Parte I
En Fukushima han desaparecido los núcleos derretidos pero las emisiones radioactivas siguen secretamente supurando.
La dura censura dictatorial de Japón ha ido acompañada de un apagón –exitoso- en los medios corporativos globales a fin de que Fukushima permanezca lejos de la mirada pública.
Pero todo eso no mantiene la radiación real alejada de nuestro ecosistema, nuestros mercados… o nuestros cuerpos.
Las especulaciones acerca del impacto final van desde lo totalmente inofensivo a lo intensamente apocalíptico.
Pero la realidad básica es muy simple: a lo largo de siete décadas, las fábricas de bombas del gobierno [EEUU] y los reactores de propiedad privada han estado arrojando a la biosfera cantidades masivas de radiación.
Se desconocen fundamentalmente los impactos de estas emisiones en la salud ecológica y humana porque la industria nuclear se ha negado rotundamente a estudiarlos.
En efecto, la presunción oficial ha sido siempre mostrar que las pruebas de los daños causados por las bombas nucleares y los reactores comerciales es un asunto de las víctimas y no de quienes los perpetran. Y que, en cualquier caso, la industria saldrá prácticamente sin perjuicio alguno.
Esa mentalidad de “no ver el mal y no pagar el daño” data de los bombardeos de Hiroshima hasta llegar a Fukushima y al próximo desastre… que podría estar sucediendo mientras leen estas líneas.
Aquí van 50 razones preliminares de por qué ese legado radioactivo exige que nos preparemos para lo peor respecto a nuestros océanos, nuestro planeta, nuestra economía y… nosotros mismos.
En Hiroshima y Nagasaki (1945), el ejército estadounidense negó inicialmente que se hubiera producido lluvia radioactiva u otro tipo de daño. A pesar de carecer de datos significativos, las víctimas (incluyendo un grupo estadounidense de prisioneros de guerra) y quienes las apoyaban fueron oficialmente “desacreditadas” y despreciadas.
Asimismo, cuando los ganadores del Nobel Linus Pauling y André Sajarov advirtieron acertadamente sobre el enorme número de víctimas en todo el mundo a causa de las pruebas con bombas nucleares, se les despachó con oficial desprecio… hasta que ganaron en el tribunal de la opinión pública.
Durante y después de las pruebas con bombas nucleares (1946-1963), a las personas que vivían al alcance de los vientos en el Pacífico Sur y en el oeste de EEUU, además de los miles de “veteranos atómicos” de EEUU, se les dijo que sus problemas de salud provocados por la radiación eran imaginarios… hasta que resultaron completamente irrefutables.
Cuando la doctora británica Alice Stewart demostró (1956) que incluso dosis diminutas de rayos X en mujeres embarazadas podrían duplicar las tasas de leucemia infantil, desde el establishment médico y el nuclear estuvieron atacándola durante treinta años, para lo cual dispusieron de amplia financiación.
Pero se demostró que los hallazgos de Stewart eran trágicamente exactos y eso ayudó a alcanzar un consenso en física sanitaria médica de que no hay “dosis segura” respecto a la radiación… y que las mujeres embarazadas no deberán ser expuestas a rayos X ni a una radiación equivalente.
En nuestra ecosfera hay inyectados más de 400 reactores nucleares comerciales sin haber contado con datos significativos que midan su potencial impacto en la salud y en el medio ambiente, y sin establecer ni mantener una base sistemática de datos globales.
Fue a partir los incorrectos estudios de la Bomba-A , iniciados cinco años después de Hiroshima, cuando se conjuraron los niveles de “dosis aceptables” para los reactores comerciales, y en Fukushima, y en más lugares, se ha sido todo lo laxo que se ha podido a fin de salvaguardar el dinero de la industria.
La lluvia radioactiva de la bomba/reactor esparce emisores de partículas beta y alpha que se introducen en el cuerpo y causan daños a largo plazo, que a menudo los patrocinadores de esa industria equiparan erróneamente con las dosis externas menos letales de rayos X/gamma por volar en un avión o vivir en Denver.
