viernes, 27 de septiembre de 2019

Leer y Escribir, una Muerte Anunciada


Por si usted es de los que leen en diagonal y no llega al final, le voy a desvelar el mensaje principal de este artículo: en dos generaciones, a lo sumo tres, desaparecerán la lectura y la escritura como herramientas globales de comunicación humana. ¡Ojo! La escritura en todas sus formas, porque la manuscrita ya está pidiendo un obituario a gritos.

Esta pérdida no pasará de ser algo anecdótico en el transitar del ser humano por la Tierra, sobre todo si tenemos en cuenta que leer y escribir nos acompañan desde hace solo un pequeño puñado de miles de años. 

De hecho, al igual que ocurre con las matemáticas, el cerebro humano es funcionalmente analfabeto, es decir, no existe ninguna área genéticamente dedicada, como sí ocurre con las capacidades sensoriales o cognitivas. Llegamos a leer y a escribir porque aprovechamos la plasticidad del cerebro en sus primeros años de maduración y reasignamos áreas cerebrales a esas funciones. Es por tanto una habilidad adquirida.





Para que el ser humano pudiera hablar fue necesaria primero una transformación orgánica de las vías respiratorias altas. Mientras que todos los mamíferos tienen la laringe en la parte alta de la garganta, el ser humano la tiene más abajo, lo que aporta holgura a las cuerdas vocales para así producir sonidos variados y diferenciados.

 Una factura que hemos pagado por esta modificación es que la epiglotis no cierra completamente la tráquea al comer o beber lo que nos aboca a un constante riesgo de atragantamiento.

“La gente se expresa cada vez peor, a tal punto que apenas se recurre al uso de palabras para comunicarse. La vida es inmediata, el placer lo domina todo. ¿Por qué aprender algo excepto apretar botones?”

Farenheit 451

El habla acabó incorporándose a nuestro genoma a partir del gen FoxP2, que se relaciona directamente con la comunicación. En sus versiones más primitivas es compartido por todos los animales. Es responsable, por ejemplo, del canto de los pájaros.

 Los mamíferos, por nuestra parte, contamos con versiones más evolucionadas de ese gen, pero hay una mutación en concreto que es exclusiva de los humanos y explica por qué solo nosotros hablamos. 

Traer incorporado de fábrica la función del lenguaje supuso una segunda factura, reducir nuestra capacidad memorística. Hablar llegó a ser más importante para sobrevivir que recordar, y la primera se fue acomodando en el espacio cortical de la segunda.

Durante un considerable periodo de tiempo de cientos de miles de años, se fueron perfeccionando en paralelo el aparato fonador y los códigos compartidos de comunicación. Ampliar el número de sonidos y mejorar su articulación fertilizó el terreno para que germinara el intercambio de más información y cada vez más compleja entre individuos.

Se cree que fue el Homo habilis, hace unos dos millones de años, el primer homínido que hizo uso de un protolenguaje muy útil para transmitir a sus iguales cómo fabricar utensilios o herramientas. Era necesario compartir un código para cifrar y descifrar las ideas.

 El psicoanalista francés Jacques Lacan escribió que el lenguaje, antes de significar algo, significa para alguien. La idea que se expresa sin un destinatario que la entienda carece de valor.

Una vez consolidado el lenguaje solo era cuestión de tiempo que se creara algún tipo de soporte que permitiera alcanzar dos objetivos ambiciosos: La conservación del conocimiento y su difusión en ausencia del autor.

Las primeras referencias que se tienen de lo que podemos denominar escritura son de hace unos 5.000 años, en Mesopotamia. Durante casi todo este tiempo, leer y escribir han sido coto restringido de los poderosos, de los próceres espirituales y de los otros, los terrenales. 

