Esta es la hormiga. Incansable en su trabajo, nada se le resiste. Poderosos son los montículos que construye. Grandes las comunidades que establece. Incontable es su número. Todo lo destruye. Carcome la carne de los huesos del jaguar herido.
1 Los Blancos Bárbaros en el imperio de los Incas
1492 - 1534
La transición desde la Edad Media a la era moderna vino caracterizada por los descubrimientos españoles y portugueses. Éstos movieron a las naciones europeas a atravesar el Atlántico. Audaces marinos habían ya descubierto las islas atlánticas en la primera mitad del siglo XV, y en el año 1492 Cristóbal Colóndescubrió América. Colón realizó cuatro viajes al Nuevo Mundo y en Haití fundó la primera colonia española. En 1 500, el navegante portugués Cabral descubrióBrasil. En 1519, Cortés inició la conquista de México.
Tras tres años de resistencia, Moctezuma II, el rey de los aztecas, capituló. Posteriormente sería asesinado por los españoles. Misioneros cristianos excesivamente celosos destruyeron la vieja civilización mexicana. En 1531, Pizarro inició la conquista de Perú. El poderoso imperio de los incas, que se hallaba debilitado por una guerra civil, cayó derrotado tras tres años de lucha contra las mejor armadas tropas españolas. Su Rey del Sol, Atahualpa, que había sido traicionado y capturado, seria estrangulado en el año 1533. Únicamente sobrevivieron a la destrucción pequeños ecos de una civilización alta mente desarrollada, principalmente obras arquitectónicas, la escritura en nudos y objetos de oro.
La población inca que según los escritores contemporáneos llegó a contar con diez millones de personas, quedó reducida en unos pocos años a tan sólo tres millones. El valor de los lingotes de oro transportados por los españoles desde Perú aseen dio a unos 5.000 millones de dólares en moneda actual.
La llegada de los Blancos Bárbaros
Todo está incluido en la Crónica de Akakor, escrito con buenas palabras y con lenguaje claro. Mas yo la estoy relatando cuando ya el tiempo se acaba. Estoy exponiendo el Libro de la Sabiduría y la vida de mi pueblo según el legado de los Dioses para dar una descripción del pasado y de! futuro. Porque los Ugha Mongulala están condenados a la extinción. Cada ve/ son más los árboles que caen, muertas sus raíces. Cada ida son más numerosos los guerreros caídos ante las invisibles flechas de los Blancos Bárbaros. Un río infinito de sangre recorre los bosques del Gran Río hasta las ruinas de Akakor.
Desde que los Blancos Bárbaros avanzan por el interior de nuestro país, el desaliento y el desánimo embargan a mi pueblo, tal y como está escrito en la crónica:
Noticias extrañas llegaron al consejo supremo acerca de unos hombres extranjeros barbudos y de sus poderosas naves que se deslizaban silenciosamente sobre las aguas y cuyos mástiles llegaban hasta el cielo. Noticias sobre extranjeros blancos, robustos y poderosos como dioses. Eran como nuestros Padres Antiguos. Y el consejo supremo, pensando en los Maestros Antiguos, dispuso que fueran encendidas hogueras de alegría. Quemaron ofrendas sacrificales ante los Dioses, quienes por fin habían regresado. Y la buena nueva corrió entre los hombres; se esparció de tribu en tribu; día y noche sonaron los tambores. Toda la nación lloró de alegría. Porque la profecía se había cumplido. Los Dioses estaban regresando.
A comienzos del año 12.013 (1532, según el calendario de los Blancos Bárbaros) tales pensamientos habrían sido sacrílegos. Parecía como si la profecía de los Padres Antiguos fuera a cumplirse. Seis mil años después de su última visita a la Tierra, regresaban, tal y como habían prometido. Y la alegría del Pueblo Escogido era por tanto grande. Se acercaba una nueva era en el horizonte, un retorno a los días en los que los Ugha Mongulala habían gobernado sobre el mundo en el Norte, en el Sur, en el Oeste, y en el Este.
Los únicos que no compartían el júbilo general eran los sacerdotes. Ellos dudaban de las noticias sobre el regreso de los Dioses, aun cuando las fechas correspondíanse con las predicciones: doce mil años hacía que los Padres Antiguos habían abandonado la Tierra; seis mil años habían pasado desde el tránsito de Lhasa. Pero los sacerdotes, que conocen todas las cosas, que ven el futuro, y para quienes nada permanece oculto, observaron signos ominosos en el cielo. Muy pronto se descubrió que las noticias sobre el retorno de nuestros Maestros Antiguos constituían un cruel error. Los extraños no venían con buenas intenciones, para asumir el poder con bondad y con sabiduría.
