Todas las leyendas del Oriente Medio afirman que él «pájaro rojo» no se posa jamás en tierra si no es en la cumbre de la montaña Qaf. Contando la historia de este pájaro fabuloso, Heródoto precisa que su patria es Arabia y que cada 500 años emprende el vuelo hacia Heliópolis, la ciudad del Sol, y entierra los despojos de su padre, esos despojos de los cuales él ha nacido. En el poema de Wolfram von Eschenbach es la paloma la que de modo manifiesto, pero en un sentido cristiano, representa el papel destinado al ave Fénix en la mitología árabe. Cada año, el Viernes Santo, vuelve para depositar una hostia en el Grial y luego desaparece. Pero, ya se trate del «pájaro rojo» o de la paloma, el simbolismo es en el fondo idéntico; simbolismo, por otra parte, común a todas las leyendas indoeuropeas. Es la lucha entre la luz y las tinieblas, la victoria, que se repite, de la primavera sobre el invierno y, en el plano espiritual, el triunfo de la resurrección sobre la muerte. En fin, en esta obra consta la existencia del Grial que, en cuanto a sus apariencias externas, aparece descrito como una estrecha y humilde piedra. La ruptura entre Wolfram von Eschenbach y sus predecesores Chrétien de Troyes y Robert de Boron es, pues, total. Ciertamente el poeta alemán transferirá a dicha piedra algunas de las virtudes hasta entonces exclusivas del «vaso sagrado», imagen del copón, pero el hecho es que es de una piedra de lo que habla. Y esta noción «mineral» procede directamente de la teología árabe. Y ésta, a su vez, había recibido la noción de piedra sagrada de la filosofía hindú, que a través de sus principales obras habla de Chintamani, la «joya del deseo». En el marco de las tradiciones budista e hinduista, la joya chintámani es una piedra mítica con capacidad para conceder deseos a quien la porta. En el budismo, la piedra la lleva Avalokitésuara, uno de los bodhisattvas o representaciones de Buda. También ha sido vista cargada en la espalda de Lung Ta, el caballo del viento. La tradición budista sostiene que si se recita el Dharani de Chintamani, uno obtiene la sabiduría de Buda, alcanza la capacidad para comprender la verdad acerca de Buda, y convierte las aflicciones en bodhi (inteligencia). Se dice que esta piedra permite ver la sagrada comitiva deAmithaba, buda celestial descrito en las escrituras de la escuela del Budismo Mahāyāna, en el lecho de muerte. Se dice que la chintāmani es una de las cuatro reliquias que estaban dentro de un cofre que cayó del cielo durante el reinado del rey Lha Thothori Nyantsen, de Tíbet. El rey no comprendió el significado de estos objetos, aunque los guardó con reverencia. Varios años después, dos misteriosos extranjeros llegaron a la corte del rey y explicaron el significado de las cuatro reliquias, que incluían el recipiente de Buda y una piedra de toque, una joya, con el mantra om mani padme hum inscrito en ella. Estos cuatro objetos fueron los que llevaron eldharma (‘ley religiosa’) al Tíbet. En el hinduismo, está conectada con las divinidades Visnú y Ganesha.
Ciertas pinturas de inspiración búdica representan a una virgen portando la «joya del deseo», la que «dispensa la alegría». Para Wolfram von Eschenbach el Grial ha sido traído a la Tierra por ángeles. El principio eucarístico fortifica la fe de los elegidos. Manantial de todos los bienes, asegura el pan y el vino de los hombres, les protege de la enfermedad y de la muerte. Un día la piedra sagrada volverá a la India, donde en aquella época se situaba el Paraíso Terrenal. Pero en la religión islámica, se considera que la piedra de la Kaaba, «mano derecha de Dios sobre la Tierra», ha sido aportada por Jibrailn, el ángel Gabriel. Cura de sus males a aquellos que la tocan a condición de tener el corazón puro. Y en el día final hablará para testificar. Si, pues, las semejanzas entre lo que dice el poeta alemán y la teología árabe presentan asombrosas semejanzas, hay todavía otra más precisa aún. Según Wolfram von Eschenbach, el Grial es ante todo el símbolo de la compasión y de la humildad. ¿Qué falta inicial ha cometido Parzival al asistir al cortejo del Grial? No ha preguntado al rey herido: «¿Cuál es tu mal?» Y por ello ha pecado de falta de humildad, ya que la suerte de nuestros semejantes no le preocupa; y ha faltado por falta de compasión, preocupándose poco del estado de un enfermo. Le serán preciso a Parzival años de pruebas para reparar estas faltas y para aspirar de nuevo a la posesión del Grial y deberá vivir amargas experiencias antes de llegar a la realización de sí. Pero de todas las enseñanzas que da el ermitaño Trevrizent a Parzival la más importante concierne a la humildad. Porque sólo llega al Bien Supremo quien lo busca conociendo su debilidad y cuyo espíritu, sabiéndose enfermo, requiere sin cesar la ayuda de Dios. Este imperativo de humildad no es específico de la teología árabe. Se encuentra también en las enseñanzas del yoga tibetano, como también en algunas obras persas, de las cuales se encuentra esta frase: «Ve a decir a Alejandro que es inútil que busque el paraíso; sus esfuerzos serán totalmente infructuosos, porque la vía del paraíso es la vía de la humildad, vía de la cual él no conoce nada». La humildad, descrita como el acceso al ideal, parece pertenecer al bagaje común de las leyendas indoeuropeas. La influencia árabe en la obra de Wolfram von Eschenbach es igualmente importante en otro punto. En los poemas de Chrétien de Troyes y de Robert de Boron, la lanza vista por Perceval en el cortejo del Grial es aquella de que se sirvió el centurión Longinos para desgarrar el costado de Cristo crucificado. No dispone de ningún poder específico, sino que sirve para recordar el drama del Gólgota.
Muy distinta es la concepción de Wolfram von Eschenbach. Dicha lanza aparece como el instrumento del castigo divino. Ella es la que ha herido al Rey Pescador y le ha privado de su naturaleza humana, sumiendo a la vez, en la desgracia a todo el reino. Más aún, la herida causada se reanima o se atenúa según la influencia de los astros. Es en vano que se apliquen al rey los medicamentos más diversos, pues «Dios les impide actuar eficazmente». Y sólo la lanza, dotada de poderes sobrenaturales puede curar con su solo contacto la herida del soberano. Una estricta explicación cristiana no permite darse cuenta del simbolismo así expresado y hay que apelar a las leyendas de Oriente y en especial a las que circulaban entre los ríos Tigris y Eufrates, lo que se correspondería con el actual Irak. Según las fórmulas misteriosas empleadas por los narradores y los magos, la lanza es considerada como el eje del mundo, un eje que por su naturaleza vertical traduce también el carácter intangible de la Justicia. Quien se aparta de dicho eje será castigado, precisamente por el eje mismo. Es lo que ha hecho el rey y por ello ha sido herido por la lanza. Si la llaga varía con el ritmo de las estaciones es que se trata de una expiación cósmica, identificándose el invierno con el Mal y la primavera y el verano con el Bien. Por otra parte, quien ha herido al rey es un pagano, Anfortas, que ha nacido en el país de Ethnise «que es aquél donde el Tigris sale del Paraíso». Este pagano creía que le bastaría con su valor para la conquista del Grial. El nombre de Anfortas estaba grabado en la lanza, y dice Wolfram von Eschenbach: «movido sólo por la fuerza del Grial recorría las tierras y los mares». Que Kyot, el autor provenzal citado por Wolfram, haya recogido esta leyenda es un enigma que no parece poderse resolver por ahora. Porque Kyot vivía en esa Provenza que más aún que las otras regiones francesas vivía a la luz de las Cruzadas, sobre todo en la primera de ellas y que debió su renombre al descubrimiento de la lanza por los Cruzados. Para el pueblo profundamente cristiano que habitaba la Francia medieval, la Lanza Sagrada no tenía otro valor que el de haber contribuido a la muerte de Cristo. La historia que cuenta el poeta alemán no tiene, pues, nada que ver con las ideas entonces comúnmente admitidas en Occidente. Es verdad que el Parzival «puesto en escena» por Wolfram von Eschenbach no es un bretón, ni siquiera un alemán. Es el hijo de Gahmuret y de Herzeloyde, y ha nacido en Toledo, uno de los lugares cumbre de la civilización árabe. Es verdad que el poeta no da una descripción exacta de la ciudad, sino que ofrece una imagen poético-mística, porque «la ciudad está llena de luces y los árboles están adornados de candelas». El autor alemán también menciona Baldac, en la cual los especialistas han reconocido a Bagdad.
Seguramente uno de los más extraños personajes de Parzival es Feirfitz, que es un pagano, pero posee tantas cualidades y es tan noble, que el rey Arturo le ha admitido a sentarse a la Mesa Redonda cual un caballero cristiano. Más aún, tiene acceso al castillo de Montsalvage donde está guardado el Grial. Y acabadas todas las tribulaciones, se casará con la portadora del Grial y, después, ambos partirán para la India. Es verdad que antes de su matrimonio Feirfitz había recibido el bautismo. En este punto Wolfram von Eschenbach adelanta algunas ideas atrevidas. Porque si Feirfitz ha sido admitido al castillo de Montsalvage antes de su bautismo, ello significaría que el Islam es una vía válida, como el cristianismo, para lograr el descubrimiento del Bien absoluto. Todo lo más, su bautismo, que era una condición impuesta para su unión con la virgen portador del Grial, es una manera de imponerle la supremacía de los ritos, si no de las creencias cristianas, sobre las creencias y los ritos paganos. Feirfitz, por otra parte, es el símbolo mismo de la naturaleza humana. El poeta alemán lo describe con el rostro mitad negro y mitad blanco, manera de expresar que el Bien y el Mal se reparten nuestra alma. Ello nos llevaría al concepto del yin y yang, dos conceptos del taoísmo, que exponen la dualidad de todo lo existente en el universo. Describe las dos fuerzas fundamentales opuestas y complementarias, que se encuentran en todas las cosas. El yin es el principio femenino, la tierra, la oscuridad, la pasividad y la absorción. El yang es el principio masculino, el cielo, la luz, la actividad y la penetración. Convertido al cristianismo y esposo de una cristiana, Feirfitz es, en definitiva, el personaje más completo y más misterioso de Parzival. Representa, más que la síntesis, la verdadera fusión entre dos fes y dos civilizaciones, la occidental y la árabe. En suma, para Wolfram von Eschenbach el Islam y la Cristiandad no son sino las dos caras de una obra de Dios. Las Cruzadas y la ocupación de la Península Ibérica han creado fructuosos intercambios de pensamientos. Hay incluso un cierto snobismo árabe en Occidente. Se hacen llegar a Occidente las muselinas de Mosul, los tafetanes de Persia, los velos preciosos de Egipto y las armas de Damasco. Las iglesias se enriquecen con los tapices del Cáucaso y del Turquestán. Ricardo Corazón de León pensó incluso en casar a su hermana con Saladino, el más intrépido adversario de los Cruzados. El Emperador de Alemania Federico II y el rey de Castilla Alfonso el Sabio vivían rodeados de magos y sabios árabes. Su corte y el lujo que acompaña a las ceremonias recordaban más a los palacios de Oriente que a los castillos de Europa, con sus rudas costumbres.
