A pesar de la abundantísima bibliografía dedicada al Tercer Reich, y a pesar de lo abominable del crimen, un hecho muy poco conocido es que entre 1940 y 1945, el régimen nacionalsocialista auspició el asesinato de cientos de miles de personas cuyas vidas fueron etiquetadas como «indignas de ser vividas».
Y por difícil que pueda resultar de creer, la eliminación de discapacitados físicos y psíquicos considerados «incurables» fue un programa secreto concebido y ejecutado por médicos, convirtiéndose de esta forma unos hombres que habían jurado preservar la vida humana en auténticas máquinas de matar al servicio de un régimen totalitario.
La más esencial de las ideas que estructuraron la cosmovisión de Hitler fue devolver la pureza a la mítica raza aria de hombres y mujeres altos, rubios y de ojos azules, a los que consideraba los únicos verdaderamente humanos, que habrían ido degenerando a lo largo de los siglos debido a un proceso de mestizaje. Era necesario, pues, despojar la comunidad de sangre aria de toda clase de impurezas, ya se tratara de la sangre de razas «inferiores» —como los eslavos o gitanos—, «peligrosas» —como los judíos— o de la de los discapacitados, aunque fueran de la propia raza porque, además de no poder procurarse sustento por sus propios medios, consumían recursos sanitarios (camas de hospital, médicos…) que serían necesarios para atender a la población civil y los soldados heridos cuando estallara el inevitable conflicto.
Eugenesia
Esta utopía biopolítica no fue en absoluto una idea original del Führer, sino la puesta en práctica de la parte más siniestra de la infame pseudociencia llamada eugenesia, fundada por sir Francis Galton en 1883, que pretendía mejorar la especie humana mediante cruzamientos selectivos entre los «más aptos» e impidiendo la reproducción de los «menos aptos». Promovida por psicólogos y biólogos, la eugenesia gozó de un amplio respaldo institucional en Estados Unidos, que se convirtió en el primer país donde se promulgaron y aplicaron leyes en las que se articulaba la esterilización eugenésica como medio de evitar la reproducción de los socialmente indeseables y genéticamente inferiores y de preservar la pureza de la raza.
Desde comienzos del siglo XX, el movimiento eugenésico norteamericano contó con el apoyo tanto de instituciones oficiales como de las grandes fortunas, lo que condujo a la aprobación por parte de 32 estados de leyes de esterilización forzada.
En Alemania se conoció como Rassenhygiene (higiene racial), y desde comienzos del siglo XX era impartida como asignatura en numerosas facultades de Medicina. De hecho, la mayor parte de los miembros de la Sociedad de Higiene Racial, cofundada en 1905 por los psiquiatras Alfred Ploetz y Ernst Rüdin, eran médicos.
Estos especialistas estaban particularmente involucrados en el movimiento eugenésico pues, plenamente convencidos del origen hereditario de las enfermedades mentales, aceptaban la imposibilidad de curación de los 340.000 enfermos ingresados en las instituciones y hospitales alemanes y la acumulación de estas taras en su progresiva descendencia generacional. Hitler consideraba la comunidad de sangre aria, el Volk, un organismo vivo, y a estos grupos, «extraños gérmenes patógenos» que amenazaban su salud, por lo que había que exterminarlos de forma aséptica y desapasionada, sin ningún tipo de conflicto moral.
Se consideraba a sí mismo un médico bienhechor, y hablaba de bacilos, tumores, parásitos y abscesos y de su programa político en términos de terapia, medidas quirúrgicas, purgas y antídotos. Los otros «soldados» del Reich Familiarizados con sus consignas pseudomédicas y paracientíficas, fueron muchos los médicos que acogieron con entusiasmo sus propuestas, y de hecho, fue el colectivo que antes y en mayor número se afilió al Partido Nazi.