En vez de felicidad y de paz interior, trajeron lágrimas, sangre y violencia. En un frenesí de odio y de avaricia, los extranjeros destruyeron el imperio de nuestra nación hermana, los incas.
Quemaron ciudades y aldeas, y asesinaron a hombres, mujeres y niños.
Los Blancos Bárbaros —así es como hoy los llamamos— rechazaban el legado de los Padres Antiguos y erigieron templos bajo el signo de la cruz; y en su honor sacrificaron a millones de hombres. Una gran estrella se estaba acercando a la Tierra y arrojaba una cansina luz sobre las llanuras y las montañas. El Sol también había cambiado, tal y como está escrito en la crónica:
«,¡Ay de nosotros! Los signos apuntan hacia el desastre. El Sol no se muestra brillante y amarillo, sino rojo como la sangre espesa.» Así era como hablaban los sacerdotes. «Los extranjeros no traen la paz. No confían en el legado de los Padres Antiguos. Sus pensamientos están hechos de sangre. Siembran la sangre por todo el imperio.-»
El desastre que nuestros sacerdotes habían predicho afectó en primer lugar a los incas. Estalló una guerra civil en su imperio. Los dos hijos de Huayna Capác lucharon entre sí por el puesto de príncipe. En una sangrienta batalla que tuvo lugar en los campos cercanos a Cuzco, el primogénito Huáscar fue derrotado por su hermano más joven Atahualpa. El vencedor y su ejército avanzaron hacia la capital e iniciaron un sangriento reinado de terror. Atahualpa habría destruido a los partidarios de su desgraciado hermano si los extraños no hubieran desembarcado en las playas del océano occidental. Su llegada impidió su victoria definitiva.
Poderosas naves llegaron a la costa. Vinieron silenciosamente sobre el mar. Y desembarcaron unos hombres barbudos, con potentes armas y extraños animales, tan veloces y tan fuertes como el jaguar que caza. Y en sólo un día, un poderosos rival se levantó contra Atahualpa.
Había ganado un cruel enemigo, que era falso y estaba lleno de astucia.
La destrucción del imperio inca
Poco después de su llegada a Perú, los Blancos Bárbaros dejaron traslucir sus auténticas intenciones. Deslumbrados por la riqueza y los tesoros de Cuzco, iniciaron una cruel guerra de conquista. Asaltaron primero las ciudades de la costa: ocuparon los campos periféricos y sometieron a las tribus aliadas de los incas. A continuación los Blancos Bárbaros se prepararon para una campaña contra las montañas de los Andes. En el lugar denominado Catamarca, a diez horas de camino de Cuzco, se encontraron con el ejército de Atahualpa, el príncipe de los Hijos del Sol.
Terribles son las noticias que traen los exploradores. Horrendas sus revelaciones. Atahualpa tuvo que pagar cara su arrogancia. Cayó víctima de la astucia de los extranjeros. Fue traicionado y capturado. Y el segundo hijo de Huayna Capác fue apresado. Sus guerreros perecieron ante las armas de los Blancos Bárbaros. La llanura se cubrió de sangre. En los campos donde el inca perdió la batalla, la sangre cubría hasta los tobillos. Y los barbudos guerreros siguieron adelante. Asesinando y saqueando, llegaron hasta Cuzco. Violaron a las mujeres. Robaron el oro. Abrieron incluso las tumbas. La miseria y la desesperación cayeron sobre las montañas en las que un día Atahualpa, el príncipe de los Hijos del Sol, fuera poderoso.
Mi pueblo supo de la auténtica crueldad de los Blancos Bárbaros por los muchos refugiados incas. Los barbudos extranjeros cometieron atrocidades peores que las que nunca habían cometido las tribus salvajes. Apenas doce lunas después de su llegada, una profunda oscuridad se extendía sobre el imperio de los Hijos del Sol, únicamente iluminado por las ciudades y aldeas que ardían. Muy pronto los Ugha Mongulala se vieron obligados a admitir la terrible verdad: su nación hermana estaba condenada a la desaparición. Los extranjeros poseían unas extrañas armas que despedían flamígeros rayos, disponían de unos extraños animales con pies de plata que, guiados por los hombres, sembraban la muerte y la perdición entre las huestes de los Hijos del Sol. Ante ellos, los guerreros de Atahualpa huían perseguidos por el pánico.