Y en 1245 vemos a uno de los más grandes filósofos de la Edad Media, Alberto Magno, enseñar en la Sorbona vestido a la moda sarracena. La influencia árabe será tal, en el reino de Francia, que amenazará incluso las bases del pensamiento cristiano. En 1252 el Papa Inocencio IV deberá enviar a toda prisa a Santo Tomás de Aquino para disputar contra Siger de Brabante, un monje discípulo del mayor pensador islámico, Averroes, que había conquistado por entero a la Sorbona, tanto a profesores como a estudiantes. La civilización árabe no había ganado solamente las letras de la época sino también el corazón de las damas. Pues de más allá de los mares es de donde llega el amor cortés que permitirá al historiador francés Charles Seignobos decir a sus estudiantes: «Señores, el amor es una invención del siglo XII». Tanto si se leen las obras de Chrétien de Troyes como la de Robert de Boron se encuentran en ellas más relatos de batallas, hazañas de caballeros, que canciones amorosas. Todo cambia con Wolfram von Eschenbach. Lanzado a la conquista del Grial místico, Parzival no olvida por ello de hacer un cortejo florido a la que será su mujer, Kundwiramus. A través de trovadores provenzales, el poeta alemán conoce la «civilización amorosa» que se ha instalado en Andalucía árabe, desde Zaragoza a Málaga y desde Valencia a Lisboa, una civilización en la cual las mujeres ocupan la primera posición. En Córdoba, la princesa Omeya Walada tiene un verdadero salón literario, que prefigura las Cortes de Amor del Occidente cristiano. La hija y la mujer del Emir de Sevilla, Mutamid, figuran en la primera fila de los grandes poetas de su tiempo. Esos poemas hacen furor y los señores cristianos se los disputan como se disputan también a quienes los escriben o los recitan. Cuando Don Sancho de Aragón casa a su hija con Raimundo de Cataluña es en el palacio del señor árabe que rige en Zaragoza donde se desarrollan las bodas y es un verdadero pretexto para un auténtico torneo de poetas y cantores. Igual ocurre, con más fasto y esplendor aún, cuando Alfonso VI de Castilla toma por mujer a la mora Zaida, hijastra del sultán de Sevilla. Cualesquiera que sean, de Chrétien de Troyes a Wolfram von Eschenbach, las fuentes de inspiración, celtas, en el caso de Chrétien de Troyes y árabes en el caso de Wolfram von Eschenbach, lo que aparece al hilo de las obras es una cierta concepción de la caballería y de la vida mística. Para el poeta Chrétien de Troyes y para su sucesor, Robert de Boron, las aventuras de Perceval son, sin duda, obra de circunstancias.
Felipe de Flandes, el protector de Chrétien de Troyes, había sido encargado de la educación del príncipe real Felipe Augusto, del que era padrino. Por ello en Perceval pueden rastrearse algunos parecidos entre el delfín y el caballero lanzado a la búsqueda del Grial. Los dos son muy jóvenes y educados en el campo, y los dos tienen un padre enfermo, ya que el padre de Felipe Augusto, Luis VII, estaba gravemente enfermo y se había visto obligado a entregar la Regencia del reino a Felipe de Flandes. Perceval se pierde con frecuencia en el Bosque de Gaste, y dos días antes de su coronación Felipe Augusto se había perdido en el curso de una partida de caza. Una noche y un día anduvo errante por el bosque antes de ser encaminado por un carbonero. En aquella época, el asunto causó sensación. Pues bien, un carbonero es quien indica a Perceval el camino para llegar al castillo del Rey Pescador. El Perceval de Chrétien de Troyes es una especie de tratado de caballería, pero sólo se trata de un boceto. Entre los continuadores del poeta Chrétien de Troyes, y más especialmente entre los que han narrado las aventuras de otro héroe legendario y céltico, Lancelot, es en los que se va a reflejar con precisión el ideal de la caballería. La Dama del Lago dice a Lancelot: «Los nobles obtienen sus privilegios en recompensa de sus virtudes. La clase social no es sino la consagración de las virtudes morales. El caballero errante, entregado a mil aventuras, tiene como objeto principal apartarse del común de los hombres». Esta noción corresponde a una situación de la época. Sin fortuna, los segundones de cada familia participaban en los torneos con la esperanza de obtener un buen rescate de los vencidos, o también ofrecían sus servicios a la nobleza rica, marchaban a las Cruzadas y, a veces, se convertía en bandoleros. Lancelot es ciertamente un modelo de virtudes, ya que va en socorro de las jovencitas prisioneras, levanta los encantamientos maléficos que abruman a ciertas regiones, o vence a terribles gigantes. Está entregado al servicio de una dama, ya que es el amante de Ginebra, la mujer del rey Arturo, quien por su parte concede sus favores a la encantadora Camila. La imagen del caballero, tal como resulta de estos relatos es, pues, ruda y refleja el estado de la sociedad de los nobles a principios del siglo XII. Pero he aquí que aparece un nuevo héroe que lo va a cambiar todo. Se llama Galaad y es el propio hijo de Lancelot. A las hazañas guerreras y amorosas opondrá la caridad, la paciencia, la castidad. Y es por la práctica de estas virtudes como logrará la felicidad suprema, la iniciación al Grial. Combates y aventuras amorosas son reemplazadas por la inquietud mística.
Según los investigadores, una parte de las novelas de la Tabla Redonda, posteriores a Chrétien de Troyes o Robert de Boron, han sido escritas por religiosos que querían reaccionar contra la licencia que marcaba su época. Son novelas de caballería que son del gusto de la época, en que se trata de divertir y a la vez enseñar. Por ello, a cada aventura de Galaad se agrega un piadoso ermitaño que combate sin indulgencia contra la lujuria y exalta las virtudes de la castidad. Se adivina fácilmente, bajo estas concepciones, la ruda autoridad de San Bernardo uno de los fundadores de la orden del Cister. Los orígenes remotos de la orden cisterciense se remontan a 1098, cuando Roberto de Molesmes, antiguo abad de un rico monasterio benedictino, fundó el cenobio de Citeaux (Cister) en las cercanías de Lyon, con la intención de retornar a los primitivos ideales evangélicos. Sin embargo, los verdaderos fundadores de la orden fueron Esteban Harding, tercer abad de Citeaux, autor de la “Carta caritatis” y, sobre todo, san Bernardo (1091-1153), que dotó al movimiento de una dimensión verdaderamente supranacional. Al final del siglo XII la orden contará con 1800 abadías y extenderá su reino espiritual sobre tres órdenes mayores de la caballería: los Templarios, Calatrava y Alcántara. Los monjes envían a las tinieblas eternas a un caballero demasiado ávido de los bienes terrestres y es a Galaad a quien conceden la recompensa suprema, es decir la felicidad de Dios. La muerte del rey Arturo, escrita en 1225, marca en todo caso el fin del ciclo del Grial. Es el último episodio de las aventuras de los caballeros de la Tabla Redonda. El rey Arturo vive un verdadero desastre, el que le había predicho el mago Merlin. Sus compañeros preferidos han muerto, su mujer le ha traicionado con su amigo más querido, Lancelot, su reino se subleva y al final su hijo le hiere mortalmente. Arturo paga cara su elevación espiritual. Es cierto que se ve aparecer un personaje pagano, que es la «cruel Fortuna», pues es el que abate a Arturo. Pero en realidad los autores, discípulos de San Benito, se alarman con esa intrusión. E igual que han encajado las leyendas célticas en un cuadro cristiano, igualmente hacen de la Fortuna la voluntad de Dios. Poco importa, en efecto, el instrumento del cual Dios se sirve para castigar a los impuros y recompensar a los justos. Lo que en definitiva cuenta es la victoria final del Todopoderoso. Comenzada en las profundidades soñadoras del alma celta, la leyenda del Grial acaba en Occidente con el triunfo del ideal cristiano. Este triunfo espiritual no deja sin embargo de estar repartido, porque las órdenes de la caballería triunfante, en las que San Bernardo veía el arquetipo de la sociedad cristiana, no son impermeables a las leyendas «paganas» que rodean a la historia del Grial. Entre estas órdenes destaca la de los Templarios.
Y no es por simple juego poético que, en Parzival, Wolfram von Eschenbach identifique la orden del Temple con la del Grial. El ermitaño Trevrizent explica, en efecto, al héroe del poema: «Valientes caballeros tienen su morada en Montsalvage donde se guarda el Grial. Son los Templarios; van con frecuencia a cabalgar lejos en busca de aventuras; viven de una Piedra; su esencia es la pureza; se le llama lapsit exillis. Se puede ver entre los caballeros del Temple más de un corazón desolado; aquellos a quienes Titurel (un caballero) había librado más de una vez de rudas pruebas, cuando su brazo defendía caballerosamente el Grial en su compañía». El poeta alemán asigna a los Templarios la función de: «la conservación y la guarda del Grial sobre la tierra y permitir el reinado efectivo de Dios sobre el mundo, dándole reyes elegidos por Él». Se trata aquí de la descripción de una sociedad teocrática dominada por una élite de iniciados, en el sentido místico del término, y asumiendo el doble poder espiritual y temporal. Esta fusión había sido el ideal de los maestros del Santo Imperio Romano Germánico. Los Templarios no hacen sino recoger la herencia. Es San Bernardo mismo quien les fija su doble misión. La orden es «la milicia de Dios» y sus miembros son los ministros de Cristo. Sin embargo, para el fundador del Cister, la ciudad de los Templarios no es de este mundo, sino que es la Jerusalén celeste: «Es verdaderamente el templo de Jerusalén el que habitan también, y aunque no sea igual, en lo referente a la construcción, que el antiquísimo y veneradísimo de Salomón, el suyo no es inferior en lo referente a la gloria. La belleza del primero estaba hecha de cosas corruptibles; la del segundo es la belleza de la Gracia del culto piadoso de quienes lo habitan». Esta descripción se parece a la del castillo del Grial tal como lo han visto, no sólo los clérigos que han escritoLancelot, sino también Wolfram von Eschenbach. Es verdad que la orden de los Templarios es ante todo una orden «simbólica». Los miembros de la orden llevan un manto blanco: «Es para distinguirse de la masa de perdición». Y el Papa Inocencio III declara: «Que aquellos que han abandonado la vida tenebrosa, gracias al ejemplo de las albas vestiduras, se reconozcan como reconciliados con su creador». Los santuarios construidos por los Templarios presentan todos la misma construcción arquitectónica. Una «plaza central» de forma redonda, de donde parten, siguiendo un sistema radial, los ábsides. Es verdad que esta disposición es la que representa al Santo Sepulcro, pero corresponde también al centro del mundo, tal como está descrito en las teologías orientales.
