Ernst Haeckel, el darwinista alemán a quien gustaba afirmar que «es ahora un hecho indiscutible que el hombre desciende de los monos», estaba de acuerdo con Wallace en algo fundamental: que al hombre primitivo había que buscarlo en la era terciaria, quizá hace cinco millones de años. También estaba convencido de que el antepasado original del hombre era un gibón, un mono de brazos muy largos que se encuentra en Java y Sumatra. Más adelante resultaría que en esto se equivocaba. Pero su sugerencia cayó en terreno fértil, porque llego a oídos de un joven estudiante holandés de anatomía llamado Eugene Dubois, que prefería, con mucho, la paleontología a la medicina. Le pareció a Dubois que la mejor manera de satisfacer su pasión por el hombre antiguo era alistarse en el ejército en calidad de médico y hacer que le destinasen a las Indias Orientales Holandesas. En 1888 zarpó con destino a Sumatra y luego, alegando razones médicas, logró que le trasladaran a Java. Le habían enviado un cráneo hallado en Trinil, la región de las tierras altas de Java Central, un cráneo cuya excepcional capacidad cerebral recordaba la del hombre de Neandertal. Y se fue a excavar en el mismo lugar. Pronto encontró otro cráneo y, luego, en una región de yacimientos terciarios, un fragmento de maxilar con un diente. También encontró muchos fragmentos de huesos de animales, hasta que llenó varias cajas. Luego encontró consecutivamente una muela y un fragmento grande, en forma de cuenco, de un cráneo, así como un fémur fosilizado. Estaba seguro de haber encontrado el eslabón perdido, el pitecántropo u hombre-mono de Haeckel. Sin embargo, había un rasgo que parecía contradecir el hallazgo de Neandertal. El fémur indicaba que aquel hombre-mono caminaba erguido en vez de encogido. Se trataba del Pithecanthropus erectus. Dubois se lo comunicó por carta a Haeckel, a quien encantó la noticia. Luego Dubois volvió con sus hallazgos a Leiden, donde en 1896 los expuso en una conferencia internacional. Se llevó una decepción al ver que sólo una cuarta parte de los profesores quedaban convencidos. Algunos opinaron que se trataba de un gibón, otros pensaban que el fémur y el cráneo no pertenecían al mismo ser, y algunos dijeron que no podía ser del período terciario. Luego se vería que tenían razón. Y Virchow, que había declarado que el hombre de Neandertal era un idiota, declaró ahora que el pitecántropo era moderno.
Dubois mostró una deplorable falta de espíritu científico. Guardó sus huesos y se negó a permitir que nadie más los viese. Fue una reacción que costó a Dubois el triunfo que debería haber sido suyo. Porque cuando finalmente permitió que abrieran las cajas, en 1927, se encontraron cuatro fémures más. Si hubiese permitido que los vieran antes, Virchow hubiera tenido que reconocer la derrota. De hecho, Dubois se convirtió virtualmente en un eremita y en sus últimos años se inclinaba a creer que el pitecántropo era un gibón. Para entonces, otro paleontólogo alemán, Gustav Heinrich Ralph von Koenigswald, había efectuado un estudio detenido de los estratos de Trinil y probado que el hombre-mono de Dubois databa de mediados del pleistoceno y tenía unos 300.000 años de antigüedad. Finalmente, se encontraron fragmentos de hueso y herramientas de piedra, en número suficiente para que no quedase ninguna duda de que el hombre de Java era un ser humano. Pero ¿era realmente el antepasado del hombre moderno? Un nuevo rival estaba a punto de entrar en escena. En 1911, un coleccionista de mariposas, llamado Kattwinkel, se encontraba persiguiendo un ejemplar con su red cuando bajó los ojos y vio que estaba a punto de caer por un precipicio escarpado. La garganta de Olduvai, en lo que a la sazón era el África Oriental Alemana, la actual Tanzania, es virtualmente invisible hasta que estás a punto de caer en ella. Kattwinkel bajó por la pendiente de más de 90 metros y se encontró con que en la garganta abundaban las rocas que contenían fósiles. Metió unas cuantas de ellas en su bolsa de coleccionista y se las llevó a Berlín. Al encontrarse entre los fósiles un caballo de tres dedos hasta entonces desconocido, un geólogo llamado Hans Reck recibió el encargo de ir a estudiar la garganta. El profesor Reck no tardó en hacer hallazgos importantes, tales como huesos de animales prehistóricos, entre los que habían de hipopótamos, elefantes y antílopes. Luego, uno de sus ayudantes nativos vio un pedazo de hueso que sobresalía de la tierra. Al escarbar en la superficie, vio que era algo parecido a un cráneo de mono incrustado en la roca. Tuvieron que valerse de martillos y escoplos para sacarlo, y entonces resultó que era de ser humano y no de mono. Reck identificó los estratos donde lo habían encontrado. Tenían unos 800.000 años de antigüedad. Pero, ¿era posible que se tratase de un entierro más reciente? Reck decidió finalmente que no. Si se rellenase una sepultura, incluso desde hace cien mil años, un buen geólogo lo detecta.
Así que al parecer, Reck había probado que hace casi un millón de años vivían en África unos seres humanos que no eran distintos del hombre moderno. No contradecía todas las enseñanzas de Darwin, porque en ninguna parte decía Darwin que el hombre había evolucionado a partir del mono en los últimos dos millones de años. Pero, sin duda alguna, contradecía la suposición que se había aceptado, desde que Darwin hablara del eslabón perdido, y que parecía haberse verificado con el descubrimiento del hombre de Cromañón. Al volver a Berlín, Reck anunció su descubrimiento y se sorprendió al ver la hostilidad que despertaba. Como de costumbre, los expertos se negaron a admitir que podía tratarse de un antiguo antepasado humano. Sencillamente no era lo bastante simiesco. En efecto, lo que hacía Reck era atacar la teoría de la evolución. El esqueleto tenía que ser más joven, quizá de sólo cinco mil años. Al estallar la primera guerra mundial, la polémica cayó en el olvido, aunque no en África. El doctor Louis Leakey, antropólogo británico que era miembro del St. John’s College de Cambridge, fue a Berlín en 1925, cuando tenía 23 años de edad, visitó a Reck y vio el esqueleto. También él se sintió inclinado a pensar que era de una fecha reciente. Pero en 1931, Leakey y Reck visitaron el yacimiento con otros geólogos y estudiaron detenidamente los estratos. Y al ver unos aperos de piedra que habían sido descubiertos en la misma capa, en el lecho inferior, aceptó la opinión de Reck. En cierto modo, esta opinión era casi tan herética como el punto de vista de Alfred Russel Wallace en el sentido de que existían seres humanos modernos en el período terciario. Leakey afirmó ahora que el hombre de Java, que había encontrado Dubois, no podía ser un antepasado de los seres humanos como tampoco podía serlo otro descubrimiento reciente, un esqueleto simiesco hallado en la localidad china de Chukutien, en 1929, al que se llamó «Hombre de Pekín». Si un ser desarrollado había existido en aquel tiempo, era más probable que el esqueleto de Reck fuera el antepasado del hombre moderno. Los expertos pasaron al ataque. Era sencillamente improbable, según dijeron dos paleontólogos británicos llamados Cooper y Watson, que un esqueleto completo pudiera ser tan antiguo. Y el hecho de que los dientes estuvieran limados hacía pensar que se trataba de africanos modernos…
Mientras tanto, Leakey había hecho otros dos descubrimientos, en Kanam y Kanjera, cerca del lago Victoria. Se trataba de una mandíbula y una muela en Kanam, y tres cráneos en Kanjera. Y una vez más, parecían pertenecer a seres plenamente humanos: el Homo sapiens. La antigüedad de los lechos de Kanjera oscilaba entre los 400.000 y los 700.000 años. Dicho de otro modo, Leakey había descubierto un Cromañón que era como mínimo cuatro veces más antiguo. Lo consideró un dato más a favor de su opinión de que el esqueleto de Reck era verdaderamente humano. Pero en este momento tuvo lugar otra intervención. Un tal profesor T. Mollison, que había opinado públicamente que el esqueleto de Reck pertenecía a un miembro moderno de la tribu massai, se trasladó ahora a Berlín, obtuvo parte del material que había alrededor del esqueleto cuando lo encontraron e hizo que lo examinara un geólogo llamado Percy Boswell. El biógrafo de Leakey ha dicho que Boswell era un hombre «contradictorio y emocional» y que albergaba «el proverbial resentimiento». Boswell estudió el material y publicó en Nature un informe en el que afirmaba haber encontrado guijarros de color rojo brillante como los de encima del lecho 2 donde se encontró el esqueleto, y esquirlas de piedra caliza como las del lecho 5, muy por encima del lecho 2. Parecía extraño que ni Reck ni Leakey hubieran reparado en esto. Y sin embargo, en vez de señalar este hecho, ambos cedieron y admitieron que probablemente se habían equivocado. Se mostraron de acuerdo en que probablemente el esqueleto estaba en el lecho 2 a resultas de un entierro, posibilidad que Reck había descartado desde el principio, o posiblemente de un terremoto. Pero en marzo de 1933, una comisión de 28 científicos estudió los cráneos y la mandíbula de Kanjera y sacó la conclusión de que la mandíbula databa de los comienzos del pleistoceno, posiblemente de más de un millón de años de antigüedad, y que los cráneos eran de mediados de dicho período, de posiblemente medio millón de años de antigüedad. Una vez más Percy Boswell pasó al ataque. Sus dudas impulsaron a Leakey a invitarle a ir a África. Pero no logró demostrar que tuviera razón. Había señalado los yacimientos donde hiciera los hallazgos con clavijas de hierro, pero, al parecer, la gente del lugar las había robado para utilizarlas como puntas de lanza o anzuelos para pescar. Había fotografiado los yacimientos, pero la cámara había funcionado mal. Había pedido que le prestaran una foto tomada por un amigo de su esposa, pero resultó que era de otro cañón. Y no había podido señalarlos con exactitud en el mapa porque no existían mapas suficientemente detallados. Boswell reaccionó de modo desfavorable a estas señales de dejadez y su informe fue crítico. En efecto, sencillamente se negó a creer a Leakey.
