En el siglo XIX los aranceles proteccionistas establecidos por el Gobierno de España permitieron el despegue de la industria catalana
Por José Alberto Cepas Palanca.-
ANTECEDENTES.
La industria textil fue la primera en alcanzar un rápido crecimiento en los procesos de la revolución industrial europea. La sustitución de materias primas tradicionales, seda y lana, por el algodón, abarata los costes de producción, lo que permite el gran consumo de las masas y, de esta forma, aprovechar las economías de escala. Desde 1745-1750 se desarrolla en Cataluña una industria textil que tiene su origen en la acumulación de capitales en la agricultura. El comercio colonial de la Monarquía Hispánica, especialmente Cataluña y que abarcaba toda Hispanoamérica, islas Filipinas, Marianas, Carolinas, Guam, Palao y otras de menor entidad, permitió entrar en una etapa de crecimiento basado en las ventas a Ultramar de vinos, aguardientes y textiles. Antes de 1820 el azúcar cubano se convirtió en el flete de retorno de los barcos catalanes (la piratería hacía desaconsejable repatriar oro y monedas) y de aquí se pasó al comercio de esclavos que sobrevivió hasta 1860, mucho después de que se declarase ilegal el tráfico negrero.
Barcelona se convertiría además en centro de reexpedición de mercancías, tanto hacia el interior de la península como hacia el Mediterráneo, aprovechando la complementaridad de los mercados de importación de cereales y de exportación de coloniales. Sin embargo, con la prohibición de importar granos se destruye este modelo comercial y después de 1820 el comercio se reorienta, parcialmente, al tráfico triguero con el interior, compitiendo con el puerto de Santander, pero, sobre todo, al algodón que se convertirá en el primer producto comerciado entre 1830 y los primeros años de la década de los cuarenta. Las recesiones vinieron marcadas por las dificultades de comerciar durante las guerras con Inglaterra y por la destrucción de fábricas que significaron, primero, la invasión napoleónica (1808-1814) y, después, la Primera Guerra Carlista (1833-1839) y la epidemia de cólera de 1833-34. Las fases de crecimiento estuvieron marcadas por la puesta en cultivo de las tierras desamortizadas (manos muertas), especialmente durante la década moderada (1844-1854).
Posteriormente este crecimiento se desacelera durante otra epidemia de cólera de 1854-56 y el período de hambruna de 1856-57. Los años de la Revolución Industrial de Cataluña son los comprendidos entre 1841-57. Hacia 1869 la industria textil ya había superado la crisis, disfrutando un período de crecimiento hasta que la Primera Guerra Mundial que generalizada de sobreproducción obligó a la reserva del mercado cubano, como medio de defensa a la competencia extranjera. En 1874 se van a rectificar algunos “excesos democráticos” de la Revolución Gloriosa con la Restauración borbónica de Cánovas del Castillo, ante el peligro que suponen los movimientos populares enardecidos por la crisis económica, en especial los obreros de Cataluña. Pero la independencia de Cuba en 1898 obliga al textil catalán a entrar en la vía nacionalista del capitalismo español que marca la vuelta al mercado interior protegido por el Arancel de 1892 (Cánovas), cuyos derechos se incrementan en un 20%.
El textil, a pesar de su temprano desarrollo en Cataluña, no consigue dar un impulso decisivo para lograr un desarrollo industrial sostenido. La crisis agrícola y pecuaria de fin de siglo va a significar una desaceleración de la producción algodonera catalana y la situación se agravará cuando el tratado comercial con Francia en 1882 permita las importaciones de textiles como contrapartida de las exportaciones de vino durante la filoxera. A finales de siglo, todos los indicios apuntan hacia un textil algodonero que ha perdido la frontera del cambio técnico, continuamente desplazada por los países exportadores, y especialmente por Inglaterra, y esto a pesar de que la mayoría de los telares se importaron de ese país. Después de la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas la situación de falta de competitividad internacional no pudo superarse por la diferencia de costes, las dificultades para dar créditos a los clientes y “las propias disensiones de los industriales del ramo”. La mala situación duró hasta el paréntesis de recuperación que supuso la Primera Guerra Mundial. La falta de competitividad de la industria española se puso de manifiesto en la incapacidad de generar una oferta de bienes de equipo ni siquiera para cubrir la demanda nacional.