Seriamente castigados por la crisis económica que siguió al crack de 1929, para 1932 el 72% de ellos ganaba lo mínimo para subsistir y Hitler les prometía expulsar a sus colegas judíos de la profesión, solucionando su alta tasa de desempleo y ofreciéndoles poder, orgullo, prestigio y dinero al convertirles de meros empleados de la Seguridad Social de la República de Weimar en protectores y guardianes de la pureza racial del Volk; en los «soldados biológicos» del Reich de los Mil Años.
El 1 de enero de 1934 entró en vigor la Ley para la Prevención de la Descendencia Genéticamente Enferma, elaborada por destacados higienistas raciales tomando como referente la Ley Modelo de Esterilización Eugenésica estadounidense, que obligaba a esterilizar a los discapacitados físicos y psíquicos recluidos en instituciones. Los médicos notificaban estos casos para su examen al correspondiente Tribunal de Salud Hereditaria, compuesto por un jurista y dos médicos, que si consideraba que su dolencia estaba dentro de las contempladas por la ley, ordenaba su esterilización. A la izquierda, un alto y fuerte joven ario cargando su «enfermiza herencia» bajo el título: «Ésta es tu carga». A la derecha, otra propaganda Nazi justificando el programa de eugenesia obligatoria, dice: «Esta persona que sufre defectos hereditarios cuesta a la comunidad 60.000 marcos durante toda su vida».
Alrededor de esta ley se desarrolló toda una industria que hizo ganar mucho dinero a los laboratorios proveedores de material médico-quirúrgico e impulsar la investigación de nuevas técnicas (no exentas de riesgos), más rápidas y que redujeran los días de hospitalización en el caso de las mujeres. Una de ellas fue un método especialmente doloroso, consistente en provocar la inflamación y posterior obstrucción de las trompas mediante inyecciones intrauterinas de diferentes sustancias químicas. Se estima además que un 12% de las esterilizaciones fueron llevadas a cabo mediante la más rápida técnica de la exposición a los rayos-X.
En 1939, con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, la práctica de la esterilización cayó en picado. Para entonces, el número de personas esterilizadas «legalmente» podía llegar a las 400.000. Probablemente, el motivo por el que este tipo de intervenciones disminuyó hasta casi desaparecer tras el comienzo de la contienda fue que a partir de esa fecha, el Gobierno del Reich tenía otros planes para los «defectuosos».
Asesinato de niños
El «milagro económico» de Hitler, que en tan solo seis años consiguió acabar con seis millones de desempleados, fue en realidad un castillo de cartón, pues se hizo a costa de un desenfrenado endeudamiento hasta el punto de que el resultado final no podía ser otro que la bancarrota o la conquista de espacio vital que sirviera para eliminar la carencia de recursos monetarios y de materias primas.
Con los ojos puestos en Polonia, Hitler decidió que pasando de la esterilización al asesinato de las llamadas «bocas inútiles» se podrían destinar más médicos, personal, camas de hospital y otras instalaciones a los soldados heridos en el frente. Además, en una memoria redactada por su médico personal, Theodor Morell, titulada Exterminio de la vida indigna de ser vivida, el charlatán que acabaría convirtiéndole en un adicto a las anfetaminas estimó que el homicidio de 200.000 discapacitados daría como resultado un capital adicional de 10 millones de marcos anuales. En segundo plano, con gafas, Theodor Morell, médico personal de Hitler. En mayo de 1939 se creó un supuesto Comité del Reich para el Registro Científico de Enfermedades Severas Determinadas Genéticamente, compuesto por Hans Hefelmann, de la Cancillería del Führer, el cirujano de escolta de Hitler Karl Brandt; Herbert Linden (médico, consejero del ministro del Interior y responsable de los hospitales y asilos estatales); el oftalmólogo Hellmuth Unger; el psiquiatra Hans Heinze (director del asilo de Brandenburg-Görden), y los pediatras Ernst Wentzler y Werner Catel, todos ellos defensores de la eutanasia.
