domingo, 7 de marzo de 2021

¿Qué sabemos sobre la Misteriosa Inteligencia de los Hongos?

El biólogo británico Merlin Sheldrake, autor de La red oculta de la vida, nos dice lo siguiente sobre los hongos, estos grandes desconocidos: “No son plantas ni animales y se encuentran en la tierra, en el aire y en nuestros cuerpos. Están por doquier, pero cuesta verlos. Además, pueden ser microscópicos, pero también representan a los organismos de mayor tamaño jamás registrados. Comen piedra, crean suelos, asimilan agentes contaminantes, se nutren de plantas, pero también las matan, sobreviven en el espacio e influyen en la composición de la atmósfera terrestre“. 

El biogeoquímico Benjamin Mills, investigador de la Universidad de Leeds, que trabaja con modelos virtuales que ofrecen predicciones sobre el clima y la composición de la atmósfera, añadió los hongos micorrícicos al modelo climático y descubrió que se podía cambiar todo el clima del planeta con solo subir o bajar la eficiencia simbiótica de los hongos. Toby Kiers, profesora de la Universidad Libre de Ámsterdam, es una de las investigadoras sobre cómo las plantas y los hongos conservan su ‘equilibrio de poder’. Sus descubrimientos son sorprendentes porque sugieren que entre la planta y el hongo son capaces de llegar a compromisos, decidir compensaciones y desplegar sofisticadas estrategias negociadoras

 ¿Habéis leído a H. P. Lovecraft, escritor estadounidense de novelas y relatos de terror y ciencia ficción? Pues ahora os explicaré algo relacionado con los hongos que hubiese podido escribir el mismo Lovecraft. Pero no os asustéis, la mayor parte de las interrelaciones entre hongos y otras especies, como plantas y animales, son mutuamente beneficiosas. Uno de los más remarcables manipuladores del comportamiento animal son un grupo de hongos que viven en los cuerpos de determinados insectos. A estos hongos se les denomina ‘hongos zombi’, ya que son capaces de modificar el comportamiento de su huésped para obtener su propio beneficio (del hongo). 

Aunque realmente el zombi es el huésped del hongo. Mediante el “secuestro” o “posesión” de un insecto, el hongo es capaz de dispersar sus esporas, que es uno de sus principales objetivos para reproducirse y, de esta manera, completar su ciclo vital. Uno de los casos que se han estudiados más es el que corresponde al lovecrafiano hongo Ophiocordyceps unilateralis, que organiza su vida alrededor de las hormigas carpinteras, que reciben su nombre porque mastican la madera para hacer sus nidos. Una vez el hongo las infecta, las condiciona, al igual que si fuesen zombis, para que pierdan su miedo instintivo a las alturas, por lo que abandonan la seguridad de sus hormigueros a fin de subir a la planta más próxima. A este comportamiento se le conoce como «enfermedad de la cumbre». El hecho es que el hongo obliga a la hormiga, una vez en lo alto de la planta, a anclarse con sus mandíbulas a la planta en lo que podríamos llamar un ‘apretón mortal’.


Entonces el micelio del hongo crece desde las patas de la hormiga y la ata literalmente, mediante una red, a la superficie de la planta. Después el hongo devora el cuerpo del animal y hace que brote un tallo del hongo de la cabeza de la hormiga. Entonces sus esporas caen desde el tallo sobre las hormigas que pasan por debajo. Si las esporas no alcanzan a sus objetivos, entonces producen esporas adhesivas que se expanden hacia fuera a modo de hilos trampa. 

Los hongos zombi controlan el comportamiento de sus insectos huésped con una gran precisión, como si una misteriosa inteligencia gestionase todo este proceso. El Ophiocordyceps obliga a las hormigas a ejecutar el apretón mortal que antes hemos mencionado en una zona que tiene la temperatura y humedad adecuadas para que el hongo pueda fructificar. Por esto se produce a unos 25 cm. del suelo del bosque. Para conseguirlo, el hongo orienta a las hormigas según la dirección del sol, y las hormigas infectadas muerden la planta según unas instrucciones muy exactas, como serían el que se efectúe al mediodía y no en cualquier parte envejecida del envés de la hoja de la planta. Vamos, como si la hormiga estuviese hipnotizada y siguiese las instrucciones dadas por el hipnotizador, el hongo. 

En un 98% de las veces, las hormigas muerden una nervadura principal de la planta. Pero aún se ignora cómo los hongos zombi pueden controlar de una manera tan completa y precisa a sus insectos huésped. En el año 2017, un equipo encabezado por David Hughes, un experto en los comportamientos manipuladores de los hongos, infectó hormigas con el hongo Ophiocordyceps en su laboratorio. Los investigadores conservaron los cuerpos de las hormigas en el momento de su mordedura mortal (para ellas). Entonces cortaron sus cuerpos en finos trozos y reconstruyeron una imagen tridimensional del hongo dentro de los tejidos de la hormiga. Descubrieron, con sorpresa, que hasta el 40% de la biomasa de la hormiga infectada era realmente un hongo. ¡Realmente una increíble posesión de la hormiga por parte del hongo! Las hifas del micelio del hongo invaden las cavidades corporales de la hormiga, de manera sinuosa, abarcando de la cabeza a las patas. Para ello se enredan en las fibras musculares de la hormiga y coordinan su actividad mediante una red interconectada de micelio del hongo. Sin embargo, sorprendentemente, se observó que el hongo no estaba en los cerebros de las hormigas.

Hughes y su equipo habían creído que el hongo tendría que estar presente en el cerebro para controlar de una manera tan precisa el comportamiento de las hormigas. Todo indica que la posesión de la hormiga por parte del hongo parece tener un origen farmacológico. Los investigadores sospechan que el hongo puede manipular los movimientos de las hormigas al secretar sustancias químicas que actúan directamente en sus músculos y en su sistema nervioso central, sin necesidad de estar presente físicamente en sus cerebros. De todos modos no se conoce todavía adecuadamente de qué sustancias químicas se trata. 

Ni se sabe si el hongo es capaz de hacer un tipo de bypass del cerebro de la hormiga con respecto a su cuerpo y, de esta manera, controlar directamente las contracciones de sus músculos. Este comportamiento del Ophiocordyceps parece estar, de alguna manera, relacionado con los cornezuelos del centeno de los que el químico suizo Albert Hofmann aisló los compuestos para elaborar el LSD, la dietilamida de ácido lisérgico, un compuesto cristalino, relacionado estrechamente con los alcaloides del cornezuelo del centeno, un hongo parasítico del género claviceps, a partir de los cuales puede prepararse semi sintéticamente. Se observó que dentro de las hormigas infectadas, las partes del genoma del hongo Ophiocordyceps, responsable de la producción de estos alcaloides del cornezuelos del centeno, base del LSD, estaban activadas, lo que implicaba que podrían tener un papel importante en la manipulación del comportamiento de la hormiga por parte del hongo. Son realmente extraordinarias y misteriosas, y en ocasiones terroríficas, estas intervenciones de los hongos en determinados animales. Sabemos que la capacidad para controlar el comportamiento humano mediante drogas derivadas de hongos todavía está en fase de investigación. Por ejemplo, los antipsicóticos son un tipo de drogas psicotrópicas que alivian síntomas psicóticos como los delirios, el lenguaje y la conducta desorganizados, así como las alucinaciones. 

También reducen las probabilidades de recaída y la intensidad de los síntomas. Pero si bien los antipsicóticos alivian tanto los síntomas positivos como los negativos de la esquizofrenia, los primeros responden en mayor medida que los últimos. Quedamos realmente anonadados si comparamos estos resultados con el 98% del éxito del hongo Ophiocordyceps para obligar a la hormiga no solo a subir y a ejecutar su mordedura mortal en una parte específica de la hoja de una planta, sino además del modo más adecuado a fin de tener las mejores condiciones para que el hongo fructifique.

 Pero el Ophiocordyceps, como un gran número de hongos zombi, ha tenido mucho tiempo para mejorar sus terribles métodos. No obstante, los comportamientos condicionados de las hormigas infectadas, con su mordedura mortal, dejan características cicatrices en las nervaduras de las hojas. Gracias a ello, las marcas fosilizadas nos permiten conocer cuando se originó este comportamiento, que correspondería al Eoceno, hace unos 48 millones de años. Es probable que durante todo este tiempo los hongos hayan estado manipulando a los animales y, tal vez, a los humanos.

Es evidente que las relaciones entre plantas y hongos son clave para comprender mejor los ecosistemas, especialmente en lo que se refiere a los hongos micorrícicos arbusculares, que son microorganismos del suelo que generan simbiosis con nada menos que el 80% de las plantas terrestres. Pero, ¿cuándo se inició esta estrecha y exitosa colaboración entre hongos y plantas? A través de los fósiles se estima que hace unos 600 millones de años, en algún momento las algas verdes empezaron a salir de las aguas encharcadas hacia la tierra firme, siendo probablemente las antecesoras de todas las plantas terrestres. 

Sabemos que la evolución de las plantas transformó la Tierra y su atmósfera, y representó una de las transiciones más importantes en la historia de la vida, ya que provocó un enorme avance en la adaptación biológica. Actualmente las plantas constituyen aproximadamente el 80% de la biomasa en la Tierra y son la base de las cadenas alimentarias de casi todos los organismos terrestres. Antes de que apareciesen las plantas todo indica que las temperaturas fluctuaban incontroladamente y los paisajes estaban formados básicamente por roca y polvo.

 Los nutrientes estaban encapsulados en rocas sólidas y minerales, mientras que el clima era seco. Pero en aquella época en la Tierra ya había vida. De todos modos, debido a que las condiciones en el suelo terrestre eran tan extremas, la vida se desarrollaba principalmente en las zonas acuáticas, donde abundaban algas y animales. Mientras tanto, aunque las condiciones en tierra firme eran inhóspitas, aun ofrecían bastantes oportunidades a organismos fotosintéticos. 

Es evidente que al aire libre era más fácil acceder al dióxido de carbono (CO2), por lo que no faltaban incentivos para aquellos organismos que se alimentaban de luz y de dióxido de carbono. Pero las algas antecesoras de las plantas terrestres no tenían raíces, ni forma de almacenar o transportar agua, así como ninguna experiencia en extraer nutrientes del suelo sólido. Con todo esto, ¿cómo superaron el difícil paso a la tierra seca?

En medio de las desavenencias de los investigadores sobre la pretérita historia de la vida, en algo sí están de acuerdo: las algas solo pudieron saltar a tierra firme cuando entablaron nuevas relaciones con los hongos. Estas alianzas evolucionaron hasta lo que ahora se conocen como relaciones micorrícicas. Actualmente se cree que más del 90% de todas las especies de plantas dependen de hongos micorrícicos. Por esta estrecha asociación, en que se incluyen la cooperación, el conflicto y la competición, las plantas y los hongos micorrícicos han provocado una prosperidad colectiva a lo largo del tiempo. 

Vemos que las algas y los hongos tienen una tendencia natural a asociarse de muchas maneras distintas, como podemos ver con los líquenes, resultado de la simbiosis entre alga y hongo. Asimismo, muchas macroalgas arrastradas hacia las costas dependen esencialmente de determinados hongos para alimentarse y no desecarse. Mientras los hongos y las algas tengan una buena relación ecológica. se unirán en relaciones simbióticas totalmente nuevas. 

Podemos estar seguros de que la unión de hongos y algas, que dio origen a las plantas, es parte de la historia evolutiva de la Tierra. En los líquenes, vemos como las algas y los hongos se unen para crear juntos un organismo diferente a sus miembros individuales. Pero, en general, las plantas siguen siendo reconocibles como plantas, y los hongos micorrícicos, como hongos. Esto conduce a un tipo de simbiosis en la que una sola planta se puede emparejar con muchos hongos a la vez, y un solo hongo se puede emparejar a su vez con muchas plantas. 

Pero para que la relación prospere, la planta y el hongo deben ser compatibles metabólicamente. Por ejemplo, en la fotosíntesis las plantas absorben carbono de la atmósfera y lo convierten en compuestos de hidratos de carbono, como azúcares y lípidos, compuestos de los que depende casi todo el resto de la vida terrestre. Al crecer en las raíces de las plantas, los hongos micorrícicos adquieren un acceso privilegiado a estas fuentes de energía, de las que se alimentan. No obstante, sabemos que la fotosíntesis no basta para sustentar la vida. 

Por ello, las plantas y los hongos necesitan más de una fuente de energía. Esta es la razón por la que tienen que buscar agua y minerales del suelo, que es rico en texturas y microporos, que son cavidades cargadas de electricidad y de laberintos pútridos. Los hongos pueden buscar alimento en una manera que las plantas no lo pueden hacer. Hospedando a los hongos en sus raíces, las plantas pueden acceder de una manera más eficiente a estas fuentes de nutriente del suelo, de las que las plantas también se alimentan. Al asociarse, las plantas y los hongos se valen uno del otro para expandir su alcance. Observándolas al microscopio las raíces son todo un mundo, en que la planta y el hongo se abrazan.