El Gran Maestre de la Orden es elegido por doce miembros, que recuerdan los doce apóstoles o los doce dioses del Olimpo. Está asistido por «dos hermanos caballeros», formando así una tríada que, al menos en el número, quiere guardar cierta semejanza con la Santísima Trinidad. En cuanto al sello de la orden, figuran en él dos caballeros en la misma montura. En todo tiempo el caballo ha sido reconocido como el vehículo simbólico de los viajes entre los mundos. Y fue un jumento, El Boraq, del que se sirvió Mahoma en sus periplos, jumento sobre el cual había cabalgado también el ángel Gabriel, compañero de ruta del profeta. En Europa, la orden es todopoderosa. Su Maestre, a quien se le denomina «Soberano», se considera superior a los príncipes. Elegido por los caballeros, el Gran Maestre no depende sino de Roma, y de un modo muy relativo e impreciso: Los confesores de la orden no dependen sino del Papa y están exonerados de toda dependencia respecto de los obispos. «Que nadie – ordena el papa Inocencio III -, ni clérigo ni laico, ose exigir al Maestre ni hermanos de la fe el homenaje, juramentos y otras promesas de fidelidad usuales en el siglo». Tales privilegios conducen a un poder fantástico. Se ve a los Templarios intervenir en la lucha por el trono de Inglaterra en 1153, en el conflicto entre Enrique II Plantagenet y Tomas Beckett, arzobispo de Cantorbery. También se les ve negar su apoyo a Amaury de Jerusalén contra el sultán de Egipto, mientras que son los embajadores del papa Inocencio III cerca de los señores árabes. La acción del Temple en Tierra Santa es, por otra parte, el origen de su poder. Y es también allí donde nacen, entre él y el Islam, relaciones un tanto sospechosas. Los Templarios desempeñaron un papel esencial en el establecimiento de relaciones estrechas y cordiales con el mundo árabe. El Emir Ousama, embajador del Visir de Damasco, ilustra de este modo el calor de sus relaciones: «Cuando visité Jerusalén, entré en la mezquita de Al Aqsa, que ocupaban mis amigos los Templarios. Al lado se encontraba una pequeña mezquita que los Francos habían convertido en iglesia. Los Templarios me asignaron dicha mezquita para hacer mis oraciones. Un día estaba yo sumergido en la oración cuando un franco saltó sobre mí, me cogió y me volvió el rostro hacia el este diciéndome: “Así se reza.”Un grupo de Templarios se precipitó sobre él y le expulsaron, diciéndome después: “Es un extranjero que acaba de llegar del país de los francos y no ha visto jamás rezar sin estar vuelto hada el este.”». En Tierra Santa, los grandes Maestres de la orden vivían como príncipes. La mayoría de ellos aprendían a hablar árabe y los emires frecuentaban su mesa de modo regular. Estos lazos tan estrechos estuvieron a punto de tener consecuencias singulares. Cuando los árabes comenzaron a ser perseguidos, muchos Templarios pensaron «en pasarse a los sarracenos». También se da el caso inverso: algunos musulmanes fueron armados caballeros del Temple.
Así ocurrió con el célebre Saladino, que fue entronizado como caballero del Temple en 1187 por Hugo de Tabaries; mientras que su hermano Malik lo fue por Ricardo Corazón de León en persona. Verdad es que Ricardo, habiendo muerto su caballo en un combate contra los árabes, recibió de Malik el obsequio de dos hermosos ejemplares. Las relaciones entre Templarios y «paganos» no eran sólo de orden político, sino también espiritual. El Temple mantiene contactos muy estrechos con ciertas sectas musulmanas y en especial con la llamada de los Asesinos. Hasan ibn Sabbah (1034 – 1124), también conocido como “El Viejo de la Montaña“, fue un reformador religioso, autor y precursor de la “nueva” predicación o da’wa de los ismailitas nizaríes, que pretendía reemplazar la “antigua” da’wa de los ismailitas fatimíes de El Cairo. Es conocido sobre todo por haber sido el inspirador y jefe de los llamados hashshashín o Secta de los Asesinos, ya que la comunidad que fundó y dirigió utilizaba con frecuencia el homicidio político como estrategia. La mayor parte de los datos sobre Hasan y sus seguidores proceden de sus enemigos, ya que la documentación generada por la secta fue destruida por los mongoles cuando arrasaron la fortaleza de Alamut, sede de la misma. Rashid al-Din, uno de sus dos biógrafos, describe a Hasan como descendiente directo de los reyes Himyaríes del Yemen y que su padre llegó procedente de Kufa en el actual Irak. Por el contrario, Ata Malik Juvayni, su otro biógrafo, sugiere que el padre de Hasan vino desde el Yemen, pasando por Kufa. Como el Temple, esa orden de los Asesinos lleva el título de «guardiana de la Tierra Santa». Sus miembros van vestidos como los Templarios, con manto blanco y rojo. Más aún, sus relaciones, son tan cordiales que los Templarios permiten a los Asesinos construir fortalezas en el Líbano. Por otra parte, la doctrina esotérica de la orden árabe debía tener una profunda influencia en el Temple. Los árabes, en efecto, desde hacía largo tiempo habían emprendido su propia busca del Grial. En la filosofía del Oriente Medio existía la busca del «Imán» o sabiduría suprema, obtenida no por un esfuerzo de reflexión personal sino gracias a la ayuda de Dios. Además, las más antiguas oraciones islámicas confunden la busca del Imán y la de la piedra celeste, de la cual más tarde hablará el provenzal Kyot. Se comprende, pues, que el alemán Wolfram von Eschenbach no haya experimentado ninguna dificultad en hacer del Grial una piedra preciosa. Porque aparte del libro de Kyot, el poeta alemán tenía otra fuente: la de los Templarios. Es probable que al instalarse en Tierra Santa, los Templarios no hayan sido atraídos por la amplitud y la profundidad de la teoría árabe. Pero es indudable que, en cambio, quedaron perfectamente seducidos por un descubrimiento. Mucho antes que la caballería hiciera su aparición como institución en Europa, ya existían órdenes caballerescas en el Oriente Medio. Estas órdenes no estaban fundadas en las virtudes militares, sino más bien en la abnegación y la humildad. Por otra parte, los caballeros árabes no eran «entronizados» por príncipes temporales sino por guías espirituales.
La ceremonia de entronización es, en efecto, prácticamente idéntica a la que contarán más tarde las novelas de caballerías en Europa y más semejantes aún a lo que harán los Templarios más adelante. El que se entroniza lleva un manto especial, lo cual ocurrirá igualmente para el Maestre de la Orden, y acabada la ceremonia todos beben en «una copa de caballería». Por lo tanto no es sorprendente que esos ritos árabes hayan influido no sólo en los caballeros participantes en las Cruzadas sino en los mismos Templarios. La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, también llamada la Orden del Temple), cuyos miembros son conocidos como caballeros templarios, fue una de las más poderosas órdenes militares cristianas de la Edad Media. Se mantuvo activa durante algo menos de dos siglos. Fue fundada en 1118 o 1119 por nueve caballeros franceses liderados por Hugo de Payns tras la Primera Cruzada. Su propósito original era proteger las vidas de los cristianos que peregrinaban a Jerusalén tras su conquista. La orden fue reconocida por el patriarca latino de Jerusalén Garmond de Picquigny, que le impuso como regla la de los canónigos agustinos del Santo Sepulcro. Esta época marca un apogeo en las relaciones entre Cruzados y árabes, como lo subrayan los contactos cordiales que, después de despiadados combates, entablaron Ricardo Corazón de León y Saladino. Dos universos tan impenetrables en apariencia como el Islam y la Cristiandad eran, en realidad, perfectamente permeables uno al otro. Desde hace mucho tiempo se ha tratado de aclarar un enigma que hasta nuestros días sigue siendo casi total. Se trata del «secreto de los Templarios». Algunos han querido ver en ese secreto sólo un fabuloso tesoro escondido en un lugar desconocido. Pero de hecho parece no poderse asignar a ese secreto sino una naturaleza puramente espiritual. En algunos textos medievales bastante oscuros se habla de «un amigo de Dios que hablaba a Dios cuando quería y que era el protector de la Orden». En suma, se trata de una autoridad superior a la del propio Maestre del Temple. Ahora bien, varios textos árabes evocan también un poder llamado “Rey del Mundo“. Parece que el secreto de los Templarios esté en esa especie de transfusión que, a la sombra de las Cruzadas, se había operado entre las doctrinas cristiana e islámica. Esta transfusión no tiene nada de asombroso. En la época de las Cruzadas la doctrina cristiana estaba aún lejos de estar definida en sus menores detalles. Sólo las grandes líneas están fijas. Constituyen sencillamente un cuadro en el interior del cual pueden alumbrarse mil interpretaciones. Existe, en particular, una noción sobre la cual cristianos y árabes podrían fácilmente ponerse de acuerdo: se trataba de la Tierra Santa.
Que las Cruzadas hayan tenido lugar por razones que no todas se referían a la obsesión por la reconquista del sepulcro de Cristo, parece cierto. Pero sería desnaturalizar los móviles que impulsaron a los hombres a abandonar todo para partir hacia Palestina resumiéndolos en una sed de conquistas y de guerras, más o menos enmascaradas bajo el pretexto de la restitución a la Cristiandad de la tumba de Jesús crucificado. El hecho es que aquella tumba era tanto una imagen mística como una realidad concreta. La Tumba era también, y tal vez sobre todo, la «ciudad espiritual». Alcanzarla, por el valor mostrado en los combates, como en el caso de Godofredo de Bouillon, o por un deseo de santidad, como San Luis, era ganar la seguridad del Paraíso y, en fin, descubrir el Grial. Y en esa aspiración no existían diferencias fundamentales entre el Cristianismo y el Islam. La filosofía árabe y la religión islámica hablan diferentes veces de la Tierra celeste, o sea de la «ciudad espiritual». Por lo demás, esa especie de fusión del Islam y del cristianismo en la creencia común en una ciudad espiritual, reconocida como el centro del mundo, encuentra su coronación en una fe común en Abraham, que reunía en sí el fundamento de tres grandes tradiciones monoteístas: Cristianismo, Islam y Judaísmo. Los Templarios pagarán caras sus aproximaciones con aquellos a quienes entonces se llamaba paganos. Felipe el Hermoso los enviará a la hoguera a causa del desafío que lanzaban abiertamente al poder del rey, que quería, sobre todo, impedirles acuñar moneda para que sólo el rey fuese dueño de las finanzas, pero también acusándoles de propagar una doctrina herética. Es del proceso contra los Templarios de donde arranca la reserva fundamental de la Iglesia cristiana contra el Islam. Esta colisión intelectual y espiritual entre los Templarios y el Islam encontrará de algún modo su punto culminante en la singular historia del Preste Juan. En Titurel, que viene del nombre del primer rey del Grial en las leyendas célticas y que es una especie de continuación de Parzival, Wolfram von Eschenbach hace finalmente llegar el Grial al reino del Preste Juan. La leyenda sitúa este reino en las Indias; y el que lo instaura, el Preste Juan, es uno de los personajes que durante trescientos años apasionó a la cristiandad. A fines de la Edad Antigua, el cristianismo se había implantado bastante sólidamente en Asia. Pero después de una ofensiva brutal de las religiones autóctonas, retrocede seriamente, conservando bastiones importantes en Persia, Armenia y Asia Menor. En el siglo VII, un cristiano de Siria discípulo de Nestorio, llamado por el emperador Tai-Tsung, se instala en China, donde durante doscientos años la doctrina nestoriana va a desarrollarse libremente. Tanto, que, después de algunas tribulaciones, Pekín tendrá un arzobispo cristiano: Juan de Montecorvino.
En 1141, una población asiática, los Kara-Kitai, conducidos por su jefe, Yi-Li-Ta-Chi, aplasta a los musulmanes bajo los muros de Samarcanda. El kanato de Kara-kitai, o Liao Occidental (1124 -1218) fue un imperio kitai en Asia Central. La dinastía fue fundada por Yelü Dashi, quien guio a los restos de la dinastía Liao a Asia Central, después de huir de la conquista yurchen de su tierra natal en Manchuria. Los yurchen fueron un pueblo asiático que habitó la región en torno al río Amur, que en la actualidad marca la frontera oriental entre Rusia y China. Los yurchen, pueblo de lengua tungús, pasarían a ser conocidos a partir del siglo XVII por el nombre de manchúes. El imperio fue usurpado por los naimanos, antigua tribu de origen mongol, bajo Kuchlug, en 1211. Las fuentes tradicionales chinas, persas y árabes consideran esta usurpación como el final del imperio. El Imperio fue destruido por los mongoles en 1218. La noticia de la derrota musulmana en Samarcanda crea las mayores esperanzas entre los cruzados de Tierra Santa, quienes piensan que la batalla de Samarcanda es un signo de Dios y que estaba muy próximo el tiempo en que el universo entero confesará la fe cristiana. La personalidad de Yi-Lu-Ta-Chi, junto a los rumores que corrían sobre la presencia de un arzobispo en Pekín, Juan de Montecorvino, engendraron una leyenda, la del Preste Juan, dueño de un fabuloso reino, situado en algún lugar entre la China y la India. En 1165, el emperador de Bizancio, Manuel I, recibe una carta del Preste Juan. Este le describe así su reino: «Es el país de los elefantes, de los dromedarios, de los camellos, de los leones blancos y rojos, de los vampiros, de los hombres cornudos, y de un solo ojo, de los cíclopes y de las mujeres cíclopes y del ave llamada Fénix; cada día, treinta mil personas comen en nuestra mesa y dicha mesa es de esmeralda preciosa y cuatro columnas de amatista la sostienen». Cien años más tarde, el Preste Juan reaparece, pero esta vez se dice que su reino está en Abisinia, entonces llamada la «India africana». La historia del Preste Juan es la creencia de que existe una especie de paraíso, fabuloso en el plano terrestre, aunque con la existencia de monstruos, pero también asilo espiritual, sólo accesible después de grandes tribulaciones. Al situar el reino del Preste Juan en los confines de Asia y África, los místicos y los poetas de la época expresan a su manera las interpretaciones que han existido entre los pensamientos del Oriente y del mundo árabe. Haciendo del rey Juan un sobrino de Parzival, dando al fabuloso reino como último asilo del Grial, y haciendo escoltar a la Piedra Santa durante el viaje por los Templarios, Wolfram von Eschenbach ha realizado una asombrosa síntesis de las aspiraciones del Islam y de la Cristiandad.