Al negarse a evaluar las consecuencias a largo plazo de las emisiones, la industria está ocultando sistemáticamente los impactos sobre la salud de los accidentes de Three Mile Island, Chernobil, Fukushima, etc., obligando a las víctimas a depender de aislados estudios independientes que automáticamente se consideran “desacreditados”.
A nivel amplio, se han sufrido daños en la salud a causa del radio presente en la pintura que hace brillar el dial de los despertadores, por la producción de bombas, por el enriquecimiento/fresado/minería del uranio, por la gestión de los deshechos radioactivos y por otros trabajos radioactivos, a pesar de las décadas de implacable negativa de la industria.
Cuando el Dr. Ernest Sternglass, que había trabajado con Albert Einstein, advirtió que las emisiones del reactor estaban dañando a la gente , miles de copias de su Low-Level Radiation (1971) desaparecieron misteriosamente de su almacén principal.
Cuando el Director Médico de la Comisión para la Energía Atómica (CEA), el Dr. John Gofman, instó a reducir en un 90% los niveles de la dosis del reactor, fue expulsado de la CEA y atacado públicamente, a pesar de su estatus de fundador de la industria.
Miembro del Manhattan Project, y médico responsable de la investigación pionera del colesterol LDL, Gofman llamó más tarde instrumento de “asesinato masivo premeditado” a la industria de los reactores nucleares.
Los controles de chimeneas y otros dispositivos de supervisión fallaron en la central nuclear de Three Mile Island –TMI- (1979), lo que impidió saber cuánta radiación escapó, dónde fue a parar y a quién y cómo impactó.
Sin embargo, a las 2.400 víctimas y a sus familias de lo que el viento arrastró desde TMI, una juez federal les negó un juicio con jurado para una acción popular, diciendo que no habían recibido “suficiente radiación” como para sufrir daños, aunque ella no podía decir ni cuánto fue ni dónde llegó.
Durante la fusión de TMI, la propaganda de la industria equiparó la lluvia radioactiva de la acción del viento con la radiación de una única radiografía de tórax, ignorando el hecho de que esas dosis pueden duplicar las tasas de leucemia entre los niños nacidos de madres irradiadas de forma involuntaria.
El Dr. Stephen Wing, Jane Lee, Mary Osbourne, la hermana Rosalie Bertell, el Dr. Sternglass, Jay Gould, Joe Magano y otros, junto con cientos de testimonios informales, confirmaron los extendidos daños y muertes causados por los vientos que llegaban desde TMI.
El Departamento de Agricultura de Pensilvania y la Baltimore News-American confirmaron los daños radioactivos causados en granjas y animales por las partículas radiactivas llevadas por el viento que llegaba desde TMI.
El propietario de la central de TMI pagó discretamente al menos 15 millones de dólares en daños a cambio del secreto del sumario de las familias afectadas, incluyendo al menos un caso que afectaba a un niño nacido con síndrome de Down.
La explosión de Chernobyl fue de conocimiento público sólo cuando las emisiones masivas llegaron hasta un reactor sueco situado a cientos de kilómetros, lo que significa que –al igual que en TMI y en Fukushima- nadie sabe con precisión cuánta radiación escapó ni hasta dónde llegó.
La continua lluvia radioactiva de Fukushima supera ya en gran medida la de Chernobyl, que a su vez fue mayor que la de Three Mile Island.
Poco después de que explotara Chernobyl (1986), el Dr. Gofman predijo que su radiación mataría al menos a 400.000 personas por todo el mundo.
Tres científicos rusos que recopilaron más de 5.000 estudios, llegaron en 2005 a la conclusión de que Chernobyl había matado ya a casi un millón de personas por todo el planeta.
Los niños nacidos en las zonas de Ucrania y Bielorusia donde llegaron los vientos siguen sufriendo una cifra masiva de mutaciones y enfermedades, como han confirmado un amplio grupo de organizaciones gubernamentales, científicas y humanitarias.
