Hace un par de semanas Arcelia, una de las estudiantes más brillantes que he tenido en mis clases, me invitó a la graduación del estudiantado latino en la Universidad de California, San Diego. La “graduación de la Raza” es un evento siempre entrañable y extraordinario, organizado afuera de la masificada ceremonia general de la universidad, para que los padres de estas y estos estudiantes, en su mayoría de extracción humilde, puedan celebrar que sus hijos e hijas sean los primeros de la familia en obtener un título universitario.
En la mesa de Arcelia me encuentro con dos de sus amigos Carlos y Roberto (por razones obvias los nombres no necesariamente coinciden con los nombres reales). Al principio la conversación transcurre entre bromas y chascarrillos, mientras esperamos la comida, las actuaciones musicales y el momento en que Arcelia pronunciará su discurso. Pero a medida que avanza la noche empezamos a discutir más en serio con Carlos y Roberto sobre el papel que han jugado los latinos y latinas en la última elección de Obama; coincidimos en la necesidad de que la mayoría latina deje de ser una clase en sí misma, para transformarse en una clase para sí misma, apropiándonos de la conocida formula de Marx. Somos el gigante dormido, pero no somos conscientes de nuestra fuerza, del potencial político que tendría que habláramos con una sola voz y actuáramos con un solo corazón. Pero la unidad y la conciencia se hacen difíciles cuando el miedo a la deportación y la falta de oportunidades acosan constantemente. Y es que la frontera no sólo es el aparato de vigilancia militar con sus cámaras infrarrojas, sus alambradas electrificadas y sus estructuras policiales; la herida que separa, por ejemplo, San Diego y Tijuana. Es también una frontera psicológica que acompaña al migrante cuando cruza la frontera, una barrera internalizada e invisible que, sin embargo, contribuye decisivamente a la producción de cuerpos dóciles, moldeados por el terror cotidiano que impone la violencia de las políticas migratorias de los Estados Unidos y sus fuerzas estatales y paramilitares.
A medida que avanza la noche la conversación se hace más íntima y más intensa, tanto que Roberto se siente con la confianza de decirnos que es uno de los once millones de indocumentados que viven y trabajan dentro de las fronteras de los Estados Unidos. Lo más llamativo es que, desde fuera, entre Carlos y Roberto no hay prácticamente ninguna diferencia. Los dos tienen el mismo brillo de la juventud en los ojos, son articulados, inteligentes, incisivos transitan sin problemas de inglés al español y hacen chistes en la frontera entre los dos idiomas como buenos chicanos que son. La única diferencia entre ellos es que uno tiene papeles y el otro no. Esta realidad es, como ya he señalado, una frontera invisible que el indocumentado carga sobre sus hombros todos los días, una libertad restringida y sometida permanentemente al miedo y el peso de ser deportado a un país que, siendo el propio de origen, no deja de ser relativamente extraño pues muchos de los migrantes de esta generación de “dreamers”, literalmente soñadores en referencia al “Dream act” que nunca pasó, vinieron a los Estados Unidos muy jóvenes, incluso recién nacidos.
Roberto nos explica, por ejemplo, como tuvo que renunciar a ir a una de los campus del sistema de la Universidad de California, porque estaban demasiado lejos de su casa y a su madre le daba pavor que lo deportaran. De casa a la universidad y de la universidad a casa por calles conocidas y familiares siempre con la vista puesta en la migra o en el recientemente creado ICE (Immigration Custom Enforcement por sus siglas en inglés), sin poderse tomar una cerveza a la noche, por si le piden los papeles a la salida de un bar o una discoteca, sin poder ser irresponsablemente joven como cualquier joven. Sí, la frontera se traga casi todas las ilusiones y los sueños, también los de la juventud. Los comportamientos y las expectativas que asumimos como naturales, los rituales inconscientes, los movimientos más inocuos y banales se tornan privilegios inasumibles para el que vive en el espacio liminal y subhumano de la no ciudadanía. Las cosas más sencillas, incluso venir a San Diego desde Los Angeles para la graduación de una amiga son un potencial riesgo, porque en San Clemente, en la autopista 5, hay un control de la patrulla de inmigración donde te podrían parar y deportar.
