viernes, 30 de agosto de 2013

Las mascotas del ser humano: yo no como perro.


“A pesar del hecho de que es perfectamente legal en 44 Estados (de Estados Unidos), comerse al “mejor amigo del hombre” es un tabú tan grande como lo sería que un hombre se comiera a su mejor amigo” 

Jonathan Safran Foer, escritor. 

“Los occidentales se abstienen de comer perros no porque sean su mascota favorita sino, fundamentalmente, porque constituyen una fuente de carne ineficaz” Marvin Harris, antropólogo.

Desmond Morris, zoólogo: de tal perro, tal dueño.

“El más antiguo animal simbiótico de nuestra historia es, indudablemente, el perro. No podemos saber exactamente cuándo empezaron nuestros antepasados a domesticar a este valioso animal, pero parece que hace, al menos, unos diez mil años.

La cría selectiva eliminó, sin duda, a los ejemplares díscolos, y surgió una nueva raza, mejorada, de perros domésticos, cada vez más sumisos y manejables.

Los que estaban mejor dotados para la maniobra se convirtieron en perros de rebaño (perros de pastor).
Otros, que tenían más desarrollado el sentido del olfato, fueron cruzados para el rastreo (sabuesos).
Otros, atléticos y veloces, se transformaron el perros corredores y fueron empleados en la persecución de la presa (galgos).

Ciertas clases más pequeñas fueron adiestradas para destruir alimañas (terriers).

Y los primitivos canes de vigilancia fueron genéticamente mejorados hasta convertirlos en los perros de guarda (mastines).

Otras razas perrunas han sido selectivamente criadas para realizar cometidos más insólitos. Su ejemplo más extraordinario es el perro lampiño de los antiguos indios del Nuevo Mundo, raza genéticamente desprovista de pelo y con un grado de temperatura cutánea anormalmente alto, que fue empleado como forma primitiva de botella de agua caliente en los dormitorios de aquéllos.
En tiempos más recientes, el perro se ha ganado el yantar como bestia de carga, tirando de trineos o de carretillas; como mensajero o detector de minas en tiempos de guerra; como policía, siguiendo la pista o atacando a los delincuentes; como guía, conduciendo a los ciegos, e incluso como sustituto de viajeros espaciales. Ninguna otra especie simbiótica nos ha servido de manera más compleja y variada.

La ventaja que obtienen de ello es que dejan de ser enemigos nuestros. Su número ha aumentado en forma impresionante. En términos de población mundial, sus razas no pueden ser más florecientes. Pero su éxito es parcial, pues lo han pagado con su libertad de evolución. Han perdido su independencia genética, y, aunque bien alimentados y cuidados, están sometidos, en su procreación, a nuestros caprichos y fantasías.”

“Incluso el más refinado científico es capaz de decir: «¡Hola, chico!», cuando acaricia a su perro. Aunque sabe perfectamente que el animal no puede comprender sus palabras, no puede resistir la tentación de pronunciarlas. ¿Cuál es la naturaleza de estas presiones antropomórficas, y por qué son tan difíciles de vencer?
Cada una de las especies preferidas posee ciertas propiedades peculiares de nuestra propia especie. Los rasgos antropomórficos más significativos de los diez animales predilectos son:
1. Todos ellos tienen pelo, y no plumas o escamas.
2. Tienen silueta redondeada (chimpancé, mono, gálago, panda, oso, elefante).
3. Tienen la cara plana (chimpancé, mono, panda, oso, león).
4. Tienen expresiones faciales (chimpancé, mono, caballo, león, perro)
5. Pueden «manipular» objetos pequeños (chimpancé, mono, gálago, panda, elefante).
6. Sus posiciones son, en cierto modo y el algunos momentos, casi verticales.

El perro, que logra su alta clasificación antropomórfica gracias a su comportamiento social, siempre nos ha desilusionado por su posición. Esta es inflexiblemente horizontal. Resistiéndonos a aceptar la derrota en este punto, pusimos a contribución nuestro ingenio y pronto resolvimos el problema: enseñamos al perro a erguirse para pedir. En nuestro afán de antropomorfizar a la pobre criatura, fuimos aún más lejos: como nosotros no tenemos rabo, le cortamos el suyo. 