Muchos hongos pueden vivir en las raíces de una sola planta, mientras que muchas plantas pueden conectar con una sola red fúngica. De esta manera, diversas sustancias, desde nutrientes a compuestos señalizadores, pueden trasladarse entre plantas a través de las conexiones fúngicas en red, como si fuese un tipo de Internet, pero en este caso descentralizado. Vemos pues que las plantas pueden relacionarse entre ellas, como si participasen en una red social, gracias a los hongos. 

Es lo que se conoce en entornos especializados en hongos y plantas como la Wood Wide Web, la Internet del mundo vegetal y de los hongos, una red de conexiones subterráneas que se desarrolla entre los árboles. Sabemos que en los bosques tropicales encontramos múltiples especies de plantas y de hongos. Por ello, estas redes subterráneas son de una gran complejidad, así como también implican una gran repercusión. Simplificando, podemos imaginarnos las redes del micelio de los hongos como un enjambres de ápices hifales, o puntas en los extremos de las hifas del micelio. 

Pero, ¿de qué manera una parte de la red de micelio sabe lo que sucede en otra parte distante de la red? El caso es que el micelio se expande y, de alguna manera que ignoramos, debe ser capaz de permanecer en contacto con su supuesto “yo” o centro de mando invisible. Realmente es difícil de entender la coordinación de la red de micelio, ya que no se sabe que exista lo que podríamos considerar un centro de control o cerebro en el micelio. Los hongos, al igual que las plantas, son organismos descentralizados. 

El control está disperso, por lo que la coordinación de la red de micelio sucede en todas partes al mismo tiempo y en ningún lugar en particular. ¡Realmente asombroso! Una de las cosas más sorprendentes es que un fragmento de micelio puede regenerar una red entera de micelio. Los hongos viven en un mundo rico en información sensorial. Y, de alguna manera, que aún desconocemos, las hifas, que son guiadas por sus ápices, son capaces de gestionar toda la transmisión de datos y decidir en qué dirección crecer. 

Los seres humanos, como la mayoría de animales, utilizamos el cerebro para integrar los datos sensoriales y decidir el mejor camino para actuar. Pero en el caso de las plantas y los hongos no se utiliza aparentemente ningún cerebro. Entonces, ¿cómo se agrupan los numerosos datos sensoriales dentro de una red de micelio? Y asimismo, ¿de qué manera los organismos sin cerebro relacionan la percepción con la acción?

Hace cientos de millones de años que muchos organismos forman asociaciones con hongos. Muchas de estas asociaciones, como las relaciones de las plantas con hongos micorrícicos, han ayudado a cambiar el mundo. Las termitas africanas Macrotermes son uno de los ejemplos más sorprendentes de estos tipos de relaciones con hongos, en este caso una relación beneficiosa para ambas partes. Las Macrotermes, como la mayoría de termitas, pasan buena parte de sus vidas buscando madera para comer, aunque en realidad no puedan comerla. 

Para poder comerla cultivan un hongo de la podredumbre blanca, denominado Termitomyces, que digiere la madera por ellas. Las termitas mastican la madera hasta convertirla en una pasta líquida que regurgitan en huertos fúngicos, conocidos como «panales de hongos», para relacionarlo con la idea de los panales de las abejas. El hongo utiliza una determinada química para descomponer la madera, permitiendo que las termitas consuman el compost que queda. Para albergar al hongo, las Macrotermes construyen enormes montículos de hasta 9 metros de altura, algunos de los cuales tienen una antigüedad de más de 2000 años. 

Las sociedades de Macrotermes, igual que las de las hormigas cortadoras de hojas, son algunas de las más complejas sociedades formadas por insectos. Los termiteros de las Macrotermes son como tripas gigantescas, que permiten a las termitas, con la ayuda del hongo, descomponer materiales complejos que ellas por si solas no pueden degradar. Una sociedad de termitas no puede sobrevivir separada de los cultivos de hongos y de otros microbios que las alimentan, y de la que ellos se alimentan. 

La asociación es productiva, ya que una proporción considerable de madera descompuesta en los trópicos africanos pasa por los termiteros de las Macrotermes, que ayudan a un hongo de la podredumbre blanca a quemarla químicamente. Las termitas utilizan a dichos hongos de la misma manera que un micólogo utiliza a hongos (levaduras) para que metabolicen en barriles y tarros usados para fermentar vino, cerveza o queso. Sin embargo, las Macrotermes ya llevaban 20 millones de años cultivando hongos cuando se supone evolucionó el género humano. 

Las setas Termitomyces son una exquisitez gastronómica y una de las setas más grandes del mundo, de hasta 1 metro de anchura. Pero los seres humanos no han logrado cultivarlas, pese a haberlo intentado durante mucho tiempo. El hongo necesita unas condiciones en un delicado equilibrio, que solo les pueden suministrar las termitas mediante una combinación de sus simbiontes bacterianos y la perfecta y equilibrada arquitectura de sus termiteros. 

La pericia de las termitas no ha pasado inadvertida a los seres humanos. El antropólogo James Fairhead describe cómo los granjeros en muchas zonas del oeste de África utilizan a las termitas Macrotermes por la forma en que ‘despiertan’ el suelo. A veces los seres humanos comen tierra del interior de los termiteros o se embadurnan las heridas con ella, y está probado que ello produce bastantes beneficios, tales como un complemento mineral, un antídoto a toxinas, o un tipo de antibiótico, ya que las Macrotermes cultivan una bacteria que produce el antibiótico Streptomyces en sus termiteros.


El micelio es un conjunto de hifas, formando una red, que se encarga, entre otras funciones, de la propia nutrición de los hongos. La hifa es un filamento fúngico que se origina a partir de las esporas, que son las semillas de los hongos. Estas estructuras de las hifas consisten en una red de células alargadas y cilíndricas envueltas por una pared celular compuesta de quitina, un carbohidrato que forma parte de las paredes celulares de los hongos, y que conforman los cuerpos fructíferos de los hongos macroscópicos, así como de los hongos unicelulares o pluricelulares, que son microscópicos. Vemos pues que el conjunto de estas hifas se denomina micelio. 

Las hifas crecen tan solo en el ápice o punta extrema. Las hifas pueden crecer con mucha rapidez, hasta más de 1 milímetro por hora. Por este motivo y por las frecuentes ramificaciones, surge en el sustrato una maraña de hifas con una enorme superficie, a la que llamamos micelio. El micelio es muy sensible a la desecación, pero, por otra parte, está muy capacitado para absorber las sustancias disueltas. Este hecho lo aprovechan muchas plantas superiores formando simbiosis con los hongos. Los ápices hifales pueden ser los lugares donde confluyen asimismo el flujo de datos necesarios para decidir la velocidad y dirección del crecimiento. 

Pero ¿cómo los ápices en una parte de la red saben lo que hacen los ápices en otras partes distantes de la red? El micelio de algunas especies de hongos se convierte en los denominados «anillos de hadas», que se expanden a cientos de metros, llegando a tener cientos de años de edad y, después, de alguna manera, crean un círculo de setas, que son los frutos de los hongos, en una descarga sincronizada. Hay una creencia popular según la cual los efectos tóxicos de la Amanita muscaria, un hongo considerado venenoso y psicotrópico, explicarían el origen de algunas leyendas referentes a espíritus elementales de la naturaleza relacionados con los hongos. 

Hay un buen número de trabajos que, hasta la fecha, sugieren que la Amanita muscaria se sitúa en el origen de las creencias religiosas y mitológicas de numerosos pueblos europeos y asiáticos. Entre otras aportaciones está la idea de que los gnomos o duendes son una derivación del consumo de setas. ¿Ello demostraría, tal vez, la “posesión” de seres humanos por parte de determinados hongos, al igual que con animales y plantas? Aquí queremos hacer referencia a un punto de vista sobre la conexión entre los espíritus elementales y los hongos, que podría ayudar a completar las interpretaciones sobre el origen de estos seres.

El mundo de la mitología es muy complejo y dependiente de diversos factores. Hay varios espíritus elementales que han sido considerados como espíritus de la naturaleza. El número de estos seres es muy elevado y tienen una infinidad de nombres en todas las lenguas europeas, como hadas, duendes, gnomos, elfos o trolls. El origen de este conjunto de espíritus elementales ha sido estudiado por numerosos autores y tiene varias interpretaciones. Diversos autores han considerado a los seres elementales como los espíritus de los bosques, fuentes, cuevas, ríos, espíritus protectores de clanes, etc…, que provienen de los antiguos cultos. 

Carme Casanova y Bernal Creus, después de analizar las características de algunos espíritus elementales del folclore catalán, llegan a la conclusión de que el origen de estos seres está en los espíritus de los antepasados, que se encuentran ligados al fuego del hogar. Por lo tanto, estos seres serían una representación antropomórfica del fuego. La relación entre algunos de los espíritus elementales y los hongos, representados por sus frutos, las setas, ha sido señalada por diversos autores. 

Esta relación es más evidente en el caso de los anillos de hadas o los corros de brujas. Los anillos de hadas, producidos por el crecimiento concéntrico del micelio, muy evidentes en los prados, han tenido varios nombres en las lenguas europeas, relacionados con el mundo mágico y de los espíritus, aunque no queda demostrada una relación directa con las setas que constituyen el anillo de hadas. Los anillos de hadas son considerados como lugares mágicos, formados allí donde determinados espíritus elementales, como hadas, elfos u otros, bailan en círculos. 

Pero también son lugares donde las condiciones de tiempo y espacio se vuelven más variables, como se explica en el cuento Rip van Winkle (1819), del escritor Washington Irving. La relación de los anillos de hadas con el mundo de la magia y los espíritus queda demostrada en los procesos contra las mujeres acusadas de brujería en las Islas Británicas en al año 1655, en que encontramos comentarios como los siguientes: “Seria razonable preguntarse por la naturaleza de esos anillos oscuros que hay en los prados, a los que llaman Círculos de las Hadas. 

Si se trata de lugares de cita de las brujas, o de los espacios que esos espíritus llamados elfos o duendes se reservan para danzar” En realidad los círculos de hadas no serían otra cosa que los corros de brujas. En Inglaterra, la tradición que relaciona los corros de brujas y los seres fantásticos se mantuvo viva hasta tiempos relativamente recientes. En el siglo XIX, durante la época victoriana, se pintaron cuadros de hadas bailando en círculos alrededor de setas o sentadas sobre setas. ¿Representan tal vez estos seres elementales la misteriosa inteligencia de los hongos?

El etnólogo y folclorista catalán Joan Amades, en relación a la famosa noche que de San Juan que se celebra en zonas del Mediterráneo, explica una tradición que indica que allí donde danzan las brujas crecen setas venenosas. Las setas han sido descritas como el lugar donde las hadas u otros seres elementales preparan su comida. La conexión entre las setas y algunos seres mitológicos ha sido explicada como el efecto de las alucinaciones producidas por el consumo de ciertos hongos, como la Amanita muscaria. 

El antropólogo catalán Josep Maria Fericgla, indica que estos seres mitológicos están relacionados con el consumo de Amanita muscaria basándose en las chispas de luz que supuestamente se ven durante la intoxicación con Amanita muscaria y la representación pictórica de los gnomos, que son representados con sombrero rojo y cuerpo cubierto por una barba blanca. En cuanto a las chispas de luz, Josep Maria Fericgla explica que consumió Amanita muscaria en un par de ocasiones y que durante la segunda intoxicación sintió una gran actividad y vio fosfenos en forma de destellos de luz. Posteriormente, relacionaría estas chispas de luz con seres mitológicos y luego nos indica que estas chispas serían interpretadas por las diversas culturas como espíritus que guían a las personas durante la intoxicación por setas. 

La representación artística de determinados espíritus elementales con un sombrero rojo se ha considerado como una prueba de la genealogía entre las setas y elementales. Podemos destacar la reelaboración de los espíritus elementales, hecha por Paracelso desde la perspectiva ocultista-científica del Renacimiento, en que este autor redefine los conceptos de gnomo, como criaturas de la tierra; sílfide, como criaturas del aire; salamandra, como criaturas del fuego; y ninfas, como criaturas del agua. Todos ellos relacionados con los cuatro elementos alquímicos. Durante el romanticismo alemán, Friedrich de la Motte Fouqué escribió en 1811 la novela Ondina, donde se reescriben las características de los espíritus elementales relatados por Paracelso, el folclore germánico y el romanticismo. 

Otras interpretaciones en los usos de la Amanita muscaria en Europa como hongo embriagante los encontramos, por ejemplo, en el famoso libro de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll. En el libro se explica que Alicia muerde una seta para cambiar de tamaño. Y de ahí se ha extraído la conclusión de que el autor conocía el uso de las setas como enteógenos, con efectos alucinógenos.