Mas los incas eran una nación fuerte. A pesar de las superiores armas de los extranjeros, lucharon bravamente por su país. Después de la devastadora derrota en Catamarca, el ejército superviviente se reagrupó en las montañas que rodean Cuzco y en la frontera del país llamado Bolivia. El cuerpo principal del ejército se apostó en los pasos de las montañas que conducían a la costa. Escogidos guerreros atacaron al enemigo por la espalda. De este modo impidieron el avance de los Blancos Bárbaros durante bastante tiempo. Solamente cesarían en su resistencia cuando los extranjeros quemaron vivo a Atahualpa en honor de su dios, con lo que esta profecía de nuestros sacerdotes se había cumplido.
El imperio inca se derrumbó bajo una terrible tormenta de fuego.
¡Ay de los Hijos del Sol! ¡Qué destino tan terrible les ha correspondido! Traicionaron el legado de los Dioses y ahora ellos mismos han sido traicionados. Han sido castigados. Han sido sangrientamente abatidos por los Blancos Bárbaros. Porque los extranjeros no conocían la misericordia. No perdonaron ni a las mujeres ni a los niños. Se comportaban como bestias salvajes, como hormigas, destruyéndolo todo a su paso. Había comenzado la era de la sangre para los Hijos del Sol. Toda una nación estaba expiando los pecados de Viracocha.
Los Días del Perro comenzaron cuando el Sol y la Luna fueron oscurecidos por la sangre.
La retirada de los Ugha Mongulala
A los cinco años de la llegada de los Blancos Bárbaros, el imperio inca parecíase al de Akakor después de la primera Gran Catástrofe. Su capital yacía en ruinas. Aldeas y poblados habían sido incendiados. Los supervivientes se habían retirado al interior de las altas montañas o servían como esclavos a los Blancos Bárbaros. El signo de la cruz, que es idéntico al signo de la muerte, podía verse por doquier. Hasta ese momento, los Ugha Mongulala habían sido testigos distantes de la tragedia. Los Blancos Bárbaros estaban dedicados de lleno al saqueo de la riqueza de los incas. Sus guerreros temían a la densa inmensidad de las lianas en las laderas orientales de los Andes, y únicamente los incas que huían cruzaron la frontera fortificada que Lhasa había ordenado construir.
En el año 12.034 la guerra se extendió a Akakor. Los españoles, así es como los Blancos Bárbaros se llamaban a sí mismos, tuvieron noticias de nuestra capital por una traición. Y como su codicia por el oro era insaciable, prepararon un ejército. Tras una dura lucha con la Tribu del Terror Demoníaco, el ejército avanzó por el flanco oriental de los Andes hacia la región de Machu Picchu. El consejo supremo se vio obligado a adoptar una decisión de la más trascendental importancia: la guerra contra los Blancos Bárbaros o la retirada hacia las regiones más interiores de Akakor.
El príncipe Umo y los ancianos se decidieron por la retirada, aunque los señores de la guerra y los guerreros aconsejaron en contra. Ordenaron que las ciudades fronterizas fueran abandonadas y que todo signo de la capital fuera destruido. Únicamente habrían de quedar en las regiones abandonadas pequeños contingentes de exploradores para observar los movimientos de los guerreros hostiles y prevenir a Akakor de un ataque. Ésta fue la decisión de Umo. Y así se hizo.
Los acontecimientos que siguieron demostraron la justeza de la decisión del príncipe Umo. Su decisión salvó a los Ugha Mongulala de una guerra que nunca podían haber ganado. Pero al mismo tiempo condenó a los incas a su extinción definitiva. El consejo supremo rechazó la petición de ayuda de los generales incas y se preparó para un difícil conflicto defensivo. Si tenia que haber guerra, ésta se desarrollaría allí donde las barreras naturales obstaculizarían a los Blancos Bárbaros: en los valles elevados de los Andes y en la inmensidad de las lianas sobre el Gran Río.
Los guerreros obedecieron las instrucciones del consejo supremo, y se retiraron de las regiones amenazadas. Con los corazones contritos, incluso tuvieron que abandonar Machu Picchu, la ciudad sagrada de Lhasa. Largas columnas de porteadores trasladaron todos los objetos, las joyas, las ofrendas sacrificiales y las provisiones hasta Akakor. A continuación los guerreros arrasaron las casas y las murallas y a su retirada destruyeron los caminos. Los sacerdotes destruyeron los templos. Los artesanos bloquearon las entradas con pesadas piedras.