La agricultura comercial había experimentado un desarrollo durante el siglo XVIII. Durante el siglo XIX, la nueva situación le prestó nuevos ímpetus, pues las propiedades recién compradas carecían del apego sentimental de los mayorazgos familiares. Los compradores no eran los señores feudales de los señoríos, sino inversores que procuraban beneficios. Querían productos que pudieran vender en el mercado nacional o en el extranjero; trigo, aceite de oliva, jamón y lana. Un nuevo arancel en 1825, que evitó eficazmente la entrada de cereales del extranjero, les ayudó, porque forzaba a las regiones costeras a comprar el trigo castellano. En 1836, los liberales abolieron la Mesta, cuyos privilegios habían sido atacados durante el siglo XVIII. La cría de ovejas continuó siendo una actividad importante, animada por la expansión de la industria de la lana de Cataluña. En las sierras centrales existían importantes rebaños, mientras que en el oeste las ovejas continuaban su trashumancia entre norte y sur. El largo bache económico sufrido llegó a su fin después de 1840 favorecido por la paz interna de Narváez (1800-1868). Los fabricantes catalanes introdujeron el vapor como fuente de energía y la nueva maquinaria de hilado y tejido. Se crearon modernas fábricas textiles en Barcelona y en otras ciudades más pequeñas de Cataluña, que concentraron a un número creciente de trabajadores en un menor número de factorías.
En 1847 había 97.000 trabajadores en la industria del algodón, en 1860, unos 125.000. Cataluña hizo de España la cuarta nación del mundo en la manufactura del algodón, después de Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Habiendo perdido su mercado en América, la industria local de la seda no adoptó la nueva maquinaria y fue incapaz de superar la competencia de Francia. La oligarquía agrícola del centro y sur tenía unos intereses diferentes a los de la élite industrial del norte y este. Surgió entonces, en 1851, un problema con el arancel. Los productores agrícolas se beneficiarían del libre comercio que les ayudaría a exportar sus productos a Inglaterra y otros países industrializados, mientras, por el contrario, las nacientes industrias vascas y catalanas necesitaban protección. En 1845 (reinado de Isabel II), el ministerio moderado propuso abandonar el rígido sistema proteccionista heredado del Antiguo Régimen. Los fabricantes catalanes pusieron el grito en el cielo consiguiendo una concesión en 1849.
Fábrica catalana (1929). Durante los siglos XIX y XX los industriales catalanes consiguieron que el Estado impusiera fuertes aranceles a las importaciones.
Desde entonces, aun cuando no se prohibió ningún artículo concreto, los fabricantes nacionales estuvieron protegidos con altos aranceles. El compromiso mantuvo a los industriales catalanes contentos con el nuevo orden, pero comenzaron a desconfiar de los agricultores castellanos.
En 1866 (gobierno de Narváez), España vio empeorada su situación económica, porque era parte de una depresión económica general de Europa, provocada por la escasez de algodón bruto en los Estados Unidos durante su Guerra Civil. Las fábricas de algodón catalanas se encontraban paradas, y se interrumpió la entrada de capital extranjero. Los trabajadores comenzaron a impacientarse, y los demócratas obtuvieron apoyo en Barcelona y entre los agricultores pobres de Andalucía, perjudicados por las pérdidas de las tierras comunes. Durante la época del general Juan Prim (1814-1870), los progresistas fortalecieron inadvertidamente las tendencias descentralizadoras de Cataluña. Basados en la doctrina del liberalismo económico y llevado por un deseo de reavivar la economía nacional a través de la exportación de productos alimenticios y minerales, se redujeron los aranceles. No hacían sino seguir al resto de Europa que se inclinaba desde 1846 hacia el libre comercio y, especialmente, desde 1860.