La invención de la imprenta en el siglo XV fue un importante revulsivo para estimular la lectura, pero no fue hasta el mismo siglo XX, cuando se ponen en marcha atrevidas políticas socioeducativas, que se reduce el analfabetismo hasta índices admisibles. Sirva este dato: en el último cuarto del siglo XIX, España tenía una tasa de analfabetismo del 66%, siendo especialmente prevalente entre las mujeres, 78%. Hoy está prácticamente erradicada en el primer mundo.

Leer y escribir, como conducir un coche o freír un huevo, son expresiones culturales, no genéticas. Son funciones que se adquieren o no en el proceso de maduración y que solo desde la práctica se consolidan en el cerebro

En la actualidad solo algunos países africanos cuentan con esas cifras decimonónicas. Esta triste realidad llevó al escritor malí Amadou Hampâté Bâ a denunciarlo en la sede de las Naciones Unidas con esta contundente afirmación: “En África, cuando muere un viejo se quema una biblioteca”.

Leer y escribir, como conducir un coche o freír un huevo, son expresiones culturales, no genéticas. Son funciones que se adquieren o no en el proceso de maduración y que solo desde la práctica se consolidan en el cerebro.

 Un niño criado en un entorno con total deprivación cultural, como el protagonista de L’Enfant Sauvage de François Truffaut, puede llegar a tener un lenguaje articulado y nombrar los elementos de su alrededor con cierta sistematización.

 Eso sí, carecerá de cualquier norma gramatical y por lo tanto de la posibilidad de expresar ideas complejas. Este niño no solo habrá nacido con las estructuras físicas y corticales que posibilitan el habla, sino que también dispondrá de la pulsión natural que le impele a usarlo. Ahora bien, si nadie le enseña a leer o escribir, como a sumar o restar, no llegará nunca a desarrollar esas habilidades, aunque hablar, hablará, a su manera.





La sociedad digital que nos ampara hoy ha incrementado exponencialmente los instrumentos disponibles para acceder a información y para comunicarnos. Decenas de soluciones en forma de aplicaciones son publicadas cada año, pero solo unas pocas llegan realmente a triunfar. 

El único criterio de éxito que vale para utilizar una herramienta u otra es el de su eficacia, entendida esta en términos de rapidez, simplicidad y coste. ¿Qué sentido tiene ir a Google a buscar información en ese lento proceso de teclear, leer, pinchar y volver a leer? Pruebe con: “Siri, ¿va a llover mañana?”

La escritura manuscrita está desapareciendo porque no cumple ninguno de esos criterios de eficacia. Frente a las nuevas formas de comunicación, ni es más rápida, ni es más sencilla ni resulta más económica en cuanto a la energía empleada.

 Los nórdicos, cuyo modelo educativo es poco sospechoso de inoperante, lo saben bien. En Finlandia, por ejemplo, se han reducido y en algunos casos eliminado las clases de escritura en favor de la mecanografía. Las autoridades educativas no consideran que sea útil enseñar escritura manuscrita cuando no la van a utilizar en el futuro.

Más aún, una encuesta realizada a 2.000 personas por la compañía de correo postal británica DOCMAIL en 2017, concluyó que un 30% de los participantes adultos no habían escrito nada a mano que no fuera la lista de la compra o un número de teléfono en los últimos seis meses.

Escribir con lápiz empieza a buscar su hueco en el mismo cajón donde pacen otras viejas glorias como el latín o la música con soporte físico. Hoy son un reducto de intelectualidad, de una élite erudita, del “cualquier tiempo pasado fue mejor”.

¿Ocurrirá lo mismo con la lectura y la escritura? Recordemos que ambas son habilidades que deben ser practicadas con asiduidad para mantenerlas activas. Desgraciadamente hay datos muy objetivos que indican lo contrario, caen cada vez más en el desuso. He aquí dos evidencias contrastadas:

SAT es el nombre que recibe el examen de acceso a la universidad en EE.UU. En 1980 el 60% de los jóvenes manifestaba que leer era habitual para ellos. Hoy lo afirma el 16%, y esto incluye cualquier formato de lectura, incluidas páginas web.