“En ese lejano país, inaccesible al caminante, se alza un castillo llamado Monsalvat”. Con esos dos versos de Lohengrin, Ricardo Wagner identifica Monsalvat con el refugio del Grial. En cuanto al «lejano país», ¿cuál podría ser? El autor de la Tetralogía, que no presume de exactitud histórica, precisa sencillamente, para guía del Parsifal, que se trata de «una región montañosa al norte de la España gótica». No fue preciso más para poner en marcha a las imaginaciones para intentar averiguar en qué lugar del mundo ha podido existir el fabuloso castillo descrito en los poemas de Chrétien de Troyes, de Robert de Boron y de Wolfram de Eschenbach. Wagner, por su parte, no hizo sino seguir el interés de su época por todo lo español. El viajero, estimulado por la leyenda del Grial y transportado por los pesados encantamientos wagnerianos, identificaría Montsalvat con Montserrat, la fortaleza convertida en abadía, que desde una altura de 1241 metros domina Catalunya. “Montserrat, Catedral de la naturaleza; Fuerza del Grial entretejida en la materia del mundo; yérguete audaz y desafiante hacia el cielo; como el ciprés en la plaza”. En el corazón de la provincia de Barcelona, y en medio de un paisaje de montañas de perfiles suaves y gastados, se alzan las audaces e imponentes formas del macizo de Montserrat. El interior de Montserrat permanece hueco y guarda dentro de sí todo un mundo interior que le conecta con otras dimensiones y otros mundos fantásticos. Es por esto que las formaciones de Montserrat son fantásticas, mágicas y desafiantes, como de otro universo. Las rocas de Montserrat son aglomerados endurecidos de cantos rodados, que parecen ser restos de una remota inundación planetaria, guijarros, barro y materiales sedimentarios. El culto de la diosa egipcia Isis estaría el origen del culto cristiano de la Virgen, pues la diosa egipcia era la simbolización de la Naturaleza, siempre fecundada, pero siempre virgen, tal como podemos ver en las vírgenes negras. Las vírgenes negras son efigies de la Virgen María que la representan como de piel oscura, o incluso completamente negra. Representaciones modernas en las que a la Virgen se la ha dotado premeditadamente de un aspecto étnico negro no entran dentro de esta categoría. El origen de estas imágenes se explica como la adopción por parte del culto popular cristiano, en sus primeros siglos, de elementos iconográficos y atributos de antiguas deidades femeninas de la fertilidad, cuyos rostros se realizaban en marfil, elemento que al oxidarse se vuelve de un color negruzco, y cuyo culto estaba extendido por todo el Imperio Romano tardío, tales como los casos de Isis, Cibeles y Artemisa. Debido a ello pueden encontrarse ejemplos de estas vírgenes por toda Europa. La veneración a las vírgenes negras tiene también numerosos ejemplos en América, impulsada por la conquista española. Allí las vírgenes negras del Viejo Mundo surgidas del sincretismo religioso cristiano-pagano tendrían, en algunos casos, una identificación con deidades femeninas amerindias o africanas como Pachamama o Yemayá.
Los esotéricos medievales utilizaron el color negro en las imágenes de la Virgen, recogiendo el legado de las diosas madres prehistóricas y de sus sucesoras paganas, Isis, Belisana o Artemisa. En el origen del culto a las diosas madres prehistóricas encontramos unas piedras negras caídas del cielo, los meteoritos, adorados como generadores de vida. En nuestros días pueden encontrarse las vírgenes negras en muchos países europeos, especialmente en Francia y España, como objeto de gran devoción popular. En la mitología de la antigua Europa céltica, sobre las colinas sagradas dedicadas a la Madre Tierra, llamada Brigit o Belisana, se encendía, el primer día de febrero, una hoguera, el Kildare, que custodiaban nueve vírgenes. Sobre esa hoguera, los druidas cocían en un recipiente, que representaba el caldero mágico del dios Lug, una poción de hierbas medicinales para que la energía regeneradora de los dioses beneficiara al pueblo. Cuando llegaba la noche, cada cual encendía una antorcha en las brasas del Kildare, de manera que éste, a semejanza del fuego cósmico, derramase bendiciones sobre la familia y sus posesiones. Cuando se estableció el Cristianismo, en el viejo mundo se rezaba a Jesús. Pero, aún así, muchos continuaron con la celebración de los antiguos ritos y subían a los montes a encender sus hogueras tradicionales y a cocer sus pociones, regresando a las casas con sus antorchas mágicas encendidas. La Iglesia se dio cuenta de que no podría acabar con estas costumbres y, en lugar de combatirlas, las substituyó por otras similares, celebradas en fechas parecidas y dedicadas a vírgenes y santos que habían adoptado los caracteres de los antiguos dioses y diosas. Así, Nuestra Señora de la Candelaria toma el lugar de Belisana y es acompañada los días 1 y 2 de febrero por San Lucas, que reemplaza a Lug, dios del caldero. La sacaban en procesión con una vela en la mano y rodeada por doncellas que portaban cirios encendidos. Y los fieles le ofrecían ramos de hierbas medicinales. El sacerdote culminaba la celebración presentándola a todos como La Virgen Madre que trae la Luz al mundo. Lo llamativo, sin embargo, es que su imagen era de color negro ¿Por qué, quién y cómo escogió el color negro para una figura cristiana que debía substituir el viejo culto a la Madre Tierra? A lo largo de la Edad Media, las imágenes de las Vírgenes de rasgos europeos, pero de piel negra, fueron abundantes. Tanto es así, que algunas de ellas han llegado hasta nuestros días. Buenos ejemplos lo constituyen las Vírgenes francesas de Marsat y Rocamadour, las alemanas de Altötting y Colonia, las británicas de Glastonbury y Walsingham, las italianas de Loreto y Nápoles y las españolas de Montserrat y Solsona (Catalunya), la de Atocha (Madrid) o la de Guadalupe (Extremadura), por mencionar tan solo unas cuantas. La realidad es que en cada lugar donde hubo un santuario a la Madre Tierra, se instaló una Virgen Negra. Los autores de esta substitución fueron miembros de órdenes esotéricas, integrados en importantes órdenes religiosas, como las de San Antón, San Benito o el Temple.
Oriente Medio siempre fue un punto de confluencia donde se dieron cita tanto las grandes como las pequeñas religiones mistéricas de la antigüedad. En tiempos de las Cruzadas, Tierra Santa conservaba aún restos de cultos iniciáticos a Dionisos, Mithra e Isis, que se entremezclaban con las prácticas de algunos grupos de cristianos orientales. Entre los cultos de Oriente Medio sobresale el de la Diosa Madre, que aparece en todas las grandes religiones de la antigüedad, aunque su origen es anterior a ellas. Encontramos así, bajo diversas formas, una Gran Madre o Diosa Tierra, cuyos más antiguos antecedentes son las “Venus paleolíticas” de la prehistoria. Estas diosas (Isis, Astarté, Cibeles o Artemisa), fueron representadas generalmente de color negro porque eran el símbolo de la Tierra primigenia que, una vez fecundada por el Sol, se convertía en fuente de toda vida. Pero también porque muchas de esas imágenes substituían a una Piedra Negra de origen meteorítico, que había sido venerada en esos santuarios desde tiempo inmemorial. Tanta llegó a ser la fama de poder divino de tales rocas meteóricas, que los romanos las requisaron en los países conquistados para venerarlas todas juntas en un templo dedicado a la Magna Mater (la Gran Madre), que construyeron en el Palatino de Roma. Allí lograron reunir la piedra Kybele de Frigia, la Lapis Lineus de Anatolia y El Gebel de Siria, entre otras. Y a ellas acudía el pueblo en general para solicitar favores, especialmente relacionados con la fecundidad, tanto como con la fertilidad intelectual y espiritual. Esta veneración por las piedras negras celestes llegó hasta la Edad Media. El ejemplar más famoso, puesto que su culto persiste hasta nuestros días, es el de la negra roca basáltica conservada en el valle de Arabia donde se le adora en el templo llamado Kaaba. Cuando los musulmanes conquistaron La Meca en el año 683 y se apoderaron del templo de la Kaaba, destruyeron 360 ídolos que se encontraban en su interior, pero respetaron, sin embargo la mencionada piedra negra. Por su parte, cuando los templarios entraron en posesión de Chipre, hacia el 1191, encontraron que todavía los habitantes bizantinos de la isla rendían culto, en Pafos, a una Piedra Negra que para los fenicios había personificado a Astarté y que los dorios habían identificado con Afrodita Cipris. Los templarios levantaron allí una iglesia dedicada a Nuestra Señora y pusieron en su altar a una Virgen Negra, en cuyo trono cúbico guardaron la piedra como una reliquia preciosa.
Así, tanto musulmanes como cristianos, demostraban una especie de temor reverente ante la idea de destruir una piedra negra que se consideraba sagrada. Atendiendo a diversos simbolismos, parecería que esta adoración de piedras caídas del cielo explicaban de cierta forma el origen de la Vida y su renovación cíclica, por constituir la plasmación material del estado espiritual. Según el simbolismo cabalístico tradicional, la Piedra Negra Celeste está relacionada con todas las formas derivadas de la Diosa Madre Tierra o asimiladas a ella. En la Cábala Hebraica encontramos: “El mundo solo comenzó a existir cuando Dios cogió la Piedra de Fundación y la lanzó al abismo de las posibilidades, para que pudiera construirse el mundo sobre ella“. Encontramos también ideas afines en el mito griego del Diluvio y entre los celtas. Los antonianos y los benedictinos del Siglo XI y, tras ellos, los cistercienses y templarios en el Siglo XII, asimilaron el sincretismo a través de los contactos que tenían con Anatolia, Siria, Chipre y Egipto, y llenaron Occidente de imágenes de la Virgen Negra, que tenían ocultas en su interior piedras de ese color. Estas vírgenes no fueron puestas al azar. Los santuarios de las imágenes negras occidentales se levantan sobre las ruinas de templos paganos, que a su vez fueron edificados sobre sitios de adoración prehistóricos megalíticos, y son herederos no sólo de sus piedras, bosques, manantiales y pozos, sino de sus ritos, tradiciones, mitos y folklore, que aun están presentes en las celebraciones que honran a las Vírgenes Negras. Hoy día encontramos Vírgenes Negras diseminadas por todo el mundo: En Europa tenemos Francia ( que es el país que tiene mayor número de Vírgenes Negras), Alemania, Austria, Bélgica, República Checa, Holanda, Hungría, Inglaterra, Irlanda, Italia, Lituania, Malta, Polonia, Portugal, Suiza o España. Aparecen igualmente en América, aunque no pueden considerarse rigurosamente como auténticas, puesto que algunas son copias o llegaron después de la conquista española. Las vemos en Canadá, Bolivia, Brasil, Ecuador y México. Los hieráticos y morenos rostros de las Vírgenes Negras parecen invitarnos a una búsqueda iniciática personal, tras la sabiduría y la suma de conocimiento que han encerrado durante siglos y que, en verdad, aunque requiere perseverancia y esfuerzo, se encuentra al alcance de nuestras manos. Lo cierto es que Montserrat es una montaña en la que se producen inquietantes manifestaciones energéticas. Entre los sucesos más enigmáticos, figuran las desapariciones de personas sin dejar rastro. Se dice que en esta montaña existen puertas inter-dimensionales. Y se afirma que hay una conexión directa entre Agharta (El llamado reino subterráneo de los dioses) y Montserrat. Se dice que la energía que mana de la montaña mágica procede de este mundo intraterrestre. En definitiva, una puerta al otro mundo.