Después de publicarse el informe de Boswell, Leakey protestó diciendo que realmente había enseñado a Boswell el lugar exacto donde encontrara los cráneos y lo había demostrado recogiendo un pedacito de hueso que encajaba en el cráneo número 3. En cuanto a la mandíbula, se había encontrado en un yacimiento que contenía fósiles de mastodonte y Deinotherium, un protoelefante que apareció en el Mioceno Medio y continuó hasta el Pleistoceno Inferior, lo cual era indicio de que databa de principios del pleistoceno. Boswell no quiso aceptar tales explicaciones. Opinaba que como ningún científico había visto la mandíbula en el lugar, no era aceptable. Finalmente, después de mucho discutir, y de algunos análisis químicos que dieron resultados ambiguos, los expertos decidieron que la mandíbula y los cráneos tenían a lo sumo una antigüedad de 20.000 o 30.000 años. El verdadero problema, por supuesto, residía en que de haberse aceptado que los hallazgos de Leakey y el esqueleto de Reck pertenecían al Homo sapiens, entonces habría sido necesario revisar la historia de la humanidad. El hombre de Java y el hombre de Pekín inducían a pensar en una sencilla línea de ascendencia a partir de seres simiescos de hace medio millón de años, y Leakey sugería que eran simples primos del Homo sapiens que, como creía Wallace, existían desde el período terciario. Leakey ya había cedido en el caso del esqueleto de Reck, pero esta vez se cerró en banda. En su libro Stone Age Races of Kenya había declarado que el diente de Kanam no era meramente el fragmento humano más antiguo de África, sino el más antiguo fragmento de verdadero Homo Sapiens descubierto hasta entonces en el mundo. Incluso su biógrafa, Sonia Cole, deplora esta negativa a cambiar de parecer y la considera una señal de pura tozudez. Pero los antropólogos de talante más convencional estaban a punto de recibir el apoyo más fuerte hasta entonces. En 1924, el doctor Raymond Dart, profesor de anatomía en la universidad de Witwatersrand, en la Unión Sudafricana, recibió dos cajones llenos de fósiles procedentes de una cantera de piedra caliza que había en un lugar llamado Taung, unos 320 kilómetros al sudoeste de Johannesburgo. Los Dart estaban a punto de dar una fiesta nupcial y la señora Dart le suplicó que hiciera caso omiso de los cajones hasta que se hubiesen ido los invitados.
Pero la curiosidad del doctor Dart era demasiado grande. Y en el segundo cajón encontró un fragmento de roca que contenía la parte posterior de un cráneo. Resultaba obvio que el cerebro que otrora había contenido era tan grande como el de un gorila de gran tamaño. Cerca de él encontró otro fragmento de roca que contenía la parte delantera del cráneo. En cuanto se hubo ido el último invitado, Dart pidió a su esposa que le prestase las agujas de hacer calceta y empezó a picar la piedra. Tardó casi tres meses y el 23 de diciembre la roca se partió y Dart pudo ver el rostro. Entonces se dio cuenta de que aquel ser de cerebro grande era, increíblemente, un bebé con dientes de leche. Un bebé con un cerebro de 500 centímetros cúbicos tenía que ser algún tipo de ser humano. Pero Dart calculó que el nivel donde lo habían encontrado tendría como mínimo un millón de años de antigüedad. Cuando su artículo sobre el cráneo de Taung apareció en Nature, el 7 de febrero de 1925, Dart se hizo célebre de la noche a la mañana. Sin duda se trataba del eslabón perdido. Muchos expertos discreparon y sugirieron que el bebé de Taung era un mono. Sir Arthur Keith, una de las grandes autoridades en la materia, tenía una razón diferente para negar que el bebé fuese el eslabón perdido. Si su antigüedad era de un millón de años y la del hombre de Cromañón era de unos 100.000 años, sencillamente no había tiempo para que el bebé de Taung evolucionara hasta convertirse en Homo sapiens. Para empezar, sin embargo, el cráneo de Dart llamó mucho la atención. Luego el tono de los comentarios empezó a cambiar. En 1931, los científicos conservadores se había vuelto contra Dart. En aquel año, compareció ante laZoological Society de Londres, junto con Davidson Black, el descubridor del hombre de Pekín. Davidson Black presentó sus argumentos de manera muy profesional, con la ayuda de material visual. En comparación con él Dart, que apretaba con fuerza el cráneo infantil, resultó torpe y poco convincente. La Royal Society rechazó una monografía sobre el cráneo, al que Dart llamó Australopithecus (mono meridional). Dark volvió a la Unión Sudafricana y se encerró en su departamento de anatomía. Al igual que Leakey, no había cambiado de parecer, pero decidió guardarse este hecho para sí. Uno de los partidarios más entusiastas de Dart era un zoólogo retirado que se llamaba Robert Broom (1866 – 1951), médico y paleontólogo sudafricano. Éste decidió salir de su retiro y defender las teorías de Dart. En 1936, el encargado de una cantera de piedra caliza de Sterkfontein entregó a Broom otra roca que contenía un fragmento de cráneo antiguo. Resultó que era de un australopiteco adulto. Luego se encontró un fémur que parecía inconfundiblemente humano.
En 1938, Broom encontró un escolar que llevaba el bolsillo lleno de dientes y fragmentos de mandíbula que le permitieron reconocer que había descubierto un nuevo tipo de australopiteco, al que dio el nombre deParanthropus (afín al hombre) robustus. Parecía tratarse de un tipo vegetariano de australopiteco. El hecho de que fuese vegetariano parecía sugerir que podía tratarse de un animal más que de un antepasado del hombre. En 1947, Broom encontró otro fósil de parántropo en una cueva de Swartkrans. También encontró un ser pequeño y de aspecto más humano al que llamó Teleanthropus. Más adelante decidió que pertenecía a la misma especie que el hombre de Java y el hombre de Pekín, a los que había clasificado como un tipo llamado Homus erectus, al que se aceptaba de forma general como antepasado directo del hombre moderno. Herramientas de piedra y de hueso halladas también en Swartkrans parecían indicar que elparántropo era un verdadero hombre. Las actividades de Broom empujaron a Dart a salir de su retiro. En 1948 volvió a un túnel de Makapansgat donde había encontrado huesos en 1925. También había hallado algunos indicios de fuego, lo cual había confirmado su opinión de que el australopiteco era humanoide. Ahora encontró más huesos y más rastros de fuego y dio el nombre deAustralopithecus prometheus al ser que vivió allí. Pero Dart encontró algo mucho más interesante en Makapansgat. Se trataba de 42 cráneos de babuino, en 27 de los cuales había señales de haber sido golpeados con una especie de garrote. Sacó la conclusión de que el garrote -que dejaba dos hendiduras- era un húmero de antílope. Esto le indujo a sacar la conclusión sorprendente de que el australopiteco mataba. Era el primer antepasado del hombre del que se sabe que utilizaba un arma. Seguidamente desarrolló la tesis de que el hombre-mono meridional había salido de los monos porque había aprendido a cometer asesinatos con armas. En 1961, un dramaturgo convertido en antropólogo, que se llamaba Robert Ardrey, popularizó esta idea en un libro titulado Génesis en África, en el que argüía que el hombre se convirtió en hombre porque aprendió a matar, y que a menos que lo desaprenda pronto, destruirá a la propia la raza humana. En 1953, el año en que Dart publicó su polémica monografía The Predatory Transition from Ape to Man, Kenneth Oakley, del Museo Británico, sometió el cráneo de Piltdown al análisis de la fluorina y reveló que se trataba de un engaño. En el decenio de 1930, sir Arthur Keith había citado el cráneo de Piltdown para desacreditar el australopiteco. Ahora que el cráneo estaba desacreditado, la oposición al australopiteco de Dart empezó a desaparecer y la teoría de Dart sobre el mono que mataba resultó de pronto horriblemente verosímil.
Por fin había una teoría evolucionista que daba la impresión de haber sido pensada para probar la supervivencia de los mejor dotados de que hablara Darwin. Pero la batalla aún no había terminado del todo. Louis Leakey también había vuelto y, junto con su esposa Mary, estaba excavando en la garganta de Olduvai. Allí, en el lecho 1, debajo del nivel del esqueleto encontrado por Reck, encontró toscas hachas pequeñas fabricadas con guijarros y piedras redondas, que tal vez se usaban como boleadoras. Es decir, dos o tres bolas sujetas a una tira de cuero que se arrojaban a las patas de los animales. Incluso encontró un hueso que tal vez servía para trabajar el cuero. Pero cuando, en 1959, halló fragmentos de cráneo de un ser parecido al Australopithecus robustus se llevó una decepción. Su esposa admitió que, después de 30 años, Leakey todavía albergaba la esperanza de encontrar al Homo sapiens. Bautizó a su nuevo hombre-mono con el nombre de Zinjanthropus (Zinji significa África Oriental). Curiosamente, decidió que las herramientas encontradas en el yacimiento pertenecían al Zinjanthropus, aunque hacían pensar en un ser más inteligente. Al menos el Zinjanthropus hizo que Leakey recuperase su prestigio entre los paleontólogos. Parecía como si se hubiera arrepentido de sus anteriores herejías. Un año más tarde, su hijo Jonathan encontró otro cráneo en el lecho 1, debajo del Zinjanthropus. El nuevo cráneo tenía un cerebro más grande que el Zinjanthropus, 680 centímetros cúbicos frente a 530 centímetros cúbicos, pero todavía era más pequeño que los cráneos de Homus erectus (alrededor de 800 centímetros cúbicos). Una mano y un pie que Louis y Mary Leakey encontraron cerca de allí eran inconfundiblemente humanos. Las herramientas que se hallaron en la zona también indicaban que se trataba de un antepasado del ser humano. Por sugerencia de Dart, Leakey le dio el nombre de Homo habilis, hombre que fabrica herramientas. Leakey se sentía bastante satisfecho de sí mismo. Antes del Homo habilis, los paleoantropólogos habían supuesto que el Homus erectus era el descendiente directo delaustralopiteco. Ahora Leakey acababa de demostrar que entre los dos había un antepasado más verdaderamente humano. Desde luego, representaba dar marcha atrás después de su anterior creencia en la posibilidad de encontrar al Homo sapiens en los primeros tiempos del pleistoceno. Pero era mejor que nada.
De hecho Leakey comentó que, en su opinión, el australopiteco mostraba varios rasgos especializados que no conducían al hombre. Pero muchas herramientas de piedra encontradas en yacimientos del pleistoceno no dejaban duda alguna de que algún hombre primitivo fabricaba herramientas. A pesar de ello, nunca se encontraron tales herramientas junto con restos del australopiteco. A finales del decenio de 1960, otro hijo de Louis Leakey, Richard, y su esposa, Meave, participaban también en la búsqueda de los orígenes humanos. En agosto de 1972, un miembro del grupo de Richard Leakey encontró un cráneo roto en pedazos en el lago Turkana. Después de que Meave Leakey lo reconstruyera, parecía mucho más humano que el australopiteco, con su frente abombada y su capacidad cerebral de más de 800 centímetros cúbicos. Leakey calculó que tendría alrededor de 2,9 millones de años de antigüedad. Decidió que era otro ejemplar de Homo habilis. Pero si realmente era tan antiguo, entonces era contemporáneo del australopiteco, y eso quería decir que, después de todo, quizá el australopiteco no era antepasado del hombre. Leakey sugirió que el australopiteco se había esfumado de la prehistoria como los neandertales. J. D. Birdsell, el autor de un libro titulado Human Evolution, se inclinaba a datar el Homo habilis de Richard Leakey en unos dos millones de años. Pero le preocupaba la afirmación de Leakey en el sentido de que el Homo habilis llevaba al Homo erectus. A Birdsell le parecía que la anatomía del Homo habilis era más moderna que la del Homo erectus, y que la evolución del Homo habilis al Homo erectus sería un paso hacia atrás. Se inclinaba a estar de acuerdo con el padre de Richard, Louis Leakey, en que probablemente el Homo erectus no era una parte principal del linaje humano. Continuaron apareciendo indicios interesantes de la existencia de un antepasado más «humano». Leakey recibió una llamada de un colega suyo, un tal John Harris, que quería enseñarle un fémur que parecía humano y que había encontrado entre huesos de elefante en yacimientos que tenían más de 2,6 millones de años de antigüedad. Nuevas investigaciones produjeron más hallazgos. Por otra parte, los huesos que se encontraron eran diferentes de los del australopitecus y se parecían más a los del hombre moderno. Leakey opinó que demostraban que este ser, el Homo habilis, andaba siempre con el cuerpo erguido, mientras que el australopitecus sólo andaba con el cuerpo en esta postura durante parte del tiempo.