Con tanta minuciosidad cumplieron las órdenes de los ancianos que aún hoy los Ugha Mongulala únicamente pueden localizar Machu Picchu con la ayuda de mapas y de dibujos. Sólo los pasadizos subterráneos de la Montaña de la Luna quedaron sin tocar. Porque nadie que no comprenda los signos del pasado puede revelar el secreto de Lhasa, el Hijo Elegido de los Dioses.
Y así fue cómo el sumo sacerdote clausuró la ciudad su grada. Ocultó el secreto del Hijo Elegido de los Dioses, del creador y formador, así que gobernó sobre los cuatro vientos, sobre las cuatro esquinas de la Tierra y sobre la superficie del cielo.
Y ocultó el secreto con estas palabras:
«Permanecerás en las sombras de tu sombra mientras la mirada de los Dioses esté ausente y la Tierra esté oscurecida por la noche. Luego la sombra de tus sombras te indicará el camino. Te indicará la dirección desde el corazón del cielo hasta el corazón de la Tierra».
Durante largo tiempo pareció como si los Dioses fuesen a perdonar a los Ugha Mongulala del destino de su nación hermana, y Akakor permaneció ajena a los Blancos Bárbaros. Aunque éstos avanzaron en sus campañas hasta la región del nacimiento del Río Rojo, nunca traspasaron los bosques de las laderas orientales de las montañas. Sus guerreros morían de las extrañas enfermedades del Gran Bosque o caían bajo las flechas envenenadas de las Tribus Aliadas. Un único grupo llegó hasta los alrededores de la capital de mi pueblo. En el monte Akai, a tres horas de camino de Akakor, se libró una memorable batalla, y que ha quedado descrita en la crónica para la posteridad.
Fue en el monte Akai donde los guerreros se encontraron: los Blancos Bárbaros con sus terribles armas y los guerreros de hierro de los Servidores Escogidos. Durante un tiempo, la batalla estuvo indecisa. Los ejércitos peleaban con dureza. Entonces los Servidores Escogidos se atrevieron a atacar. Avanzaron hasta el corazón de sus enemigos. Cegaron sus ojos con antorchas; trabaron sus pies con lazos; golpearon sus cabezas con piedras hasta que la sangre afluyó por la boca y por la nariz. Y los Blancos Bárbaros huyeron de pánico, abandonando todo detrás de sí, sus armas y sus armaduras, sus animales y sus esclavos. Lo único que querían era salvar sus vidas, y ni eso pudieron lograr. Apenas alguno pudo huir, y muchos de ellos fueron llevados cautivos a Akakor.
Los cautivos fueron los primeros Blancos Bárbaros en Akakor. Los Ugha Mongulala, los observaban con horror y con reverencia. Únicamente los sacerdotes los trataron con desprecio. Como un signo de su humillación, arrojaron polvo de la tierra sobre los falsos creyentes. Luego el consejo supremo envió a los Blancos Bárbaros como esclavos a las minas de oro y de plata.
Expiarían sus crímenes hasta el final de sus días, tal y como está escrito en la crónica:
Estas son las noticias. Así fue cómo habló el sumo sacerdote a los Blancos Bárbaros:
«¿Quién os ha autorizado para gobernar sobre la vida y sobre la muerte? ¿Quiénes sois que os permitís despreciar el legado de los Dioses? ¿De dónde procedéis que os permitís traer la guerra a nuestro país? Verdaderamente, vuestros actos son malvados. Habéis derramado la sangre. Habéis cazado a los hombres. Habéis destruido las tribus de los Hijos del Sol y habéis esparcido su sangre por las montañas».
Éstas fueron las palabras del sumo sacerdote. Fueron terribles. Mas los corazones de los Blancos Bárbaros no se conmovieron. Les costó llegar a comprender su destino, porque les esperaba la cautividad eterna.
2 La guerra en el Este
1534 - 1691
Siguiendo los pasos de los descubrimientos de los navegantes españoles y portugueses, la civilización europea inició su expansión en el Nuevo Mundo. Las potencias marítimas de España y Portugal (a las que más tarde se unirían Inglaterra y los Países Bajos) se enriquecieron con la explotación de sus colonias. Mientras que España saqueaba Perú y México, Portugal iniciaba la conquista de la costa oriental brasileña. En los años 1541-42, Orellana, compañero de batallas de Pizarro, realizó su histórico viaje a través del continente sudamericano.