El LSD, como la psilocibina, que es un ingrediente activo de muchas especies de setas ‘mágicas’, es clasificado como un psicodélico («que manifiesta el alma»), pero también como un enteógeno, o, dicho de otra manera, una sustancia que provoca el «despertar de la conciencia divina». Estas sustancias tienen efectos que abarcan alucinaciones auditivas y visuales, estados oníricos de euforia, fuertes cambios en la perspectiva cognitiva y emocional, y una disolución del tiempo y del espacio. 

Estas sustancias químicas aflojan el entendimiento de nuestras percepciones cotidianas, llegando hasta nuestra conciencia y ahondando en nuestro ser. Muchos usuarios informan de experiencias místicas o de conexión con seres o entes divinos, una sensación de «unidad» con el mundo natural y de disolución de las fronteras de uno mismo. 

Esto nos llevaría al mundo de los seres elementales que antes hemos comentado. El LSD y la psilocibina son moléculas de hongos que se han visto involucradas en la vida humana en formas enrevesadas, ya que confunden nuestros conceptos y estructuras, incluido el concepto de nosotros mismos. Es su capacidad para colocar nuestras mentes en lugares inesperados lo que ha hecho que las setas ‘mágicas’ productoras de psilocibina estén relacionadas con rituales de las sociedades humanas desde la Antigüedad. Su capacidad para ablandar los rígidos hábitos de nuestras mentes es la que convierte a estas sustancias químicas en potentes fármacos, que son capaces, entre otros efectos, de atenuar graves comportamientos adictivos, incluyendo la depresión y la angustia existencial. 

Y es su capacidad para modificar la experiencia interna de nuestras mentes la que ha ayudado a entender mejor la verdadera naturaleza de la mente. Aun así, el por qué determinadas especies de hongos desarrollaron estas excepcionales aptitudes de control mental nos sigue siendo desconocido, aunque podemos intuir su utilidad para estos hongos, una vez observada su utilidad para manipular y controlar a insectos..

Tenemos el caso del etnobotánico Terence McKenna. Su mayor pasión eran las plantas y hongos que alteraban los estados de conciencia. Él mismo había sido cultivador de setas psilocibinas en el norte de California y había creado un jardín forestal donde cultivaba una biblioteca viva de plantas medicinales psicoactivas, procedente de muchos rincones del mundo tropical. 

McKenna probó por primera vez las setas psilocibinas cuando viajaba por la Amazonia colombiana a principios de la década de 1970. En años posteriores, empujado por ingestas regulares de setas, McKenna descubrió que se le habían desarrollado un don insólito para charlar y comunicarse en público. «Me di cuenta de que mi capacidad irlandesa innata se había potenciado sobremanera tras años de consumo de setas psilocibinas. Podía hablar a pequeños grupos de personas causando un efecto aparentemente electrizante sobre temas excepcionalmente trascendentales». 

Existen muchos ejemplos de intoxicación en el mundo animal, tales como aves que comen bayas embriagadoras, polillas que beben el néctar de flores psicoativas, etc…, y probablemente los humanos hayamos usado drogas basadas en hongos que alteran el estado de conciencia desde hace tiempos inmemoriales. Los efectos de estas sustancias son «frecuentemente inexplicables y, a todas luces, asombrosas», 

Según Richard Evans Schultes, profesor de biología en Harvard y una autoridad destacada en plantas y hongos psicoactivos: «Sin duda, (estos compuestos) se han conocido y empleado en experiencias humanas desde que el hombre primitivo experimentara con la vegetación de su entorno». Muchos tienen efectos «extraños, místicos y desconcertantes» y, como las setas psilocibinas, están íntimamente ligadas a las culturas humanas y a prácticas espirituales. Se conocen bastantes hongos que tienen las propiedades de alterar los estados de conciencia. La Amanita muscaria, antes mencionada, la famosa seta roja con topos blancos, que comían los chamanes en zonas de Siberia, provoca euforia y sueños alucinatorios. Los hongos cornezuelos del centeno causan distintos efectos, desde alucinaciones y convulsiones a una sensación de ardor insoportable. 

El tic involuntario de los músculos es uno de los principales síntomas del ergotismo, o insuficiencia arterial, y la capacidad de los alcaloides ergóticos en hongos para provocar contracciones musculares en seres humanos puede ser similar, pero a diferente escala, de su papel en hormigas infectadas por el Ophiocordyceps, al que nos hemos referido antes. 

Bastantes de las extrañas imágenes que vemos en las pinturas del pintor renacentista holandés Hieronymus Bosch (el Bosco) se cree que están inspirados en los síntomas de ergotismo por cornezuelo, y hay quienes creen que los numerosos brotes del «baile de San Vito», o manía de bailar, un fenómeno social localizado históricamente en los siglos XV al XVII, y explicado como enfermedad psicogénica colectiva o como resultado de intoxicación por cornezuelo del centeno.

Los descubrimientos del biólogo alemán Albert Frank, que acuño la palabra «micorriza» en 1885, llamaron la atención del famoso escritor J. R. R. Tolkien, quien tenía fama de tenerle cariño a las plantas, especialmente a los árboles. Por ello los hongos micorrícicos encontraron un hueco en El señor de los anillos. En su libro, Tolkien podía haber estado describiendo el crecimiento de plantas en el Devónico, hace entre unos 300 a 400 millones de años. 

En ese período, las plantas ya estaban consolidadas en la tierra y se alimentaban principalmente debido a los altos niveles de luz y de dióxido de carbono. Por ello se extendían por todo el mundo y desarrollaban formas más grandes y complejas que en períodos anteriores. En cuestión de unos pocos millones de años, los árboles de 1 metro de altura se convirtieron en árboles de 30 metros. Durante esta época, mientras las plantas prosperaban, la cantidad de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera disminuyó en un 90%, provocando un período de enfriamiento global. 

Nos podemos pues preguntar si las plantas y sus socios, los hongos, pueden haber desempeñado un papel importante en este gran cambio climático. Algunos investigadores creen que es probable que así sea. Katie Field, profesora en la Universidad de Leeds, dice: «Los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera descendieron espectacularmente mientras las plantas terrestres evolucionaban hacia estructuras cada vez más complejas». El aumento posterior de la productividad de las plantas dependió de sus socios, los hongos micorrícicos. Una de las mayores limitaciones para que la planta no crezca es que le falte fósforo para nutrirse. Y una de las acciones que los hongos micorrícicos hacen mejor es extraer fósforo del suelo y transferirlo a sus socios vegetales. 

Si las plantas son fertilizadas con fósforo, crecen más. Y cuanto más crecen las plantas, más dióxido de carbono absorben de la atmósfera. Por otro lado, cuantas más plantas haya, más plantas mueren y, por lo tanto, más carbono queda enterrado en suelos y sedimentos. Y cuanto más carbono se entierra, menos carbono hay en la atmósfera y, por lo tanto, se puede producir un enfriamiento del clima. 

Pero el fósforo es solo una parte de la historia. Se sabe que los hongos micorrícicos utilizan ácidos y presiones altas para hurgar en la roca sólida. Con su ayuda, las plantas del Devónico pudieron extraer minerales como el calcio y el sílice. Una vez liberados, estos minerales tienen la propiedad de reaccionar con el dióxido de carbono, extrayéndolo de la atmósfera. 

Los compuestos resultantes, que son carbonatos y silicatos, llegan entonces a los océanos donde los organismos marinos los utilizan para construir sus conchas. Cuando dichos organismos mueren, las conchas se hunden y se apilan a cientos de metros de profundidad en el lecho oceánico, que se convierte en un enorme contenedor de carbono. Es evidente que todo este procesos influye en el clima.

Ante la pregunta de si hay alguna manera de medir el impacto de los hongos micorrícicos en los antiguos climas del planeta, Katie Field dice que para comprobarlo colaboró con el biogeoquímico Benjamin Mills, también investigador de la Universidad de Leeds, que trabaja con modelos virtuales que ofrecen predicciones sobre el clima y la composición de la atmósfera. 

Los meteorólogos y científicos climatológicos dependen de estas simulaciones digitales para predecir futuros escenarios. Pero también lo hacen los investigadores cuando intentan reconstruir transiciones climáticas en el pasado del planeta. Ello permite probar diferentes hipótesis sobre la historia del clima en la Tierra, tales como: ¿qué acontece cuando sube el dióxido de carbono? 

¿Qué pasa cuando se disminuye la cantidad de fósforo al que acceden las plantas? Aunque el modelo no puede decirnos lo que ocurrió en realidad, sí qué puede indicarnos que factores pueden marcar la diferencia. Antes de que Katie Field contactara con él, Benjamin Mills no había incluido los hongos micorrícicos en el modelo climático. Era evidente que sin tener en cuenta los hongos micorrícicos, no había manera de hacer estimaciones realistas sobre la cantidad de fósforo a la que las plantas pudieron acceder. 

En sus experimentos, Field descubrió que el resultado de las relaciones micorrícicas variaba en función de las condiciones climáticas en sus cámaras de cultivo. Las plantas se beneficiaban más o menos de la situación, en base a una característica que ella bautizó como «eficiencia simbiótica». Si las plantas se vinculan a un socio micorrícico eficiente, reciben más fósforo y, por lo tanto, crecen más. Field fue capaz de estimar cuán eficiente debía haber sido el intercambio micorrícico hace unos 450 millones de años, cuando los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera eran muy superiores a los actuales. 

Cuando Mills añadió los hongos micorrícicos al modelo, utilizando los ajustes de Field, descubrió que se podía cambiar todo el clima del planeta con solo subir o bajar la eficiencia simbiótica. Sorprendentemente, la cantidad de dióxido de carbono y oxígeno en la atmósfera, así como las temperaturas globales, variaron según la eficiencia del intercambio micorrícico. 

Según los datos de Field, los hongos micorrícicos habrían contribuido considerablemente a la espectacular reducción de dióxido de carbono que siguió al apogeo de las plantas en el Devónico. Según Field: «Nuestros resultados sugieren que las relaciones micorrícicas han tenido un papel considerable en la evolución de casi toda la vida en la Tierra». Y siguen teniendo un importante papel. 

En el libro de Isaías del Antiguo Testamento cuenta que «toda la carne es hierba». Ello hace referencia a que en los cuerpos animales, la hierba se convierte en carne. Pero la hierba solo se convierte en hierba cuando la sustentan los hongos que viven en sus raíces. Entonces, si toda la hierba es hongo, y toda la carne es hierba, ¿podemos decir que toda la carne es hongo? 

Quizá parcialmente sea así, ya los hongos micorrícicos pueden proporcionar hasta el 80% del nitrógeno a una planta, y hasta el 100% de su fósforo. Además, los hongos suministran otros nutrientes vitales para las plantas, como el zinc y el cobre. Para completar la imagen, vemos que los hongos proporcionan agua a las plantas y las ayudan a sobrevivir a sequías, tal como se ha hecho desde tiempos inmemoriales. A cambio de estos beneficios aportados por los hongos, las plantas reparten hasta el 30% del carbono que absorben de la atmósfera a sus socios los hongos micorrícicos.


Refiriéndose a los hongos, el naturalista prusiano Alexander von Humboldt dijo lo siguiente: “Poco a poco el espectador se da cuenta de que estos organismos están interconectados, no de forma lineal, sino en una tela reticular enmarañada“. En los bosques de la región del Pacífico Noroeste, en Norteamérica, pueden encontrarse unas matas de plantas blancas sin hojas entre pilas de delgadas agujas caídas de los abetos. 

Donde debería haber hojas encontramos pequeñas escamas que envuelven sus tallos. Estas plantas brotan en las zonas más umbrías del suelo del bosque, en donde ninguna otra planta puede crecer. Asimismo, se agrupan en tupidos racimos, como hacen las setas. De hecho, si no fueran tan claramente flores, uno pensaría que son setas. Su nombre es Monotropa uniflora .y abandonaron su capacidad para hacer la fotosíntesis hace muchísimo tiempo. 

Por ello no necesitan las hojas y el color verde. Ello es muy relevante, ya que la fotosíntesis es un proceso generalizado en el reino vegetal. La Monotropa, como la mayoría de las plantas, dependen de sus hongos micorrícicos asociados para sobrevivir. Pero en este caso sus soluciones simbióticas son distintas. Las plantas verdes que podríamos considerar normales suministran carbohidratos, en forma de azúcares o lípidos, a sus hongos asociados a cambio de nutrientes minerales del suelo.

 Pero, no se sabe cómo, las Monotropa han resuelto este tema del intercambio, recibiendo tanto el carbono como los nutrientes de los hongos micorrícicos, sin que, aparentemente, den nada a cambio. La pregunta que nos tenemos que hacer es de dónde procede el carbono que reciben las Monotropa, ya que los hongos micorrícicos obtienen todo su carbono de las plantas verdes. 