El “arancel Figuerola”, (creador de la peseta), abolió las prohibiciones de importación y estableció unos derechos de aduana que se rebajarían hasta un máximo de un 15%, con reducciones graduales desde su nivel actual (Base 5ª), que comenzarían en 1876. Los fabricantes catalanes protestaron diciendo que sus industrias iban a la ruina. Desde la pérdida de las colonias americanas en el continente, se habían enriquecido dentro de un cerrado mercado nacional que incluía a Cuba, Puerto Rico y las islas Filipinas. Habían procurado influir sobre el gobierno central para asegurarse su protección y habían luchado con éxito contra el peligro; la imposición de aranceles más bajos en la década de 1840. Tras el arancel Figuerola, un número creciente de ellos comenzó a considerar las ventajas de la autonomía local. La proclamación de la República en febrero de 1873 fortaleció la oposición contra el poder central en Cataluña y otras regiones. El primer jefe de gobierno republicano, Estanislao Figueras y Moragas (1819-1882), federalista catalán, evitó con grandes dificultades que los gobernantes locales declararan a Cataluña Estado independiente dentro de una confederación republicana. Instó a los líderes locales a que esperaran la convocatoria de una Cortes constituyentes. No pudo ser. Se reemplazó a Figueras por Francisco Pi y Margall (1824-1901).
Anécdota: En una reunión del Consejo de Ministros celebrada el 9 de junio de 1873 y después de numerosas discusiones sin llegar a ningún acuerdo para superar la crisis institucional que atravesaba el país y que le había llevado a sufrir varias crisis de gobierno y numerosos intentos de golpe de estado en menos de cinco meses, al parecer, Figueras había agotado su paciencia y, en un momento de la sesión, el presidente exclamó “Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros” (sic). Acto seguido, abandonó la sala, cogió un tren y se dirigió a Francia.
La mayor industria catalana era el tejido. Los fabricantes catalanes, atemorizados por la perspectiva del arancel de libre comercio de 1869, que entraría en vigor en 1876, se encontraban entre los partidarios de la restauración borbónica. A cambio, el nuevo gobierno pospuso la introducción del arancel, pero sin rescindirlo. Cuando Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903) intentó aplicar el arancel en los años ochenta, Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) salió en ayuda de los fabricantes, que eran, después de todo, miembros importantes del sistema. En 1891, hizo adoptar un arancel proteccionista y desde entonces la manufactura textil catalana avanzó rápidamente. Pero la independencia de Cuba supuso un duro golpe para la industria del algodón, que perdió no solo un mercado mayor que el que tenía en España, sino a su proveedor principal de materia prima. A partir de 1900 el algodón bruto extranjero fue con mucho la mayor importación del país. A causa de la escasez de carbón y de la geografía montañosa de España, las ¾ partes de la capacidad productiva de electricidad en 1930 era hidroeléctrica, que libró a Cataluña y a otras zonas manufactureras de la dependencia del escaso carbón asturiano e hizo posible la mecanización de pequeñas artesanías y el desarrollo de la industria hacia nuevas zonas. Durante la Primera Guerra Mundial (1914-18) la industria textil catalana se encontró saturada de pedidos extranjeros. Hasta 1875, el nacionalismo catalán fue políticamente radical, pero la amenaza que impuso el arancel de Figuerola de 1869 hizo a los industriales catalanes ser muy “sensibles” ante el posible auge de la autonomía regional.
Después de 1880 comenzaron a subvencionar periódicos y partidos políticos catalanistas, proveyendo así, a los intelectuales regionalistas de una base burguesa y del necesario apoyo financiero. Estos procesos hicieron que los castellanos sintiesen recelo de los objetivos catalanes. Los enemigos de la Primera República (1873-1874) la consideraron una creación catalana, ya que los catalanes se encontraban entre sus dirigentes más señalados. Y los castellanos comenzaron a considerar los altos aranceles como subterfugio de la explotación catalana de los bolsillos de los otros españoles. La cuestión arancelaria enfrentó los intereses agrarios con los manufactureros, dividiendo a la coalición sobre la que se asentaba el orden establecido. A pesar de los esfuerzos de Cánovas para pacificar los problemas catalanes, continuó existiendo allí la base de un serio conflicto político. La Guerra de Cuba y Filipinas sirvió para fortalecer el movimiento. El mayor mercado para los tejidos catalanes era Cuba ya que los capitalistas catalanes habían invertido mucho dinero en las plantaciones de azúcar cubanas
La pérdida de las colonias provocó en Cataluña una grave crisis financiera e industrial, que vino acompañada de agitación laboral. Sus banqueros y fabricantes olvidaron los recientes favores de Cánovas y reprocharon la ineptitud y falta de visión política del gobierno de Madrid que, en su opinión, era incapaz de defender sus mercados mundiales y sus intereses como patronos frente a las clases trabajadoras. Durante la época de José Calvo Sotelo (1893-1936) como ministro de Hacienda de Primo de Rivera, se multiplicaron las barreras arancelarias y las restricciones en los cambios de divisas, se elevó los aranceles de los productos agrícolas e industriales y, a partir de 1926, se prohibió virtualmente la importación de materias alimenticias que compitieran con la producción nacional.