Pese a todo, Roberto consiguió graduarse con su título en historia, pero no puede conseguir un trabajo al nivel de sus estudios, porque tiene un número de la seguridad social falso que sólo puede utilizar en ciertos trabajos, generalmente los peor pagados, porque el terror no responde a la maldad congénita de los gringos, es una estructura de poder destinada a facilitar la explotación de las y los trabajadores migrantes. Esta situación de terror psicológico que produce la frontera interna, el incesante ritmo de deportaciones acontecido desde la llegada de Obama a la Casa Blanca (más de medio millón, más que ningún otro presidente anterior), ha sido maravillosamente capturada en el video del grupo californiano Santa Cecilia. El video titulado “Ice/El hielo” está dirigido por Alex Rivera --autor de uno de una de las mejores películas sobre la frontera, Sleep Dealer-- y en el aparecen distintos migrantes indocumentados que son miembros de la organización, “Not One More”, ni un deportado más [1]. De la opresión y la miseria también pueden brotar la belleza y la dignidad, pruebas de que, pese a todo, el espíritu de la “raza” se mantiene vivo y de que, a pesar de las intolerables condiciones de opresión en que viven, los migrantes indocumentados se niegan a ser simplemente víctimas pasivas. De hecho, como se relata en un programa de la radio pública, This American Life, hay jóvenes indocumentados como Viridiana Martínez o Jonathan Pérez que han llegado incluso a autodenunciarse, arriesgándose a ser deportados, para que les lleven a un centro internamiento de inmigrantes y así poder denunciar desde dentro los abusos e incumplimientos de la ley [2]
Este es el contexto de la reciente reforma migratoria que aprobó el Senado la semana pasada, pero pese a las celebraciones, la reforma, como dice el compañero de Unión del Barrio, Harry Simón, es una píldora envenenada. A cambio de regularizar a parte de los 11 millones de Latinos indocumentados (no se trata de darles inmediatamente la ciudadanía, sino de administrársela a cuentagotas en función de su comportamiento, vale decir de su docilidad), el senado se compromete a gastar 46 billones, con be, de dólares en la militarización de la frontera. Ese dinero será utilizado para construir 700 millas más de frontera con sistemas de vigilancia hipertecnológicos, promover el uso de vuelos no tripulados y elevar el número de agentes de inmigración hasta llegar a los 40,000, mucha más presencia militar, por cierto, que en la frontera entre las dos Coreas. Por mucho que insistan en la retórica de la doctrina de seguridad surgida después de los atentados del 11 de septiembre, la militarización de la frontera no tiene nada que ver con la seguridad de los ciudadanos de los Estados Unidos, sino que se trata más bien de un negocio y un dispositivo de poder que sin ningún lugar a dudas va traer más muerte y más violencia a una región ya de por sí marcada por el sufrimiento y la muerte que provoca la maquina exterminadora de la frontera.
Desde que Clinton implementara la “Operación Guardián” en los años noventa, lo único que se ha conseguido con la militarización de la frontera es que mueran cada año más personas bien por la dureza de las condiciones para cruzar por el desierto de Arizona bien por la acción directa o indirecta de las patrullas migratorias y de grupos paramilitares como los Minutemen. Uno de los ejemplos más flagrantes de lo que digo es el caso de Anastasio Hernández Rojas. Hernández Rojas llegó a los Estados Unidos a los 16 años y trabajó durante 27 años en la construcción hasta que el estallido la burbuja inmobiliaria le dejó desempleado en el 2008. Anastasio, casado y con cinco hijos, fue arrestado por un robo menor en una tienda y deportado al verificarse que no tenía papeles. Como muchos otros migrantes que tienen una vida hecha de este lado de la frontera, Anastasio cruzó de vuelta a los pocos peses y fue detenido de nuevo por la patrulla del ICE e internado en uno de los múltiples centros de inmigración que existen en el país. Estos centros, como la frontera, son espacios regidos por el “estado de excepción”, es decir, espacios donde las garantías legales están suspendidas y el Estado asume su derecho a almacenar cuerpos y decidir sobre la vida y la muerte de los mismos. De acuerdo con esta lógica, Anastasio fue maltratado en el centro de inmigración y cuando trató de hacer valer sus derechos y pedir el nombre del agente que lo había golpeado, se encontró con que éste se encargo de conducirlo personalmente y a rastras hasta el cruce de San Isidro para deportarlo. Un nuevo documental de la cadena PBS muestra un estremecedor video filmado por varios testigos en el que se ve el cuerpo de Anastasio rodeado por una veintena de agentes de la migra pateando su cuerpo e infringiendo sobre él múltiples descargas eléctricas con pistolas laser que acabaron con su vida [3].
