un lugar adornado con flores, ejecutaron el hierosgamos para Zeus, el padre del universo, y Hera, como se describe en la Ilíada. (Recuerdos, sueños, pensamiento, C.G. Jung)

Las visiones se repitieron varias noches. Según Jung: “Fueron lo más inmenso que he experimentado en mi vida”, de una belleza y una intensidad indescriptibles. En comparación con esta altivez espiritual, la vida cotidiana parecía “demasiado material, demasiado grosera, demasiado torpe”, hasta el punto de que, aunque las visiones le dieron una “fe revalorizada en el mundo”, nunca se libró de la impresión de que la vida material es como una sombra de la eternidad.

Jung cuenta todo esto en sus memorias, escritas poco antes de morir. Fue esta experiencia, señala, la que le dio la fuerza para completar “mis obras principales”. “El conocimiento, o la visión del fin de todas las cosas me dieron valor para nuevas formulaciones”. 

Quedaban por escribir sus grandes obras sobre la alquimia, el arquetipo del sí mismo y el problema del mal, Mysterium Coniunctionis, Aion y Respuesta a Job, discutiblemente las obras claves -sin contar el Libro Rojo– en la psicología analítica de Jung, que se revela más como una continuación de la tradición de la magia, la alquimia y hasta del gnosticisimo en algunos aspectos.

Lo fundamental de la visión de Jung -y lo que la conecta con Bulgakov*- es que para él la muerte, “el fin de todas las cosas”, se reveló como una boda sagrada, una conjunción alquímica de los opuestos, todo el universo un inmenso “jardín de granadas”, una especie de tálamo nupcial que se prepara para esa boda. 

Bulgakov fue más discreto que Jung, pues consideraba que su visión no podía y no debía ser articulada en palabras. Sin embargo, su última obra La Esposa del Cordero trata justamente sobre escatología y particularmente sobre la noción cristiana que se encuentra en San Pablo de que Dios será “todo en todos”, lo cual relaciona con la visión del Apocalipsis de Juan, el último libro de la Biblia, que cierra justamente con un llamado a ser parte de la boda santa entre el Cordero (Jesús) y su Esposa (la Iglesia). 

Este matrimonio, para Bulgakov, quien defiende una visión de salvación universal, no estaba limitado a un grupo reducido de “elegidos”, era algo destinado para la totalidad de las almas e incluso, en su visión sophiológica, para todo el universo, que habría de sufrir una deificación.

Tanto Jung como Bulgakov imaginaban el final de todas las cosas como un eterno matrimonio, oficiado por el Espíritu, de dulzura indescriptible. Y quizá la muerte -en su vistazo a través del ojo del ángel- era ya una anticipación, un vislumbre de esa unión divina, un microcosmos del Apocalipsis. 

En La Esposa del Cordero, Bulgakov escribe “la muerte es la liberación del alma de las ataduras del cuerpo y es una gran consagración, una revelación del mundo espiritual”. Y añade: “esta revelación del mundo espiritual en la muerte es una gran alegría y una inefable celebración para aquellos que fueron separados de él en esta vida y lo anhelaron, y un inexpresable terror, sufrimiento y tormento para quienes no quisieron este mundo espiritual, no lo conocieron y lo rechazaron”. 





 Este sufrimiento, sin embargo, no es la condena de un infierno eterno o una “perdición”, es para Bulgakov sólo la purificación o purgación -“el juicio”- del alma en su proceso inevitable de deificación o unión con Dios. En otras palabras, todos son invitados a la boda universal con Dios y todos serán parte del cuerpo espiritual de su Esposa, sólo que algunos deben pasar antes a bañarse y arreglarse para el supremo evento.


diciembre 3, 2018

Twitter del autor: @alepholo

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