Él fue el primero en navegar el río Amazonas, al que dio nombre por las belicosas mujeres que decía haber encontrado en su viaje. Tras su regreso en 1546 al Nuevo Mundo, murió de malaria en la desembocadura del Amazonas. Por la misma época, los ingleses y los holandeses iniciaron la exploración de los afluentes del Amazonas.
En el año 1616, el portugués Caldera Castello Branco, en nombre del Reino Unido de Portugal y España, fundó la ciudad de Belém, desde la que se iniciaría la exploración de la Amazonia por parte de los portugueses. La figura más destacada fue la de Pedro Texeira, quien en 1637 repetiría en dirección opuesta el histórico viaje de Orellana. Texeira determinó en nombre de Portugal la futura frontera occidental de Brasil en la confluencia de los ríos Aguarico y Ñapo. Pedro Texeira, quien se enorgullecía de haber matado con sus propias manos a 30.000 salvajes, murió en el año 1641.
Según las estimaciones del padre jesuita Antonio Veira, en un período de treinta años los conquistadores portugueses asesinaron a dos millones de indios de la jungla.
La llegada de los Blancos Bárbaros por el Este
¿Dónde está la Tribu de la Gloria que Crece? ¿Qué ha sido de los incas, los Hijos del Sol? ¿Dónde están la Tribu de la Gran Voz, la Tribu de los que se Niegan a Comer, y muchos otros de los antiguamente poderosos pueblos de las Tribus Degeneradas?
La avaricia y la violencia de los Blancos Bárbaros las han hecho derretirse como la nieve al sol. Muy pocas han logrado huir hacia el interior de los bosques. Otras se han ocultado en las cumbres de los árboles, como la Tribu que Vive en los Árboles. Allí no tienen ni ropas protectoras ni nada para comer. Nadie sabe dónde están, y quizás ahora ya todos se hallen muertos. Otras tribus se han rendido a los Blancos Bárbaros que les hablaron con palabras suaves.
Mas las buenas palabras no son compensación alguna para la miseria de todo un pueblo. Las buenas palabras no le dan salud ni tampoco le evitan la muerte. Las buenas palabras no dan a las tribus un nuevo país en el que puedan vivir en paz, cazar libremente y cultivar sus campos. Todo esto lo vio mi pueblo con sus propios ojos. Nuestros exploradores se adentraron en el territorio de los Blancos Bárbaros y nos trajeron estas noticias. Mi corazón se estremece de dolor cuando pienso en todas las falsas promesas que hicieron. Pero realmente, no podemos esperar que los blancos cumplan sus promesas, como tampoco podemos esperar que los ríos fluyan hacia arriba.
Porque son malvados y traicioneros, tal y como está escrito en la crónica:
«Savia roja mana de los árboles, savia que es como la sangre.»
Así fue cómo hablaron los mensajeros de las Tribus Aliadas cuando llegaron ante los Servidores Escogidos.
«Porque los Blancos Bárbaros han desembarcado también en el Este, con sus naves cuyos mástiles llegan hasta el cielo. Han llegado con sus armas que rugen y que desde la distancia envían la muerte, y cuyas flechas son invisibles. Y han ocupado la Tierra.»
Éste fue el relato que los mensajeros trajeron. Esperaron impacientes y suplicaron la decisión del consejo supremo. Imploraron a los Dioses en solicitud de ayuda.
«No nos abandonéis», suplicaron. «Conceded armas a nuestros hombres para que podamos arrojar al enemigo del país y pueda regresar la luz al imperio de los Servidores Escogidos.»
Así fue cómo hablaron los mensajeros, los sufridos guerreros, los hombres desesperados de las Tribus Aliadas. Y esperaron al Sol que ilumina la bóveda del cielo y la superficie de la Tierra. Esperaron y trajeron a Akakor las noticias de la llegada de los Blancos Bárbaros por el Este.
A comienzos del decimotercer milenio, la guerra en la frontera occidental se interrumpió temporalmente. Los españoles se habían cansado de las inútiles batallas. Renunciaron a la conquista de las laderas orientales de los Andes y abandonaron el ataque de Akakor. Una extensa tierra de nadie, protegida únicamente por nuestros exploradores, separaba el nuevo imperio de los Blancos Bárbaros del territorio de los Ugha Mongulala. Ya no había peligro de que nuestra capital fuera descubierta. Pero tan pronto como los Blancos Bárbaros habían detenido su avance en el oeste del país, comenzaron a desembarcar por el Este y a ocupar las regiones costeras; Remontaron el Gran Río hasta alcanzar los asentamiento de las Tribus Aliadas. La lucha se desato de nuevo: comenzó una nueva guerra entre los Blancos Bárbaros y el Pueblo escogido.