Anastasio Hernández fue linchado por los agentes de la migra del lado de México. Lo que podemos esperar de la militarización de la frontera es más Anastasios, más muertes, más linchamientos y más deshumanización de los pueblos migrantes, culpables solamente de tratar de escapar de una situación de miseria en sus países causada en buena medida por los mismos que les esperan del otro lado de la frontera para mercantilizar su vida o lincharles si desobedecen o se les ocurre luchar por sus familias y sus derechos. El problema es cómo explicarles a los 11 millones de indocumentados que hay compromisos que matan, literalmente. Adriana Jasso, militante de Unión del Barrio, me cuenta lo difícil que es para esta y otras organizaciones posicionarse en relación a la cuestión de la reforma migratoria, ¿cómo decirle a Roberto que siga cargando con la frontera invisible a cuestas, que siga siendo menos que humano, que viva con la incertidumbre pisándole los talones, porque su libertad es a cambio de más muerte y más miseria para los que vendrán después y para los que ya están? ¿Con que derecho le pedimos a toda una generación que esperen para poder vivir con dignidad?
Y, sin embargo, la reforma migratoria es un chantaje sangriento, incluso en su versión actual, porque cuando se coteje con la versión del congreso, dominada por los republicanos, será incluso más regresiva. La prueba de que es un chantaje es que quienes la lideran son los congresistas cubanoamericanos Bob Menéndez y Marco Rubio, personas cuyas trayectorias como “refugiados políticos” con papeles y privilegios nada tiene que ver con las vidas de Anastasio Hernández, Roberto, Viridiana Martínez o Jonathan Pérez. Podrán hablar la misma lengua y tener el mismo color de piel, pero están en esto por las comisiones del complejo industrial militar y porque su partido necesita el voto latino para poder volver a gobernar. Y, sin embargo, sigue siendo difícil posicionarse contra la reforma y su “peor es nada” diseñado para dividir a la raza. No deja de ser común escuchar a quiénes ya agarraron papeles decir, “es que ya somos muchos”, como si no tuvieran derecho a ser más, a venir todos a una tierra que hasta el despojo de 1848 era México. Es difícil sacar conclusiones categóricas frente a la reforma migratoria, pero si podemos evocar aquí la poesía futurista del artista “undocuqueer”, Yosimar Reyes, “One day they will know our names”, “un día se sabrán nuestros nombres”:
“One day they will know our names
One day they will look back at their history
Read about the atrocities,
the things they said about us,
the way they treated us
They will examine the detention centers
Their laws, their very system
We will become chapters on a textbook,
Another story to tell,
Another civil rights movement,
They will give us holidays,
Declare parades
Call us American heros,
They will shout our names
Their hearts will be filled with hope
When they sing our songs
They will call us martyrs and freedom fighters
And they still won´t get it.
They won´t understand that we have been fighting this war for more than 500 years."
Algún día se sabrán nuestros nombres,
Algún día se volverán a mirar su historia,
Leerán sus atrocidades,
Las cosas que dijeron de nosotros,
Como nos trataron,
Examinarán los centros de detención,
Sus leyes, su propio sistema.
Nos transformaremos en capítulos de libros de texto,
Otra historia que contar,
Otro movimiento de derechos civiles
Declararán vacaciones en nuestro nombre
Nos llamarán héroes,
Gritarán nuestros nombres,
Sus corazones rebosarán esperanza
Cuando canten nuestras canciones
Nos llamaran mártires y combatientes de la libertad,
Y no entenderán nada,
No entenderán que hemos estado luchando esta guerra durante más de 500 años” [4]
Sin pasado no puede haber futuro, sin memoria no habrá justicia, no podemos querer simplemente un futuro con una escuela que se llame Anastasio Hernández Rojas, no queremos sus migajas, sus monumentos inertes destinados a lavar su culpa, no podemos desear una libertad asentada sobre otras muertes futuras. Deberíamos aspirar a defender vidas dignas para quiénes ayer, hoy y mañana se ven obligados a malvivir por no tener un trozo de papel o de plástico en el bolsillo. Tal vez eso no se pueda lograr con una reforma, tal vez haga falta una revolución para que seamos nosotras y nosotros quienes recordemos nuestros nombres y los escribamos en los anales de la historia.
N.B. Escrito desde el sur austral, pero con la mirada y el corazón puestos en el norte. Para Rosi Escamilla por enseñarme tantas cosas ahora y siempre, para Adriana Jasso, Harry Simón, Luis Barco, Florencia Orlandoni, Roberto, Arcelia Gutiérrez y tantas otras. No hablo por ellos, pero sus voces están no sólo en esta crónica, sino en mí… para siempre. Venceremos.