Y, como tenemos la cara plana, empleamos la cría selectiva para reducir la estructura ósea en la región del morro. Como resultado de ello, muchas razas de perro tienen la cara anormalmente chata. Nuestros deseos antropomórficos son tan exigentes que tienen que ser satisfechos, aunque sea a expensas de la eficacia dental del animal. Pero debemos recordar que este acercamiento a los animales es puramente egoísta. No miramos a los animales como a tales, sino comoreflejos de nosotros mismos, y, si el espejo los deforma excesivamente, le damos una nueva curvatura o lo tiramos.”
Marvin Harris, antropólogo: ¿no comen las personas mascotas?

“Hace poco unos amigos míos se mudaron a una casa en las afueras, situada en una parcela de dos hectáreas, con el fin de cultivar su pasión por la cría de caballos. (…) Mientras contemplábamos un par de caballos castrados y una gruesa yegua a través de una ventana panorámica, se me ocurrió comentar, como quien no quiere la cosa:

-«Conozco a un tipo que quiere abrir una cadena de restaurantes de comida rápida a base de hamburguesas de caballo».

Cuando mi anfitrión se calmó lo suficiente para tratarme como a un antropólogo estúpido y no como a un cuatrero en potencia, balbuceó:

-«¿Comer caballos? Ni pensarlo. Son nuestras mascotas».

«¿No comen las personas mascotas?», me pregunté (a mí mismo, naturalmente… no quería arriesgarme a un nuevo malentendido). Los europeos, los norteamericanos o los neozelandeses de filiación europea (mi amigo había nacido en Nueva Zelanda) piensan que es evidente que las mascotas no son aptas para consumo. Sin embargo, como antropólogo, no veo nada de evidente en ello. Muchos animales que reciben un trato propio de mascotas pueden acabar, aun así, en los estómagos de sus dueños.

Antes de proseguir debo señalar que la distinción entre especies paria y mascota está sujeta a una cierta variación individual entre los miembros de cada cultura. (…) un pequeño porcentaje es aficionado a las boas constrictor, las tarántulas y las cucarachas. Efectivamente, en Animal People, de Gale Cooper, Geoff Alison describe cómo disfrutan sus cucarachas sibilantes gigantes de Madagascar trepando por sus dedos: «Se lo pasan de miedo metiéndose por debajo y por encima, subiendo y bajando». En todas las sociedades hay individuos que se desvían de la norma.(…)

Entre los pueblos de Nueva Guinea y Melanesia (…) dan a sus cerdos un trato que un norteamericano consideraría muy semejante al que recibe una mascota. Como el cuidado y la alimentación de los cerdos es labor propia de las mujeres, en tanto que su sacrificio es obligación masculina, las mujeres neoguineanas tienen más oportunidades de desarrollar una relación afectuosa con ellos. Entre los grupos de las Tierras Altas, las mujeres y los niños comen y duermen separados de los varones en la misma cabaña que los cerdos. Los hombres viven aparte, en «clubes» exclusivos para varones. Si un cochinillo ha sido separado de su madre, las mujeres no dudarán en amamantarlo con sus propios pechos al lado de una criatura humana. (…) Margaret Mead observó en una ocasión que en Nueva Guinea «se mima y consiente tanto a los cerdos que éstos adquieren todas las características de los perros: agachan la cabeza cuando se les regaña, se aprietan contra el amo para recobrar su favor, y así sucesivamente». Yo añadiría: «Y, además, son objeto de consumo como los perros de Nueva Guinea». Pues llega un momento en que hasta el cerdo más mimado acaba siendo comido en un festín aldeano o donado a otro poblado para hacer feliz al antepasado de otra persona.

El África oriental (…) los dinkas, los nuer, los shilluk, los masáis y otros pueblos pastoresque habitan en el Sudán nilótico y el norte de Kenia miman y consienten a sus reses vacunas. Sólo que aquí son los hombres, no las mujeres, quienes se ocupan del ganado y quienes desarrollan con éste los vínculos más íntimos. Los hombres ponen un nombre a cada ternero y cortan y retuercen gradualmente su cornamenta para darle formas artísticamente curvadas. Hablan de sus bueyes y vacas en sus conversaciones y en sus canciones, les prodigan cuidados, los adornan con borlas, abalorios de madera y cencerros. Entre los dinkas, (…) el marido (…) duerme en el establo, entre sus reses. (…) No obstante, también tienen una afición bien desarrollada por la carne de vacuno (…).

Los occidentales se abstienen de comer perros no porque sean su mascota favorita sino, fundamentalmente, porque constituyen una fuente de carne ineficaz: los occidentales disponen de toda una variedad de fuentes alternativas de alimentos de origen y los perros prestan numerosos servicios que tienen muchísimo más valor que su carne.