Ello implica que el carbono que alimenta la vida de las Monotropa debe proceder de otras plantas a través de una red de hongos micorrícicos compartida. Es evidente que si la Monotropa no recibiera el carbono de otra planta verde a través de las conexiones fúngicas compartidas, no podría sobrevivir. 

Pero desde la década de 1980 ha quedado claro que las Monotropa no son una anomalía, ya que la mayoría de las plantas son promiscuas y pueden aliarse con muchos socios micorrícicos. También los hongos micorrícicos son promiscuos cuando se relacionan con las plantas. Asimismo, redes fúngicas independientes pueden fusionarse entre sí. Ello da como resultado unos extensos sistemas, complejos y colaborativos, de redes micorrícicas compartidas.

La Dra. Toby Kiers, profesora de biología evolutiva en la Universidad Libre de Amsterdam, nos explica que: «El hecho de que todos los lugares por los que paseamos estén conectados bajo tierra es, sencillamente, alucinante. Es enorme. No puedo creer que no haya más gente estudiándolo». Estas redes micorrícicas compartidas muestran el principio más básico de la ecología, que es el de las relaciones entre organismos. 

La «tela reticular enmarañada», que relató Humboldt, en realidad describía la «totalidad viva» del mundo natural, una serie de relaciones complejas en que los organismos están indisolublemente vinculados a través de las redes de hongos micorrícicos. En 1984, David Read, uno de los investigadores más distinguidos en la historia de la biología micorrícica, y sus colegas fueron los primeros en demostrar que el carbono podía pasar entre plantas verdes normales a través de conexiones fúngicas.

 En 1997, una estudiante canadiense, Suzanne Simard, publicó el primer estudio que sugería que el carbono sí podía pasar entre plantas en un entorno natural. Simard expuso parejas de plántulas de árbol de un bosque a dióxido de carbono radioactivo. Dos años más tarde descubrió que el carbono había pasado de los abedules a los abetos, que compartían red micorrícica, pero no entre abedules y cedros, que no la compartían. Por otro lado, cuando las plántulas de abeto estaban a la sombra, limitando su fotosíntesis y privándolas de su suministro de carbono, recibían más carbono de los abedules donantes que cuando estaban al sol. 

El carbono parecía fluir entre plantas, de la abundancia a la escasez. En su artículo «Los lazos que atan», en la revista Nature, Read sugirió que el estudio de Simard debería «estimularnos a examinar los ecosistemas del bosque desde un prisma nuevo». En la portada de la revista Nature y en grandes letras aparecía una frase nueva que Read había ideado: «The Wood Wide Web». Pero a diferencia de la World Wide Web humana, que solo transmite información en forma de imágenes y sonido, la red fúngica no solamente transmite información sino también sustancias materiales, como carbono o fósforo. 

Tal y como Read anotó en su comentario en Nature, la posibilidad de que los recursos puedan pasar entre plantas sugería que «deberíamos centrarnos menos en la competición entre plantas y más en la distribución de recursos dentro de la comunidad».

En 1998, Albert-László Barabási, uno de los mayores contribuyentes al desarrollo de redes complejas, y sus colegas se embarcaron en un proyecto para mapear la World Wide Web que utilizamos los humanos. Hasta ese momento, los científicos carecían de las herramientas para analizar la estructura y propiedades de redes complejas. La rama de las matemáticas que se ocupa de las redes, la teoría de grafos, fue incapaz de describir el comportamiento de la mayoría de redes en el mundo real y muchas preguntas no obtuvieron respuesta, tales como: ¿de qué manera podían las epidemias y los virus informáticos propagarse tan rápido?

 ¿Por qué seguían funcionando algunas redes a pesar de una alteración masiva? La World Wide Web, indicó Barabási, parecía tener «más cosas en común con una célula o un sistema ecológico que con un reloj suizo». Hoy, la ciencia de redes es imprescindible, desde la neurociencia a la bioquímica, sistemas económicos, epidemias, buscadores web, algoritmos de aprendizaje automático que apuntalan gran parte de la inteligencia artificial, la astronomía y la estructura del mismísimo universo, una red cósmica entrecruzada con filamentos de gas y cúmulos de galaxias. La noción de redes micorrícicas compartidas se expandió, llegando incluso a influir en Avatar, la película de James Cameron, donde las plantas se comunican mediante una red subterránea.

 Los estudios de Read y Simard habían dado lugar a nuevas preguntas: ¿Aparte de carbono, qué más se podrían pasar las plantas entre sí? ¿Cuán habitual era este fenómeno en la naturaleza? ¿La influencia de estas redes podría extenderse por todos los bosques o ecosistemas? ¿De qué modo les afectaría? Es evidente que las redes micorrícicas compartidas están muy extendidas en la naturaleza, . dada la promiscuidad de plantas y hongos, y la disposición de las redes de micelios a fusionarse entre sí. A las plantas Monotropa se las conoce como «micoheterótrofos», porque no elaboran su propia energía a partir de los rayos del sol sino que tienen que conseguirla en otro sitio. 

Pero las Monotropa y las Voyria de flores azules no son las únicas especies que presentan este estilo de vida, ya que se sabe que aproximadamente un 10% de las especies vegetales comparten este hábito. Algunas plantas micoheterótrofas, como las Monotropa y las Voyria, nunca hacen la fotosíntesis. Otros se comportan como micoheterótrofas cuando son jóvenes pero se convierten en donantes cuando crecen y empiezan a hacer la fotosíntesis, una estrategia que Katie Field, investigadora de la Escuela de Biología de la Universidad de Leeds define como «toma ahora, paga después».

Las plantas micoheterótrofas son interesantes por la información que dan sobre la vida subterránea de los hongos. Así como los líquenes fueron los organismos que nos dieron a conocer la noción de simbiosis, las Monotropa fueron los organismos que nos permitieron entender mejor las redes micorrícicas compartidas. En todos los sistemas físicos la energía se mueve desde donde hay más a donde hay menos. Mientras haya una pendiente energética la energía se moverá desde la fuente (lo más alto) al sumidero (lo más bajo). En muchos casos, la transferencia de recursos a través de redes micorrícicas se produce desde las plantas más grandes a las más pequeñas, ya que las primeras suelen tener más recursos, sustentados en sistemas de raíces más desarrollados y a su mejor acceso a la luz solar. 

Dichas plantas son fuentes para las plantas más pequeñas, que crecen a su sombra con sistemas de raíces menos desarrollados. Por ello las plantas más pequeñas son generalmente sumideros. Algunas plantas, como las orquídeas, que toman ahora y pagan después, como si fuese un crédito bancario, empiezan siendo sumideros y cuando se hacen adultas se convierten en fuentes. Pero el tamaño no siempre es lo más importante. La dinámica fuente-sumidero puede cambiar en función de la actividad de las plantas conectadas. Cuando Simard puso a la sombra a sus plántulas de abeto, reduciendo así su capacidad para hacer la fotosíntesis y convirtiéndolas en sumideros de carbono, estas recibieron más carbono de los abedules donantes. 

En otro experimento, los investigadores siguieron el paso del fósforo desde las raíces de plantas moribundas a las de plantas saludables próximas, con las que compartían una red fúngica. Las plantas moribundas eran fuentes de nutrientes y las plantas vivas eran sumideros. En otro estudio sobre abedules y abetos en bosques canadienses, la dirección de la transferencia de carbono cambió dos veces durante el curso de una sola temporada de crecimiento. 

En primavera, cuando el abeto, un árbol de hoja perenne, estaba haciendo la fotosíntesis, el abedul, desprovisto de hojas, empezaba a brotar. En este caso el abedul se comportaba como un sumidero y recibía el carbono procedente del abeto. En verano, cuando el abedul tenía hojas, y el abeto se hallaba en el sotobosque a la sombra, la dirección del flujo de carbono cambió, moviéndose del abedul al abeto. En otoño, cuando el abedul empezó a perder hojas, los árboles volvieron a intercambiarse sus papeles, y el carbono se desplazó del abeto hasta el abedul. Se podía constatar que los recursos pasaban de zonas de abundancia a zonas de escasez.

¿Por qué las plantas dan recursos a un hongo que va a dárselos a su vez a una planta vecina, que puede ser competidora en recursos? La teoría evolutiva de Darwin no encaja con este supuesto altruismo, ya que el comportamiento altruista normalmente beneficia al receptor, en un entorno supuestamente competitivo. Si el carbono sobrante de una planta pasa a una red de hongos micorrícica donde se convierte en un ‘bien público’ que disfrutan muchos, se supone que ni el donante ni el receptor deben pagar un precio. También hay la posibilidad de que ambas, la planta emisora y la receptora, se beneficien, pero en momentos diferentes. 

Un abedul se beneficia del carbono que recibe de un abeto en primavera pero el abeto seguramente se beneficiará del carbono que recibirá del abedul en pleno verano. Pero si en estas historias sobre redes micorrícicas compartidas consideramos a las plantas como las protagonistas, relegando a los hongos como simples tuberías que conectan plantas, cometeremos un error. El hongo es un organismo vivo con sus propios intereses, siendo una pieza activa del sistema. De hecho, los hongos distan mucho de ser pasivos. Tal y como hemos visto, las redes de micelio pueden resolver complejos problemas y han perfeccionado su capacidad para transportar sustancias.

 Aunque el material suele moverse por las redes fúngicas, los ríos de fluido celular que fluyen por las hifas de los hongos permiten el transporte rápido. A pesar de que estos flujos están gobernados, en última instancia, por las dinámicas de fuente-sumidero, los hongos pueden dirigir el flujo al aumentar, densificar y podar partes de la red, e incluso fusionándose totalmente con otra red. 

Sin la capacidad de regular el flujo en sus redes, buena parte de la vida de los hongos y también el crecimiento de las setas sería imposible. Pero los hongos pueden gestionar de otras maneras el transporte a través de sus redes. Como indican los ensayos de Toby Kiers, los hongos tienen cierto grado de control sobre sus patrones negociadores, ya sea recompensando a más socios vegetales cooperativos, ya sea acaparando minerales en sus tejidos o incluso moviendo recursos por sí mismos para optimizar la ‘tarifa de cambio’ que obtienen. 

Vamos, ¡una verdadera empresa logística! En el estudio de Kiers sobre la desigualdad de recursos, el fósforo se movía desde zonas donde abundaba a otras donde escaseaba, pero lo hacía mucho más deprisa de lo que la difusión pasiva le permitiría, probablemente transportándolo mediante motores microtubulares de los hongos. Estos sistemas de transporte permiten a los hongos transportar material por sus redes en cualquier dirección e incluso en ambas direcciones a la vez, independientemente de la “pendiente” entre la fuente y el sumidero.

No obstante, los hongos crean redes enmarañadas tanto si conectan plantas como si no lo hacen. Las redes micorrícicas compartidas, en las que las plantas se hallan enmarañadas son solo un caso especial. Los ecosistemas están plagados de redes de micelio fúngico no micorrícico que relacionan distintos organismos, como los hongos cuya actividad principal es la descomposición de maderas de árboles, plantas, etc…, que abarcan extensos ecosistemas. Estos hongos forman distintas redes basadas en el consumo de plantas y no en su sustento. 

Al incluir al hongo en esta relación podemos preguntarnos a qué intereses sirven realmente las redes micorrícicas compartidas. Hay muchas situaciones en que compartir una red micorrícica proporciona claros beneficios a las plantas implicadas, ya que, en general, las plantas que comparten una red con otras crecen más deprisa y sobreviven mejor que las plantas vecinas que están excluidas de la red común. 

En algunos casos, sin embargo, parece que no haya mucha diferencia entre una planta que tiene su red fúngica privada y otra que la comparta con otras plantas, aunque en el segundo caso, en principio, el hongo obtiene mayores beneficios porque puede acceder a un mayor número de socios vegetales. No obstante, hay algunos casos en los que pertenecer a una red compartida puede ser desventajoso para determinadas plantas. Los hongos controlan el abastecimiento de minerales que obtienen del suelo, por lo que pueden negociar preferentemente estos nutrientes con sus socios vegetales más grandes, que son fuentes más abundantes de carbono y sumideros más importantes para los minerales del suelo. Estas asimetrías pueden dar una mayor ventaja competitiva a las plantas más grandes sobre las más pequeñas que comparten la red. 

En estas situaciones, las plantas más pequeñas empiezan a beneficiarse solo cuando se cortan sus conexiones a la red, o bien cuando las plantas más grandes que comparten la red, y que han estado obteniendo cantidades desproporcionadas de nutrientes, se ven restringidas. Las redes micorrícicas compartidas pueden tener incluso consecuencias más ambiguas. Por ejemplo, algunas especies vegetales producen sustancias químicas con la finalidad de impedir el crecimiento o de matar a otras plantas que hay cerca.