Pero los Ugha Mongulala habían aprendido de la extinción de los incas. Evitaron el enfrentamiento con enemigo en campo abierto. Los guerreros únicamente atacaron a los Blancos Bárbaros en emboscadas. Asimismo abandonaron todas las ciudades y aldeas de esta región. Nuestros enemigos sólo encontraron en sus incursiones pueblos abandonados. Sufrieron de hambre y de sed. Vagaron en círculos por los bosques impenetrables. Muchos de ellos cayeron víctimas de nuestra arma más terrible, un veneno, un secreto directamente heredado de nuestros Maestros Antiguos.
Con estas nuevas tácticas mi pueblo logró mantener alejados del imperio a los Blancos Bárbaros durante bastante tiempo. Pero entonces sucedió algo inesperado. Gran parte de las Tribus Aliadas renunciaron a su obediencia a Akakor, traicionando el legado de los Dioses comenzaron a adorar el signo de la cruz.
La destrucción de las Tribus Aliadas
La Tribu de los Rostros Deformados, que se asienta en las zonas bajas del Río Negro, inicio la rebelión de las Tribus Aliadas en las provincias orientales del imperio. Esta nación había sido aliada de los Ugha Mongulala desde los tiempos de Lhasa. Tras la llegada de los Blancos Bárbaros, la tribu, que ascendía a 80.000 cabezas, traicionó el legado de los Dioses y declaro la guerra a Akakor. En unos meses, la guerra se había extendido por todo el territorio. En la región del nacimiento del Gran Río. la Tribu de la Gloria que Crece se rebeló.
Sus guerreros atacaron las ciudades de la región del recinto religioso de Salazere y penetraron profundamente en el interior de! imperio. La Tribu de los Cazadores de Tapires, que inicialmente había observado a los Blancos Bárbaros con suspicacia, traspasó las fortalezas de Mano, Samoa y Kin. Sólo unos pocos guerreros de los Ugha Mongulala lograron escapar al baño de sangre y huyeron a las regiones de los bosques inaccesibles situadas en las zonas bajas del Gran Río. Con el transcurso de los siglos, sus descendientes se mezclaron con las tribus salvajes. Únicamente han conservado como testimonio de su origen la piel blanca de los Servidores Escogidos. Han olvidado el legado de los dioses.
Las mayores pérdidas se produjeron durante las luchas en las regiones meridionales del imperio. La tribu de los Caminantes, que había sido aliada de Akakor, abandonó sus antiguos asentamientos.
Asesinando y saqueando, atravesó las zonas bajas del Gran Río hasta llegar a la costa del océano oriental, tal como está escrito en la Crónica:
Esta es la historia de la deserción de la tribu de los caminantes. Cuando tuvieron noticias de los barbudo guerreros, se sorprendieron grandemente. ¿ Por qué no ir allí? ¿Por qué no mirar a los extraños? Y exclamaron: «Seguramente, traen grandes regalos, mayores que los de los Servidores Escogidos». Así que partieron. Llegaron hasta el borde del océano, hasta las naves de los Blancos Bárbaros. Los barbudos extranjeros los recibieron con amabilidad; eran inteligentes. Les regalaron finas telas y brillantes perlas.
Se las regalaron coma prueba de amistad. Y los Caminantes codiciaron tanto estos regalos que olvidaron el legado de los Dioses. Se sometieron a los Blancos Bárbaros. De modo que su alianza con los Servidores Escogidos había concluido. Lhasa la había establecido; había sido sagrada. Ahora había perdido su valor; sólo quedaban los huesos. Mas he aquí que el legado de los Dioses es más grande y más fuerte que la traición de las Tribus Aliadas. Su esencia no se pierde, ni puede desaparecer. La imagen de los Maestros Antiguos no puede extinguirse, ni si quiera en mil años, nunca.
La traición de las Tribus Aliadas puso en peligro la vida de los Ugha Mongulala. Para confundir a las superiores fuerzas del enemigo, Akakor se valió de la astucia. Escogidos guerreros disfrazados con las pinturas de guerra de las tribus rebeldes atacaron los puestos de avanzada de los Blancos Bárbaros, mataron a los enemigos y dejaron tras si señales de las tribus desertoras.