En China, por ejemplo, con la escasez perenne de carne, el consumo de carne canina es la norma, no la excepción. Una anécdota archiconocida sobre dos aficionados a los perros, chino el uno, inglés el otro, ilustra esta pronunciada diferencia cultural. Se cuenta que, durante una recepción en la residencia del embajador británico en Pekín, el ministro de Asuntos Exteriores chino expresó su admiración por la hembra de spaniel del embajador. Éste le dice que la perra está para dar a luz y que se sentiría muy honrado si el ministro quisiera aceptar uno o dos cachorros como regalo. Cuatro meses más tarde, una canasta con dos cachorrillos es entregada en casa del ministro. Pasan unas pocas semanas y los dos hombres vuelven a encontrarse con motivo de una ceremonia oficial

- «¿Qué le parecieron los cachorros?», preguntó el embajador.

- «Estaban deliciosos», respondió el ministro.



Tres de los principales grupos polinesios, los tahitianos, los hawaianos y los maoríes de Nueva Zelanda, poseían perros antes de ser visitados por los navíos europeos. Los polinesios apreciaban de sus perros no sólo la carne, sino también el pelo, la piel, los dientes y los huesos. (…) Sin embargo, pese a su afición por la carne canina, los polinesios daban a sus perros un trato muy semejante al que reciben las mascotas. Las mujeres hawaianas los amamantaban como hacían las guineanas con sus cochinillos. «A veces los perros se convertían en mascotas tan queridas que sus amas de cría los entregaban a regañadientes y con gran pesar.» (James King, 1779) Pero siempre acababan entregándolos, pues los hawaianos estimaban que los perros alimentados con leche humana eran los más sabrosos. Los varones maoríes también podían mostrarse afectuosos con sus animales, llevándoselos consigo en sus expediciones en canoa y en viajes largos, y los hawaianos expresaban un afecto análogo por sus canes al transportarlos en brazos o llevarlos a la espalda durante sus reuniones sociales y religiosas.

Ochenta kilómetros al norte del Círculo Ártico, cerca del lago Colville, en los territorios del noroeste canadiense, vive un grupo de hares, (…) cuya subsistencia se basa en la caza y la colocación de trampas. Su aborrecimiento de la carne canina concuerda perfectamente con la tesis según la cual si un animal tiene mayor utilidad vivo que muerto, éste no será objeto de consumo. En el transcurso de un mismo invierno-primavera, un cazador ―con sus perros― puede llegar a recorrer 3.500 kilómetros (…) impone a cada familia la necesidad de poseer una traílla de perros. A los hares no sólo les horroriza la perspectiva de comer carne canina, sino que les resulta tremendamente difícil deshacerse de perros enfermos, lisiados o inútiles, a pesar de que subsisten gracias a la matanza rutinaria de otros animales.

El mayor foco, con diferencia, de consumo de carne canina, de Norteamérica y tal vez del mundo entero, se encontraba en el México precolombino, (…) no precisaban de perros para la caza, los necesitaban de forma apremiante para procurarse carne, ya que, como otros pueblos autóctonos de Norteamérica, no poseían más anímales domésticos que los perros y los pavos.

Los aborígenes adoraban a los dingos. Las mujeres indígenas eran tan propensas como las hawaianas a amamantar a los cachorrillos. Hasta que alcanzaban la madurez, los dingos recibían un trato muy parecido al de los niños. Ponían a cada uno un nombre, los besaban en el hocico, les susurraban palabras cariñosas, los llevaban en brazos para «proteger sus tiernas pezuñas de espinas y cardos». Pero en épocas de escasez sí que se comían a sus compañeros de campamento caninos, cachorros incluidos si la cosa se ponía suficientemente fea.



El dingo también prestaba servicios como centinela. Antaño los aborígenes eran bastante belicosos y muy dados a emboscadas, incursiones y ataques por sorpresa que realizaban chamanes enemigos.
Éstos rendían otro servicio más al ayudar a los aborígenes a combatir el frío durante la noche.(…) Un explorador contó dos mujeres y catorce dingos bajo una misma manta. Con frecuencia las mujeres se los ponían alrededor de la cintura, agarrando las patas delanteras y el hocico con una mano y las patas traseras y el rabo con la otra, como si se tratara de almohadillas caloríferas portátiles.

La mayoría de los norteamericanos piensa que la característica esencial de la condición de mascota es la inutilidad, más que la utilidad. Hasta los diccionarios lo dicen:



«Mascota [pet]: animal domesticado que se tiene por placer, no por su utilidad.»