 En condiciones normales, el paso de estas sustancias químicas a través del suelo es lento y no siempre alcanza concentraciones venenosas. Pero las redes micorrícicas pueden ayudar a vencer estas limitaciones, en algunos casos proporcionando un ‘carril fúngico rápido’ para las plantas que emiten substancias venenosas.


En un experimento realizado, un compuesto venenoso liberado por las hojas caídas de nogales pudo viajar por redes micorrícicas y acumularse en las raíces de tomateras, reduciendo su crecimiento. También tenemos, como caso negativo, el caso del hongo Uncinula necator, que causa la enfermedad del oídio, que puede ocasionar daños atacando a todos los órganos verdes de la vid. 

De todos modos, vemos que las redes micorrícicas compartidas son mucho más que el movimiento de una serie de recursos, como carbohidratos, nutrientes o agua, ya que además pueden pasar venenos o bien las hormonas que regulan el crecimiento y el desarrollo de las plantas. 

En muchas especies de hongos, los núcleos que contienen el ADN y demás elementos genéticos, como virus o ácido ribonucleico, pueden viajar por el micelio con libertad, indicando de esta manera que el material genético se podría transferir entre plantas por un canal fúngico. Asimismo, las redes fúngicas proporcionan caminos a las bacterias para que se muevan fácilmente por la pista de obstáculos que es el suelo. En algunos casos las bacterias depredadoras se valen de las redes de micelio para perseguir y atrapar a sus presas, como si fuese el túnel del terror. Algunas bacterias viven en las hifas de los hongos y realzan su crecimiento, ya que estimulando sus metabolismos producen vitaminas importantes e influyen en las relaciones de los hongos con sus socios vegetales. 

Una especie de hongo micorrícico, la colmenilla (Morchella crassipes), se dedica a cultivar bacterias, cosechándolas y consumiéndolas. En toda la red hay un reparto del trabajo, en que unas partes del hongo se encargan de producir alimento y otras de consumirlo. Tenemos un ejemplo sorprendente, que se produce cuando los áfidos (pulgones) atacan a las habas. Entonces desde la herida éstas liberan compuestos volátiles que atraen a avispas parasitoides que apresan a los áfidos. 

Estos «infoquímicos», llamados así porque transportan información sobre el estado de la planta, son un mecanismo que tienen las plantas para comunicarse entre diferentes partes de sus cuerpos y también con otros organismos, como si fuese una red social en internet. 

En una investigación se observó que las plantas que estaban conectadas a la planta infestada de áfidos a través de una red fúngica compartida incrementaron su producción de compuestos volátiles, aunque ellas no tuvieran áfidos, ayudando a atraer a más avispas parasitoides. Una red micorrícica compartida influía no solo en la relación entre dos plantas, sino también en la relación entre las dos plantas, sus plagas de áfidos y sus avispas aliadas. Pero, ¿A qué responden las plantas en realidad? ¿Qué es lo que hace en realidad el hongo?

Una hipótesis plantea que los infoquímicos pasan entre plantas a través de redes fúngicas compartidas. No obstante, los impulsos eléctricos que pasan por las hifas de los hongos son otra probabilidad. Tal y como indica Stefan Olsson, profesor de la Universidad de Lund, en Suecia, en su libro Nutrient Translocation and Electrical Signalling in Mycelia, junto a sus colegas neurocientíficos descubrieron que el micelio de algunos hongos puede transportar impulsos de actividad eléctrica que son sensibles a la estimulación. Se sabe que las plantas también utilizan señales eléctricas para comunicarse entre sus diferentes partes, aunque todavía no se ha investigado si las señales eléctricas pueden pasar de la planta al hongo y después de nuevo a la planta. 

Sin saber cómo se pasa la información entre plantas es imposible saber si las plantas donantes envían mensajes de advertencia de forma activa o si las plantas receptoras se limitan a espiar el estado de estrés de sus plantas vecinas. Como Toby Kiers explicó, «si un árbol es atacado por un insecto, por supuesto que va a chillar en su idioma. Para ello producirá algún tipo de sustancia química para prepararse para el ataque». Estas sustancias químicas podrían trasladarse de una planta a otra por la red de los hongos, como un tipo de alarma. Lo que parece evidente es que un estímulo pasa de una planta a otra y permite al receptor prepararse para el posible ataque. Pero tal vez la pregunta más adecuada sería por qué este comportamiento ha evolucionado. 

Y en este comportamiento, ¿quién sale ganando? Es evidente que el haba receptora del aviso se beneficia, ya que puede activar sus defensas antes de que lleguen los áfidos. Pero, ¿qué beneficio obtiene el haba emisora avisando a sus vecinas? No obstante, la pregunta clave es: ¿Qué beneficios obtiene un hongo pasando un aviso entre las muchas plantas con las que convive? Tal vez la respuesta sea que si un hongo está conectado a varias plantas y los áfidos atacan a una de ellas, el hongo también sufrirá como la planta. 

Es claro que si una mata entera de plantas pasa a un estado de máxima alerta, producirá una nube de sustancias químicas mayor que la que pueda emitir una sola planta. Cualquier hongo que pueda ayudar a incrementar las señales químicas se beneficiará de igual manera que la planta. De manera similar, cuando las señales de alerta pasan de una planta, ya enferma a causa de los áfidos, a otra planta sana, es el hongo el que se beneficia al mantener viva a la planta sana.



Pero la mayoría de estudios realizados sobre redes micorrícicas compartidas se reducen a incluir solo pocos árboles. Sin embargo las redes se expanden hasta cientos de metros, y en algunos casos a más distancia, llegando hasta más de 8 km.. Entonces, ¿quién está conectado con qué, y cómo? Sin conocer la arquitectura de las redes fúngicas compartidas, es muy difícil comprender qué sucede en su interior. Sabemos que los recursos y los infoquímicos generalmente se mueven desde la abundancia a la escasez o, dicho de otra manera, de las fuentes a los sumideros. Pero el material no puede pasar de fuente a sumidero, a menos que haya una red interna por la que fluir. 

El científico Kevin J. Beiler y sus colaboradores intentaron mapear la estructura espacial de una red micorrícica compartida. Los mapas de Beiler son impresionantes, ya que las redes de hongos representadas se expanden a más de 10 metros, pero, sin embargo, los árboles no están conectados de manera uniforme. Puede observarse en el mapa de la red que los árboles jóvenes tienen pocas conexiones, mientras que los árboles adultos tienen muchas.

 El árbol mejor conectado comunica con 47 otros árboles pero conectaría con otros 250 más si se hubiera ampliado la parcela acotada para el experimento. Si uno utiliza un dedo para saltar en el mapa de árbol en árbol en la red, no se desplaza por el bosque uniformemente sino que cruza la red saltando por un número reducido de árboles adultos bien conectados. Y es a través de estos ‘nodos’ que se puede llegar a cualquier árbol en menos de tres movimientos. En 1999, cuando Albert-László Barabási. profesor en redes biológicas en la Northeastern University, y sus colegas publicaron el primer mapa de la World Wide Web humana (Internet), descubrieron un patrón muy similar al de las redes fúngicas.

 En todos los casos, mediante nodos bien conectados se puede atravesar una red en pocos pasos. Y son dichas propiedades las que, en una red fúngica micorrícica compartida, permiten a una planta joven sobrevivir en un sotobosque muy umbrío, o a los infoquímicos propagarse por una arboleda en un bosque. Según Kevin J. Beiler: “Un árbol joven enseguida queda amarrado a una red compleja, entretejida y estable. Y tú esperas que esto aumente sus posibilidades de supervivencia y la resiliencia del bosque“. Pero estas mismas propiedades hacen que una Wood Wide Web sea vulnerable a ataques. Si retiras de forma selectiva los grandes árboles nodales de la red fúngica, como ya hacen desgraciadamente muchas empresas madereras, se puede producir una alteración grave del ecosistema. Un nodo de la red nuevo tiene más maneras de conectar con un nodo bien conectado que con otro peor conectado. Ello implica que los nodos viejos con muchos enlaces acaban teniendo más enlaces. Tal y como dice Kevin J. Beiler: «tú puedes ver estas redes micorrícicas como un proceso contagioso. Tiene algunos árboles fundadores y la red crece a partir de ahí. Los árboles con más enlaces a otros árboles suelen acumular más enlaces, y más deprisa».

Tenemos que tener en cuenta que hay muchas maneras diferentes de ser una planta y muchas maneras diferentes de ser un hongo. Hay plantas que pueden establecer relaciones con miles de especies de hongos, mientras que otras establecen relaciones con menos de diez hongos, formando redes con miembros exclusivos de su propia especie. Algunos tipos de hongo tienen un micelio que fácilmente se injerta en otras redes de micelio para formar grandes redes compuestas, mientras que otros es más probable que se aíslen. Los mapas de Beiler muestran cómo están dispuestos los árboles y los hongos, pero no sabemos lo que hacen en realidad. 

Por ejemplo, las plantas Voyria han perdido la capacidad para formar complejos sistemas de raíces, ya que no los necesitan, así como para efectuar la fotosíntesis. Sus redes fúngicas compartidas son en realidad sus raíces. Si se las disecciona, se ven hifas enrollándose y estallando en las células de las Voyria. A veces, sus raíces ni siquiera están bajo tierra, ya que aparecen a ras de suelo. Sus conexiones con los hongos se rompen al momento de recogerlas. 

La sujeción de las Voyria a su red fúngica es cuestión de vida o muerte y aun así los enlaces físicos son casi indetectables, teniendo en cuenta que es por donde debe pasar todo el material que necesita la planta. Aún no sabemos cómo las redes de micelio coordinan su propio comportamiento y siguen en contacto consigo mismas, así de cómo gestionan sus interacciones con muchas plantas.

 Sin embargo, sí que sabemos que las redes de micelio se comportan inteligentemente, ya que pueden fusionarse entre sí, podarse, redirigir el flujo por sí mismas, así como liberar y reaccionar a nubes de sustancias químicas. También sabemos que los hongos micorrícicos forman y reforman sus conexiones con plantas, enredándose, desenredándose y volviéndose a enredar, lo que nos confirma que las Wood Wide Webs son sistemas dinámicos en renovación incesante. Pero, en realidad, ¿estamos tratando con un súper organismo?

Para entender de verdad el comportamiento de las redes micorrícicas compartidas en ecosistemas complejos, quizá tendremos que empezar a pensar en ellas en términos análogos a los que empleamos para entender otros sistemas adaptables complejos. Simard establece paralelismos entre las redes micorrícicas compartidas en los bosques y las redes neuronales en los cerebros de animales. Según nos explica Simard, el campo de la neurociencia nos ayuda a entender mejor cómo surgen los comportamientos complejos en ecosistemas conectados mediante redes fúngicas. 

Simard nos dice que los cerebros, como las redes fúngicas, se reconfiguran a sí mismos como reacción a situaciones nuevas. Podan los caminos infrautilizados del mismo modo que el micelio poda las zonas que utiliza poco. Se forman y fortalecen nuevas conexiones entre neuronas, mediante la sinapsis, como pasa con las conexiones entre los hongos y las raíces de los árboles. Sabemos que algunas sustancias químicas, conocidas como neurotransmisores, pasan por las sinapsis, facilitando la transmisión de información entre los nervios. 

De manera similar, sustancias químicas pasan por las ‘sinapsis’ micorrícicas de un hongo a una planta o de una planta a un hongo, a veces transmitiendo información entre ellos. ¿Estamos contemplando una red social entre plantas y hongos? Estas redes se auto coordinan, e independientemente de cómo esas señales pasan entre plantas a través de canales fúngicos, las Wood Wide Webs se solapan unas con otras. Incluidas en estas redes están las bacterias que migran de un sitio a otro a través del micelio de los hongo, tal como ya hemos comentado. 

También podemos incluir en esta red social a los áfidos que atacan las habas y las avispas parasitoides atraídas por los compuestos volátiles producidos por las habas. Y, yendo más lejos, también podemos incluir a los seres humanos, que hemos estado interactuando con redes micorrícicas el mismo tiempo que llevamos interactuando con las plantas, aunque probablemente sin saberlo.

México es un país que se ha distinguido en el empleo de setas desde hace mucho tiempo. El fraile dominico Diego Durán informó que, durante la coronación del emperador azteca en 1486, se sirvieron setas que alteraban los estados de conciencia y que eran conocidas como «carne de los dioses». Para los aztecas, los hongos alucinógenos eran un alimento sagrado al que identificaban como carne o alimento de los dioses, ya que les provocaban alucinaciones y visiones de las deidades que veneraban. 

Francisco Hernández de Toledo (1514- 1587), médico y botánico del rey de España, describió setas que «cuando se ingieren causan no la muerte sino una locura que, en ocasiones, es duradera, y cuyo síntoma es una especie de ataque de risa incontrolable […]. Hay otras que traen ante sus ojos visiones de todo tipo, tales como guerras e imágenes del demonio». 

