El Gran Hedor fue un período, en el verano de 1858, durante el cual el olor de los residuos humanos vertidos al río Támesis fue muy penetrante en el área central de la ciudad de Londres.
Aunque en 1800 Londres ya era una de las ciudades más populosas del mundo, aún era posible pescar salmones en el Támesis. Por entonces, ya había numerosas voces que llamaban la atención sobre la estrecha relación que, a su juicio, unía el poder contar con un adecuado suministro de agua potable con el descenso en la incidencia de las enfermedades.
Esta idea tuvo que enfrentarse a quienes consideraban que, en definitiva, era el libre mercado el que debía regular la red entre las distintas empresas existentes, pero ya en 1855 se creó el Consejo Metropolitano de Obras, el primer órgano municipal con competencias sobre toda la ciudad, para regularlo.
Sin embargo, quienes veían en esta fundación una intromisión intolerable del Estado en la iniciativa privada, impidieron que pudiera trabajar de forma eficiente.
Desde 1815 se permitía que los desechos domésticos fueran evacuados de los pozos negros –no había alcantarillas– al Támesis, con lo que los desperdicios humanos eran arrojados al río y luego esa agua era bombeada de nuevo a los hogares para beber, cocinar y bañarse.
En la década de 1840, el cólera se extendió por Londres debido al agua contaminada. E incluso el marido de la reina Victoria perdió la vida a causa de una fiebre tifoidea, otra de las epidemias que se vivió en el Londres decimonónico.
Antes del Gran Hedor había alrededor de 200.000 pozos negros en Londres. Vaciar uno costaba un chelín, un precio que el londinense medio no podía costear. Por ello, la mayoría de los pozos negros fueron fuentes de hedor.
Parte del problema se debió a la introducción de inodoros para reemplazar las bacinillas que la mayoría de los londinenses utilizaba.
Esto incrementó en gran medida el volumen de agua y desperdicios vertidos en los pozos negros. Con frecuencia, estos rebosaban hacia los desagües de las calles, diseñados para recoger sólo el agua de la lluvia, transportando así vertidos de fábricas y mataderos y contaminando la ciudad antes de descargar en el Támesis, que, lleno de inmundicia, había bajado mucho su nivel, lo que dejaba desperdicios en la orilla.
Londres era una ciudad muy diferente a las grandes urbes modernas del siglo XIX porque carecía de un sistema de alcantarillado completo y muchos de sus pobladores aún dependían de las fuentes de agua que les brindaba la topografía natural. Una población creciente, alimentada por el crecimiento económico de la ciudad, estaba a punto de sobrepasar las capacidades físicas de ésta para abastecer adecuadamente a sus pobladores.
Aquel verano de 1858 resultó ser particularmente cálido y seco, luego de varios años de lluvias abundantes.
El ambiente cálido de aquel verano fue un clima ideal para la aparición de bacterias, lo que convirtió la ciudad en un infierno, en la que el Parlamento tuvo que cerrar y el caos de esa situación insalubre duró diez años.
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