“Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz”, San Juan XII, 36, 46
Hacia el año 1200 existía en el Languedoc (sudeste de Francia) una extraña corriente religiosa. Sus seguidores eran llamados cátaros u hombres buenos. Fundamentalmente maniqueistas, creían que el mundo se dividía en dos corrientes opuestas: La del bien y la del mal. A pesar de pertenecer a la Iglesia de Roma, no creían en la muerte de Jesús a manos de los romanos, por ello nunca usaron el símbolo de la cruz.
Los sacerdotes del movimiento cátaro eran denominados los perfectos u hombres puros. Con sus largos trajes negros recorrían los caminos por parejas ayudando a todo el que se lo pidiera, tanto en las labores del campo como a nivel espiritual. Para esto último, llevaban siempre una copia del Evangelio de San Juan, el único auténtico para ellos. Con esa filosofía de vida, unida a su austeridad y total desapego de las riquezas materiales, se ganaron grandes simpatías, tanto de los caballeros y nobles como del pueblo llano, donde eran aceptados plenamente.
En el mundo de opresión, injusticias y sufrimientos de la baja Edad Media, su atractiva filosofía liberadora pronto se propagó a casi toda Europa, contando con miles de adeptos en Francia, Alemania, el norte de Italia y España, lo que preocupó seriamente al poder en Roma. Si a esto unimos el que se dieran a conocer algunas de sus más profundas creencias, como la de que Lucifer, el portador de luz al que ellos llamaban Luzbel, era un ser benefactor para el hombre, tenemos los motivos por los que el papa Inocencio III los declaró secta herética.
Así, en enero de 1208 comienza la cruzada albigense, el asedio y genocidio de los más importantes enclaves cátaros. Para ello el Papa contó con el apoyo militar del rey de Francia, Enrique IV. La resistencia cátara fue cayendo ciudad tras ciudad a lo largo de más de 40 años. Por ejemplo, en el saqueo de Beziers se calcula que en un sólo día fueron pasados a cuchillo y quemados más de siete mil almas entre hombres, mujeres, niños y ancianos. Cuando uno de los cruzados le preguntó al Sumo Pontífice como distinguirían a los herejes de los cristianos, éste respondió: “¡Matadlos a todos, que Dios ya separará a los buenos!”.
Finalmente, los últimos hombres puros fueron sitiados en el reducto-fortaleza de Montsegur, en los Pirineos franceses. La montaña de Montsegur, increíblemente escarpada y cortada casi a cuchillo, está coronada en su cima por un castillo que en el año de 1243 era la capital del movimiento herético. Rodeado de precipicios infranqueables, su conquista era casi imposible. Tras diez meses de lucha, en el interior del castillo sobrevivían aún quinientas personas rodeados por 20.000 soldados que esperaban el momento de la rendición.
Los cátaros recibieron armas, víveres y dinero provenientes de toda Europa, posiblemente a través una intrincada red de túneles que habían construido en el interior de la montaña. Por esta misma vía salvaron el tesoro cátaro. Según consta hoy en día en las actas de la Inquisición, en 1243 los cátaros Pierre Bonet y Matheus fueron los encargados de salvar el tesoro material, consistente en grandes sacos de piedras preciosas y monedas de oro. Entregaron todo al perfecto Pons-Arnaud de Castelverdun, señor de la región del Sabarthes, donde están situadas las cuevas en las que más tarde se refugiarían los últimos cátaros.
La noche del 16 de enero de 1244, las hordas del Papa entraron en Montsegur. Se llevaron a todos los ocupantes encadenados montaña abajo hacia un descampado, donde les esperaba una inmensa hoguera. Desde entonces es conocido como el Camp des Cremats (campo de los quemados). Doscientos cinco perfectos y perfectas comenzaron a entonar unos cánticos que no cesaron hasta que el humo y el fuego acabaron con sus vidas, según se puede leer en los archivos de la inquisición.
En estos mismos documentos se puede leer como la noche de la caída de Montsegur, cuatro valientes cátaros cubiertos de paños de lana se descolgaron mediante cuerdas de la cima de la montaña por la garganta vertical de Lasset (la más inaccesible de Montsegur), portando con ellos algo de vital importancia. Las actas sólo recogen el nombre de tres de ellos: Amiel Alicart, Hugo y Poitevin. Horas mas tarde, y mientras sus hermanos son quemados en la hoguera, un fuego es encendido en la nevada cumbre del monte vecino de Bidorta, tal y como habían pactado.
Señal inequívoca de que el tesoro espiritual de la fe cátara estaba a salvo. Pero si el oro y la plata ya habían sido trasladados del castillo hacia casi un año, ¿En que consistía el llamado tesoro espiritual? Quizá se trataba de documentos y del auténtico Evangelio de San Juan que, según algunos historiadores, estaba en poder de los cátaros. ¿O Quizás había algo más?
http://www.proyectopv.org/2-verdad/caidamontsegur.htm
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