Cuando una técnica denominada «datación por el potasio-argón» pareció demostrar que la capa de material, llamado «tufo», en el cual se encontraron los huesos, tenía una antigüedad de 2,9 millones de años, dio realmente la impresión de que este Homo habilis era el ejemplar humano más antiguo que se había encontrado hasta entonces. Pero la historia aún iba a dar otro giro inesperado. En 1973, un joven antropólogo de la universidad de Chicago, Donald Johanson, asistió a una conferencia en Nairobi, donde conoció a Richard Leakey. Johanson dijo a Leakey que un geólogo francés le había hablado de un yacimiento prometedor en Hadar, en el desierto de Afar, en el nordeste de Etiopía, y que pensaba trasladarse allí en busca de fósiles de homínidos. Al preguntarle Leakey si realmente contaba con encontrar homínidos, Johanson contestó: «Sí, más antiguos que los de usted». Se apostaron una botella de vino. De hecho, las cosas salieron mal durante la primera temporada. Johanson no encontró fósiles y el dinero de la subvención se le estaba terminando. Pero una tarde encontró una tibia. Tras buscar un poco más, dio con la articulación de la rodilla y parte del hueso superior. El yacimiento donde halló estos huesos tenía más de tres millones de años de antigüedad. En la monografía donde daba cuenta del hallazgo, Johanson sugirió que la antigüedad podía ser de cuatro millones de años y expuso las razones por las cuales pensaba que se trataba de un humanoide. El descubrimiento le valió otros 25.000 dólares en subvenciones. El 30 de noviembre de 1974, Johanson y su colega Tom Gray estaban buscando en otro yacimiento de Hadar y cuando la temperatura alcanzó casi 40 grados centígrados empezaron a pensar en dejarlo hasta otro momento. Pero Johanson se había «sentido afortunado» durante todo el día e insistió en echar un vistazo en un barranco donde ya habían buscado. Vio allí un fragmento de hueso de un brazo que parecía de mono. Gray, a su vez, encontró un fragmento de cráneo y parte de un fémur. Al hallar otras partes de esqueleto, se pusieron a celebrarlo . Más tarde, cuando escuchando un tema de los Beatles titulado Lucy in the Sky with Diamonds, decidieron bautizar su hallazgo, cuyo pequeño tamaño hacía pensar en una mujer, con el nombre de Lucy. El método de datación por el potasio-argón y el método magnético indicaron que la edad de Lucy era de unos 3,5 millones de años. Un año después, en una ladera de Hadar, Johanson y su grupo hallaron huesos de no menos de trece homínidos, a los que denominaron «la Primera Familia». Todos resultaron tener más o menos la misma edad que Lucy. También encontraron herramientas de piedra cuya factura era mejor que las halladas en la garganta de Olduvai.
Cuando John Harris objetó que las herramientas podían ser modernas, ya que se habían encontrado en la superficie, Johanson siguió excavando y descubrió en el mismo lugar herramientas de piedra cuya antigüedad era de aproximadamente 2,5 millones de años. De modo que, al parecer, no había duda de que Lucy y la Primera Familia eran humanas y, asimismo, más antiguas que el Homo habilis de Leakey. A estas alturas Johanson se inclinaba a creer que Lucy era un australopiteco, mientras que la Primera Familia era un tipo de Homo habilis. Richard Leakey pensaba que era probable que Lucy fuese un «ramapiteco tardío», es decir, el mono antiguo que muy probablemente no es un antepasado del ser humano. Pero más adelante, un paleontólogo llamado Timothy White persuadió a Johanson de que todos los hallazgos correspondían a un tipo de australopiteco. Johanson decidió entonces dar al grupo de Hadar el nombre de Australopithecus afarensis, en honor del desierto de Afar. Al parecer, ésta es la conclusión a la que finalmente llegó la ciencia del hombre antiguo. Los seres humanos han evolucionado a lo largo de tres millones y medio de años a partir del simiesco Australopithecus afarensis. Al cabo de un millón de años, éste había evolucionado y se había convertido en el Australopithecus africanus, «el hombre dartiano». Vinieron luego el Homo habilis, el Homo erectus y finalmente el Homo sapiens. No cabe duda de que el esquema parece satisfactoriamente ordenado y completo. Sin embargo, las dudas persisten. No se sabe que el australopiteco fabricara herramientas y, pese a ello, se encontraron herramientas en el yacimiento de la Primera Familia. ¿Podría ser que la Primera Familia fuese un grupo del Homo habilis, y que el Homo habilis coexistiera con el australopiteco? Otro hallazgo refuerza la duda. En 1979, Mary Leakey se encontraba en Laetoli, unos 32 kilómetros al sur de la garganta de Olduvai. Y entre las huellas fósiles de animales que había en la ceniza volcánica, su hijo Philip y otro miembro de la expedición, Peter Jones, descubrieron algunas huellas de homínidos que databan, según el método del potasio-argón, entre 3,6 y 3,8 millones de años. Pese a ello, su aspecto era típicamente humano. ¿Y qué más da que el hombre tenga una antigüedad de dos millones de años, o de diez millones o incluso más? Absolutamente ninguna, si somos capaces de aceptar que elAustralopithecus afarensis pudo convertirse en elHomo sapiens en unos tres millones y medio de años. Porque ése es el problema: la escala de tiempo. Sir Arthur Keith, refiriéndose al cráneo de Taung, escribió que «aparece demasiado tarde en la escala de tiempo para desempeñar algún papel en la ascendencia del hombre». En aquel momento se suponía que el cráneo de Taung tenía alrededor de un millón de años de antigüedad, y Keith opinaba que sencillamente no era tiempo suficiente para que aquel ser simiesco se convirtiese en el Homo sapiens en 900.000 años.
Pero, aunque supongamos que Lucy era un tipo de ser humano muy anterior, el problema sigue existiendo. En los dos millones y pico de años comprendidos entre Lucy y el «bebé de Dart» ha habido pocos cambios. Ambos podrían ser monos. El Homo erectus , con una antigüedad de medio millón de años, todavía presenta un aspecto simiesco. Luego, en sólo 400.000 años, un instante desde el punto de vista del tiempo geológico, tenemos elHomo sapiens y los neardentales con un cerebro mucho mayor que el del hombre moderno. Si, en cambio, Reck y Leakey tienen razón, entonces puede que el Homo sapiens existiera durante mucho más de dos millones de años y la escala de tiempo se vuelve mucho más verosímil. Mary Leakey escribió sobre la huella de Laetoli: «hace al menos 3.600.000 años, en el plioceno, el ser que, según creo, fue el antepasado directo del hombre andaba con el cuerpo totalmente erguido y utilizaba los dos pies y las piernas con soltura… y sus pies tenían exactamente la misma forma que los nuestros». Y dado que la forma del pie tiene importancia en la evolución humana, saber la fecha en que el ser descendió de los árboles tiene una importancia fundamental. Si un homínido con pie humano existía hace más de tres millones de años, sin duda contribuiría a corroborar el argumento de que la civilización tiene una antigüedad que supera en miles de años a la que le atribuyen los historiadores. A primera vista, esa afirmación puede parecer absurda: ¿qué importancia pueden tener unos cuantos miles de años cuando estamos hablando de millones? Pero de lo que realmente se trata es del desarrollo de la mente humana. En Timescale, Nigel Calder cita al antropólogo T. Wynn, según el cual las pruebas ideadas por el psicólogo Jean Piaget y aplicadas a herramientas de la edad de piedra procedentes de Isimila, en Tanzania, cuya datación por el uranio dio una antigüedad de 330.000 años, indican que quienes las fabricaron eran tan inteligentes como los seres humanos modernos. En cierto modo, esto resulta tan sorprendente como el comentario de Mary Leakey en el sentido de que hace 3.600.000 había en la tierra seres que caminaban con el cuerpo erguido. Si había en la Tierra seres inteligentes hace 330.000 años, ¿por qué no hicieron algo con su inteligencia, como inventar el arco y flecha o pintar imágenes? En realidad, la pregunta no es razonable. Los inventos tienden a ser fruto de dificultades. Si no se presentan dificultades, las cosas tienden a seguir como estaban antes.
Los pequeños grupos de homínidos que vivían en entornos muy distantes unos de otros se encontraban en la misma posición que las personas que vivían en poblados remotos hace unos cuantos siglos. Debían de tener una perspectiva increíblemente circunscrita al lugar donde vivían. Cada generación hacía exactamente lo mismo que la generación de sus padres, la de sus abuelos y la de sus bisabuelos, porque a nadie se le ocurrían ideas nuevas. ¿Cómo pudo el hombre permanecer invariable durante cientos de miles de años? Dicho de otro modo, puede que hombres dotados de gran inteligencia hicieran una y otra vez la misma clase de herramientas toscas porque no veían ninguna razón para hacer otra cosa. Es verdad que andar con el cuerpo erguido confiere ciertas ventajas, tales como la visión, que llega más lejos que la de un perro, y el hecho de que los ojos estén colocados uno al lado del otro, en vez de a uno y otro lado de la cabeza, significa que juzga mejor las distancias, lo cual es una ventaja para cazar. Pero no hay ninguna buena razón por la cual un ser erguido no deba permanecer invariable durante millones de años si no se presentan nuevas dificultades. Y si había antepasados «del hombre» en la Tierra hace tres o cuatro millones de años, ¿por qué no hemos encontrado sus restos? La respuesta está en el comentario de Richard Leakey en People of the Lake: «Si alguien se tomara la molestia de reunir en una sola habitación todos los restos fósiles de nuestros antepasados (y sus parientes biológicos) que se han descubierto hasta ahora… tendría suficiente con un par de mesas grandes, de esas de caballete, para colocarlos». De los millones de homínidos que vivieron en la Tierra durante la prehistoria, tenemos solamente unos cuantos huesos. A pesar de todo, en las mesas de caballete habría algunas muestras interesantes, como, por ejemplo, el esqueleto de Reck y la mandíbula que Leakey encontró en Kanam, que parecen sugerir la posibilidad de que el hombre exista desde hace más tiempo del que suponemos. En 1976, un joven estudiante norteamericano de ciencias políticas, llamado Michael A. Cremo, se hizo miembro del Bhaktivedanta Institute en Florida, que enseña una forma de hinduismo llamada Gaudiya Vaishnavism. El guru de Michael A. Cremo, conocido por el nombre de Swami Prabhupada, le sugirió que estudiara paleontología, para tratar de determinar que es posible que la antigüedad del Homo sapiens supere en millones de años la que se acepta de forma general. Prabhupada murió en 1977.