Las estimaciones de muertos a la baja proceden de la Organización Mundial de la Salud, cuyas cifras son supervisados por la Agencia Internacional de la Energía Atómica, una organización de las Naciones Unidas constituida para promover la industria nuclear.
Después de 28 años, la industria de los reactores no ha conseguido aún instalar un sarcófago definitivo sobre la Unidad 4 de Chernobyl, la que explotó, aunque se han invertido ya miles de millones de dólares.
Cuando las Unidades 1-4 de Fukushima empezaron a explotar, el Presidente Obama nos aseguró que la lluvia radioactiva no iba a llegar hasta aquí ni iba a dañar a nadie, a pesar de no tener prueba alguna para hacer esa aseveración.
Desde que el Presidente Obama afirmó lo anterior, EEUU no ha establecido ningún sistema integrado para controlar la lluvia radioactiva de Fukushima, ni una base de datos epidemiológicos para controlar sus impactos sobre la salud… pero sí dejó de registrar los niveles de radiación en el marisco del Pacífico.
Enseguida aparecieron informes sobre anormalidades de tiroides entre los niños de Fukushima, mientras, en Norteamérica, los patrocinadores de la industria nuclear dijeron de nuevo que no se había emitido “suficiente radiación” aunque no tenían ni idea de las cantidades en cuestión.
La industria y la Marina están negando los devastadores impactos sobre la salud de los que informaron los marineros estacionados a bordo del portaviones USS Ronald Reagan, que se encontraba cerca de Fukushima, diciendo que las dosis de radiación eran demasiado pequeñas para causar daños aunque no tienen ni idea del nivel que alcanzaron.
Aunque se produjo una tormenta de nieve en alta mar cuando se derritió Fukushima, los marineros informaron de una nube caliente que pasó sobre el Reagan que arrastraba un “sabor metálico” como el que describieron las víctimas de TMI y los pilotos que arrojaron la bomba sobre Hiroshima.
Aunque se niega que los marineros del Reagan se vieran expuestos a una radiación suficiente como para causarles daños, Japón (al igual que Corea y Guam) negó el acceso del barco al puerto porque era demasiado radioactivo (ahora se halla atracado en San Diego).
A los marineros del Reagan se les impide demandar a la Marina, pero han presentado una acción popular colectiva contra la Tokyo Electric Power (TEPCO), lo cual ha hecho que se unan los propietarios de TMI, a los de las fábricas de bombas, las minas de uranio, etc., para negar cualquier responsabilidad.
Un informe de las “lecciones aprendidas” por el ejército de EEUU de la campaña de limpieza de la Operación Tomodachi de Fukushima señala que “la descontaminación de los aviones y del personal sin que la población se alarme supone nuevos retos”.
El informe cuestionaba la limpieza porque “no se han llevado a cabo auténticas operaciones de descontaminación”, arriesgando por tanto “la potencial extensión de la contaminación radiológica entre el personal militar y la población local”.
Sin embargo, se informaba de que “el uso de cinta adhesiva y toallitas para bebés fue eficaz para la eliminación de partículas radioactivas durante la limpieza”.
Confabulado con el crimen organizado, TEPCO está llevando a cabo sus propias actividades de limpieza reclutando a personas sin techo y a personas mayores para trabajos “calientes” en el lugar, manteniendo las características de esas labores y la naturaleza de las exposiciones como secreto de estado
Al menos 300 toneladas de agua radioactiva continúan vertiéndose cada día en el océano en Fukushima, de acuerdo con las estimaciones oficiales hechas antes de que esos datos se convirtieran en secreto de estado.
Hasta donde puede saberse, las cantidades y composición de la radiación que sale de Fukushima constituyen también ahora un secreto de estado, y las mediciones independientes o las especulaciones públicas se castigan hasta con diez años de prisión.
De igual manera, según Eric Norman, profesor de ingeniería nuclear de la Universidad de Berkeley (California): “No se realizan pruebas sistemáticas de la radiación presente en el aire, alimentos y agua en EEUU”.