Las leyendas dicen que cuando la Atlántida cayó destruida, desapareciendo de la faz de la tierra, un grupo de atlantes supervivientes creó este “portal”, conformándose así las audaces formas de Montserrat. Algunos registros antiguos afirman que Montserrat es una montaña hueca y que en su interior existe un lago subterráneo. En entornos ocultistas se afirma que en este lugar “intraterrestre”, oculto al mundo, está conservado el Santo Grial, preciado objeto custodiado por ángeles y creador de toda la magia presente en la montaña barcelonesa. La mitología del Grial, tal y como fue conocida por la Europa de las Cruzadas, ubica la localización exacta del cáliz sagrado en el norte de España, junto a las estribaciones del Pirineo, en una cordillera o montaña llamada Montsalvat. Muchos creyeron que el Montsalvat mitológico es en realidad Montserrat, por lo que lo buscaron en sus grutas, aparentemente infructuosamente. Los nazis recogieron este testigo y lo buscaron inspirados por doctrinas esotéricas. Otto Rahn, oficial de las SS, inspeccionó Montserrat desde 1934, tras su estancia en la región de Montsegur en el Pirineo francés. Y Himmler, el Reichführer SS, visitó Barcelona y Montserrat en 1940. Los nazis trataban de conseguir la Fuerza que emana del Grial para convertirse en invencibles. Himmler mostró especial interés por las formaciones geológicas de la montaña, así como por el acceso a su mundo subterráneo. Montserrat se halla unida a otros diversos lugares diseminados por el mundo, conformando posibles puertas de entrada a Agharta. Se dice que Agartha no fue siempre subterránea, y no permanecerá siempre oculta. Vendrá un tiempo en el que los «pueblos de Agartha saldrán de sus cavernas y aparecerán sobre la superficie de la tierra». Se hizo subterráneo «hace más de seis mil años», y ocurre que esta fecha corresponde, con una muy suficiente aproximación, al comienzo de la «edad de hierro». La leyenda explica que hay una conexión directa entre Agharta (El Reino Subterráneo de los dioses) y Montserrat y la energía que mana de la montaña mágica procede de este mundo intraterrestre. Las profecías de Agartha dicen que “cuando el ser humano olvide la divinidad, la corrupción reinará y dominará el mundo. Entonces los hombres serán seres sedientos de la sangre que despreciarán a sus hermanos y las coronas de los reyes caerán. El caos traerá una terrible guerra que azotará y destruirá todo el mundo. Sucederá en tal escenario dantesco que el Soberano de Agartha y sus leales saldrán a la superficie de la tierra para establecer el reino del espíritu, verticalidad, sabiduría, paz. Y los demonios serán arrojados al fuego que consume todas las impurezas...”.
La tesis de Ricardo Wagner conoce tal éxito, que la primera guía Baedeker sobre España hace suya la tesis alemana sobre Montserrat. Esta tesis, es verdad, había recibido un apoyo de una gran autoridad, como era la de Goethe, quien en 1784 había lanzado las grandes líneas de una novela que quedó inacabada: Los secretos. Goethe no había visitado Montserrat. Pero los relatos de viajeros amigos y la colaboración de su propio genio, hicieron que el autor de Los secretos llegase a bautizar a la fortaleza española como un «Montsalvat ideal». Goethe da, no la clave del enigma, sino las razones del enigma. Describiendo el castillo del Grial, Chrétien de Troyes se muestra muy impreciso. Es sencillamente una bella fortaleza con una torre cuadrada situada en un valle. En el Parzival de Wolfram von Eschenbach, la palabra Montsalvage parece derivada directamente de la expresión latina «mons selvaticus», la montaña poblada de árboles. Existe en Alemania un castillo, Wildenberg, donde el poeta vivió largo tiempo y que corresponde bastante bien al Montsalvage idealizado. En su aspecto exterior es una fortaleza maciza y severa, pero en el interior posee la opulencia de una mansión sarracena. La pieza principal es un comedor en el cual pueden caber cómodamente cuatrocientos invitados. En otras obras, en los poemas más o menos oscuros, el castillo del Grial es una copia fiel de la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, construido por hombres, de día, y por ángeles, de noche. El techo de la sala central está formado por un solo zafiro, las ventanas formadas por una única piedra rara cuya naturaleza es desconocida por los mortales, y todas las habitaciones están tapizadas de oro. Pero de todos los lugares donde hubiera podido localizarse la silueta del castillo, Montségur es el que produce las controversias más acentuadas ya que, a través de él, tropezamos con la herejía cátara. Y se hace patente la pregunta de si los cataros creyeron en el Grial. En una gruta de Vicdessos (Ariége, Francia) se han descubierto hace unos cincuenta años una pintura rupestre del siglo XIII. En esa pintura se ve una espada, una lanza de la que caen unas gotas de sangre, y estrellas. En el Parzival de Wolfram von Eschenbach se habla continuamente de estrellas, de lanza y de espada, indispensables instrumentos de la leyenda del Grial. Ahora bien, en el Ariége se está en pleno país cátaro. Las ideas cátaras son algo más que una «desviación» del cristianismo. En realidad representan una síntesis de doctrinas y de ideas muy diversas. La primera de estas doctrinas parece ser el budismo. Porque éste ejerció incontestablemente una gran influencia en Europa, llegando hasta el sur de Francia. En esta región es donde ha sido descubierta una cabeza de Buda anterior a nuestra era. Cuando aparecieron los sacerdotes cataros, sus vestiduras eran muy semejantes a la de los bonzos. En cuanto a la enseñanza dispensada por los cataros se parece en más de un rasgo a las lecciones de Buda. Pesimismo ante el mundo terreno, ascetismo que permite vencer los apetitos humanos, fuentes del mal, y evasión del alma hada el reino del Espíritu.
Es en las fuentes de la misma Biblia donde los cataros estiman haber sacado lo esencial de su enseñanza. Según ellos, el mundo no puede haber sido creado por Dios, puesto que es malo. Dios creó solamente los principios del mundo, de los seres y de las cosas. Fue un ángel rebelde, Lucifer, quien dio forma a la tierra de los hombres, como dio también forma a nuestros cuerpos. Por ello el hombre es un abismo de contradicciones, apresado entre su deseo de ser una criatura de Dios y atormentado sin cesar por Lucifer, que le inflige mil pruebas y le atrae hacia el pecado. Es contemplando el cielo como esos apasionados de la astronomía que son los cataros descubren la patria de las almas, al fin liberadas. En la distinción que establecen los cataros entre los Purosy el resto de la humanidad se encuentra la manera según la cual los poetas que han evocado la busca del Grial clasifican a los mortales, o sea, los que observan leyes sencillas, sin pretender llegar a las conquistas supremas del Espíritu y los que practican la austeridad, pero sin pertenecer al reino de los Elegidos. Se trata de los Perfectos, quienes, mediante una vida de privaciones y de meditación, son los verdaderos compañeros de Dios. Y solamente ellos tienen el derecho de perdonar los pecados a sus semejantes, que llegan a ellos para confesar sus faltas. Los Perfectos están tan seguros de su fe, tan ciertos de estar prometidos a la felicidad eterna, que tienen el derecho de suicidarse. Sufren pruebas largas y difíciles para caminar por la ruta que lleva hada Dios y rechazan todos los bienes terrenos, incluidos el amor y el matrimonio. Se trata del culto del Grial, pero traducido en términos de un cristianismo llevado a una suprema exaltación. Porque, como en Parzival, la redención del hombre no se obtiene sino en el dolor que purifica. Sólo la perfección permite entrar en el reino de los Cielos. Los dibujos que ornan las grutas de Sabarthez son revelaciones de los lazos que unen la religión cátara a los poemas del Grial. Antonin Gadal (1877-1962) fue un místico e historiador francés que dedicó su vida al estudio de los cátaros del sur de Francia, su espiritualidad, creencias e ideología. Según Antonin Gadal el Grial estaba situado en la zona de las cuevas del Sabarthez. Concretamente había sido custodiado en la gruta de L´Hermitte y en las cuevas de Ornolac, Fontanet y Lombrives, en Francia. Gadal, que conocía a la perfección la zona, sabía que la tarea era complicada, pues existen innumerables pasadizos y cuevas con kilómetros de laberintos aún por descubrir. Precisamente en ellos se refugiaron los últimos cataros hasta el siglo XIV.
El pescador está simbolizado en la palabra de Cristo: «Yo os haré pescadores de hombres». Pero en el Grial el Rey Pescador es el que descubre a Perceval, él caballero que debe partir a la conquista del vaso sagrado o de la piedra de poderes innumerables. Para ello debe cruzar el puente que nadie puede franquear si no está autorizado. Pero el puente levadizo que conduce al castillo se alza bruscamente ante Perceval cuando se apresta a entrar en él sin haber sido invitado. El castillo está situado en una montaña, rodeado de espesos bosques que devoran a los viajeros sin sabiduría. El castillo, como en la aventura de Perceval, simboliza la residencia más elevada del Espíritu. Sugiere la idea de una cosa sagrada encerrada en una envoltura material. Ello hace pensar en el Grial, vaso o piedra, que también él simboliza la presencia del Espíritu entre los hombres. Existe entre los cataros todo un simbolismo de las piedras, como en elParzival de Wolfram von Eschenbach. Para Dios, la «Jerusalén celeste no está construida con materiales tangibles, pero tiene el esplendor de una “piedra de jaspe cristalino”. La dudad donde Dios reina es semejante a “un puro cristal”». Los Perfectos proclaman que la primacía del Espíritu está representada por una piedra caída del cielo, que ilumina y consuela al mundo, poco más o menos la tesis de Wolfram von Eschenbach. En la cosmogonía cátara no falta tampoco el clásico pájaro que, a imagen de los poemas del Grial, simboliza el lazo fugaz que enlaza a los dos mundos, el visible y el invisible. Para los cataros, es la paloma. Esta, después del aplastamiento de los Albigenses por el ejército real apoyado por la todopoderosa autoridad del Papa, abandonará esta tierra y, como símbolo del Espíritu, subirá al cielo dejando un universo perecedero destinado al dolor y al sufrimiento. Los cataros murieron persuadidos de que habían descubierto la Verdad y la Vida, convencidos de haber sido los verdaderos, los únicos caballeros que habían descubierto el Grial. Así, desde las más oscuras leyendas hasta la austera religión de los cataros, el Grial y su búsqueda han iluminado los espíritus. Esta atracción no es sólo porque el Grial realiza la más extraordinaria síntesis de los mitos, que obsesionan lo más profundo del alma humana, sino también porque se encuentra en la confluencia de esas corrientes mágicas, definidas con la palabra esoterismo. De hecho, la novela del Grial, desde las primicias que constituyen la leyenda del rey Arturo hasta la que representa el Parzival de Wolfram con Eschenbach, constituye una especie de memoria colectiva de la humanidad. Todo se reencuentra, desde el hecho histórico, como las desgracias de los bretones, hasta las cabalgadas fantásticas de los árabes en Occidente.