El 18 de agosto de 1939, solo dos semanas antes de la invasión, dicho comité envió una circular secreta a los gobiernos de cada estado para que instaran a los pediatras a notificar a la Cancillería todo caso de niños de hasta tres años que presentaran minusvalías físicas o psíquicas como el síndrome de Down, la espina bífida o la parálisis cerebral.
Los cuestionarios eran remitidos a su vez a Catel, Heinze y Wentzler, quienes, basándose simplemente en los datos recogidos en ellos, decidían cuál debía ser eliminado. Hospital Psquiátrico de Schönbrunn, 1934.
Foto tomada por Franz Bauer, de la SS.
Una vez que se tomaba la decisión, se engañaba a los padres del niño indicándoles que debía ser ingresado en un centro sanitario donde recibiría «el mejor y más efectivo tratamiento disponible». Si mostraban algún tipo de duda, se les decía que este no podía posponerse más tiempo, que pensaran en primer lugar en la salud de su hijo, y que deberían estar agradecidos por las facilidades que se les estaban dando. Y si aun así continuaban oponiéndose a separarse de su hijo, se les amenazaba con retirarles la custodia.
Los niños eran después trasladados a alguna de las salas habilitadas en 30 hospitales, entre los que se encontraban algunos de los más prestigiosos del Reich, cuyos directores y más importantes médicos estaban al corriente de la operación y de acuerdo con cumplir con las directrices del Comité.
Los niños eran asesinados mediante sobredosis de barbitúricos o inyecciones de morfina, aunque en algunos centros como el hospital de Eglfling-Haar, en Munich, simplemente se les dejaba morir de hambre pues su director, el psiquiatra Hermann Pfannmüller, creía que este método llamaba menos la atención. Después, se enviaba a los padres una carta estándar donde se les informaba de que su pequeño había muerto de neumonía, meningitís o cualquier otra enfermedad infecciosa y que, debido al riesgo de contagio, el cuerpo había tenido que ser incinerado.
Para el otoño de 1941, el programa de «eutanasia» de niños se había ampliado hasta cubrir adolescentes de 16 o 17 años. Se ha estimado que fueron unos 5.000 los niños asesinados de este modo. Operación Aktion-T4 Al mismo tiempo, Hitler había encargado al responsable de la Cancillería del Führer, Philip Bouhler, y a Brandt «ampliar la competencia de determinados médicos con la finalidad de que se pueda garantizar la muerte piadosa a aquellos enfermos que consideren incurables».
Para ello se reunieron con quince destacados psiquiatras y directores de importantes instituciones psiquiátricas del país, como Werner Heyde, Carl Schneider, Maximilian de Crinis, Paul Nitsche o Friedrich Mennecke, con la intención de poner en marcha un programa secreto de exterminio de los enfermos mentales, pues Hitler temía tanto el retraso burocrático que supondría su aprobación legislativa como el rechazo del pueblo hacia un régimen que asesinara a sus familiares. Los nazis usaron la capacidad del cine para llegar a enormes cantidades de público para concienciar a la población de la necesidad de legalizar la «eutanasia» de los discapacitados. En la película «Yo Acuso» (1941), un médico accede a la petición de su mujer, enferma de esclerosis múltiple, de liberarla de su sufrimiento con una inyección letal.
Todos se mostraron dispuestos a colaborar, pues todos eran miembros del partido y algunos, además, de las SS, y, como ya hemos dicho, el colectivo de psiquiatras era el más concienciado con las teorías eugenésicas. Al frente del entramado se puso a Heyde, director de la Clínica Psiquiátrica, catedrático de Psiquiatría de la Universidad de Würzburg, SS-Hauptsturmführer y asesor de la Gestapo.
Como las oficinas se instalaron en el número 4 de la calle Tiergartenstrasse, la operación fue conocida como Aktion-T4 (Acción T4). El 21 de septiembre, el Ministerio del Interior envió un cuestionario a todas las instituciones que albergaban enfermos mentales instándoles a notificar, con supuestos fines estadísticos, los pacientes con trastornos neurológicos considerados incurables, como la debilidad mental de cualquier tipo, la esquizofrenia o la epilepsia. Los cuestionarios eran reenviados a Tiergartenstrasse 4, donde eran valorados por un equipo de unos cuarenta peritos médicos, que marcaban con una cruz roja a aquellos que debían ser eliminados.
