Sobran los testimonios acerca de la buena relación personal entre el juez Castro y el fiscal Horrach, artistas invitados de la actualidad por cuenta de la infanta Cristina.
El propio fiscal ha declarado públicamente que sus discrepancias son puramente jurídicas. Nadie lo diría después de leer su recurso contra la imputación de la Infanta dictada por Castro. Le atribuye al juez la intención de deformar la verdad para ajustarla a sus expectativas personales y dispensar a la infanta un “trato discriminatorio”. Y eso va más allá de una mera discrepancia jurídica.
Son acusaciones graves. Una, discriminar a un justiciable. Otra, deformar la verdad por razones subjetivas. Dos pedradas contra la conducta del juez Castro que, dicho sea de paso, alimentan la campaña de desprestigio contra él. En ambientes políticos y judiciales ya se refieren a él como un nuevo juez estrella, en claro paralelismo con Baltasar Garzón. Hablo de campaña sorda. No explícita. En ciertos centros de poder, me cuentan, hasta se desea que cometa errores de procedimiento que puedan convertirse en eventuales causas de nulidad.
La imputación de la infanta Cristina y la propia discrepancia entre el juez Castro y el fiscal Horrach, a expensas de lo que finalmente decida la Audiencia Provincial de Palma, son síntomas de salud democrática en un Estado de Derecho
Se insiste mucho en su condición de juez del cuarto turno (acceso a la Judicatura como jurista de prestigio), a lo cual se atribuyen los errores que supuestamente ya ha cometido en la instrucción del caso. Sin embargo en el Consejo General del Poder Judicial ya han surgido voces que apuntan a lanecesidad de atajar las críticas más o menos explícitas contra un magistrado con 36 años de ejercicio profesional, que en estos momentos ocupa el puesto número 216 en el escalafón de los 5.000 jueces en ejercicio.
Si el recurso del fiscal Horrach alienta la campaña de desprestigio contra el juez Castro, la singular discrepancia entre ambos (no es normal ver a un fiscal en el papel de defensor) alienta en la calle el debate sobre el futuro de la Corona y crea las condiciones para su apremiante modernización. Servidor siempre ha sostenido que en el casoUrdangarin debería verse una oportunidad de avanzar en la transparencia y ejemplaridad exigible a las instituciones y a quienes las representan. Una prueba: la Casa del Rey ya ha hecho de la necesidad virtud al pedir que se le aplique la futura Ley de Transparencia.
Por las mismas razones, la imputación de la infanta Cristina y la propia discrepancia entre el juez Castro y el fiscal Horrach, a la espera de lo que finalmente decida la Audiencia Provincial de Palma, son síntomas de salud democrática en un Estado de derecho. Siempre que no se confundan las desventuras de la Infanta o las de Urdangarin, incluso las del Rey, si se me apura, con el futuro de la Monarquía parlamentaria, una institución clave de nuestro ordenamiento jurídico-político. Su futuro transciende a las personas que la representan. Sería deseable que el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, lo dejara claro de una vez por todas. A ser posible, en sede parlamentaria.
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