El fraile franciscano Bernardino de Sahagún (1499-1590) aportó una de las crónicas más detalladas sobre el consumo de setas en México: “Se comieron estas pequeñas setas con miel, y cuando empezaron a estar alterados, se pusieron a bailar, algunos a cantar, otros a llorar […]. Algunos no querían cantar pero se sentaron en sus aposentos y allí se quedaron como en estado contemplativo. Algunos se vieron a sí mismos muriéndose en una visión y lloraban; otros se vieron siendo devorados por una bestia salvaje […]. Cuando la intoxicación por las pequeñas setas había pasado, comentaron las visiones que habían tenido“. 

Hay documentos sobre el consumo de setas en Centroamérica que se remontan al siglo XV, pero la utilización de setas psilocibinas en aquella región es anterior a ese siglo, ya que se han descubierto centenares de estatuas fungiformes que datan del segundo milenio a.C., así como códices precolombinos que muestran imágenes de extrañas deidades emplumadas ingiriendo setas y levitando. McKenna cree que el consumo humano de setas psilocibinas reside en las raíces de la evolución biológica, cultural y espiritual del ser humano. 

Las evidencias de algún tipo de religión, de organización social compleja y de comercio, así como de manifestaciones artísticas, se cree aparecieron entre hace 50.000 y 70.000 años. Para McKenna, fueron las setas psilocibinas las que prendieron los primeros destellos de introspección, lenguaje y espiritualidad, en algún momento del Paleolítico. Según él, las setas fueron el árbol original del conocimiento que se relata en la Biblia.

Las pinturas rupestres conservadas en el desierto del Sáhara, al sur de Argelia, proporcionaron a McKenna supuestas pruebas de que el hombre primitivo consumía setas. Las pinturas rupestres de Tassili, datadas entre el 9000 y el 7000 a.C., cuando parece que el Sahara era una zona boscosa, con lagos y ríos, incluyen la figura de una divinidad con cabeza de animal y de la que parecen surgir de sus hombros y brazos brotes fungiformes, aunque esta es una opinión muy subjetiva. Nuestros antepasados, según McKenna, encontraban setas psilocibinas, las consumían y las divinizaban. ¿Representa la pintura de Tassili una divinidad de la seta? 

La prueba de la placa dental de Ötzi, el «Hombre de Hielo», que se cree falleció hacia el 3255 a.C., así como otros cuerpos bien conservados, demuestran que el ser humano ingería setas y las usaba como remedios medicinales hace muchos miles de años. Sin embargo, no se han encontrado restos de setas psilocibinas en ninguno de estos cuerpos, aunque hay casos anecdóticos de primates que consumen setas psilocibinas. Hay quien sospecha que ancestrales poblaciones euroasiáticas consumían setas psilocibinas en ceremonias religiosas, como en el caso de los Misterios Eleusinios, que son ritos herméticos celebrados en la Antigua Grecia. El caso antes explicado del Ophiocordyceps es de un tipo de comportamiento manipulador que no es excepcional, ya que ha evolucionado repetidamente en el reino de los hongos, por lo que hay muchos parásitos que, sin ser hongos, también son capaces de manipular las mentes de sus huéspedes. Los hongos se acercan a sus huéspedes de maneras muy distintas, con el fin de modificar su comportamiento. Algunos de ellos utilizan inmunosupresores para anular las respuestas defensivas de insectos. 

Algunos de dichos compuestos ya se utilizan en la medicina convencional, como el caso de la ciclosporina, que es un fármaco inmunodepresor que permite que se puedan efectuar trasplantes de órganos. En el 2018, investigadores de la Universidad de California, en Berkeley, publicaron un estudio que documentaba una sorprendente técnica utilizada por el Entomophthora, un hongo manipulador de mentes que infecta a algunas moscas y que guarda ciertos paralelismos con el Ophiocordyceps. 

El Entomophthora consigue que las moscas infectadas suban a cierta altura. Cuando extienden sus piezas bucales para alimentarse, un pegamento producido por el hongo las engancha a cualquier superficie que toquen. Entonces el hongo devora el cuerpo de la mosca, empezando por las partes grasas y acabando por los órganos vitales, y luego hace brotar un tallo por el abdomen del animal por el que expulsa sus esporas al aire.


¡Pero aún no habían terminado las sorpresas! Los investigadores descubrieron que el hongo Entomophthora llevaba consigo un tipo de virus que infectaba a insectos, pero no a hongos. Es bastante increíble que un hongo utilice un virus para manipular la mente de insectos. Pero hay que tener en cuenta que bastantes virus afines se especializan en modificar el comportamiento de un determinado insecto. Uno de dichos virus lo inyectan las avispas, utilizando un parásito, a las mariquitas, que permanecen inmóviles en el sitio y se convierten en guardianas de los huevos de las propias avispas. 

Aquí vemos otro ejemplo de que en el mundo microscópico hay bastantes actuaciones que podríamos considerar propias de las películas de terror. Otro virus similar convierte a las abejas en más agresivas. En este caso, sin emplear un virus manipulador de mentes, el hongo no habría desarrollado la capacidad de modificar la mente de su insecto huésped. 

Uno de los temas más sorprendentes en la historia de los hongos zombi se puso de relieve gracias a la investigación llevada a cabo por Matt Kasson y su equipo de la Universidad de Virginia Occidental. Kasson estudió el hongo Massospora, que infecta a las cigarras y desintegra un tercio de la parte posterior de sus cuerpos por los que lanza sus esporas. Según Kasson, las cigarras macho infectadas se hiperactivan sexualmente pese a haber perdido sus genitales, lo que muestra lo inteligentemente y horriblemente que el hongo actúa para disimular el deterioro de la cigarra, ya que mantiene sus sistemas nerviosos centrales intactos en un cuerpo en descomposición. Volvemos a decirlo, ¡es realmente digno de una película de terror! 

En el 2018, Kasson y su equipo analizaron el perfil químico de los tallos del hongo que brotan de los cuerpos destrozados de las cigarras. Se sorprendieron al descubrir que el hongo producía catinona, una anfetamina de la misma clase que la droga recreativa mefedrona. La catinona se da de forma natural en las hojas de khat (Catha edulis), un pequeño arbusto cultivado en África Oriental y Oriente Medio, que ha sido masticada por humanos durante siglos por sus efectos estimulantes. Hasta entonces no se había descubierto catinona fuera de las plantas. 

Más asombroso fue la presencia de psilocibina, que era una de las sustancias químicas que abundaban más en los tallos fúngicos. Es sorprendente, porque el hongo Massospora está en una división del reino de los hongos totalmente diferente a las especies conocidas por producir psilocibina. Pocos sospechaban que la psilocibina aparecería en una parte tan distante del árbol evolutivo de los hongos, ejerciendo un papel como modificador del comportamiento en un contexto muy diferente.

No sabemos qué es lo que pretende hacer el hongo Massospora intoxicando a sus huéspedes simultáneamente mediante un psicodélico y una anfetamina. Pero los investigadores suponen que ambas sustancias colaboran en la manipulación fúngica del insecto, aunque se desconoce cómo. Quienes relatan experiencias psicodélicas a menudo hacen referencia a transformaciones entre especies. 

También los mitos y cuentos de hadas están llenos desde hombres lobo a centauros, esfinges y quimeras. Las metamorfosis de Ovidio recogen un catálogo de transformaciones de una criatura a otra, e incluso incluye una tierra donde «hombres nacen de un hongo de lluvias torrenciales». En muchas culturas tradicionales se piensa que existen criaturas hibridas y que los límites entre organismos son fluidos. El antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro nos explica que los chamanes de las sociedades indígenas amazónicas creen que ellos pueden residir temporalmente en la mente y cuerpo de otros animales y plantas. El antropólogo danés Rane Willerslev nos dice que entre el pueblo yukaguir, del norte de Siberia, se visten y comportan como uapitíes o ciervos canadienses, cuando cazan estos animales. 

Pero, en realidad, mediante el estudio de la simbiosis vemos que hay muchas formas de vida híbridas, como los líquenes, compuestos por varios organismos diferentes. Sin embargo, todas las plantas, hongos y animales y humanos somos, de alguna manera, seres compuestos, ya que compartimos cuerpo con infinidad de microbios, sin los que no podríamos crecer, ni comportarnos, ni reproducirnos como lo hacemos. No obstante, es posible que muchos de estos microbios supuestamente beneficiosos compartan algunas de las capacidades manipuladoras de hongos como el Ophiocordyceps. ¿Podría ser que algunos hongos nos estuviesen manipulando de alguna manera? 

Cada vez hay más estudios que confirman un vínculo entre el comportamiento animal y los miles de millones de bacterias y hongos que viven en sus intestinos, muchos de los cuales producen sustancias químicas que influyen en los sistemas nerviosos de los animales. La interacción entre la flora intestinal y el cerebro tiene tal envergadura que ha dado nacimiento a una nueva especialidad, la neuromicrobiología. Sin embargo, los hongos manipuladores de la mente siguen siendo uno de los organismos compuestos más enigmáticos. Según David Hughes, entomólogo de la Universidad Estatal de Pennsylvania, una hormiga infectada es un «hongo con ropa de hormiga».

En El fenotipo extendido, el biólogo evolutivo, etólogo, zoólogo, y divulgador científico británico Richard Dawkins señala que los genes no solo aportan las instrucciones para construir el cuerpo de un organismo, sino que también aportan instrucciones para generar determinados comportamientos. 

Mediante los comportamientos heredados, según Dawkins, la manifestación visible de los genes de un organismo, conocidos como su fenotipo, se extiende al mundo. Siempre que se den las condiciones de que los atributos deben ser heredados, que deben variar y que su variación debe afectar a la aptitud de un organismo, las características extendidas del fenotipo, según Dawkins, estarían sujetas a la selección natural darwiniana. Pero el hongo no tiene un cuerpo animal, con nervios y músculos, así como un sistema nervioso central o una capacidad para caminar o volar, por lo que adquiere una extensión de su fenotipo de su huésped, mediante un tipo de “posesión“. Es una estrategia que funciona tan bien que, en muchos casos, el hongo ha perdido la capacidad para sobrevivir sin ella. En los círculos espiritistas del siglo XIX se creía que los médiums pasaban a ser poseídos por los espíritus de los muertos. Se decía que los espíritus, despojados de sus propios cuerpos, tomaban prestado un cuerpo humano para hablar y manifestarse a través de él. De una manera análoga, los hongos manipuladores de mentes poseen a los insectos que infectan, que pasan a ser como médiums de los hongos. Vemos que, alterada por el hongo, la hormiga se desvía de las vías de su propia historia evolutiva y entra en las vías de la historia evolutiva del Ophiocordyceps. Dicho en otras palabras, la hormiga se “convierte” en un hongo. El Ophiocordyceps y otros hongos manipuladores de insectos han desarrollado una capacidad notable para hacer daño a los animales que manipulan. Sin embargo, las setas psilocibinas, como indica un número creciente de estudios, han desarrollado una increíble capacidad para curar un sinfín de patologías humanas. Ensayos controlados rigurosamente y las últimas técnicas de escaneo cerebral han ayudado a los investigadores a interpretar las experiencias psicodélicas con hongos. 

Estos descubrimientos recientes han confirmado las opiniones de investigadores que llegaron a considerar el LSD y la psilocibina como curas milagrosas para múltiples patologías psiquiátricas. Algunos estudios han descubierto que la psilocibina puede inducir experiencias ‘místicas’ en que todo está interconectado, con la sensación de estar por encima del tiempo y el espacio, con una profunda comprensión instintiva de la naturaleza de la realidad, y con una paz sentidos en profundidad. A menudo incluyen la disolución de las fronteras del “yo“. Pero ello tal vez sea parte de la manipulación de humanos por parte de determinados hongos.

Que una sustancia química pueda provocar una experiencia mística profunda parece dar la razón a una visión científica predominante de que nuestros mundos subjetivos están apuntalados por la actividad química de nuestro cerebro, en que el mundo de las creencias espirituales pueden aparecer a raíz de un fenómeno material, bioquímico. 

El Ophiocordyceps y la flora intestinal influyen en las mentes animales porque viven en sus cuerpos, ajustando sus secreciones químicas en tiempo real. Pero uno puede inyectar psilocibina a una persona y desencadenar toda suerte de efectos psico-espirituales. 

La psilocibina, que procede de hongos, engrasa los mecanismos del cerebro, estimulando los mismos receptores que normalmente estimulaba la serotonina neurotransmisora. Al imitar uno de los mensajeros químicos que utilizamos más a menudo, la psilocibina, de la misma manera que el LSD, se infiltra en nuestro sistema nervioso y se interpone directamente en el paso de las señales eléctricas que circulan por nuestro cuerpo, pudiendo incluso cambiar el crecimiento y estructura de las neuronas. 