Pero más allá de los hechos históricos, cuando se evocan las desdichas de un pueblo aparece la necesidad fundamental del hombre de imponer una coherencia profunda a los acontecimientos de los cuales es actor. Ese deseo de conocer cómo y por qué de las cosas ha dado lugar al nacimiento de múltiples sociedades secretas u órdenes, que a lo largo de la historia se han presentado como grupos privilegiados con capacidad de acceder a la Verdad. Esos privilegiados son los «iniciados». Pero, ¿qué buscan los iniciados? Su objetivo siempre es el mismo. Se trata de penetrar el misterio del conocimiento de Dios y participar de la naturaleza divina. Edmond Bergheaud, en su obra En busca del santo Grial, da un tono más ligado al cristianismo en la búsqueda del Grial y nos plantea dos vías que conducen a ese fin. Una es el misticismo, tal como lo entenderán, por ejemplo, San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Ávila, que es una tentativa directa de conocimiento de Dios o el empleo de «altos» en el camino que conducen al descubrimiento de la Verdad Primera. El Grial es una de esas «metas». Es el problema del conocimiento el que, en definitiva, plantea el Grial. Por ello poetas y filósofos han hecho de él un objeto sagrado. Esta consagración parece ser tan vieja como el mundo y se la encuentra en los orígenes de la humanidad. Así, los pueblos que adoraban el fuego habían establecido una estrecha relación, casi religiosa, entre el vaso que contiene los alimentos, el fuego que permite cocerlos, y el cuerpo graso que se echa sobre la llama para reavivarla. De este modo ha creado en ese dominio particular la noción de lo sagrado. El fuego se convierte en el símbolo supremo, ya se trate del fuego material indispensable para la vida diaria o, por extensión, la llama interior que simboliza la vida del espíritu en búsqueda de la Verdad. Igualmente la vasija que contiene los alimentos no es considerada como un simple objeto, sino que participa de las «virtudes» del contenido, es decir, de todo lo que es necesario para la vida del hombre. Esos temas esenciales, el cristianismo los asimila y los transforma. El Grial se convierte en el plato del que se sirve Cristo en la noche del Jueves Santo o en el vaso en que es recogida la sangre del crucificado en el Gólgota. En los dos casos, el continente participa del carácter sagrado del contenido. De hecho, el dogma de la Transfiguración, establecido por el Concilio de Letrán en 1215, expresa, más allá de su naturaleza religiosa, el deseo de dar una imagen sencilla y precisa del misterio. La transfiguración de Jesús es un evento narrado en los evangelios sinópticos, según San Mateo, San Marcos y San Lucas, en que Jesús se transfigura, o metamorfosea, y se vuelve radiante en la Gloria Divina sobre una montaña. Jesús y tres de sus apóstoles, Pedro, Santiago y Juan, se dirigen a una montaña, Monte de la Transfiguración, a orar. En la montaña, Jesús empieza a brillar con rayos de luz. Entonces los profetas Moisés y Elías aparecen a su lado y Jesús habla con ellos. Entonces Jesús es llamado “Hijo” por una voz en el cielo, que se supone que es Dios Padre, como en el Bautismo de Jesús.
Se trata de expresar la subida del hombre hacia Dios, subida que le permite la Eucaristía, y de sugerir el formidable poder de Dios, que puede encarnarse bajo las formas del pan y del vino. Se trata de una verdadera iniciación en un misterio clave del cristianismo. Esta iniciación no es reservada a algunos privilegiados, como en algunas sectas, sino ofrecida a todos por poco que se hayan limpiado de sus pecados. En la perspectiva cristiana, la hostia es, en definitiva, el Grial, ya que representa el cuerpo de Cristo muerto en la Cruz para el rescate de los hombres. Es el alimento que da la vida eterna, el signo visible del amor divino y la encarnación del Espíritu. Por último, la «cristianización» del mito del Grial da otra respuesta a la pregunta de los hombres de cómo lograr la salvación. Los primeros relatos del Grial, recibidos de los celtas, no aportan ninguna solución a este problema. Todo lo más indican cuáles son las claves para escapar a las miserias de la condición carnal. Pero incluso esas claves pertenecen sólo a algunos iniciados. Además, la sumisión de la carne al alma constituye un método, pero no un fin. El cristianismo da otra clave. Se trata de la sumisión del alma al Espíritu de Dios. Porque ese Grial permite al hombre, desgarrado desde la Caída, entre sus aspiraciones espirituales y sus apetitos materiales, encontrarse entero en la luz divina. Y para coronar ese edificio, el Grial permite incluso salvar a quien no lo merece. Esto está representado por la inocencia de Perceval de que habla Chrétien de Troyes, como el terreno sobre el que podrá obrar la Providencia. Porque incluso la ignorancia viene de Dios. Pero el Todopoderoso hace manar su bondad infinita sobre aquellas almas que caen en las tinieblas del error y de la ignorancia. El amor desciende de Dios y vuelve a subir a Él. Así se cierra el ciclo. Por el cristianismo, una doctrina sólidamente establecida ha reemplazado los sueños del Grial pagano. Ese triunfo del cristianismo no resiste, sin embargo, el desgaste del tiempo ni los asaltos de las nuevas ideas. El primer ataque se produjo entre los siglos XIV y XVII, es decir, durante el período en que la alquimia constituye los primeros balbuceos de la ciencia moderna. No se trata ya de caballeros frecuentando los bosques poblados de monstruos y llegando a «los castillos de ninguna parte». Los caballeros ceden su puesto a los médicos y a los magos.
El castillo del Grial se ha convertido en un laboratorio. La búsqueda es, sin embargo, la misma. Se trata de encontrar el medio de llegar a la sabiduría suprema. Pero ese medio se llama ahora la piedra filosofal o elixir. Nada debe a Dios, sino a la ciencia de los hombres. Los alquimistas van incluso más allá. Rehabilitan a Lucifer, ese ángel caído a quien, a imagen del viejo Fausto, invocan con más gusto que a Dios. La retorta, centro de las transformaciones mágicas, reemplaza al antiguo vaso sagrado portador de la sangre de Cristo. Perceval erró durante años en la búsqueda de La Verdad. Los alquimistas dicen que son precisos tres, cinco o siete años para descubrir la piedra filosofal. Y uno de los investigadores dice: «El que sabe sublimar filosóficamente la piedra merece a justo título el nombre de filósofo, pues conoce el fuego de los sabios que es el único instrumento que puede operar esa sublimación». En suma, la aventura espiritual de la caballería cristiana se ha «secularizado». El nuevo Grial, el de los alquimistas, se llama Aludel, colocado sobre un hornillo llamado Athenor. Se llama también al Aludel «el huevo filosófico». Aludel es el vaso necesario para la Gran Obra. Es el sublimador. «Debe ser, afirman quienes lo emplean, de un buen cristal de Lorena ovalado o redondo, claro y grueso y es preciso que esté herméticamente cerrado». Mediante complicadísimas combinaciones de sustancias se intenta obtener oro, símbolo de un poder que no desmerece del que preconizaban los monjes de la Edad Media. Pero debajo de todas estas operaciones estrictamente materiales hay una filosofía. En el Aludel se desarrolla «la obra alquímica», es decir, la separación de la materia bruta del «principio activo» que simboliza el espíritu. Se trata después de fusionarlos de nuevo mediante lo que se llama «las bodas químicas». Y es de esta alianza de donde nace el mercurio, considerado como una materia hermafrodita, ya que es completa y se basta a sí misma. Los alquimistas creen que no es ya Dios el amo del universo. Ya no es Cristo quien asume la salvación de los hombres, sino aquellos que dominan la materia, la rompen y obtienen cuerpos nuevos. El espíritu del hombre lo puede todo. Por fin se acabaron las mil aventuras, guerreras o amorosas, de Perceval y de Lancelot. Ahora es el espíritu humano el que es invitado a captar las fuerzas misteriosas que la materia contiene y ponerlas al servicio del poder del individuo.
Pero, ¿cuál es el límite entre la técnica y la magia? No es ya el Verbo de Dios el que crea las cosas, sino las palabras que brotan de la boca de simples mortales. Esta presencia universal del Espíritu desemboca naturalmente en una especie de panteísmo del cual, en tiempos del Renacimiento, Rabelais será el representante genial. François Rabelais (1494 – 1553) fue un escritor, médico y humanista francés. Para escribir sus primeros textos, Rabelais se inspira directamente en el folclore y la tradición oral popular. En 1532 habían aparecido en Lyon Les Grandes et inévitables chroniques de l’énorme géant Gargantua, una colección anónima de cuentos populares a la vez épicos y cómicos. Estos cuentos extraían sus fuentes de los libros de caballería de la Edad Media, en particular del ciclo artúrico. Esta colección conoció un enorme éxito. Rabelais se propuso escribir un texto que retomase la trama narrativa de las Crónicas. Volvió a contar la historia de Pantagruel, hijo del Gargantúa de las crónicas. El Pantagruel está, pues, muy marcado por las fuentes populares. Ante el éxito extraordinario de su Pantagruel, Rabelais quiso reescribir a su manera la historia de Gargantúa descartando las fuentes populares tradicionales iniciales y reeditó un Gargantúa literariamente más acabado y netamente más henchido de humanismo que la primera obra. Es una especie de Grial lo que en realidad escribe el autor de Gargantúa, un Grial en el cual la búsqueda es una mezcla de seriedad y de bufonería. Rabelais evoca el Pantagruelion, extraña sustancia capaz de curar los males del espíritu y las enfermedades del cuerpo. Es el símbolo del alimento universal, el mismo que contenía el vaso sagrado de los caballeros. La Diva Botella es el Grial rabelesiano, pues en ella puede beberse el vino de la verdad. Iluminados por la «noble linterna», Pantagruel y sus compañeros llegan a la isla deseada, una isla que evoca con fuerza aquella de que se trata en los cuentos del Grial, que hablan de «la perfecta demora» rodeada por las «corrientes del Océano». En esta isla, Pantagruel y sus amigos descubren la Abundancia, semejante al país de «la eterna juventud» de las leyendas célticas. Un templo subterráneo tiene escrito en su frontón esta fórmula: «en el vino, la verdad». Y no es sacrílego ver una alusión, tal vez irrespetuosa, a la palabra de Cristo: «Esta es mi sangre. Yo soy la Verdad y la Vida».