Desde el tiempo de los romanos el mundo mediterráneo ha sido una civilización ciudadana. Los centros urbanos han promovido la evolución de la cultura occidental, mientras que el campo ha estado atado a las tradiciones y costumbres locales. La población rural ha vivido en casi toda España en pueblos, que generalmente van aumentando de tamaño según se acercan al sur. A lo largo de la historia los pueblos han estado dominados por los intereses locales y sus horizontes no han ido más allá de sus límites territoriales.
En el siglo XVIII, como en los pasados, el gobierno real no hizo sino recaudar impuestos y obligar a cumplir el servicio militar, sirviéndose de autoridades municipales. Sólo en contadas ocasiones aparecía un delegado real con su impotente autoridad con el fin de realizar un catastro para el marqués de la Ensenada, o un censo para el conde Floridablanca. De vez en cuando el obispo visitaba los pueblos para vigilar el cumplimiento de los deberes religiosos y el pago de los diezmos. Pero tales acontecimientos no perturbaban el curso normal de la vida. Los habitantes de la ciudad tenían otro tipo de vida. A través de la prensa, la Iglesia, el Estado, los viajes, los sectores más altos de la ciudad urbana estaban en contacto con un mundo que superaba las fronteras nacionales.
La decadencia relativa de la población de la meseta central con relación a las zonas costeras, ya evidente bajo los Austrias, había empezado realmente en el siglo XVII y continuó en el XVIII. Mientras Castilla y Andalucía eran testigos de la expansión de la agricultura a gran escala, la periferia del norte y del este experimentó el desarrollo de la industria. Afectaba al País Vasco, Cataluña y Valencia. Durante siglos, estas regiones habían tenido industrias locales basadas en sus fuentes de riquezas naturales, la manufactura del hierro y cobre en territorio vasco, los tejidos de lanas en Cataluña, y de seda y lino en Valencia. Los mercados de Europa y Latinoamérica eran fácilmente accesibles por mar. La política de los Austrias había prohibido el comercio directo entre las colonias y el norte y el este de España, pero los Borbones cambiaron esta política.
Mientras tanto, la exportación de productos locales como mineral de hierro, nueces, frutas y vino a Europa conseguía capital para invertir en la industria; y la carne y el pescado y los cereales podían importarse fácilmente para abastecer a las poblaciones urbanas en crecimiento. Hasta el siglo XVIII, Sevilla y Cádiz eran los puertos que constituían la salida de Castilla en su monopolio del comercio con América. Pero los fabricantes castellanos no aprovechaban este privilegio. En esos puertos agentes extranjeros cargaban las exportaciones de sus propios países en las flotas de Indias y los exportadores de Europa septentrional introducían sus artículos directamente en los puertos hispanoamericanos, como contrabando. Aunque los industriales del norte y este de España se fueron introduciendo con dificultades en el mercado colonial vía Cádiz, la posición privilegiada de Castilla impedía su expansión. Felipe V rompió el monopolio estableciendo una compañía comercial en San Sebastián, en 1728, con el derecho exclusivo del comercio con Venezuela.