La idea de empezar una investigación científica por motivos religiosos despierta recelos comprensibles porque trae a la memoria el llamado «juicio del mono», que se le celebró a Scopes en Tennessee, y hace pensar en los modernos cristianos renacidos que todavía se oponen al darwinismo. El Juicio de Scopes, a menudo llamado en inglés “Scopes Monkey Trial“, fue un sonado caso legal en Estados Unidos que puso a prueba el Butler Act, que establecía que era ilegal en todo establecimiento educativo del estado de Tennessee, “la enseñanza de cualquier teoría que niegue la historia de la Divina Creación del hombre tal como se encuentra explicada en la Biblia, y reemplazarla por la enseñanza de que el hombre desciende de un orden de animales inferiores“. El caso se constituyó en un punto crítico en la controversia sobre la evolución y el creacionismo en los Estados Unidos. John Scopes, un profesor de escuela secundaria, fue acusado el 5 de mayo de 1925 de enseñar la evolución utilizando un capítulo de un libro de textos que estaba basado en ideas inspiradas en el libro de Charles Darwin El Origen de las Especies. El juicio enfrentó dos de los abogados más brillantes de la época. Por una parte William Jennings Bryan, miembro del congreso, ex Secretario de Estado, y tres veces candidato presidencial estuvo a cargo de la fiscalía y acusación, mientras que el destacado abogado de litigaciones Clarence Darrow dirigió la defensa. Este famoso juicio alcanzó amplia difusión mediante la obra de teatro Inherit the Wind, de 1955, inspirada en el juicio. Sin embargo, sería un error poner la perspectiva del hinduismo en el mismo grupo que la de algunas de las formas más dogmáticas de cristianismo, porque el hinduismo es notable por estar libre de dogmas. Su creencia más fundamental se expresa con las palabras sánscritas Tat tvam asi, que significan «Eso eres tú». Significa que la esencia del alma individual (Atman) es idéntica a la esencia de dios (Brahmán). En el cristianismo, generalmente se interpreta que la afirmación «El reino de Dios está entre vosotros» quiere decir lo mismo. Dicho de otro modo, la esencia del vedantismo, la filosofía básica del hinduismo, es una creencia nada dogmática en la naturaleza espiritual de la realidad. Así que sería incorrecto comparar la tarea encomendada a Michael A. Cremo con la de algún fundamentalista cristiano que se propusiera demostrar que el darwinismo tiene que ser falso porque choca con el Libro del Génesis. El equivalente hindú del Libro del Génesis son los himnos védicos, probablemente la literatura más antigua del mundo. Y el comentario de los Vedas, el Bhagavata Purana, afirma que los seres humanos han existido en la Tierra durante cuatro inmensos ciclos de tiempo, llamados yugas, cada uno de los cuales duró varios miles de «años de los semidioses». Dado que cada año de los semidioses equivale a 360 años terrestres, el ciclo total de cuatro yugas asciende a 4.320.000 años.
Pero lo que se pedía a Cremo no era que «probase» el Bhagavata Purana, sino sencillamente que examinara los datos que proporcionaba la paleontología y los valorase objetivamente. Cremo y su colega Richard L. Thompson, matemático y científico, debían pasar varios años estudiando material sobre los orígenes de la humanidad. Finalmente, su libro, Forbidden Archaeology, aparecería en 1993. No es un libro polémico que presente argumentos a favor o en contra del darwinismo, sino sencillamente un estudio exhaustivo, de más de 900 páginas, sobre la historia de la paleoantropología. Picó la curiosidad de Cremo el hecho de que hubiesen tan pocos informes sobre el hombre antiguo que datasen de entre 1859, año en que se publicó El origen de las especies, y 1894, el año del hombre de Java. Al estudiar volúmenes de antropología publicados a finales del siglo XIX y principios del XX, Cremo encontró comentarios negativos sobre muchos informes durante el citado período, lo que indicaba que se habían publicado muchos informes, pero nadie les había hecho caso porque parecían contradecir la nueva ortodoxia darwiniana. Sacó datos sobre tales informes en las notas a pie de página, luego buscó los originales en bibliotecas universitarias y finalmente pudo obtener muchos de ellos. He aquí algunos ejemplos típicos seleccionados entre los cientos que se ofrecen en el libroForbidden Archaeology. A comienzos de la década de 1870, el barón Von Ducker visitó el Museo de Atenas y se sintió intrigado al ver huesos de animales que mostraban señales de fracturas provocadas deliberadamente para extraerles la médula. Entre ellos los había de un caballo de tres dedos llamado Hipparion. Los bordes afilados de las fracturas parecían indicar que habían roto los huesos golpeándolos con piedras pesadas en vez de haberse roto al ser roídos por animales. Von Ducker fue al lugar donde los habían encontrado, un pueblo llamado Pikermi, se puso a excavar y pronto dio con un enorme montón de huesos rotos procedentes de un yacimiento que databa claramente de finales del mioceno, sin duda alguna de antes de hace cinco millones de años. El profesor Albert Gaudry, que había seleccionado los huesos para exponerlos en el museo, reconoció que: «De vez en cuando encuentro fracturas en los huesos que parecen hechas por la mano del hombre». Y agregó: «Pero me cuesta admitirlo». Otros profesores insistieron en que los huesos los habían roto animales como, por ejemplo, las hienas.
Más o menos en aquel tiempo, en 1872, en una sesión de la Royal Anthropological Society, el geólogo Edward Charlesworth mostró numerosos dientes de tiburón en los que se habían practicado agujeros que los atravesaban, como si quisieran utilizarlos para hacer collares como los que confeccionan en la actualidad los habitantes de las islas de los mares del Sur. La capa de donde se recuperaron tenía una antigüedad de entre dos millones y dos millones y medio de años. El profesor Richard Owen comentó que la «acción mecánica humana» era la explicación más verosímil. El australopiteco, por supuesto, no fabricaba adornos. Aunque Charlesworth descartó los moluscos horadadores, sus colegas académicos decidieron que los agujeros eran obra de una combinación de desgaste, descomposición y parásitos. En 1874, el arqueólogo Frank Calvert dio cuenta de que había encontrado pruebas de la existencia del hombre en el mioceno. En un acantilado de los Dardanelos halló un hueso que pertenecía a un dinoterio o a un mastodonte y en el que aparecía grabada la imagen de un «cuadrúpedo con cuernos» y había rastros de otras siete u ocho figuras. Un geólogo ruso llamado Tchihatcheff admitió que el estrato correspondía al mioceno. Pero como a Calvert le consideraban un aficionado, nadie hizo caso de su hallazgo. Cremo cita varias docenas de ejemplos más. Entre los más convincentes se encuentra el caso de Carlos Ribeiro. En los escritos del geólogo J. D. Whitney, Cremo vio mencionado varias veces un geólogo portugués que se llamaba Carlos Ribeiro y que había hecho algunos descubrimientos interesantes en el decenio de 1860. Pero no encontró ninguna obra de Ribeiro en las bibliotecas. Finalmente Cremo halló algo sobre Ribeiro en Le préhistorique, de Gabriel de Mortillet (1883), cuyas notas a pie de página le permitieron localizar varios artículos de Ribeiro publicados en revistas francesas de arqueología y antropología. Lo que comprobó fue que Ribeiro no era ningún aficionado. Era el jefe del Servicio de Estudios Geológicos de Portugal.
A principios del decenio de 1860, Ribeiro se hallaba estudiando útiles de piedra encontrados en estratos cuaternarios en Portugal, es decir, en el pleistoceno, época geológica que comienza hace 2,59 millones de años y finaliza aproximadamente 10.000 años a.C. Al saber que habían encontrado herramientas de pedernal en lechos terciarios de piedra caliza en la cuenca el río Tajo, se apresuró a examinarlos y a llevar a cabo sus propias excavaciones. Enterrados muy profundamente en un lecho de piedra caliza, inclinado en un ángulo de más de 30 grados con la horizontal, encontró «pedernales trabajados» y los extrajo. El hallazgo le colocó en una posición embarazosa, porque sabía que era un período demasiado temprano para encontrar artefactos humanos. Así que en su informe dijo que el lecho debía de ser del pleistoceno. en 1866, al indicar que los lechos eran del pleistoceno en un mapa de los estratos geológicos de Portugal, Ribeiro recibió críticas del geólogo francés Édouard de Verneuil, que señaló que todo el mundo estaba de acuerdo en que los lechos eran del plioceno y del mioceno, anteriores al pleistoceno. Mientras tanto, un prestigioso investigador, el abad Louis Bourgeois, había hecho hallazgos más interesantes en Thenay, cerca de Orleans. La factura de los pedernales era tosca, pero, en opinión del abad, se trataba sin duda alguna de artefactos. Además, en algunos de ellos había señales de haber estado en contacto con el fuego, lo cual parecía corroborar esta opinión. Ahora bien, el abad Bourgeois venía excavando en busca de pedernales desde mediados del decenio de 1840, mucho antes de la revolución darwiniana, así que no se sintió profundamente preocupado al saber que los pedernales se habían hallado en lechos del mioceno, entre 25 y cinco millones de años. Pero al mostrarlos en París en 1867, sus colegas no quedaron convencidos. La primera objeción que pusieron fue que no eran artefactos, sino «naturofactos», artefactos producidos por la naturaleza. Existen, sin embargo, varios métodos sencillos para distinguir el trabajo humano en los pedernales. Un fragmento de pedernal natural, encontrado en el suelo, suele parecerse a cualquier otra piedra, con superficies redondeadas. Pero la diferencia entre el pedernal y las demás piedras es que al golpearlo en ángulo, se descascarilla y deja una superficie plana, aunque es frecuente que el golpe cause un efecto de rizos. Lo primero que hay que hacer para fabricar una herramienta de pedernal es quitar el extremo redondeado. A esta superficie plana se la llama «raspador». Después de quitar dicho extremo, hay que golpear el pedernal delicadamente una y otra vez, con gran habilidad. Un resultado frecuente es el llamado «bulbo de percusión», que consiste en una leve hinchazón, como una ampolla. A menudo saltan esquirlas que dejan un agujero con forma de cicatriz llamado eraillure (rasguño).