En ese templo subterráneo existe también la Lámpara Admirable: «Encima estaba colocado un vaso de cristal; tenia la forma de una calabaza o de un orinal adonde descendía una gran cantidad de agua ardiente. Lo mismo que no puede mirarse al sol, era difícil fijar largo tiempo la mirada sobre dicha lámpara». En el centro de la «fuente fantástica» se erige un cáliz transparente, en forma de flor, de donde sale un objeto como un huevo de avestruz. Como Pantagruel, sus compañeros quieren mirar el cáliz, pero su resplandor es tal que están a punto de perder la vista. Esta historia recuerda la de uno de los héroes de los cuentos celtas, el rey Mordain, que quedó ciego todo el tiempo que estuvo en pecado, por haber querido mirar el interior del Grial. Pero la manera en que la fuente fantástica dejaba correr el agua es particularmente extraña. Se hacía por medio de tres tubos instalados en tres ángulos equiláteros y «producidos en forma de espiral de manera que las figuras formadas por el agua forman quíntuple infoliatura móvil, de una luminosidad extraordinaria, de donde resulta una armonía que llega hasta el mar de este mundo». Esto evoca a un laberinto, ese laberinto tan caro a los alquimistas y que para ellos simboliza la búsqueda de la verdad de las cosas. Pantagruel y los que le acompañan prueban el agua de la fuente fantástica y cada bebedor le presta el gusto del vino con el que había soñado. Igual ocurría en las leyendas de las narraciones célticas del Grial; cuando pasaba el cortejo acompañando al vaso sagrado, la mesa del «castillo inaccesible», del rey enfermo, se cubría de súbito de manjares muy variados. Y cada convidado, a condición de ser digno de participar en el misterio que se estaba desarrollando, encontraba al alcance de su mano los manjares que deseaba. Ocurría lo mismo con el maná dado por Jehová a los hebreos en el desierto y que, al decir de las escrituras, cambiaba de gusto según el deseo de quien lo recibía. Según la narración de Rabelais, he aquí la Diva Botella «muy abierta por arriba», al estilo de un cáliz. De este Grial pagano sale una palabra, «trine» (bebe). Pantagruel y sus amigos beben y están sumergidos en una especie de éxtasis, porque el vino es «fuerza y potencia». Llena el espíritu de luz, de saber y de filosofía. Es, pues, el manantial de la Verdad. Una especie de delirio se apodera de quienes han obedecido a la invitación de la Diva Botella. Se vuelven «locos y encantados» y, explica Rabelais, «son la eternidad de las bevedurías y las bevedurías de la eternidad».
Entonces habla la sacerdotisa: «No os emocione el satisfaceros aquí. Allá, en las regiones circumcentrales, nosotros ciframos el Bien Supremo, no en tomar y recibir sino en ampliar y dar. Id, amigos, bajo la protección de esta esfera intelectual que nosotros llamamos Dios: el centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Vueltos a vuestro mundo, testimoniad que bajo la tierra están los grandes tesoros y las cosas admirables. Vuestros filósofos se quejan de que todo ha sido escrito por los Antiguos y que no les han dejado nada que inventar. Pero Dios, el Abscons, el Oculto, les aumentará su conocimiento de Él y de sus criaturas; así, segura y agradablemente es recorrido el camino del conocimiento divino y de la persecución de la sabiduría». Dulce y sonriente filosofía la de Rabelais, que menos de un siglo más tarde continuará Cervantes. Porque Don Quijote es el descendiente directo de las novelas de la Tabla Redonda. Ciertamente Cervantes ha tomado mucho de Ariosto o de Tasso; pero más aún de Perceval, el rey Arturo y Lancelot. El escritor español vive en una época en que florece una literatura que pone en ridículo a la caballería, a su código del honor y a sus ritos. Porque el escepticismo mina sordamente al Occidente cristiano. Don Quijote es esencialmente una reacción contra ese escepticismo, una rehabilitación del caballero del Grial. Don Quijote encama las virtudes capitales, como el valor, el sentido del honor, la castidad y el idealismo religioso. Al igual que el Grial de Wolfram von Eschenbach, el caballero español no está hecho para un mundo de posaderos ávidos, de grandes señores escépticos o villanos torpes. Al término de aventuras lamentables, Don Quijote recibe la consagración suprema. Llevará el yelmo de Mambrino, es decir una escudilla de barbero. Pero este plato es semejante al Grial y corona, no una pobre cabeza enferma sino a un hombre pleno de bondad bajo la gran luz de Dios. Don Quijote es la verdad en marcha, es el caballero que, ante las bromas, sabe que, al término de sus tormentos, Dios reconocerá lo que en verdad le pertenece. El fin de la novela de Cervantes evoca una especie de subida al Calvario, hacia esa Cruz que, para el cristiano Cervantes, es la verdad eterna prometida por el Grial. En la moderna Austria no es un escritor sino un músico quien cabalga los corceles del ensueño conduciendo a los caballeros a las beatitudes supremas. Ese músico es Franz Schubert. La música del compositor vienés es, en realidad, una marcha ardorosa jamás interrumpida. Si escuchamos su «octeto para cuerda, fagots, coro y clarinetes», surge entonces el castillo de luminarias irreales, la dulce pradera en la cual danzan las compañeras de Rosamunda. Es un cortejo de princesas lo que invoca el «quinteto para dos violoncelos» con sus fantasmas, el Doble, la joven y la muerte. Ligero recuerdo del Grial adaptado al temperamento vienés, pero obsesionado, como todas las leyendas construidas en torno al vaso sagrado, por la preocupación constante de la muerte y la busca de la salvación.
Pero será preciso esperar a Wagner para reencontrar en toda su autenticidad los pesados sortilegios del Grial. Hijo de Parsifal, Lohengrin es la propia imagen del perfecto héroe nacido de las leyendas celtas y a la vez de la tradición popular alemana. Su vocación es adorar y servir al Grial y de hacer fluir sobre el mundo la caridad de Dios. Parsifal cabalga un cisne. Él mismo, por otra parte, es un «cisne celeste» circulando en la vida. Ésta, a los ojos de Wagner, reviste la forma de una espiral, símbolo de la lenta ascensión hacia Dios. Como curiosidad debemos indicar que uno de los símbolos masónicos menos conocidos el de la escalera de caracol, en forma de espiral. Este atributo legendario de la Leyenda Masónica se sustenta en el Primer Libro de los Reyes, donde se refiere que “La entrada que conducía a la cámara del medio estaba situada en el lado derecho del Templo; y tenía acceso por medio de escaleras de caracol a la cámara del medio, y de ésta comunicaba a la tercera”. El Grial ha sido traído a la tierra por un tropel de ángeles, que, una vez terminada su misión, han vuelto a su patria celeste, dejando tras ellos la blanca estela de la esperanza. Para el autor de Parsifal, es esencialmente por el amor como se cumple la Redención, porque el amor representa la más humana y ferviente búsqueda de Dios. Sean caballeros errantes, peregrinos, simples viajeros o aventureros, todos los héroes wagnerianos tienen el mismo anhelo. Se trata de la búsqueda del Grial, símbolo de la Redención. De Goethe toma Wagner el «eterno femenino», representado en la Edad Media por los amables rasgos de Kundry, la bella pecadora que será finalmente salvada. Todas simbolizan el amor humano, indispensable etapa que los hombres deben recorrer para llegar a las orillas de la salvación. De Wolfram von Eschenbach ha tomado Wagner los temas esenciales de la Tetralogía,representada por Der Ring des Nibelungen (El Anillo de los Nibelungos), un ciclo de cuatro óperas épicas, compuestas por Richard Wagner y basadas en figuras y elementos de la mitología germánica, particularmente las Sagas islandesas, así como del cantar de los nibelungos medieval. Estas óperas son El oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses. Todas ellas forman parte del Canon de Bayreuth. La música y el libreto fueron escritos por Richard Wagner en el curso de veintiséis años, de 1848 a 1874. El músico alemán «recristianiza» la leyenda del Grial. Eschenbach ha hecho de éste una piedra preciosa tomando como ejemplo a los poetas orientales e iraníes; Wagner, por su parte, rehace el Grial, el «Vaso sagrado» que contiene la sangre de Cristo. Por ello, más que un poema dramático, Parsifal es una misa. De todos modos, el autor de la Tetralogía ha germanizado las leyendas celtas.
A las escenas que se desarrollan en el castillo de las aventuras de Monsalvat, se agregan los encantamientos de Klingsor y de sus muchachas-flores. Los caballeros en busca del Grial experimentan los sortilegios de la buena y de la mala maga Viviana y Morgana. Kundry, la pecadora salvada, dispensa maleficios y encantamientos. En cuanto al ermitaño Gurnemanz, enseña esto a Parsifal: «Hacia el Grial no va ningún sendero y nadie puede encontrar el camino que no se haya trazado uno mismo; tú ves, hijo mío, que aquí el tiempo se hace espacio». Así, el tiempo abre el acceso a ese espacio sagrado en el centro del cual se encuentra el Grial. Wagner tuvo conocimiento de una obra, La preciosa sangre, escrita por un teólogo místico inglés, el padre Faber. Para éste, la sangre de Cristo contenida en el Vaso sagrado es el verdadero vehículo de la Redención, porque dispensa valor, amor y voluntad. Es el fluido con el cual baña al mundo entero. Esta concepción es la que traduce Wagner poniendo en boca de Parsifal, inclinado sobre Grial, esta frase: «He visto el comienzo y la causa de las cosas». En el encantamiento del Viernes Santo, una de las páginas más conmovedoras de Parsifal, Wagner asigna al Grial y a su contenido sagrado el poder de transformar el mundo: «¿Tienen las flores sed de tu gracia? Tus llantos son el rocío bendito. Lloras, y toda la pradera sonríe». Al término de su busca, los corazones puros conocerán la fusión en Dios. Esta paz, que es el término de la obra wagneriana, la rechaza Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844 – 1900), filósofo, poeta, músico y filólogo alemán, considerado uno de los pensadores contemporáneos más influyentes del siglo XIX. Lo que fascina a Nietzsche no es alcanzar el fin sino la ruta que es preciso andar para lograrlo. Sin embargo, Nietzsche, autor de Más allá del Bien y del Mal, tiene una fe absoluta en Dios, que no es menor a la de Wagner. Pero Nietzsche rechaza la vía real que lleva al Conocimiento supremo. Lo que le fascina son los dolores y las contradicciones del hombre en busca del Grial. No es la Paz suprema lo que él desea sino el combate. «Hay siempre —escribe— jardines de Armida y por consiguiente un arranque siempre nuevo y siempre nuevas amarguras del corazón. Preciso es que yo alce el pie, mi pie fatigado y herido y, porque estoy obligado a hacerlo, lanzo con frecuencia mi mirada atrás, descontento, sobre las más bellas cosas que no me han podido retener». Es el orgullo de la rebelión el que lanza a Federico Nietzsche hada adelante, el que le hace coger el Grial del conocimiento. Revelación fulgurante: durante algunos instantes ve a Dios, está frente a frente con Dios. El castigo está a la medida de este gesto de orgullo y desafío, por lo que Zaratustra, el héroe de Nietzsche, será fulminado.
Pero las llamas nacidas de la obra de Nietzsche no se extinguirán jamás. A la sombra de esa fogata brillan a comienzos del siglo XX otras llamas, y en especial las encendidas por el Czesław Miłosz (1911 – 2004), abogado, poeta, traductor y escritor polaco, así como Premio Nobel de Literatura en 1980. En la poesía universal, Milosz es el único que ha amasado con su genio todo el simbolismo que pueden representar el fuego, la piedra, el agua y la mujer. Una de las obras claves de este poeta, La amorosa iniciación, es uno de los más asombrosos poemas paganos que existan. El vaso sagrado, el Grial, es para Milosz el cuerpo de la mujer, símbolo de todas las estaciones y de todos los secretos del Universo. Según Milosz, por la mujer se llega al Absoluto: «Yo analizaba fríamente el sabor de su cabellera, de sus lágrimas; escrutaba el horizonte del más allá de sus ojos. Me ocurrió oír, en medio de los gemidos de su lujuria, el Nombre supremo, el balbuceo del Absoluto». Sea la embrujadora Qeriáa, o Annalena, la mujerzuela, son la una y la otra «un átomo de azur en el espacio, una gota de agua sombría en el océano luminoso del amor». Y es por ellas que el hombre combate y vence su soledad fundamental: «En el mundo entero no hay soledad, el aire que tú respiras es el soplo de un Padre». Franqueada así la primera etapa de la busca del Grial, el poeta Milosz llega, como Perceval y Lancelot, al castillo de las aventuras: «Todas las cosas ¿no están más cerca de ti que tú mismo? ¿No escuchas subir de tu corazón el burbujeo del manantial de los mundos? Como la montaña me arrastraba en su vuelo, vi abrirse ante mí, sobre otro espacio, la puerta de oro de la Memoria, la salida del laberinto».Esta salida del laberinto es el Amor, es el Grial, que da la sabiduría absoluta a aquellos que llegan a dicha salida. Ese brebaje mágico es también la Sangre universal, a la que Milosz llama igualmente «el agua primordial». Gracias a ella se establece la corriente vivificante entre Dios y el hombre y, después, entre el hombre y Dios. La Sangre es también el conjunto de las fuerzas espirituales que se encuentran en el universo, que, en algún modo, modelan la Creación. En el centro del Grial se cumple la fusión de la Sangre y de la Luz. De esta fusión nace «el oro incorruptible y curativo de la divina caridad, el meloso metal, secreción de abejas arcangélicas». Llegado al conocimiento supremo, Milosz, entrando en éxtasis, puede exclamar: «¡Oh movimiento, Oh Sangre salida del Fiat divino! ¡despiértate Cosmos, espárcete a través de los millares de Vías Lácteas de tus venas! ¡Oh Sangre mágica nacida del corazón del Maestro, Oh Vida, Oh santa Vida aparece, inmensa, espléndida en las profundidades de la Sombra! ¡Soy libre! Es como si estuviera muerto ¡Salve, Universo, amor mío!».