En 1755, una compañía de Barcelona recibió el privilegio real del comercio con las islas menores de las Antillas. Por último, Carlos III (1716-1788), influido por su ministro de Hacienda, Pedro Rodríguez de Campomanes y Pérez (1723-1802), puso fin a los privilegios comerciales conferidos a ciertos puertos. Entre 1765 y 1778 se autorizó el comercio entre todos los puertos principales españoles y las colonias (excepto México, que siguió perteneciendo al monopolio de Cádiz durante otra década más). Al mismo tiempo hizo más estrictas las regulaciones contra los contrabandistas. Estas medidas favorecieron a los industriales del norte y del este, cuyo comercio con las colonias ascendió notablemente en la década de 1780.
Carlos III fomentó también la industria aboliendo las leyes restrictivas. Hasta ese momento la producción industrial se había regulado a través de gremios, que tenían el monopolio local de sus productos y se resistían a toda innovación. Campomanes esperaba fomentar la producción entre un gran número de artesanos y mujeres independientes permitiendo el ejercicio libre de las artes y oficios. Una serie de edictos reales rompió el monopolio de los gremios. Su efecto no fue tanto estimular a los pequeños productores como posibilitar el crecimiento de fábricas cuyos empleados no pertenecían a los gremios. Los comerciantes emplearon también el sistema doméstico, consistente en la financiación de pequeños artesanos, a quienes suministraban los materiales y compraban sus productos. El sistema doméstico se difundió dentro del sector textil y metalúrgico. Las regiones costeras del norte y del este con tradición manufacturera se beneficiaron más con la nueva legislación del “dejar hacer”.
En Cataluña, una de las regiones algodoneras de mayor ritmo de crecimiento de Europa, se desarrolló junto a la industria lanera tradicional. Las “indianas” catalanas, tejidos de algodón estampados, constituyeron una notable parte de la exportación a las colonias y al interior de la península. En la década de 1780, el País Vasco con sus forjas y astilleros, y Cataluña y Valencia con sus telares, formaban parte de las regiones más prósperas de Europa. Los Borbones no favorecieron a las áreas periféricas porque ya no temían una rebelión de las tierras no castellanas y deseaban fortalecer a España para desafiar a la rivalidad colonial de Inglaterra y las otras potencias europeas. Se esforzaron también en reavivar la industria castellana y, establecieron fábricas reales en la Europa Central. La geografía se opuso a sus propósitos porque el coste del transporte a través de las montañas impedía las exportaciones. Los reyes construyeron una serie de carreteras radiales desde Madrid hacia el norte, este, sur y oeste de España; hacia Francia, los puertos principales y hasta Lisboa. A pesar de estos esfuerzos, el centro carecía de una industria importante y sin otra ciudad grande que Madrid, que floreció como sede del gobierno real.
Antes de seguir hay que aclarar que el librecambio promulga un comercio a gran escala, en donde la economía es lo más importante. Los países supuestamente están en libertad de intercambiar y a su vez de lucrarse con lo que vendan y les paguen, pero, el problema está en que difícilmente pueden regular el mercado mediante leyes y se termina generando una explotación y una pobreza mayor en el sector obrero. El librecambismo tiende a bajar los precios (hace competir a los productos interiores con los exteriores), aunque también sufrirán más las fábricas (y los puestos de trabajo) interiores.
El proteccionismo, en cambio, proclama reducir las medidas realizadas por el librecambismo, mediante leyes que protejan el Estado y un fortalecimiento de sectores básicos como el de la salud, educación y el del empleo; por tanto el proteccionismo busca que sea el Estado el garante de estos recursos. El proteccionismo es más suave que el librecambio, siendo las dos teorías, doctrinas liberales. El proteccionismo protege a los productos nacionales (al poner aranceles a los exteriores, estos son más caros), protegiendo así el empleo del país. Sin embargo, al eliminar la competencia real con el extranjero, las empresas nacionales no tendrán aliciente para innovar o bajar sus costes (y por ello sus precios). Esto genera productos peores y, a la larga, inflación (subida de precios).
Ningún país es totalmente proteccionista o librecambista. España, por ejemplo, es librecambista con toda la Unión Europea y proteccionista con otros países.
http://www.alertadigital.com/2015/08/21/el-arancel-catalan/
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