Un pedernal que presente dos bordes parecidos a cuchillos y otros rasgos es, sin duda alguna, obra del hombre. Una piedra que ruede por el lecho de un torrente o resulte golpeada por un arado puede producir un objeto que parezca vagamente artificial, pero, por regla general, a un experto le basta verla para saber si lo es o no. Cuando hay docenas de tales pedernales, como en el caso de Bourgeois, resulta cada vez más difícil explicar su existencia diciendo que son «naturofactos». Al objetar Sir John Prestwich, futuro protector del arqueólogo Benjamin Harrison, que los pedernales podían ser recientes porque se habían encontrado en la superficie. Bourgeois excavó más hondamente y encontró otros. Al sugerir los críticos que tal vez los pedernales habían caído en fisuras en lo alto de la meseta, Bourgeois demostró que no era así excavando hondamente en ella y comprobando que había un lecho de piedra caliza de treinta centímetros de grueso, que hubiera impedido que los pedernales artificiales penetraran en una capa «más antigua». Al enterarse de todo esto, Ribeiro no volvió a declarar que sus lechos del río Tajo eran cuaternarios y aceptó la teoría de que eran terciarios. Posteriores geólogos han coincidido con él. Y empezó a hablar francamente de pedernales trabajados encontrados en lechos del mioceno. En la Exposición de París de 1878, que impulsó a don Marcelino de Sautuola a explorar la cueva en Altamira, Ribeiro expuso 95 de sus «herramientas» de pedernal y cuarcita. De Mortillet los examinó y, aunque 73 de ellos le parecieron dudosos, reconoció que los otros 22 mostraban señales de trabajo humano. Decir esto, como señala Cremo, fue mucho para un hombre como De Mortillet, que se oponía categóricamente a la idea de que existieron seres humanos en el período terciario. Y Émile Cartailhac, que se encontraba entre los que más adelante acusarían a Marcelino de Sautuola de engaño, se entusiasmó tanto que volvió varias veces para enseñar los pedernales a amigos suyos. De Mortillet dijo que tenía la sensación de estar contemplando herramientas musterienses, obra del hombre de Neandertal, pero más toscas.
Tenemos que recordar que en aquella época Haeckel proponía que el eslabón perdido se encontraría en el plioceno, o incluso a finales del mioceno, mientras que Darwin pensaba que ya podía encontrarse en el eoceno, que empezó hace 55 millones de años. Así que Cartailhac y los demás no tenían forzosamente la sensación de ser herejes. En 1880, Ribeiro expuso más pedernales en el Congreso Internacional de Antropología y Arqueología que se celebró en Lisboa y escribió un informe sobre el hombre terciario en Portugal. El congreso mandó un grupo de geólogos a examinar los lechos. Formaban parte del grupo Cartailhac, De Mortillet y el famoso científico alemán Rudolf Virchow, que había declarado que el hombre de Neandertal era idiota. El 22 de septiembre de 1880 el grupo salió de Lisboa en un tren especial a las seis de la mañana y desde las ventanillas sus componentes fueron indicándose mutuamente los estratos jurásicos, cretáceos y de otros tipos. Llegaron a la colina de Monte Redondo, donde Ribeiro había encontrado tantos pedernales, y se separaron para empezar la búsqueda. Hallaron muchos pedernales trabajados en la superficie, a la vez que el italiano G. Belucci encontró en el mismo lugar, en un lecho de comienzos del mioceno, un pedernal que todos reconocieron que había sido «trabajado». En el debate posterior que se celebró en el congreso, virtualmente todos los asistentes estuvieron de acuerdo en que Ribeiro había probado la existencia del hombre en el mioceno. No hubo ningún cambio de parecer en relación con Ribeiro ni ninguna denuncia repentina por parte de los científicos conservadores. Después del descubrimiento del hombre de Java por parte de Dubois, que también fue muy discutido, sus puntos de vista -y sus pruebas- sencillamente fueron olvidados. Nadie ha demostrado que sus pedernales no fueran del mioceno, ni apuntado una razón convincente por la cual fueran encontrados en lechos del mioceno. Sencillamente se dejó de hablar de ello. A finales del verano de 1860, el profesor Giuseppe Ragazzoni, que era geólogo del Instituto Técnico de Brescia, se encontraba en Castenodolo, unos nueve kilómetros al sur de dicha ciudad. Iba a buscar conchas fósiles en los estratos del plioceno descubiertos en la base de una colina baja, la Colle de Vento. Entre las conchas encontró un fragmento de la parte superior de un cráneo, lleno de coral revestido de arcilla azul. Y, luego, cerca de allí, más huesos, esta vez del tórax y las extremidades.
Los enseñó a dos geólogos y le dijeron que sin duda eran huesos humanos, pero que procedían de un enterramiento más reciente. Ragazzoni, sin embargo, no quedó convencido. Sabía que durante el plioceno un mar cálido bañaba los pies de la colina. Los huesos estaban recubiertos de coral y conchas; luego habían sido depositados allí por el mar del plioceno. Más adelante encontró otros dos fragmentos de hueso en el mismo yacimiento. Al cabo de quince años, un comerciante del lugar, Carlo Germani, compró la zona con la intención de vender la arcilla, que era rica en fosfato, como fertilizante, y Ragazzoni le pidió que estuviera atento por si aparecían huesos. Cinco años después, en enero de 1880, los trabajadores de Germani encontraron fragmentos de un cráneo, con parte de una mandíbula inferior y algunos dientes. Aparecieron más fragmentos. Luego, en febrero, se desenterró un esqueleto humano completo. Estaba ligeramente deformado, lo cual, al parecer, se debía a la presión de los estratos. Una vez restaurado el cráneo, era imposible distinguirlo del de una mujer moderna. Estaba enterrado en barro marino, sin mezcla de arena amarilla y arcilla roja de estratos superiores. Se descartó la posibilidad de que el esqueleto hubiera sido introducido en la arcilla marina azul por alguna corriente, ya que la arcilla que lo cubría también formaba capas, lo cual significaba que el esqueleto había ido quedando enterrado lentamente en la arcilla durante un largo período. Los geólogos que examinaron el lecho dijeron que era de mediados del plioceno, es decir, hace unos tres millones y medio de años, del mismo período que Lucy y la Primera Familia. En 1883, el profesor Giuseppe Sergi, anatomista de la universidad de Roma, visitó el yacimiento y decidió que los diversos huesos y fragmentos de cráneo representaban un hombre, una mujer y dos niños. La zanja que se había cavado en 1880 seguía allí y Giuseppe Sergi pudo ver muy bien los estratos, todos ellos claros y separados. Se mostró de acuerdo en que no había la menor probabilidad de que los huesos hubieran llegado desde arriba arrastrados por el agua, toda vez que la arcilla roja era muy distintiva. En cuanto a un enterramiento, el esqueleto de mujer yacía boca abajo, lo cual indicaba claramente que había que descartar esa posibilidad. Parecía, pues, que acababa de encontrarse la prueba irrefutable de la existencia del Homo sapiens en el plioceno.
Pero iba a surgir una complicación. En 1889, se halló otro esqueleto en Castenodolo. Éste yacía boca arriba en los ostrales y daba la impresión de que lo hubiesen enterrado. Sergi visitó el yacimiento de nuevo, en compañía de otro profesor, un tal Arthur Issel. Ambos opinaron que este esqueleto lo habían enterrado y que, por tanto, era probable que fuese más reciente. Pero al escribir sobre ello, la conclusión de Issel fue que esto demostraba que los esqueletos anteriores también habían sido enterramientos recientes, quizá perturbados por las faenas agrícolas. Como no tenía ninguna relación con los esqueletos anteriores, no demostraba nada de esa índole. Añadió que Sergi estaba de acuerdo con él. En cuanto a la geología, podían descartarse todos los esqueletos de Castenodolo porque eran del cuaternario. Pero lo cierto era que Sergi no estaba de acuerdo con él, como dejaría bien claro más adelante. No vio absolutamente ningún motivo para cambiar su opinión de que los anteriores esqueletos eran del plioceno. A continuación, Michael Cremo cita a un arqueólogo, el profesor R. A. S. Macalister, que, en 1921, empieza reconociendo que Ragazzoni y Sergi eran hombres de gran reputación y que, por tanto, su opinión debía tomarse en serio. Luego agregaba que «tiene que haber un error en alguna parte». Huesos del plioceno pertenecientes al Homo sapiens significaban «una larga paralización de la evolución» . Así que, prescindiendo de los indicios que existieran, había que desestimar los anteriores esqueletos de Castenodolo. Cremo hizo un comentario razonable en el sentido de que esto es aplicar ideas preconcebidas a los indicios. Si el Homo sapiens, o algo parecido a él, existía en el plioceno, entonces el hombre no ha evolucionado mucho en los últimos cuatro millones de años, y esto es contrario a la teoría darwiniana de la evolución. En tal caso, el tiburón también contradice la teoría de la evolución, porque no ha experimentado ningún cambio durante 150 millones de años. En su libro Secrets of the Ice Age (1980), que se ocupa del mundo de los artistas de las cuevas de Cromañón, Evan Hadingham escribe: “El revuelo que han causado descubrimientos recientes en África Oriental tiende a oscurecer un hecho importante: la historia más antigua del hombre no es de innovación rápida e ingenio, sino de estancamiento y conservadurismo casi inconcebibles“.
Ciertos rasgos de los primeros cráneos de homínido, en especial la forma de los dientes y las mandíbulas, permanecieron esencialmente invariables durante millones de años. Llama en particular la atención que la capacidad cerebral parezca haber sido de unos 600 a 800 centímetros cúbicos, que es un poco más de la mitad del promedio de capacidad moderna, durante un período de cerca de dos millones de años. Es necesario explicar que la capacidad cerebral no es forzosamente una indicación de inteligencia. Aunque la media correspondiente a los seres humanos modernos es de 1.400 centímetros cúbicos, una persona puede ser inteligentísima con una capacidad muy inferior a la citada. El cerebro del famoso escritor francés Anatole France tenía sólo 1.000 centímetros cúbicos. Y, en cambio, el cerebro del hombre de Neandertal tenía 2.000 centímetros cúbicos. De modo que un antepasado humano con un cerebro de 800 centímetros cúbicos no sería por fuerza más tonto que un hombre moderno. En el libro de Hadingham hay otra historia que podría considerarse aleccionadora. Cerca del lago Mungo, en Australia, se encontró una sepultura que contenía un «hombre moderno» y databa de hace unos 30.000 años. Lo habían enterrado en almagre, sustancia que se utilizaba en las pinturas rupestres pero que también usaban mucho los neandertales. Pero en un lugar llamado Kow Swamp se hallaron restos de un pueblo mucho más primitivo, desde el punto de vista físico. Databan del 10000 a. de C., esto es, de 20 mil años más tarde que el pueblo del lago Mungo. Estos dos tipos, el moderno y el primitivo, coexistían. Así que Cremo arguye que es posible que los australopitecos y un tipo de hombre más moderno coexistieran hace más de dos millones de años. Tenemos los indicios en el esqueleto de Reck, la mandíbula de Kanam, las huellas de Laetoli, así como los hallazgos de Ribeiro, los esqueletos de Castenodolo y los numerosos hallazgos que describió J. D. Whitney desde la Tuolume Table Mountain de California, pero se interrumpen con los modernos paleo-antropólogos.