Una vez hecha la letal selección, se notificaba a las instituciones que, por motivos de planificación, estos pacientes serían trasladados a otro centro. T4 empleó para su transporte autobuses grises con las lunas pintadas, siendo los encargados de subir a los enfermos miembros de las SS vestidos con batas blancas para dar la impresión de que eran algún tipo de personal médico. Uno de los autobuses utilizados por ‘Aktion T4′ para trasladar a los discapacitados.
Desde los psiquiátricos, los enfermos eran llevados a alguno de los seis centros de exterminio: Hartheim, Sonnenstein, Grafeneck, Bernburg, Brandenburg y Hadamar, todos ellos dirigidos por médicos. El primero en entrar en funcionamiento fue el de Brandenburg, y el método empleado la inyección letal, pero pronto se descartó por ser demasiado lento.
Parece ser que fue Brandt quien sugirió el uso de gas, pues en una ocasión había inhalado gases de un horno estropeado y la sensación que había experimentado fue que, de haber muerto, no habría sufrido en absoluto. Por ello, esta clase de muerte le parecía en concordancia con la «muerte piadosa» que había ordenado el Führer. Tras comprobar su efectividad, los enfermos eran desnudados y encerrados en lo que parecía ser una simple sala de duchas.
A continuación, tal y como había especificado Hitler, un médico abría la válvula que permitía la entrada de gas desde las bombonas instaladas en un cuarto adyacente, y en pocos minutos estaban todos muertos. Después, los cadáveres eran incinerados y se enviaba a los familiares una carta de condolencia donde se notificaba su fallecimiento por neumonía, ataque cardíaco o una enfermedad parecida y la incineración para evitar la propagación de infecciones. Así fue como se puso en marcha la maquinaria de matar más implacable, rápida, eficaz y económica de la Historia. Los demás centros de exterminio adoptaron el modelo de Brandenburg, incluyendo el importante papel desempeñado por los médicos como ejecutores de los enfermos y el uso del gas para asesinarlos en cámaras maquilladas de duchas, por lo que Aktion-T4 se considera la antesala intelectual y material del Holocausto. La «banalidad del mal»
Los médicos «expertos» de T4 delegaron la responsabilidad de eliminar a los «enfermos mentales incurables» en los médicos más jóvenes, que aunaban a su falta de experiencia su entusiasmo político y sus deseos de medrar profesionalmente. Una vez que eran reclutados por T4, estos jóvenes médicos recibían instrucción sobre su macabra tarea tanto en los propios centros de exterminio como en instituciones psiquiátricas colaboradoras con la organización, como la dirigida por Carl Schneider en Heidelberg o la de Hans Heinze en Brandenburg-Görden. Las prácticas de autopsias les ayudaban a mejorar sus conocimientos de anatomía y cirugía. Cuando todo hubo terminado, Heinrich Bunke, que obtuvo su título en 1939 y que participó en los crímenes de Brandenburg y Bernburg, explicó así los motivos por los que se había enrolado en T4: «Me dio la oportunidad de colaborar con profesores expertos, hacer un trabajo científico y completar mi formación».
Es decir, que desde los inicios de su carrera, estos médicos se familiarizaron con el asesinato «administrativo» autorizado por sus superiores, hombres de gran prestigio científico a los que respetaban y en los que confiaban porque les habían formado en las universidades y que, además, cumplían órdenes que emanaban directamente del todopoderoso Führer, el hombre llamado a salvar a la nación; el hombre que prometía seguridad y prosperidad aunque ello significara aniquilar a quienes la amenazaban, tanto dentro como fuera del Reich.