Efectuando escaneos cerebrales pudo verse que la psilocibina no aumentaba la actividad cerebral como se creía sino que reducía dicha actividad en ciertas zonas clave del cerebro. El tipo de actividad cerebral reducida mediante la psilocibina forma la base de lo que ha pasado a llamarse «red neuronal por defecto». Se ha observado que cuando no estamos concentrados en nada, cuando nuestra mente divaga, cuando estamos introspectivos, cuando pensamos en el pasado o cuando hacemos planes para el futuro, es nuestra «red neuronal por defecto» la que está activa, como si fuese una red de seguridad cuando aparentemente no estamos conscientes. 

Por ello los investigadores consideran la «red neuronal por defecto» como una especie de ejecutivo que controla el cerebro. Cuando se producen desordenes en los procesos cerebrales es la «red neuronal por defecto» la que se encarga de mantener el orden. En diversos estudios se ha comprobado que las personas que informaron de una sensación más intensa de «disolución del ego», o de pérdida del sentido de uno mismo bajo los efectos de la psilocibina, redujeron asimismo la actividad de su «red neuronal por defecto». 

Si se cierra la «red neuronal por defecto», la conectividad cerebral se dispara y aparecen múltiples nuevas vías neuronales, con lo que redes de actividad antes distantes se comunican. Según Aldous Huxley, en su libro Las puertas de la percepción, que es un análisis de las experiencias psicodélicas, la psilocibina parece que cierra lo que podríamos considerar una «válvula reductora» en nuestra conciencia. Los investigadores concluyen que la capacidad de la psilocibina para cambiar la mente de las personas está relacionada con estos estados de flujo cerebral. Entonces, volvemos a preguntarnos si algunos hongos nos están manipulando.

Al debilitar la capacidad de organizar la experiencia humana, la psilocibina y otros psicodélicos son capaces de abrir nuevas posibilidades cognitivas. Uno de los modelos mentales más importantes es el del ego. Y es precisamente esta sensación del uno mismo la que la psilocibina y otros psicodélicos parecen alterar. El «yo» del que tanto dependemos los seres humanos puede desaparecer completamente, o irse degradándose poco a poco. 

Entonces se llega a sensaciones de fusión con algo superior, y una sensación modificada de la relación de uno con el mundo. Podemos ver que, en muchos casos, los hongos amenazan a nuestros conceptos de identidad e individualidad. Las setas que producen psilocibina, como el LSD, se introducen de alguna manera dentro de nuestra propia mente. En el caso del Ophiocordyceps, antes mencionado, podemos considerar el comportamiento de una hormiga infectada como el comportamiento del propio hongo. 

De esta manera, el apretón mortal y la enfermedad de la cumbre que sufre la hormiga, serían características extendidas del hongo, formando parte de su fenotipo extendido. Si esto es así, ¿podemos considerar las alteraciones en la conciencia y comportamiento humanos provocadas por la psilocibina como formando parte del fenotipo extendido del hongo? 

Y, en este caso, ¿podemos considerar las ceremonias, rituales, cánticos y otros aspectos culturales de los estados alterados de conciencia como parte del comportamiento extendido de las setas psilocibinas? ¿Poseen los hongos psilocibina nuestras mentes, tal y como el Ophiocordyceps posee los cuerpos de determinadas hormigas? ¿Podemos considerar a los seres elementales, como elfos, gnomos, etc… como quiénes en realidad nos están manipulando? 

El etnobotánico estadounidense Terence McKenna fue un gran defensor de esta visión. Los hongos no tienen manos con las que manipular el mundo, pero con la psilocibina como mensajero químico podrían apropiarse de un cuerpo humano y, de esta manera, usar su cerebro y sentidos para pensar y hablar a través de ellos. McKenna creía que los hongos podrían poseer nuestras mentes y ocupar nuestros sentidos. Los hongos podrían, entre otras cosas, usar la psilocibina para influir en los humanos en un intento, tal vez, por evitar nuestros hábitos destructivos como especie. Para McKenna, esta era una asociación simbiótica que presentaba posibilidades más ricas que las que disponían los seres humanos y los hongos por separado. La capacidad de una seta para producir psilocibina es evidentemente heredada. Los hongos deben distinguirse por su capacidad para influir en los seres humanos, y aquellos que proporcionan experiencias más deseables deben beneficiarse en detrimento de los que proporcionan experiencias menos deseables.

Los hongos que producen psilocibina pueden influir en el comportamiento humano. Pero, a diferencia del Ophiocordyceps con respecto a las hormigas, parece que no viven dentro de nuestros cuerpos. Pero la relación conocida de la psilocibina y los seres humanos es relativamente reciente. Sin embargo, los hongos ya producían psilocibina hace unos 75 millones de años, mucho antes que la supuesta aparición del género humano. Durante estos millones de años de historia evolutiva, los hongos que producen psilocibina han habitado un planeta supuestamente sin seres humanos. 

Por ello, si los hongos de verdad se benefician de nuestros estados alterados de conciencia, no pueden haberlo hecho durante mucho tiempo. Entonces, ¿por qué estos hongos desarrollaron la capacidad para producir psilocibina? Es posible que la psilocibina no aportara gran cosa a los hongos que la producen hasta que aparecieron los humanos. 

No obstante, dos estudios publicados en el 2018 sugieren que la psilocibina sí que proporcionaba un beneficio a los hongos que la producían ya en un remoto pasado. Un análisis del ADN de especies de hongos productores de psilocibina revela que su capacidad para elaborar psilocibina evolucionó más de una vez. Aún más sorprendente fue el descubrimiento de que el grupo de genes que se necesitan para crear psilocibina ha saltado entre linajes fúngicos por transferencia genética horizontal varias veces a lo largo de su historia.

 La transferencia genética horizontal es el proceso por el que los genes y sus características se mueven entre distintos organismos sin la necesidad de tener sexo ni de tener descendencia. Esto es un hecho normal en las bacterias, por cuya razón la resistencia a antibióticos puede expandirse rápidamente entre poblaciones bacterianas, pero ello no es tan normal en hongos que crean setas. Pero, ¿qué ventaja aportaba la psilocibina a determinados hongos? Todo indica que el grupo de genes de psilocibina saltó entre especies de hongos que vivían estilos de vida similares en entornos de madera en descomposición y en excrementos de animales. 

En estos hábitats también vivían muchos insectos, y todos ellos deberían ser sensibles a la potente actividad neurológica de la psilocibina. Parece probable que la ventaja de la psilocibina residiese en su capacidad para influir en el comportamiento animal. Pero los hongos y los insectos comparten una historia larga y complicada, en que algunos hongos matan, como sucede con el Ophiocordyceps o el Massospora. Pero en otros casos ambas especies cooperan durante mucho tiempo evolutivo, como los que conviven con las hormigas cortadoras de hojas y en el caso de las termitas.

Pero vemos que, en todos los casos, los hongos usan sustancias químicas para cambiar el comportamiento del insecto. El hongo Massospora incluso va más lejos al utilizar la psilocibina para conseguir sus propósitos. ¿Podemos llegar a averiguar qué provoca la psilocibina en la mente de un insecto? Tal vez la psilocibina servía como señuelo, cambiando de alguna manera el comportamiento del insecto en formas que beneficiaba al hongo. 

Por ejemplo, algunas especies de moscas son resistentes a los venenos producidos por la Amanita phalloides. ¿Quizás estos insectos tolerantes a la psilocibina o a venenos puedan ayudar al hongo a esparcir sus esporas o a defenderlos de otras plagas? Parece claro que la interacción de la psilocibina con las mentes humanas ha modificado el porvenir evolutivo de las setas que la producen. La psilocibina ha provocado que los seres humanos salgan a buscar las setas y desarrollen métodos para cultivarlas. 

Al hacerlo, hemos contribuido a la dispersión de sus esporas. Con ello tenemos que una sustancia química, que en su momento podría haber servido para combatir a las plagas, entre otros propósitos, haya sido transformada en un señuelo que los hongos ofrecen a los seres humanos. En la década de 1930, Richard Evans Schultes, botánico de Harvard, quedó sorprendido por las crónicas del siglo XV escritas por frailes españoles sobre la «carne de los dioses» en las culturas centroamericanas, antes mencionada. Estaba claro que en determinadas partes de Centroamérica las setas psilocibinas habían crecido en centros culturales y espirituales. Supuestamente las habían empezado a usar las divinidades locales, y su consumo había alimentado una idea de lo divino. Schultes descubrió que el pueblo mazateco actualmente seguía consumiendo setas psilocibinas. 

Por ello, los curanderos organizaban veladas de setas para curar a los enfermos, localizar objetos perdidos y dar consejos. En 1952, Gordon Wasson, un micólogo amateur, recibió una carta del poeta Robert Graves en que hablaba de la experiencia de Schultes. 

A Wasson le impresionaron sobre todo las referencias de Graves sobre la «carne de los dioses» que altera los estados de conciencia. Por todo ello viajó a Oaxaca en busca de las setas, donde conoció a una curandera llamada María Sabina, quien le invitó a una velada de setas, en que participó en los ritos ancestrales de los indios que mascan extraños brotes que producen visiones. El artículo que publicó Wasson era una de las primeras crónicas sobre una sustancia psicodélica alteradora del estado de conciencia que llegaba al gran público.


En 1960, Timothy Leary, académico de Harvard, se enteró de la existencia de estas setas ‘mágicas’ a través de un amigo y se fue a México a probarlas. De vuelta a Harvard, inspirado por su experiencia con las setas, Leary abandonó su proyecto de investigación y creó el Harvard Psilocybin Project. Más tarde escribió: «Desde que me comí siete setas en un jardín en México, he dedicado todo mi tiempo y energía a explorar y describir las profundidades de estos extraños reinos». Leary se dedicó a hacer proselitismo sobre el LSD y sus muchos beneficios. 

Pero, a finales de la década, casi todas las investigaciones que se llevaban a cabo sobre los efectos de los psicodélicos se habían cancelado o pasaron a la clandestinidad. La ilegalización de la psilobicina y el LSD marcó el comienzo de un nuevo capítulo en la historia evolutiva de las setas psilocibinas. Terence y Dennis McKenna en 1976 publicaron un librito titulado Psilocibina: Guía del cultivador de hongos mágicos. 

Pero los McKenna no fueron los primeros en cultivar setas psilocibinas pero sí en publicar un método fiable para cultivar grandes cantidades de setas sin un equipo especial de laboratorio. El libro de los McKenna influyó en un joven micólogo llamado Paul Stamets, el descubridor de cuatro nuevas especies de setas psilocibinas. D

urante todo el tiempo que los seres humanos han salido a buscar setas psilocibinas y, por tanto, dispersando sus esporas, los hongos se han beneficiado de su capacidad para manipular nuestra conciencia. Antes del viaje de Wasson a México, pocas personas aparte de las comunidades indígenas de Centroamérica sabían de la existencia de las setas psilocibinas. 

Pero después de su llegada a Norteamérica, había empezado una nueva historia para estos hongos. ¿Podemos pensar que estos hongos nos piden prestada una conciencia humana con la que experimentar? ¿Podemos considerar que el ser humano, bajo los efectos de las setas psilocibinas , puede realmente sucumbir a su influencia, como una hormiga infectada sucumbe a la influencia del Ophiocordyceps?

Para que nuestros estados de conciencia alterada puedan considerarse como un fenotipo extendido de los hongos, los seres humanos que los han consumido necesitarían beneficiar los intereses reproductivos de esos hongos. Pero no parece que este sea el caso, ya que si todos los seres humanos se extinguieran, la mayoría de especies de setas psilocibinas seguirían viviendo. 

Los hongos que producen psilocibina no dependen enteramente de nuestros estados de conciencia alterada, pero ello no es válido para el Ophiocordyceps, que sí depende del comportamiento alterado de las hormigas. Durante muchos millones de años estos hongos han crecido y se han reproducido bien sin los seres humanos, y probablemente lo seguirían haciendo si nos extinguiésemos. 

Como dicen R.E. Schultes, Albert Hofmann, en su libro Plantas de los Dioses: Orígenes del uso de los alucinógenos, la investigación científica de la identidad y estructura de la psilocibina y psilocina había «mostrado simplemente que las propiedades mágicas de las setas son las propiedades de dos compuestos cristalinos». Es un descubrimiento que no responde a la pregunta de si su efecto en la mente humana es tan inexplicable, y tan mágico, como las setas mismas. Por razones que apenas se comprenden, ciertos hongos sacan a los seres humanos de lo que les resulta familiar, llevándolos hacia formas de conciencia totalmente diferentes, acercándolos a nuevas preguntas. Lo curioso de estas sustancias químicas de los hongos es precisamente las experiencias que provocan. Vemos que los efectos de la psilocibina en mentes humanas estiran los límites de lo que parece posible. En la cultura mazateca, es obvio que las setas hablan. 