Cremo no cree que haya algún tipo de conspiración científica que pretenda suprimir las pruebas de que la antigüedad del Homo sapiens pueda ser mucho mayor de 100.000 años. Lo que arguye es que la antropología moderna ha creado una «historia del género humano» que es sencilla y coherente en el aspecto científico y no está dispuesta a aceptar la posibilidad de hacer cambios en un guión convenientemente libre de complicaciones. En África, hace unos doce millones de años, las exuberantes selvas del mioceno empezaron a desaparecer debido a la creciente escasez de lluvia. En el plioceno, siete millones de años después, las selvas ya habían dado paso a las praderas. Fue éste el momento en que nuestros antepasados humanos, probablemente algún mono tipo ramapiteco, decidieron bajar de los árboles y probar fortuna en las sabanas. Tres millones de años después, el mono había evolucionado hasta convertirse en el Australopithecus afarensis. A su vez, Lucy y los de su especie se transformaron en los dos tipos de australopiteco: el dartiano carnívoro y el vegetariano A. robustus. Hace dos millones de años, volvieron las lluvias y empezó el pleistoceno con una glaciación que duró 65.000 años. Y durante el resto del pleistoceno hubo una serie de «interglaciales», esto es, períodos cálidos que producían desiertos, a los que seguían glaciaciones. Durante este tiempo, el australopiteco aprendió a usar su ingenio y sus armas, y empezó la rápida ascensión evolutiva que le convirtió en el Homo habilis, luego el Homo erectus, cuyo cerebro era el doble de grande del que poseía el australopiteco. Posteriormente, hace alrededor de medio millón de años, ocurrió otro acontecimiento misterioso que la ciencia no ha podido explicar: la «explosión del cerebro». En el período comprendido entre hace medio millón de años y la época moderna, el cerebro humano creció otro tercio y este crecimiento tuvo lugar principalmente en la parte superior, con la que pensamos. En su obra Génesis en África, Robert Ardrey propone una teoría interesante para explicar por qué sucedió esto. Sabemos que hace unos 700.000 años un meteorito gigante, o puede incluso que fuera un pequeño asteroide, estalló sobre el océano Índico y esparció unos fragmentos minúsculos -llamados «tectitas» en una zona de 51.800.000 kilómetros cuadrados. También se produjo una inversión de los polos de la Tierra y el Polo Norte se convirtió en el Polo Sur y viceversa. Pero nadie sabe bien por qué sucedió esto, ni por qué ha ocurrido varias veces en la historia de la Tierra.
Durante este período la Tierra carecería de campo magnético y puede que esto diese lugar a un bombardeo de rayos cósmicos y partículas de alta velocidad, que tal vez causaron mutaciones genéticas. Por la razón que fuese, el hombre evolucionó más en medio millón de años que en los anteriores tres millones. La «explosión del cerebro» dio comienzo a la era del considerado verdadero ser humano. Los neandertales fueron un experimento evolucionista fallido que empezó hace unos 150.000 años, o posiblemente más, pero que fracasó porque estos hombres-mono no pudieron competir con el hombre de Cromañón, que destruyó al neandertal hace unos 30.000 años. Entonces el escenario quedó finalmente preparado para el hombre moderno. Y de pronto, la historia se acelera mucho. En Egipto, hace alrededor de 18.000 años, durante la glaciación, alguien se fijó en que las semillas que caían en las grietas que había en el limo de las orillas de las corrientes de agua se convertían en cosechas que podían recolectarse con hoces de piedra. Mil años más tarde, cazadores que habían aprendido a fabricar lámparas con soga y sebo pintaron animales en las cuevas de Lascaux, en Francia, no por razones artísticas, sino aparentemente como parte de un ritual mágico cuyo fin era hacer que los animales cayeran en trampas. Hace catorce mil años, cuando el hielo empezó a fundirse, cazadores asiáticos cruzaron el puente de tierra que había sobre lo que ahora es el estrecho de Bering y se supone que empezaron a poblar América. Otros aprendieron a fabricar embarcaciones y aparejos de pesca, como arpones y anzuelos, y a vivir de los mares. En Japón se hicieron los primeros cacharros de cerámica. Hace doce mil años, los lobos fueron domesticados y se convirtieron en perros y luego, durante el siguiente milenio, les tocó el turno a las ovejas y las cabras. Hace diez mil seiscientos años, surgió la primera ciudad amurallada en el valle del Jordán, el lugar que ahora denominamos Jericó, y la gente que residía allí recolectaba una planta silvestre llamada «trigo». Luego, durante los siguientes mil años, un accidente genético cruzó el trigo con la planta llamada «rompesacos» y creó una variedad más pesada y gruesa llamada «escanda». Un nuevo accidente genético cruzó la escanda con otra variedad de rompesacos y creó el trigo que se utiliza para elaborar pan, cuyos granos son tan pesados y están tan apretados que no se desparraman a impulsos del viento.
Fue el hombre quien aprendió a cultivar este nuevo grano y con ello dejó de ser cazador-recolector para transformarse en agricultor. Añadió el ganado vacuno a su lista de animales domésticos, descubrió la manera de tejer la lana de oveja y de cabra para fabricar paño y aprendió a regar sus campos. La revolución agrícola se extendió misteriosamente por todo el mundo. En África y en China se cultivó mijo; en América, alubias y maíz; en Nueva Guinea, caña de azúcar; en Indochina, arroz. Hace ocho mil años, la civilización tal como la conocemos había llegado a los confines de la Tierra. El pan se cocía en hornos y la cerámica también. El cobre -que se encontraba en la superficie- era batido para fabricar cuchillas. Pero un día alguien reparó en que un líquido de color dorado manaba de un trozo de malaquita verde que había caído en una hoguera y que este líquido, al solidificarse, era cobre en estado puro. El siguiente paso consistió en meter la malaquita verde en un horno para cocer pan y recoger el cobre que salió de ella, con el cual podían fabricarse palas de hacha y puntas de flecha. Lo malo era que el cobre no podía afilarse, pero el problema se resolvió hace unos 6.000 años al descubrirse que el arsénico tenía la propiedad de endurecer el cobre y formar una aleación. Lo mismo ocurría con el estaño, y el resultado fue el bronce, metal con la dureza suficiente para fabricar espadas. Junto con el animal recién domesticado al que llamaban «caballo», cuyo tamaño era más o menos el de un poni actual, la espada permitió a una nueva casta, la de los guerreros, atemorizar a sus vecinos, de tal modo que cada vez eran más las ciudades que tenían que construirse con murallas. También, hace unos 6.000 años, alguien decidió que trabajar la tierra con la azada era un trabajo demasiado duro y que podía aligerarse atando un buey a la azada. Y cuando el invento del arnés resolvió este problema, el agricultor pudo usar una azada mucho más pesada, el arado, para abrir surcos en la tierra fina y seca del Oriente Medio. Al cabo de unos cuantos siglos, estos agricultores del Oriente Medio que usaban el arado se trasladaron al norte, talaron los bosques europeos y cultivaron la tierra que había sido demasiado dura para la azada. Fueron los antepasados de los actuales europeos. El comercio entre ciudades hizo necesario disponer de algún signo que representara cosas, tales como ovejas, cabras y cantidades de grano.
De hecho, los primeros agricultores, hace unos diez mil años, habían modificado los «huesos para anotaciones» del hombre de la edad de piedra y los había transformado en tablillas de arcilla de diversas formas, cónicas, cilíndricas, esféricas, etcétera, que representaban los objetos con los que se podía comerciar. Hace cinco mil seiscientos años, en Sumeria, Mesopotamia, los contables del rey enviaban signos parecidos en envases de arcilla, como liquidaciones de impuestos. El paso siguiente era obvio: imprimir las diversos formas en porciones de arcilla blanda y ahorrarse así la molestia de fabricar conos, esferas y cilindros. Pero después de que a alguien se le ocurriera utilizar arcilla blanda, evidentemente era cuestión de sentido común grabar en ella símbolos que representaran animales u hombres. Así se practicó por primera vez la escritura, que tiene derecho a que se la considere el más importante de todos los inventos humanos. Por fin podía el hombre comunicarse con otros hombres, a pesar de la distancia y sin tener que confiar en la memoria del mensajero; ahora podía almacenar su propio conocimiento, del mismo modo que el hombre de la edad de piedra había almacenado las fases de la luna en trozos de hueso. Y ahora, en esta etapa muy tardía del desarrollo de la civilización, llegó el invento que los hombres modernos tendemos a considerar uno de los más grande de todos: la rueda. Nadie sabe con certeza cómo se produjo, pero lo más probable es que el inventor de la rueda fuese algún alfarero mediterráneo que, hace unos 6.000 años, descubrió que sí era posible hacer que la arcilla húmeda girase en un torno, moldearla con las manos podía resultar más fácil. Hasta entonces la ciencia del transporte se las había arreglado sin la rueda, aunque es indudable que nuestros antepasados sabían que era posible mover objetos pesados sobre rodillos colocados uno al lado de otro. En las regiones donde nevaba, la respuesta era el trineo. Pero la idea de dos ruedas en un eje sugirió nuevas posibilidades. Por ejemplo, si se instalaban en un arado, resultaba más fácil tirar de él. Y cuatro de ellas instaladas debajo de un carro permitirían transportar en él una carga pesada. La forma más sencilla de fabricar una rueda consistía en cortar un tronco en piezas circulares y planas. Pero el método tenía sus in-convenientes. Las líneas que cruzan en forma radial los anillos del árbol son líneas de debilidad y una rueda fabricada así no tarda en partirse. Un fleje de metal colocado alrededor del borde impide que se deshaga, pero sigue siendo fatalmente débil. La respuesta consistía en unir varios tablones hasta formar un cuadrado y cortarlo después en forma de círculo. Luego, un fleje de metal clavado alrededor del borde lo convertía en una rueda muy duradera.
Pero si se clavaban dos ruedas en los extremos de un eje, ¿cómo podían hacerse girar? Una de las primeras soluciones fue hacer que girase el eje, para lo cual se sujetaba debajo del carro o arado con correas de cuero o flejes de metal. La tecnología resolvió pronto este problema dejando un pequeño hueco entre el eje y el centro de la rueda. Este hueco incluso podía rellenarse con clavijas cortas y cilíndricas que reducían la fricción. Se trataba de los primeros rodamientos. Y así, hace aproximadamente 5.500 años, el hombre mediterráneo produjo sus dos aportaciones más importantes a la historia: la escritura y la rueda. La escritura consistía en toscos «símbolos pictográficos» y la rueda estaba hecha con toscos segmentos. Pero ambas cosas cumplían su función admirablemente. Y si la civilización hubiera sido tan pacífica y estable como en los primeros tiempos de la agricultura, tal vez ambas cosas hubieran permanecido invariables durante otros cuatro mil años. Pero en la historia de la humanidad estaba a punto de entrar otro factor que aceleraría el ritmo del cambio: la guerra. La domesticación del caballo y el descubrimiento del bronce ya habían creado un nuevo tipo de ser humano: el guerrero. Pero los primeros guerreros se limitaban a defender su propio territorio y, de vez en cuando, a robar el ajeno. Ahora, al transformarse las poblaciones en ciudades y aumentar la prosperidad de éstas, sus gobernantes se volvieron más poderosos. Inevitablemente, estos gobernantes empezaron a pensar en la expansión, que significaba conquista e impuestos. Durante los dos o tres siglos que siguieron a la invención de la rueda, empezó en el Oriente Medio la era de los reyes guerreros. Pero la guerra exigía carros rápidos y los carros sólo podían ser rápidos si sus ruedas eran ligeras. El resultado fue la invención de la rueda de radios. Y cuando se instalaron cuchillas en ellas, estas ruedas pasaron a ser un arma temible en las batallas. Akad, la parte septentrional de Babilonia, se convirtió en el primer imperio del mundo, y hace 4.400 años su rey ya se hacía llamar «emperador de todos los países de la tierra». Los «imperios» requerían comunicación entre sus partes más distantes y la antigua y tosca pictografía ya no era suficientemente flexible. Hace unos 4.400 años, algún escriba de Mesopotamia tuvo una de las ideas más inspiradas de la historia de la humanidad. Se trataba de crear un tipo de escritura que se basara en el lenguaje humano en vez de en dibujos de objetos. Dicho de otro modo, que determinado símbolo representara una sílaba. Dos mil años después, los chinos inventarían una forma de escritura basada en los antiguos símbolos pictográficos, con el resultado de que el chino tiene unos ochenta mil símbolos.