El prestigioso neuropatólogo Julius Hallervorden se aprovechó de la cercanía de su Instituto de Investigación Cerebral Káiser Guillermo de Berlín al matadero de Brandenburg para pedir a los verdugos que le enviaran el mayor número de cerebros diciéndoles: «Ya que vais a matar a toda esa gente, al menos quitadles el cerebro para que pueda examinarlos».
Un buen ejemplo de lo que Hannah Arendt llamó «la banalidad del mal» fue la macabra ceremonia celebrada en Hadamar con motivo de la cremación del cadáver número 10.000. Todo el personal (médicos incluidos) se reunió frente el horno, con el cuerpo desnudo y cubierto de flores expuesto sobre una camilla mientras uno de ellos, disfrazado de sacerdote, decía unas palabras. Cada uno recibió una botella extra de cerveza como gratificación por su dedicación. Los mataderos de Aktion T4 también fueron utilizados para eliminar a los deportados demasiado débiles para trabajar o a aquellos que mostraban un comportamiento «inadecuado», tras ser seleccionados por médicos de la organización desplazados hasta los campos de concentración. En 1941, estos médicos ya no distinguían si los elementos extraños lo eran desde el punto de vista médico, racial, político o social. Todos ellos amenazaban con contaminar la pureza racial del Volk y debían ser exterminados.
El llamado Tratamiento Especial 14f13 constituyó el punto de transición entre el asesinato de los discapacitados «incurables» y las razas consideradas inferiores o peligrosas. Eutanasia salvaje Para agosto de ese año, T4 ya era un secreto a voces. El espeso humo que salía de las chimeneas de los crematorios, día y noche, podía verse desde lejos, y un nauseabundo olor a carne quemada impregnaba las poblaciones cercanas a los centros de exterminio. Carta de Hitler encargando la puesta en marcha del programa de «muerte piadosa».
Las protestas de representantes eclesiásticos como el obispo Von Galen hicieron que Hitler ordenara suspender el programa de «eutanasia», pero una vez establecidas las pautas, el exterminio de las «bocas inútiles» siguió adelante en una nueva fase descentralizada que se conoció como «eutanasia salvaje». Simplemente se dejó en manos de los médicos y enfermeras de determinadas instituciones, donde eran trasladados pacientes discapacitados de todos los rincones de Alemania, como el hospital psiquiátrico de Meseritz-Obrawalde, administrar la «muerte piadosa» sin necesidad del dictamen final de los «expertos» de T4, convirtiéndose el asesinato de las «vidas indignas de ser vividas» en una rutina hospitalaria más, concebida para el beneficio de la nación. El método más habitual fue la sobredosis de barbitúricos, aunque también se les dejaba morir de hambre, y esta atroz práctica siguió llevándose a cabo hasta el mismo día de la liberación por los aliados. El 29 de mayo de 1945, en el hospital estatal de Kaufbeuren, en Baviera, y a pesar de tener a las tropas norteamericanas estacionadas a menos de un kilómetro, se «eliminó» a un niño de cuatro años llamado Richard Jenne, que se convirtió de esta forma en la última víctima del programa de «eutanasia». En total, la mayor parte de autores sitúan la cifra de víctimas en torno a las 300.000.
Entrenados para el Holocausto Cuando durante la Conferencia de Wannsee del 20 de enero de 1942 se acordó el exterminio de los once millones de judíos europeos (la llamada Solución Final), gran parte del personal de T4, embrutecidos y familiarizados con el uso del gas y el asesinato en masa, fueron enviados a supervisar la puesta en marcha de los seis campos de exterminio dotados de cámaras de gas. De hecho, el psiquiatra Irmfried Eberl, director médico de los mataderos de T4 de Brandenburg y Bernburg, fue comandante del campo de exterminio de Treblinka. A día de hoy, la mayoría de los historiadores están de acuerdo en que T4 fue la antesala del Holocausto, y que sin la colaboración de los médicos en el programa de «eutanasia» hubiera sido muy difícil que este se llevara a la práctica, pues en los campos de exterminio el proceso seguía pasos muy similares a los que se llevaban a cabo en los «mataderos» de T4. Era un médico quien elegía a los destinados para morir según su aptitud para el trabajo; las cámaras de gas eran «duchas para desinfectar» y el letal Zyclon B llegaba en vehículos con el logotipo de la Cruz Roja Internacional u otros organismos médicos. Campo de concentración de Auschwitz.