Pero esta definición contiene un grave error, ¿verdad? ¿Desde cuándo se oponen el placer y la utilidad? ¿Acaso una vaca hindú que proporcione cantidades abundantes de utilísima leche da menos placer a su dueño que una vaca seca y estéril?

Ni los perros, ni los gatos, ni los caballos se hubieran domesticado de no ser por los servicios que prestaban en materia de caza, protección de la propiedad, lucha contra los roedores, transporte y guerra.

La idea de que las mascotas son inútiles se deriva de las costumbres de posesión de animales de las clases aristocráticas. En las cortes imperiales de todo el mundo antiguo, desde China hasta Roma, existían jardines zoológicos donde se exhibían animales y aves exóticos con fines de esparcimiento y como símbolos de riqueza y poder. La realeza egipcia tenía predilección por los felinos, en particular por los cheetahs, en tanto que los emperadores romanos apostaban leones delante de las alcobas en que dormían. (…) Los plebeyos no podían menos que sentirse impresionados por la habilidad de sus gobernantes para mantener leones y tigres devoradores de hombres como mascotas, especialmente porque estas fieras eran alimentadas con esclavos díscolos y prisioneros de guerra. Por añadidura, los animales exóticos servían, junto con el oro y las joyas, como instrumentos de relaciones exteriores (…) Una costumbre relacionada era la de llevar serpientes vivas alrededor del cuello, que practicaban las mujeres aristocráticas egipcias, lo mismo que las mujeres pudientes contemporáneas (o las que aspiran a serlo) se ponen visones muertos sobre los hombros. En la Europa medieval las casas reales albergaban toda clase de animales (…). En el siglo XVII las damas elegantes llevaban perritos sobre el pecho, se sentaban con ellos a la mesa del comedor y los alimentaban con golosinas. Pero el pueblo llano no podía permitirse el lujo de tener animales que carecieran de utilidad para la protección, la caza, el pastoreo o la captura de roedores. Al surgir las clases mercantiles o capitalistas, la posesión de mascotas consentidas se convirtió, por lo tanto, en una de las principales formas de demostrar que se había dejado de ser un plebeyo. 

La utilidad primordial de las mascotas en la sociedad contemporánea consiste en que pueden sustituir a los seres humanos a la hora de colmar nuestra específica carencia cultural de relaciones cálidasque nos aporten apoyo mutuo y amor.(…). Como tales, nos ayudan a superar el anonimato y la falta de comunidad social que engendra la vida de las grandes ciudades; «caldean el aire mortecino» de los apartamentos vacíos, y proporcionan a muchísima gente sola un motivo, en forma de ser vivo, para volver a casa.Como sustitutos del ser humano, pueden reemplazar a maridos, esposas o hijos ausentes o poco cariñosos, llenan el nido vacío y alivian la carga de la soledad que, en las culturas hiperindustrializadas, es a menudo consustancial a la vejez. Y pueden hacer todo esto sin imponer los recelos y castigos que son característicos de los seres humanos reales atrapados en relaciones altamente competitivas, estratificadas y explotadoras.

La Clínica de Animales de Compañía de la Universidad de Pennsylvania descubrió que el 98% de los dueños de mascotas hablaban con sus animales, el 80% las trataba como «personas, no como animales», y un 28% se confiaba a ellas y les contaba los acontecimientos de la jornada. Según una encuesta de la revista Psychology Today, el 99% de los dueños de mascotas hablaba con ellas, empleando un lenguaje infantil o contándoles sus cuitas. (…) Los nómadas asiáticos cantaban sobre yeguas en sus canciones de amor y los nuer entonaban cánticos de alabanza sobre su ganado, pero dudo que hablaran a los caballos y a las vacas sobre los acontecimientos de la jornada como si se tratara de personas. ´

¿Qué razones podrían tener para hacerlo si siempre estaban rodeados de oyentes humanos reales?“

Nigel Barley, antropólogo: Los toraja y los perros.

“Un día, (los toraja) volvieron de la calle muertos de risa.

- El parque -decían- está lleno de locos!

- ¿Qué hacían?
Sonrieron.
-Caminaban… llevando perros… en el extremo de una cuerda.-Y volvieron a reír, esta vez a carcajadas.

- Pero si vosotros hacéis lo mismo con los búfalos. Los lleváis a nadar. He visto a algunas personas aceitándoles las pezuñas y cepillándoles las pestañas.

Por supuesto, se mostraron de acuerdo, aunque de mal humor. Pero eso era otra cosa. Hacerlo con un perro era como hacerlo con un ratón. ¡Una locura!“

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