La suya es una visión compartida por muchas culturas tradicionales que usan plantas u hongos. Y es una visión sobre un encogimiento de las fronteras entre «el uno mismo» y «lo otro», y de «una fusión» con otros organismos. Independientemente de si los hongos hablan a través de los seres humanos y ocupan nuestras mentes, el impacto de las setas psilocibinas en nuestros pensamientos y creencias es real. Si imaginamos que un hongo pudiese poseer nuestra mente y nuestra conciencia, podríamos imaginarnos los mitos y leyendas protagonizados por setas,

La profesora de ecología microbiana en la Universidad de Cardiff, Lynne Boddy, en sus experimentos con micelio que busca alimento, observó que solo una parte de la red de micelio había descubierto un trozo nuevo de madera que habían colocado expresamente. 

Pero, asombrosamente, el comportamiento de todo el micelio cambió, y lo hizo de una manera muy rápida. ¿Cómo pueden las distintas partes de las redes de micelio comunicarse entre ellas? Y asimismo, ¿cómo la información por las redes de micelio viaja tan rápida? Algunos investigadores opinan que, tal vez, las redes de micelio podrían comunicarse empleando cambios de presión o de flujo. 

Algunos investigadores han observado que la actividad metabólica, como la acumulación y la liberación de compuestos dentro de los compartimentos de las hifas, puede tener lugar en pulsos regulares que podrían sincronizar el comportamiento en toda la red. Stefan Olsson explica cómo se concentró en una de las otras pocas opciones que quedaban, que era la electricidad. Ya hace tiempo que se sabe que los animales utilizan impulsos eléctricos para transmitir información entre diferentes partes de sus cuerpos. 

Las neuronas, las largas células nerviosas, excitables por electricidad, que coordinan el comportamiento animal, tienen su propio campo de estudio, que es la neurociencia. Pero los animales no son los únicos que producen impulsos eléctricos. Las plantas y las algas los producen, y desde la década de 1970 se sabe que algunos tipos de hongos también los producen. 

Las bacterias también son excitables eléctricamente y se sabe que las colonias bacterianas pueden coordinar su actividad utilizando ondas de actividad eléctrica como impulsos eléctricos. Sin embargo, pocos micólogos se hubiesen podido imaginar que la electricidad podría desempeñar un papel importante en la vida de los hongos. A mediados de la década de 1990, en el departamento de Stefan Olsson, en la Universidad de Lund, había un grupo de investigadores que estaban trabajando en la neurobiología de los insectos. 

En sus experimentos, midieron la actividad de las neuronas de los cerebros de un tipo de polilla al insertar micro-electrodos de fino cristal. Olsson se planteó que sucedería si reemplazara los cerebros de la polilla por micelio fúngico. En principio, las hifas del micelio de los hongos deberían estar preparadas para transportar impulsos eléctricos, ya que están recubiertas con proteínas aislantes que deberían permitir que las ondas de actividad eléctrica recorrieran largas distancias sin desvanecerse. En realidad se sabe que las neuronas animales están recubiertas por una vaina parecida que las aísla. 

Y, además, las células en el micelio son continuas unas con otras y eso debería permitir que los impulsos iniciados en una parte de la red de micelio llegaran a otra parte sin interrupción. Olsson supuso que si los hongos tenían un sistema de comunicación eléctrico, sería más fácil detectarlo en especies que necesitaban comunicarse a grandes distancias.

Para ello escogió un hongo de miel, o Armillaria, que es un género de hongos parásitos que viven sobre árboles o arbustos leñosos. La Armillaria posee una vida sumamente extensa y constituyen uno de los mayores organismos vivos del mundo. 

El mayor organismo individual cubre más de 8,9 km² y su edad excede los mil años. La Armillaria es responsable de la enfermedad llamada podredumbre blanca, que ataca las raíces en los bosques. Su alto poder destructivo proviene del hecho de que, a diferencia de la mayoría de los parásitos, no necesita moderar su crecimiento para evitar matar a la planta que la aloja, ya que continuará creciendo utilizando la materia muerta. 

Cuando Olsson insertó los micro-electrodos en las hebras de las hifas de la Armillaria, detectó unos impulsos regulares similares a los impulsos eléctricos (o potenciales de acción), que eran disparados a una frecuencia muy parecida al de las neuronas sensoriales de los animales. Se trataba de cuatro impulsos por segundo que viajaban por las hifas a una velocidad, como mínimo, de 1 milímetro por segundo. 

Esto llamó la atención de Olsson, ya que aunque la actividad eléctrica solo podría desempeñar un papel en la comunicación de los hongos si era sensible a la estimulación. Entonces Olsson decidió medir la reacción del hongo al encontrarse con trozos de madera, que es un alimento para esta especie. 

Colocó un trozo de madera sobre el micelio a varios centímetros de los electrodos y, sorprendentemente, cuando la madera entró en contacto con el micelio, la frecuencia del disparo de los impulsos eléctricos se duplicó. Sin embargo, cuando retiró el trozo de madera, esta frecuencia recuperó la normalidad. Para asegurarse, colocó un fragmento de plástico incomestible para el hongo, del mismo tamaño y peso que la pieza de manera, sobre el micelio, pero el hongo no reaccionó. 

Olsson siguió probando con otras especies de hongos, y todos generaron impulsos eléctricos similares y fueron sensibles a una serie de estímulos diferentes. Olsson opinaba que las señales eléctricas eran una manera que tenía una amplia variedad de hongos para mandar mensajes entre diferentes partes de la red de micelio, mensajes tales como información sobre fuentes de alimento, heridas, condiciones internas del hongo, o la presencia de otros hongos cerca. 

Muchos de los neurobiólogos con los que trabajó Olsson pensaron que las redes de micelio podían estarse comportando realmente como cerebros. Según Olsson: «Fue la primera reacción de toda esta gente que estudia insectos. Se quedaron pensando en estas grandes redes de micelio en el bosque mandándose señales eléctricas sobre sí mismos. Se imaginaron que quizá allí aguardaban grandes cerebros».

Los descubrimientos de Olsson indicaban la posibilidad de que el micelio pudiese formar redes extraordinariamente complejas de células que fuesen excitables mediante electricidad. Esto demostraría un cierto paralelismo con los cerebros, que también son redes extraordinariamente complejas de células excitables por electricidad. Pero es evidente que la arquitectura de los cerebros animales es muy diferente a la de las redes de micelio. En los cerebros animales, las neuronas conectan con otras neuronas mediante intersecciones llamadas sinapsis. 

Las moléculas neurotransmisoras pasan por las sinapsis y permiten que neuronas diferentes se comporten de formas diferentes, en que algunas excitan a otras neuronas, mientras que otras las reprimen. Sin embargo, aparentemente las redes de micelio no comparten ninguna de estas características de las neuronas. 

Pero debemos considerar el hecho de que los hongos emplean actividad eléctrica para transmitir señales por una red. Por ello, ¿no podemos pensar en el micelio como un fenómeno que se asemeja al cerebro? Las hifas del micelio pueden presentar un tipo de segmentación que divide al filamento por medio de tabiques denominados septos, y en que los núcleos pueden migrar a través de los septos por unas estructuras denominada poros, con el fin de reproducirse y realizar un intercambio genético. Abriendo o cerrando un poro cambia la potencia de la señal que pasa de un compartimento, o septo, a otro, ya sea una señal química, de presión o eléctrica. 

Olsson opina que si los cambios súbitos en las cargas eléctricas dentro del compartimento de una hifa pudieran abrir o cerrar un poro, una explosión de impulsos podría cambiar la forma en la que las señales posteriores pasarían por la hifa, por lo que se podría formar un sencillo circuito cerrado de aprendizaje. Y, además, las hifas se ramifican. Si dos impulsos convergieran en un lugar, ambas influirían en la conductividad de los poros, incorporando señales de diferentes ramas. 

Olsson nos dice: «No hace falta saber mucho de ordenadores para darse cuenta de que dichos sistemas pueden crear puertas de decisión. Si combinamos estos sistemas en una red flexible y versátil, tenemos la posibilidad para que ‘un cerebro’ pueda aprender y recordar».

Muchos tipos de organismos han desarrollado redes flexibles para ayudar a resolver los problemas que presenta la vida. Al parecer, los organismos con micelio fueron unos de los primeros en hacerlo. En el 2017, los investigadores del Museo Real de Historia Natural de Suecia publicaron un estudio donde describen micelio fosilizado, conservado en roturas de antiguas corrientes de lava colada. Los fósiles muestran filamentos ramificados que «se tocan y se enredan entre sí». 

La enmarañada red que forman, las dimensiones de las hifas, las dimensiones de estructuras tipo esporas y el dibujo de su crecimiento recuerdan mucho al micelio de los hongos de nuestros días. Es un descubrimiento extraordinario ya que los fósiles se supone que tienen nada menos que 2400 millones de años. 

Es un descubrimiento que convierte el micelio en uno de los restos conocidos más antiguos hacia una compleja vida pluricelular. Sorprendentemente el micelio fosilizado ha aguantado inalterado durante unos 2400 millones de años de historia de la vida, resistiendo innumerables cataclismos. 

El micelio de los hongos es una solución muy ingeniosa, como respuesta a algunos de los desafíos más básicos de la vida. El micelio de los hongos son redes flexibles que no dejan de remodelarse a sí mismas. Actualmente está bastante generalizada la idea de que todas las cosas están interconectadas. La neurociencia de redes nos invita a entendernos a nosotros mismos como redes dinámicas. 

Pero seguimos esforzándonos por encontrarle sentido al micelio, por lo que se acumulan preguntas, tales como: ¿Cómo funciona el micelio de los hongos como una red? ¿Pueden percibir su entorno? ¿De qué manera envían mensajes a otras partes de sí mismos? ¿De qué manera se integran después esos mensajes? Responder a estas preguntas es básico para entender cómo los hongos hacen lo que hacen. 

En la naturaleza vemos que determinados insectos, algunas aves y las sardinas del mar forman enjambres, que son patrones de comportamiento colectivo. Sin aparentemente tener un líder o un centro de mando, las hormigas de un hormiguero puede trazar la ruta más corta hasta una fuente de alimento. Podemos observar como un enjambre de termitas puede construir gigantescos termiteros. Pero, no obstante, dicha analogía con el enjambre se queda corta cuando nos referimos al micelio, ya que todos los ápices hifales de la red están conectados entre sí. 

Sabemos que un termitero está compuesto por unidades de termitas, por lo que un ápice hifal debería ser lo más cercano a la unidad de un ‘enjambre’ de micelios, aunque no podemos desmantelar una red de micelio, hifa por hifa, como sí podemos desmontar un enjambre de termitas. Desde el punto de vista de la red, el micelio es una sola entidad interconectada. Pero desde el punto de vista de un ápice hifal, el micelio sería una agrupación.

Los investigadores han empezado a utilizar organismos basados en redes, como mohos mucilaginosos y hongos, para resolver problemas humanos. Los investigadores trabajan para incorporar el comportamiento del moho mucilaginoso en el diseño de redes de transporte urbano. Los investigadores del Unconventional Computing Lab, en la Universidad del Oeste de Inglaterra, han usado mohos mucilaginosos para calcular rutas eficaces de evacuación de edificios en caso de incendio. 

Incluso se aplican las estrategias que los hongos y los mohos mucilaginosos emplean para orientarse por laberintos para resolver problemas matemáticos o para programar robots. Se sabe que los hongos del micelio habitan en laberintos y han evolucionado para resolver problemas espaciales y geométricos. Al crecer hasta convertirse en una red tupida, el micelio aumenta su capacidad para transportar, pero las redes tupidas no son buenas para explorar grandes distancias.

 Las redes menos densas son mejores para buscar alimento en grandes superficies, pero tienen menos interconexiones y, por tanto, son más propensas a sufrir daños. ¿Cómo se las arreglan los hongos para dar con una solución intermedia mientras exploran, por ejemplo, una zona podrida abarrotada en busca de comida? Se ha observado que el micelio empieza en un modo exploratorio y se expande en todas direcciones. Los hongos pueden escoger todas las rutas posibles a la vez. 

Si el hongo descubre algo para comer, refuerza los vínculos de la red que lo conectan con la comida mientras que poda los que no llevan a ninguna parte. Al crecer en una dirección mientras se retiran de otra, las redes de micelio incluso pueden migrar de un paisaje a otro. Pero supuestamente el micelio es un cuerpo sin una estructura corporal. Si ello es así, ¿de qué manera una parte de la red de micelio ‘sabe’ lo que sucede en otra parte distante de la red? El hecho es que el micelio se expande y, de alguna manera, toda la red debe estar en contacto consigo mismo. Lo cual quiere decir que hay una determinada inteligencia detrás del comportamiento de los hongos.

Fuentes:
Merlin Sheldrake – La red oculta de la vida
Niell – Los hongos y los espíritus elementales
Josep Maria Fericgla – El Hongo y la Génesis de las Culturas. Duendes y gnomos: ámbitos culturales forjados por el consumo de la seta enteógena amanita muscaria
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