La comunidad médica alemana era relativamente pequeña, y resulta difícil creer que los médicos no implicados directamente no supieran lo que estaban haciendo sus colegas, a pesar de lo cual nunca existieron grandes protestas ni un grupo organizado de resistencia. Si la comunidad médica se hubiera opuesto al asesinato de los niños, la tecnología para el asesinato en masa nunca se habría desarrollado.
Una parte colaboró consciente y voluntariamente mientras los demás lo aceptaron en silencio. El decepcionante Juicio de los Médicos En el llamado Juicio de los Médicos, celebrado en Núremberg entre el 8 de diciembre de 1946 y el 21 de agosto de 1947, un tribunal norteamericano condenó a morir en la horca a Brandt y a Viktor Brack de la Cancillería del Führer, tanto por haber permitido los experimentos médicos en los campos de concentración como por haber planificado Aktion T4. Sin embargo, de los ocho médicos directamente responsables de los asesinatos en los centros de «eutanasia» que sobrevivieron a la guerra, tan solo Hans-Bodo Gorgass y Adolf Wahlmann fueron condenados a muerte en el juicio por los asesinatos de Hadamar celebrado en Frankfurt en 1947, aunque la pena les fue conmutada por cadena perpetua. Paul Nitsche, que en 1941 había sustituido a Heyde al frente de T4, sí fue ajusticiado, pero por los soviéticos tras ser juzgado en Dresden en 1947.
Como también lo fue en 1946 por un tribunal de Alemania Oriental la médica Hilde Wernicke tras ser declarada culpable del asesinato de 600 enfermos mentales en la institución de Meseritz-Obrawalde que dirigía como parte del programa de «eutanasia salvaje». Karl Brandt (en el centro de la foto) fue condenado a muerte en el llamado Juicio de los Médicos.
Pero aunque estos juicios fueron los primeros de una larga cadena que ha llegado hasta nuestros días, nunca las condenas volvieron a ser tan justas.
La R.F.A y la comunidad médica internacional optaron por olvidar y ocultar lo que sin duda constituye el episodio más siniestro de la historia de la Medicina para restablecer la confianza médico-paciente y así, unos fueron absueltos en base a informes médicos elaborados por sus colegas que aseguraban que no estaban en condiciones físicas o psíquicas de afrontar un juicio, y otros alegándose que estaban convencidos de la legalidad de su crimen, como ocurrió en 1949 con Werner Catel. El infame Pfannmüller fue condenado ese mismo año a tan solo cinco años de prisión, más tarde rebajados a dos, e incluso Gorgass y Wahlmann fueron puestos en libertad en 1959. La mayoría de los implicados pudieron volver a desempeñar su profesión, alcanzando algunos reconocimiento internacional, como Hans Sewering, que en 1992 tuvo que dimitir de su cargo como presidente de la Asociación Médica Mundial después de conocerse que desde el sanatorio de Schönbrunn que dirigía, había mandado centenares de discapacitados a encontrar la muerte en el centro de «eutanasia salvaje» de Eglfing-Haar.
Así, a diferencia de otros grupos perseguidos por los nazis por motivos raciales, religiosos o políticos que sí recibieron tras el final de la contienda el debido reconocimiento y apoyo social, el exterminio de los discapacitados permaneció oculto durante mucho tiempo y hubo que esperar hasta los años 80 del pasado siglo para que trabajos como los de Robert Jay Lifton, Benno Müller-Hill o Robert Proctor consiguieran rescatar la memoria de las víctimas más olvidadas del nazismo.
Más datos en: Los Médicos de Hitler, Manuel Moros. Ed. Nowtilus, 2014.
Artículo publicado en MysteryPlanet