Es sobre el lado doloroso de la busca del Grial en lo que, por su parte, insiste Léon Bloy (1846 – 1917), escritor francés de novela y ensayo, que desea ser «el peregrino de la Sagrada Tumba». Sus obras reflejan una profundización de la devoción a la Iglesia católica y la mayoría, en general, un gran deseo de lo Absoluto. Refleja una dura vida pasada «en el caminar solo en la gran columna del silencio», en medio de ese bosque pleno de maleficios que representa el mundo moderno. Pero el Grial está prometido a quien sabe cerrar los ojos sobre lo que le rodea y que, guiado por el dolor, llega a la contemplación de Dios. Según Nikolái Berdiáyev, escritor y filósofo ruso: “La nostalgia sentida por un Dostoievski, Nietzsche, Kierkegaard, Baudelaire, Léon Bloy y otros, anticipa la nueva época del espíritu, la edad escatológica. Pero es muy duro ser precursor del espíritu“. Si el dolor es el compañero familiar de León Bloy, el de Charles Péguy, filósofo, poeta y ensayista francés, considerado uno de los principales escritores católicos modernos, se llama esperanza. Porque el camino que lleva al Grial de Péguy, ese Grial que contiene la sangre y el sacrificio, es incómodo, lleno de trampas y traiciones, pero subyacentes a toda la obra de Péguy, que no es sino una larga búsqueda de la Luz y de la Verdad. Dios ha puesto en nosotros la esperanza para ayudarnos en nuestra aspiración a la Vida eterna. Pocos escritores en la literatura contemporánea han abordado abiertamente los misterios del Grial. Uno de ellos es Patrice de la Tour du Pin, poeta y místico francés. Su Summa de poesía es una búsqueda que se desarrolla en la dulzura encantada del bosque celta: «El corazón del hombre navega perpetuamente en medio de los sueños y de las fantasmagorías para intentar llegar a las islas luminosas de los mundos». Ese viaje es el que el poeta llama «contemplación errante», que nos lleva a Dios. Pero la aventura, en el sentido en que la entendían los caballeros de las leyendas célticas, está reemplazada por otra aventura, puramente espiritual. En Patrice de la Tour du Pin los obstáculos que hay que vencer no son los que ofrece el mundo exterior. Esos obstáculos están en nosotros, y sólo la luz de la Gracia nos permite disipar las nieblas que se ciernen sobre nuestras almas, para llegar así al Grial, que es Dios en su gloria y potencia. Es Julien Gracq quien exprime hasta el máximo las leyendas célticas. Julien Gracq es el seudónimo literario de Louis Poirier (1910 – 2007), escritor francés y profesor de historia y geografía. Inspirada por el romanticismo alemán y el surrealismo, la obra de Julien Gracq mezcla lo insólito con el simbolismo fantástico. Su novela Bello Tenebroso muestra a un descendiente directo de Merlín el Encantador.
El castillo de Argol es el castillo de la aventura, en el que cada objeto que se encuentra dispone de un poder mágico, y en el que se respira «un perfume de bosque sombrío y de altas bóvedas». Mundo sometido al embrujamiento, presagios multiplicados para quienes sepan interpretarlos, universos de amor y de muerte. La obra de Julien Gracq está en línea directa con la búsqueda del Grial. Pero, para el autor de El mar de las Sirtes esa búsqueda no termina jamás, no hay iluminación suprema, y el hombre está condenado a un perpetuo errar. Extraño destino el de la leyenda del Grial. No sólo ha inspirado a poetas y músicos, sino que ha servido para justificar una evolución histórica, la de Inglaterra en el siglo XIX. En 1845, el cardenal anglicano John Henry Newman se convirtió al catolicismo, arrastrando tras él un gran número de fieles. El asunto tuvo un revuelo enorme en un país que desconfiaba de los «papistas». Poeta de moda, Alfred Tennyson tenía entonces en preparación un larguísimo poema, Idilios de los Reyes, en que se seguía muy de cerca la leyenda del rey Arturo y la busca del Grial. La mayor parte de su obra está inspirada en temas mitológicos y medievales, y se caracteriza por su musicalidad y la profundidad psicológica de sus retratos. Pero, ante la emoción causada por la conversión del cardenal Newman, el poeta modifica su obra en el sentido de que aparezca como una lección de tolerancia y una ilustración de la moral Victoriana. Para Tennyson, lo esencial en el Grial es la lucha de los Sentidos y del Alma. Los caballeros parten en busca del vaso sagrado que les curará de todos sus males, les libertará de todos sus vicios y colmará sus aspiraciones. Pero no todos llegarán al fin, pues cada uno será recompensado según su grado de pureza, lo que equivale a decir que cada uno tiene la libertad de creer según su corazón y sus posibilidades. Así, Tennyson piensa poder reconciliar a papistas y antipapistas. Por ello, cada uno de los héroes imaginados por el poeta tiene su actitud propia. Galaad, el más puro de los caballeros, ve el Grial resplandeciente: «He visto al Santo Grial descender sobre el altar. He visto cómo el rostro de un niño penetraba en el pan y desaparecía». Así evoca Tennyson con pena a los que creen en la transubstanciación, doctrina católica romana de la Eucaristía. Está también Perceval, puro, ciertamente, pero demasiado unido a los bienes materiales. Pero, tocado por la gracia, acabará su vida en un monasterio.
En cuanto a Lancelot, «caballero perfecto», es culpable de vivir en el adulterio, ya que ama a la mujer de Arturo. Sólo la fe le permitirá romper ese lazo carnal y acabar en santidad. Tristán ha abandonado la busca del Grial estimando que era una prueba superior a sus fuerzas. Desalentado dice: «No somos ángeles», manera de hacer comprender que vive como pagano. En cuanto al monje Ambrosius, no se plantea problemas, ya que no ha oído jamás hablar del Grial. Su filosofía se contiene en una fórmula: «Me regocijo como hombre sencillo en este pequeño mundo que es el mío». Entre estos personajes tan diferentes, Tennyson no subraya preferencias. Solo quiere administrar una lección de tolerancia. Que cada uno practique según su corazón y que obre de acuerdo con su conciencia, que no pretenda lo que no puede, ya que esta es la sabiduría suprema. El poeta enfrenta así a Ambrosius, símbolo de una Inglaterra que no quiere ser agitada por los grandes problemas religiosos y empirista, con Galaad, encamación mística del cardenal Newman. La conversión del cardenal Newman no es la única amenaza para la Inglaterra de esa época. El evolucionismo de Lamarck y de Darwin, las doctrinas positivas del francés Augusto Comte, la aparición del socialismo cristiano, y otras tantas novedades que parecen asegurar el triunfo de la ciencia sobre la religión. Una vez más Tennyson pone manos a la obra. Se trata, para él, de mostrar que sólo el cristianismo, aunque pueda sufrir algunas adaptaciones, puede salvar a la humanidad, así como reafirmar una fe doblemente necesaria, porque es la salvaguardia del hombre y porque es, en definitiva, sobre ella sobre quien reposa la autoridad real. Si la búsqueda del Grial causó el hundimiento del reino del rey Arturo, explica el poeta, es porque los caballeros prefirieron la conquista de un ideal impreciso que el servicio ejemplar a su rey y a su reino. Porque el buen cristiano no debe aspirar a lo imposible y no debe cometer el pecado de orgullo, contentándose con las facultades que Dios le ha dado, y debe servir al Bien con resignación y humildad. Por su parte, la ciencia no debe desarrollarse más rápidamente que la moral, pues se llegaría a un desastre semejante al que hirió al encantador Merlín, símbolo de la criatura engreída de su poder. Llega la lección de Tennyson y produce serenidad en los ánimos.
La clase burguesa que dirige entonces Inglaterra comienza la época que se le ofrece con una mirada nueva. Será filantrópica, como lo eran los más puros caballeros, porque todos los hombres son de la misma naturaleza. Prudentemente aceptará que leyes científicas, y no sólo divinas, rijan la vida del universo. Ciencia y Religión formarán un buen conjunto, teniendo siempre en cuenta que sobre la religión deberá fundarse la moral. Como una leyenda jamás acabada, tan pronto nace en forma de poesía como queda aletargada antes de un nuevo empuje. Pero, ¿qué significado tiene realmente el Grial? Aquí Edmond Bergheaud nos dice que es sobre todo la búsqueda del hombre por ser «uno» en cuerpo y alma. Poco importan las pruebas que sea preciso experimentar para llegar a la Verdad. Pero no se llega a ella ni por el simple goce de los bienes de este mundo ni por una ascesis que sólo interesa al espíritu. La Redención, tal como la considera el cristianismo u otras religiones, pasa obligatoriamente por el cuerpo, porque éste debe también ser salvado. Que un asceta martirice su cuerpo, que los caballeros afronten mil pruebas ¿indica que nadie tiene derecho a despreciar o a ignorar «la envoltura carnal»? La unidad del hombre pasa por todos los que viven al mismo tiempo que él. En tanto que Parsifal no está atento al sufrimiento de otros, él no «existe». Mientras tanto, se ve condenado a errar por un mundo mudo. El descubrimiento de la Verdad pasa, pues, por la solidaridad universal, lo que Paul Louis Charles Claudel (1868 – 1955), diplomático y poeta francés. traducirá así: «Somos todos corderos de la misma lana.». En fin: la conquista de la Verdad, o de Dios, es un asunto personal. En la medida que el hombre se siente en paz consigo mismo, en la medida también en que comparte las pruebas de sus semejantes, es como puede pretender al Bien Supremo. Entonces, el Grial, ¿Es un don? Edmond Bergheaud nos dice que sí, pero adoptado, solamente, a los que se someten a las leyes morales. Ideal de vida de perfección, el Grial no es, en definitiva, sino el fin que cada uno, a su manera, asigna a su propio destino.
Fuentes:
Edmond Bergheaud – En busca del santo Grial
Robert de Boron – Joseph d’Arimathie
Robert de Boron – La novela de la historia del Grial
Chrétien de Troyes – Parsifal o el cuento del Grial
Wolfram von Eschenbach – Parzival
Trevor Ravenscroft – La lanza del destino
https://oldcivilizations.wordpress.com/2016/01/16/que-sabemos-realmente-del-santo-grial-y-la-lanza-sagrada/
No hay comentarios:
Publicar un comentario