Los Blancos Bárbaros se vengaron cruelmente de lo que ellos tomaron por ataques de sus aliadas. Pronto estallaría una grande y confusa guerra entre los Blancos Bárbaros, las tribus que habían desertado de Akakor, los pueblos salvajes y los Ugha Mongulala. La Tribu de los Caminantes sufrió las mayores pérdidas. Casi todo su pueblo recibió una muerte cruel. La Tribu de los Cazadores de Tapires huyó a las montañas situadas al norte del Gran Río. La Tribu de la Gloria que Crece no tuvo otra opción que la de someterse al imperio de Akakor.
Terrible fue el destino de los rebeldes. Sus rostros y sus cuerpos, sus auténticas almas, estaban rojos de sangre. Sus sombras vagaban sin descanso por la tierra. Sufrieron todo tipo de tribulaciones. Fueron muertos. A ninguno le fue perdonada la vida. El castigo por su falsedad fue su muerte. Tenían corazones falsos, blancos y negros al mismo tiempo. Y pagaron su traición con la muerte.
La decadencia definitiva de mi pueblo comenzó con la deserción de las Tribus Aliadas. Como un ejército de hormigas, los Blancos Bárbaros avanzaban cada vez más. Si caían cien, a éstos les seguían otros mil. Construyeron ciudades y poblados y establecieron su propio imperio en las zonas bajas del Gran Río. Estaba emergiendo un nuevo orden, que excluía al pueblo de los Servidores Escogidos y rechazaba el legado de los Dioses. Comenzó una época de oscuridad en la que sólo podía oírse el terrible sonido del aletear de los vampiros y del ulular de los búhos.
Pero antes de que las tinieblas cayeran sobre las fronteras de Akakor. descendieron sobre los Akahim. la nación hermana de los Ugha Mongulala.
La lucha de los Akahim
Desde los tiempos de Lhasa, el Hijo Elegido de los Dioses, Akakor v Akahim, la ciudad hermana de las montañas de Parima, habían sido aliadas. Durante miles de años, los Ugha Mongulala y el pueblo de los Akahim intercambiaron presentes. Las embajadas visitaron regularmente las cortes respectivas. Sus guerreros lucharon unidos contra tribus hostiles. Únicamente la llegada de los godos en el duodécimo milenio trajo algo de tensión a estas fraternales relaciones. Los Akahim temían a las terribles armas de hierro y pensaron que los Ugha Mongulala deseaban someterlos. Akahim interrumpió prácticamente todas las relaciones. Los exploradores de los dos imperios se encontraban muy de vez en cuando para intercambiar presentes y sacrificios y reafirmar la amistad y la paz. La llegada de los Blancos Bárbaros a la desembocadura del Gran Río produjo un cambio decisivo en el destino de los Akahim.
Las Tribus Aliadas revelaron la existencia de su imperio a los guerreros extranjeros. Éstos prepararon naves y salieron en busca de la misteriosa ciudad. Los Akahim se veían enfrentados al mismo dilema que los Ugha Mongulala habían tenido que resolverá ochenta años antes cuando el imperio de los incas se derrumbó: o luchar contra los Blancos Bárbaros o retirarse hacia el interior de las montañas de Parima. Para evitar una guerra sangrienta, el consejo supremo decidió la retirada. Mas cuando los 130 ancianos daban la orden para la paz, ocurrió un hecho inesperado: las mujeres se opusieron a esta decisión, destronaron al consejo supremo y asumieron el poder por sí mismas.
Bajo la dirección de la valerosa Mena forzaron a los hombres a tomar el arco y la flecha y a enfrentarse a los Blancos Bárbaros.
«¡Vayamos a la guerra!»: así hablaron las mujeres. «¿No somos lo suficientemente numerosos como para expulsar a los barbudos extranjeros? ¿No somos lo suficientemente fuertes como para derrotarlos?»
Y las mujeres de los Akahim se sublevaron, abandonaron sus vasijas y rompieron sus ollas; apagaron el fuego del fogón y marcharon a la guerra. Deseaban mostrarles su fuerza a los Blancos Bárbaros. Iban a chascar sus huesos y convertir su carne en polvo.