El genio que ideó la «escritura silábica» en Mesopotamia había dado uno de los saltos imaginativos más importantes de la historia del género humano. Más o menos en aquella misma época, jinetes procedentes de las estepas de Rusia bajaron hacia el sur y penetraron en lo que actualmente es Turquía. Estos «aurigas» tenían la piel clara en comparación con el hombre mediterráneo y, al penetrar como un vendaval en China y la India, llevaban consigo la lengua y la cultura que más adelante se llamarían «indoeuropeas». Mientras tanto, en la otra orilla del Mediterráneo, en Egipto, las tribus nómadas ya se habían unido bajo un solo rey, el legendario Menes, hace 5.200 años, y los egipcios pronto harían su aportación a la historia de los inventos humanos al descubrir la momificación, hace unos 4.600 años. Y convirtieron las tumbas reales, las llamadas «mastabas», en pirámides construidas con enormes bloques de piedra. En unos cuantos cientos de años, los egipcios habían avanzado asombrosamente en las ciencias, las matemáticas, la astronomía y la medicina. Pero lo que antecede es un resumen de lo que podríamos llamar «historia convencional». Pero deja muchas preguntas sin respuesta. Hapgood expresó una de las objeciones principales en Maps of the Ancient Sea Kings.Charles H. Hapgood (1904 – 1982) fue un académico norteamericano, conocido por su teoría de los cambios de posiciones de los Polos. Estudio en la Universidad de Harvard, en 1932, y recibió su diploma en Historia Medieval y Moderna. Durante la Segunda Guerra Mundial, Hapgood trabajó para la Oficina de Servicios Estratégicos, y para la CIA, luego para la Cruz Roja, finalmente sirvió como oficial de enlace entre la Casa Blanca y la Oficina del Secretario de Guerra. Concluida la guerra, enseñó historia en el Colegio Springfield, en New Hampshire. En 1958 publicó su primer libro:”El Cambio de la Corteza Terrestre” (Earth´s shifting crust), con prólogo escrito poco antes de su muerte, por parte de su amigo Albert Einstein. Con esta obra, y dos libros posteriores “Los Mapas de los Antiguos Reyes Marinos. Evidencias de Civilización avanzada en la Edad del Hielo” (Maps of the Ancient Sea Kings. Evidence of Advanced Civilization in the Ice Age, 1966), y el “El sendero del Polo” (The Path of the Pole,1970), introduce su radical teoría, que asevera que el eje de la Tierra ha cambiado durante su historia geológica. Estudioso de los períodos glaciares, así como de las grandes alteraciones climáticas del planeta, debidas a los cuatro grandes cambios de posición de los polos, confirmó que las tierras de la Antártida habían disfrutado de climas templados al menos cuatro veces en el último millón de años. Así, hace unos diez mil años estuvo libre de hielos. Los ríos debían correr en aquel entonces por la superficie del continente austral, tal como se refleja en los mapas de Piri Reis, y comprobado por la existencia de sedimentos de aluvión. Confirmó también que en aquellos tiempos la Tierra de Fuego había estado unido al continente antártico, también reflejado en el mapa de Piri Reis.
Hapgood determinó la existencia en remotas edades de una civilización a escala global, en la cual los cartógrafos de entonces cartografiaron el planeta en su totalidad. La evidencia de antiguos “mapa mundi“, permiten a Hapgood precisar que en tiempos remotos, antes del ascenso de cualquiera de las culturas conocidas, hubo una verdadera civilización avanzada, que si bien pudo estar establecida en un área determinada, comerció a escala global o fue, realmente, una cultura a nivel planetario. Hay indicios de la existencia de una civilización mundial de navegantes en los tiempos en que en la Antártida no había hielo, posiblemente alrededor del 10000 a. de C. No cabe duda de que el mapa de Piri Reis y otros portulanos constituyen hasta ahora la prueba más concluyente de que hay algo que no es correcto en la «historia convencional». Pero si el único propósito de estas objeciones fuera retrasar unos cuantos miles de años el origen de la civilización, el esfuerzo no valdría la pena. Tampoco serviría de nada sugerir la posibilidad de que el hombre existía desde hace más de un millón de años. En lo que se refiere a la civilización de navegantes de Hapgood, da lo mismo que la antigüedad del hombre sea de dos o diez millones de años. Son las consecuencias de la «historia alternativa» lo que tiene tanta importancia. Lo que sugiere Cremo es que hay indicios de que seres de anatomía parecida a la del hombre moderno existían ya en el mioceno o puede que incluso antes. Si estos seres hipotéticos se parecían en su anatomía, entonces andaban con el cuerpo erguido, lo cual les dejaba las manos libres. Ello induce a pensar que utilizaban herramientas, aunque se tratara sólo de toscos útiles de piedra, eolitos. El uso de herramientas no sólo exige cierto nivel de inteligencia, sino que también tiende a que ésta avance. El hombre que emplea herramientas, al encontrarse ante algún problema que podría resolverse utilizándolas, estudia las diversas posibilidades y hace que su cerebro trabaje. En tal caso, ¿por qué el Homo sapiens no apareció mucho antes? Porque tendemos a vivir mecánicamente. Siempre y cuando podamos comer, beber y satisfacer nuestras necesidades básicas, no sentimos ninguna necesidad de innovar. Los experimentos modernos han indicado que a los monos se les puede enseñar a comunicarse mediante el lenguaje de los signos y a pintar. Poseen la inteligencia necesaria para ello. Entonces, ¿por qué no han cultivado estas capacidades en el curso de su evolución? Porque no tenían a nadie que les enseñara.
Hay muchísima diferencia entre la inteligencia y el hacer uso óptimo de la misma: Ello es evidente en las pruebas de inteligencia de Piaget, que revelaron que los fabricantes de herramientas de hace 330.000 años eran tan inteligentes como los hombres modernos. Entonces, ¿por qué el hombre de hace medio millón de años empezó a evolucionar tan rápidamente? Quizá algún acontecimiento externo, como la gran explosión que cubrió la Tierra de tectitas, provocó alguna mutación genética. Sin embargo, eso en sí mismo no daría toda la respuesta. Hemos visto que los neandertales tenían un cerebro mucho mayor que el del hombre moderno, pero que, a pesar de ello, no se transformaron en el Homo sapiens sapiens. Si el hombre hubiera adquirido súbitamente la capacidad de usar herramientas, tendríamos la explicación obvia. Pero la Primera Familia de Johanson ya utilizaba herramientas toscas tres millones de años antes. Y no puede explicarse atendiendo a algún cambio climático que representara un obstáculo, ya que el mal tiempo del pleistoceno ya había durado un millón y medio de años. Otra sugerencia verosímil es que el hombre empezó a adquirir la capacidad de hablar hace medio millón de años, pronunciando algo más que gruñidos. Pero esto se presta a una objeción obvia: ¿qué quería decir? Una comunidad cazadora primitiva no necesita el lenguaje más que una manada de lobos. El lenguaje aparece como respuesta a cierta complejidad en la sociedad. Por ejemplo, toda tecnología nueva requiere palabras también nuevas. Pero la sociedad primitiva no tenía tecnología nueva. Así que la teoría del lenguaje es presa de la misma objeción que la teoría de las herramientas. El antropólogo húngaro Oscar Maerth hizo la interesante sugerencia de que la respuesta puede radicar en el canibalismo. En 1929, el paleontólogo Pie Wen-Chung había descubierto en unas cuevas cerca de Chukutien el cráneo petrificado de uno de los más antiguos antepasados del hombre. Parecía un chimpancé más que un ser humano, y su colaborador Teilhard de Chardin opinó que sus dientes eran de animal de presa. Tenía la frente hundida, cejas enormes y mentón huidizo. Pero el tamaño del cerebro era el doble del de un chimpancé: 800 centímetros cúbicos frente a 400. Y a medida que fueron encontrándose más extremidades, cráneos y dientes, se hizo evidente que este animal de presa caminaba con el cuerpo erguido. Al principio pareció que era el eslabón perdido que se buscaba desde hacía tanto tiempo, pero los indicios pronto demostraron que no lo era. El «Hombre de Pekín», como lo llamaron, conocía el uso del fuego y su comida preferida era la carne de venado. Este ser, que había vivido hace medio millón de años, era un verdadero ser humano. Y era también caníbal.
La totalidad de los 40 cráneos descubiertos en Chukutien estaban mutilados por la base, de modo que formaba un hueco por el que podía meterse la mano para sacar el cerebro. Franz Weidenreich, el científico encargado de la investigación, dijo que no le cabía ninguna duda de que los seres habían sido sacrificados en masa, arrastrados al interior de las cuevas, asados y comidos. ¿,Por quién? Seguramente por otros hombres de Pekín. En otras cuevas de la zona se encontraron rastros del hombre de Cromañón y también había indicios de canibalismo. Como sabemos, hay indicios que hacen pensar que el hombre de Cromañón practicaba el canibalismo. El propio Maerth afirma que un día, después de comer cerebros de mono crudos en un restaurante asiático, experimentó una sensación de calor en el cerebro y de vitalidad intensificada, incluido un fuerte impulso sexual. El canibalismo ritual -que Maerth estudió en Borneo, Sumatra y Nueva Guinea- se basa en la creencia de que la fuerza del enemigo muerto pasa a la persona que se lo come, y bien podría basarse esto en la experiencia de vitalidad intensificada que describió Maerth, que cree que «la inteligencia puede comerse». La teoría de Maerth plantea un problema obvio. Si comer cerebros humanos produjera inteligencia, entonces las pocas tribus del sudeste asiático que siguen practicando esta costumbre deberían ser mucho más inteligentes que los occidentales, cuyos antepasados la abandonaron hace miles de años. Y no parece que sea así. Además, para explicar el ritmo de la evolución del hombre a partir de hace unos 500.000 años, necesitaríamos muchas más pruebas de canibalismo generalizado, pero no las tenemos. Así pues hay que considerar que la teoría del canibalismo no está probada. El problema de la «historia convencional» que hemos descrito en líneas generales es que da a entender que el hombre es esencialmente pasivo. Todo resulta casual, de forma bastante parecida a la selección natural de Darwin. Ahora bien, es verdad que el hombre es un ser pasivo que se encuentra en sus mejores momentos cuando tiene que hacer frente a una dificultad. Pero lo que es tan importante en él es precisamente esa capacidad asombrosa de responder a las dificultades. Lo que le distingue de todos los demás animales es la decisión, la fuerza de voluntad y la imaginación con que afronta las dificultades. Éste es el verdadero secreto de su evolución.