Muchos isótopos radioactivos tienden a concentrarse a medida que se vierten al aire y al agua, por tanto masas letales de radiación de Fukushima pueden estar emigrando a través de los océanos durante los próximos siglos antes de esparcirse, cuando eso ocurra no será de forma inofensiva.
El impacto mundial real de la radiación será aún más difícil de medir en una biosfera cada vez más contaminada, donde la interacción con las toxinas existentes crea una sinergia que es probable que acelere exponencialmente los daños causados a todos los seres vivos.
La devastación recogida entre las estrellas de mar, sardinas, salmones, leones marinos, orcas y otros animales oceánicos no puede negarse categóricamente sin una base fiable de datos a partir de anteriores experimentos y controles, que ni existe ni se tiene intención de crear.
El hecho de que dosis “diminutas” de rayos X puedan dañar los embriones humanos presagia que cualquier introducción no natural de isótopos radioactivos letales en la biosfera, aunque difusa, puede afectar a nuestra entretejida ecología global en una forma que no conocemos.
El impacto de esas supuestas dosis “minúsculas” que se extienden desde Fukushima afectará, con el tiempo, a los minúsculos huevos de criaturas que van desde las sardinas a las estrellas de mar y a los leones marinos, con su letal impacto reforzado por otros contaminantes ya presentes en el mar.
Las comparaciones con las dosis en plátanos y otras fuentes naturales son absurdas y engañosas porque los isótopos de la lluvia radioactiva del reactor impondrán impactos biológicos muy distintos durante los próximos siglos y una amplia gama de escenarios ecológicos.
Ninguno de los rechazos actuales respecto a los impactos ecológicos y humanos generales –“apocalíptico” o de otro tipo- podrá explicar con el paso del tiempo los largos períodos de vida media de los isótopos radioactivos que Fukushima está ahora arrojando a la atmósfera.
Cuando los impactos de Fukushima se extiendan con el correr de los siglos, la única certeza es que no importa qué prueba aparezca porque la industria nuclear nunca admitirá que está causando daños y nunca se va a ver obligada a pagarlos (este aspecto se concretará en la segunda parte de este artículo).
Hyman Rickover, padre de la marina nuclear, advirtió que aumentar los niveles de radiación en el interior de la envoltura de la Tierra es una forma de suicidio y que, si pudiera, “hundiría todos los reactores que ayudó a desarrollar”.
“Ahora que volvemos a utilizar energía nuclear”, dijo en 1982, “creo que la raza humana va de cabeza a destruirse, por lo que es importante que consigamos controlar esta horrible fuerza e intentemos eliminarla”.
Mientras Fukushima se deteriora tras una cortina de hierro de secretismo y engaños, necesitamos saber desesperadamente qué están haciendo con nosotros y con nuestro planeta.
Me veo tentado a decir que la verdad se encuentra en algún punto intermedio entre las mentiras de la industria nuclear y el creciente temor a un Apocalipsis tangible.
En realidad, las respuestas van más allá.
Definidas por siete décadas de engaños, negativas y de hacer la vista gorda, rozan el absurdo las simplistas seguridades ofrecidas por las corporaciones de que este último desastre de un reactor no nos va a afectar.
Fukushima derrama cada día inconmensurables cantidades masivas de radiación letal en nuestra frágil ecosfera y lo seguirá haciendo en las próximas décadas.
Cinco reactores nucleares han explotado ya en este planeta pero hay más de 400 que siguen en funcionamiento.
La mayor amenaza es el inevitable y próximo desastre… junto al siguiente y al que vendrá a continuación…
Herméticamente envueltos en negativas, protegidos por los privilegios corporativos, son los motores finales del terrorismo global.
La II parte de este artículo se titulará “De cómo Fukushima amenaza nuestra libertad humana y nuestra supervivencia material”.
Harvey Franklin Wasserman (1945) es periodista, escritor, activista por la democracia y defensor de las energías renovables. Ha sido uno de los estrategas y organizadores del movimiento antinuclear en Estados Unidos.