La guerra de los Akahim contra los Blancos Bárbaros es uno de los capítulos más heroicos de la historia de la Humanidad. Aliados con los supervivientes de la Tribu de los Caminantes, libraron grandes batallas contra sus enemigos. Desde largas canoas, las mujeres guerreras atacaron las naves enemigas que estaban ancladas, arrojaron flechas incendiarias a las velas y éstas ardieron.
Para detener su avance, levantaron diques en los ríos con gigantescas piedras. Así como antes hicieran los Ugha Mongulala, destruyeron su propio país. De esta forma, los Akahim resistieron el ataque de los Blancos Bárbaros durante siete años. Durante este período de tiempo mataron a miles de barbudos guerreros, pero también ellos murieron por miles. Y entonces la fuerza de los Akahim estaba agotada. Las mujeres habían demostrado su coraje y llevado a su pueblo al borde de la extinción. Las quejas de la nación hermana eran tan altas que el llanto y la tristeza estallaron en Akakor.
Roja estaba la tierra, roja de sangre real. Pero era una buena muerte la que los valientes Akahim habían encontrado, la mejor. Rompieron la fuerza de los enemigos. Hicieron saltar sus huesos como cuando se muele el maíz para fabricar harina. Arrojaron sus huesos a la corriente. Y el agua los arrastró, a través de las montañas más elevadas, y también de las más bajas.
Las mujeres de los Akahim, conocidas como las amazonas en el idioma de los Blancos Bárbaros, han continuado siendo valientes guerreras. A pesar de las graves pérdidas, lograron con el tiempo restablecer nuevamente la vida de la comunidad e impedir el avance de los Blancos Bárbaros hacia el interior de su territorio tribal original. Se separaron de las Tribus Aliadas y establecieron un nuevo orden en la vida de la comunidad. De la antiguamente poderosa tribu que vivía en los valles inaccesibles de las montañas de Parima solamente quedan hoy unas 10.000 personas. Pasan la mayor parte de sus vidas en las residencias subterráneas de los Dioses. Únicamente salen a la superficie para cultivar sus tierras y para cazar.
La vida de los Akahim difiere mucho de la de mi pueblo Están gobernados por una princesa que es descendiente de la guerrera Mena. Ella es la soberana absoluta de su pueblo. Ella selecciona a los miembros del consejo supremo, a los señores de la guerra y a los funcionarios. Todos los puestos de importancia están reservados para las mujeres. Los hombres sirven como simples soldados o trabajan en los campos. Incluso el Sumo Sacerdote es una mujer. Como el de mi nación, preserva el legado de los Dioses.
Desde la rebelión de las mujeres, los Akahim desconocen el matrimonio. Únicamente durante el embarazo entran los hombres y las mujeres en una unión in-tima. Tras el nacimiento del hijo, el hombre es rechazado nuevamente por la mujer. Desde la edad de doce años, las muchachas disfrutan de una educación privilegiada en las escuelas de las sacerdotisas y son instruidas en el arte de la guerra y en la administración del territorio. A partir de esa misma edad, los muchachos se ven obligados a trabajar. Carecen de derechos y viven como esclavos.
Son expulsados de la unión tribal por el más leve delito y se ven forzados a abandonar las residencias subterráneas. Muchos de estos desgraciados han huido a Akakor. Aquí han tomado una esposa de los Ugha Mongulala y han fundado una nueva familia. Porque las mujeres de mi pueblo están contentas con la función que los Dioses les han asignado: ser fieles servidoras de los hombres.
Tona estaba insatisfecha con su marido. No era feliz. Su corazón se había endurecido. De modo que acudió al Sumo Sacerdote y le pidió consejo. Ella deseaba ayuda. Ella deseaba separarse de su marido. Mas el Sumo Sacerdote le ordenó que fuera paciente. Habría de vivir con su marido hasta que hubiera registrado sus diez mayores faltas; sólo entonces podría abandonarle.
Y Tona regresó a su casa, dispuesta a anotar las diez mayores faltas de su marido. Deseaba registrar todo aquello que no le gustaba de él. Mas cuando hubo encontrado la primera falta pensó que no valía la pena anotarla. Y cuando halló la segunda, pensó que también era demasiado ligera. Y los días pasaron. Una luna siguió a otra luna. Y los años pasaron. Y Tona envejeció. Ni siquiera había registrado una sola falta de su marido.
Era feliz y un ejemplo para sus hijos y para los hijos de sus hijos.
http://www.bibliotecapleyades.net/arqueologia/akakor/akakor03.htm#Los Blancos Bárbaros en el imperio de los Incas
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