Los paleo-antropólogos han pasado por alto una explicación obvia del avance de la evolución, como lo es la sexualidad. En el plano sexual, la principal diferencia entre los seres humanos y los animales estriba en que las hembras humanas son sexualmente receptivas todo el año. La hembra del mono es receptiva al macho sólo durante una semana al mes. En algún momento de la historia, la hembra humana dejó de ser receptiva durante unos cuantos días al mes y se volvió receptiva al macho en cualquier momento. La explicación más verosímil es que cuando los cazadores pasaban varias semanas seguidas lejos de la tribu, esperaban su recompensa sexual al volver, tanto si la hembra estaba receptiva como si no. Las hembras que no ponían objeción criaban más, mientras que las que ponían reparos fueron extinguiéndose gradualmente por selección natural. En algún momento de su evolución, las características sexuales de las hembras humanas se hicieron más pronunciadas, con labios carnosos, senos grandes, nalgas y muslos redondeados. Los genitales de la hembra del chimpancé se hinchan y se vuelven de color de rosa vivo solo cuando está en celo. Puede ser que estas características se transmitieran a la boca femenina. Robert Ardrey comentó: «La sexualidad es secundaria en el mundo de los animales», pero en el mundo de los seres humanos empezó a desempeñar un papel cada vez más importante cuando las mujeres se volvieron permanentemente receptivas y sus características sexuales se hicieron más pronunciadas. El vello menos espeso y el contacto cara a cara durante el apareamiento hicieron que las relaciones sexuales fueran mucho más sensuales. En este momento de la evolución, los machos tendrían un motivo poderoso para ser competitivos. La presencia de hembras sin pareja introdujo un nuevo motivo de excitación. Mientras los cazadores se hallaban ausentes, las niñas flacuchas se convertían súbitamente en adolescentes núbiles. En anteriores grupos tribales, el único propósito del cazador era matar animales. Ahora el cazador más poderoso podía elegir entre las hembras más atractivas. Así que de pronto apareció una motivación muy fuerte para convertirse en un gran cazador. Se trataba de la recompensa de las relaciones sexuales. Por supuesto, no hay ninguna prueba en absoluto de que la «explosión del cerebro» estuviera relacionada con los cambios sexuales que tuvieron lugar en la mujer. Sin embargo, a falta de otra hipótesis convincente, parece bastante probable.
Basta con que pensemos en el enorme papel que el romanticismo ha interpretado en la historia de la civilización para que nos demos cuenta de que siempre ha sido una de las más poderosas motivaciones humanas. Antonio y Cleopatra, Dante y Beatriz, Abelardo y Eloísa, Lancelot y Ginebra, Romeo y Julieta, Fausto y Margarita: todos ejercen en nosotros la misma fascinación que ejercieron en nuestros tatarabuelos. Desde el punto de vista psicológico, el romanticismo y el sexo son todavía las fuerzas más potentes en la vida de los seres humanos. Puede que Goethe dijera algo que tenía sentido desde el punto de vista biológico cuando escribió: «La mujer eterna nos atrae hacia arriba». Una vez más, la pregunta obvia es: ¿Qué importa si el hombre se hizo más «humano» por medio de la sexualidad, del lenguaje o de algún accidente genético? Y esta vez la respuesta tiene que ser que importa mucho. Ya hemos señalado que la evolución tiende a permanecer detenida cuando los individuos no tienen ningún motivo para evolucionar. Lo mismo es aplicable a los individuos. Pueden tener talento y ser inteligentes y, a pesar de ello, malgastar su vida porque por alguna razón carecen de motivación para hacer uso de estas facultades. La mejor suerte que puede tener cualquier individuo es poseer un sentido muy claro de cuál es su meta. Puede que sea verdad y puede que no lo sea que el Homo sapiens evolucionó a partir de una clase de romanticismo sexual. Pero la posibilidad sirve para llamar nuestra atención sobre una idea de importancia fundamental. Que, dado que la evolución del Homo sapiens ha sido una evolución mental, como da a entender la palabra sapiens, quizá la causa de esa evolución deberíamos buscarla en el reino de la motivación y el propósito más que en el reino de la selección natural y la casualidad. Tal vez deberíamos hacer esta pregunta: ¿qué pudo transformar al Homo sapiens en el Homo sapiens sapiens ?
La realidad es tozuda y se van hallando pruebas de civilizaciones con una aparente avanzada tecnología que existieron millones de años antes de las fechas en que se supone que la humanidad evolucionó en la Tierra. Todo parece indicar que la Tierra fue visitada o habitada por seres inteligentes que usaban tecnología avanzada mucho antes de la aparición (tal como es explicado por la historia oficial) de los primeros humanos. En el Período Triásico hay evidencias tan sorprendentes como una suela de zapato, en Nevada, datada en una increíble antigüedad de entre 213 y 248 millones de años. El 18 de octubre de 1922, la sección American Weekly del periódico New York Sunday American publicó una noticia titulada “Misterio de la suela de zapato petrificada”, por el Dr. W. H. Ballou, que decía: “Hace algún tiempo, mientras estaba buscando fósiles en Nevada, John T, Reid, un distinguido ingeniero minero y geólogo vio, con asombro, una roca cerca de sus pies. Allí, parte de la roca misma, era lo que parecía ser una huella de pie humano”. Una inspección más detallada mostró que no era una marca de un pie desnudo, sino que era, aparentemente, una suela de zapato que había sido convertida en piedra. Faltaba una parte, pero estaba el delineado de por lo menos dos terceras partes de la suela, y alrededor de este contorno corría un muy bien definido hilo cosido, el cual, según parecía, ataba el zapato a la suela. Además, había otra línea de costura, y en el centro, donde el pie habría descansado si el objeto realmente hubiera sido una suela de zapato, estaba una muesca, exactamente como si hubiera sido hecha por el hueso del talón rozando y desgastando el material del que había sido hecha la suela. Reid consiguió un químico analista del Instituto Rockefeller, quien hizo fotos y análisis del espécimen. Los análisis eliminaron cualquier duda de que la suela de zapato había sido fosilizada en la época Triásica. Las ampliaciones de la microfotografía son veinte veces más grandes que el espécimen mismo, mostrando hasta el último detalle de las vueltas de hilo y doblado, demostrando que la suela de zapato es estrictamente el resultado del trabajo manual de un hombre.
Incluso a simple vista los hilos pueden verse claramente, junto con los contornos definitivamente simétricos de la suela del zapato. Dentro de este borde y corriendo paralela puede verse una línea que parece haber sido regularmente perforada para las puntadas. La roca triásica que lleva el fósil de la suela del zapato ha sido datada en un período entre 213 y 248 millones de años. Un zapato obviamente moderno, con puntadas y grabado en el tiempo en la antigua roca triásica. ¿Estaba el misterioso visitante caminando en esta región hace más de 213 millones de años, antes de la era de los dinosaurios? La Era Paleozoica es una importante era geológica, precedido por la era Precámbrica y seguido por la era Mesozoica, incluyendo los períodos Cámbrico, Ordoviciano, Siluriano, Devoniano, Carbonífero y Pérmico. La Era Paleozoica comenzó aproximadamente hace 570 millones de años y finalizó aproximadamente hace 200 millones de años. Al movernos más atrás en el tiempo entramos a este período de la Era Paleozoica, donde la vida estaba evolucionando desde formas primitivas multicelulares, que flotaban libremente en los océanos, hasta especies más evolucionadas en la tierra. Las formas de vida más avanzadas al final de este período eran anfibios, insectos, bosques de helechos y pequeños reptiles. Y oficialmente los humanos no evolucionarían hasta casi 300 millones de años más tarde. De nuevo, los hallazgos científicos sugieren que seres inteligentes, con tecnología avanzada, estuvieron visitando la Tierra y caminando sobre ella cuando las primeras formas de vida estaban solamente comenzando a emerger en nuestro planeta. En el Período Carbonifero hay evidencias como las de una cadena de oro, de entre 320 y 360 millones de años de antigüedad. La edición de Junio de 1891 del periódico Morrisonville Times, de Morrisonville, Illinois, presentaba un artículo que se refería a una cadena de oro descubierta dentro de una pieza sólida de carbón. La cadena fue descubierta por la esposa del editor del periódico, cuando estaba rompiendo un trozo de carbón. De acuerdo al Departamento de Investigación Geológica de Illinois, el carbón que contenía la cadena era del período Carbonífero, de más de 300 millones de años de antigüedad. El Dr. A.W. Medd, del Centro Británico de Medición Geológica, escribió en 1985 que esta piedra es del Carbonífero Temprano, entre 320 y 360 millones de años de antigüedad. ¿Quien dejó caer esta cadena de oro en los antiguos bosques de helechos, cuando las más avanzadas formas de vida en el planeta eran anfibios e insectos?
En 1897, un minero de carbón trabajando en una mina cerca de Webster, Iowa, encontró una extraña inscripción en una pieza de piedra. El Daily News de Omaha, Nebraska (2 de Abril de 1897), publicó: “La piedra es de un color gris oscuro, con dos pies de longitud, un pie de ancho y cuatro de espesor. Sobre la superficie de la piedra, la cual es muy dura, fueron dibujadas líneas con ángulos formando diamantes perfectos. El centro de cada diamante es apreciablemente el rostro de un hombre anciano…”. ¿Fue una piedra tallada por un viajero en el tiempo hasta aquella época de la Tierra? Otra evidencia es una taza de hierro encontrada en una mina de carbón, en Oklahoma, de 312 millones de años de antigüedad. El 27 de noviembre de 1948, Frank J. Kenwood afirmó: “Mientras yo trabajaba en la Planta Eléctrica Municipal, en Thomas, Oklahoma, en 1912, me tropecé con un sólido trozo de carbón, el cual era demasiado grande para poder ser usado. Lo quebré con un martillo de trineo. Del centro de esta pieza de carbón cayó esta taza de hierro, dejando la impresión de la taza en el pedazo de carbón”. Jim Stall (un empleado de la compañía) atestiguó la rotura del trozo de carbón y que vio caer la taza. Robert O. Fay, de la Oficina de Medición Geológica de Oklahoma, confirmó que la mina Wilburton de carbón tiene 312 millones de años de antigüedad. ¿Qué avanzada civilización estaba usando tazas de hierro hace más de 300 millones de años?
Fuentes:
Colin Wilson – El Mensaje Oculto De La Esfinge
Martyn Bramwell – Rocas Y Fósiles
Georges Cuvier – Essay on the Theory of the Earth
Alessandro Garassino – Fósiles
Johann Jakob Scheuchzer – Sacred Physics
Mauricio Antón – El secreto de los fósiles
Charles Robert Darwin – El origen de las especies
Jacques Boucher de Perthes – Antiquités celtiques et antediluviennes
Zecharia Sitchin – El 12º Planeta
Fuente: Old Civilizations