En el año 2017 el informe del gremio de editores españoles afirmó que el 40% de la población no leía nunca

Leer y escribir son dos actividades en una misma cordada, una codifica y la otra decodifica. La zozobra de una arrastra a la otra. Será la lectura quien en su caída llevará a la escritura a darse de bruces contra el suelo. Los contenidos escritos son cada vez más superficiales, más breves, más frívolos. El esfuerzo que debe imprimir el lector para entenderlos es limitado y, por tanto, su poca práctica desvigoriza la habilidad.

No se deje engañar por la cantidad de gente que “lee” a través del móvil en el transporte público. Los mensajes que les llegan son tan insustanciales como lacónicos. Frases de sujeto, verbo y predicado, simples, sin oraciones subordinadas, sin pronombres, con un vocabulario precario. Es la cultura de lo instantáneo, de Whatsapp, de Twitter, de Instagram. 

Aluviones de mensajes simiescos, acompañados de emoticonos impersonales o de imágenes que no valen más que las mil palabras que arrinconan. Hoy Ortega y Gasset podría decir de las redes sociales lo que en su día dijo de Estados Unidos: “Tanto continente y tan poco contenido”.

En un momento posterior, el mensaje no llegará ni siquiera a través del oído. Será la estimulación eléctrica del cerebro que nos lo pondrá ahí. No es ciencia-ficción. Facebook, junto con algunas universidades punteras, desarrolla desde hace dos años el proyecto ‘Building 8′

La época que nos ocupa se ha constituido en un trasunto del clásico de Ray Bradbury, Farenheit 451. Es impresionante que su autor escribiera en 1953 algo así: “La gente se expresa cada vez peor, a tal punto que apenas se recurre al uso de palabras para comunicarse. La vida es inmediata, el placer lo domina todo. ¿Por qué aprender algo excepto apretar botones?”.

El escritor Andreu Navarra decía en una reciente entrevista esto: “Los profesores queremos crear ciudadanos autónomos y críticos y en su lugar estamos creando ciberproletariado, una generación sin datos, sin conocimiento, sin léxico. Estamos viendo el triunfo de una religión tecnocrática que evoluciona hacia menos contenidos y alumnos más idiotas”. Creamos personas con pensamientos prestados, manipulables, de intereses parcos, añado.

Las voces de alarma surgen por doquier, con poco o ningún efecto paliativo. Nada se puede hacer cuando el único argumento válido para justificar la lectura se sustenta en el conservadurismo o en el romanticismo, si es que no son lo mismo. 

No se agarre a que siempre se ha hecho así. Torres más altas han caído. Fíjese en la religión y su menguante feligresía. Mire a Holanda donde el inglés, que ya es el 75% de lo que se enseña en la universidad, está acabando con su propio idioma. Nada es para siempre, y aquello que no es propiamente nosotros, sino que lo incorporamos, menos aún.

La alternativa a la lectura es la oralidad. Es el mensaje verbal que entra por el oído y no por los ojos. Ágil, simple y económico. El neurobiólogo José Ramón Alonso, es su recomendable blog “Neurociencia”, exponía recientemente cómo en el proceso de lectura se pasa de la grafía al fonema. Leer es escucharnos, dice. Entendemos la información que está ante nuestros ojos porque nos la leemos interiormente a nosotros mismos. 





Al final todo es lenguaje hablado, solo cambia el emisor, interno o externo. Volvemos a la vocalización de la idea, a la época infantil en la que nos leen los cuentos, a los dimes y diretes. Los audiolibros son una tendencia en ascenso porque se adaptan perfectamente a una sociedad sobrestimulada. De nuevo la eficacia que aporta hacer dos cosas a la vez.

En un momento posterior, el mensaje no llegará ni siquiera a través del oído. Será la estimulación eléctrica del cerebro que nos lo pondrá ahí. No es ciencia-ficción. Facebook, junto con algunas universidades punteras, desarrolla desde hace dos años el proyecto Building 8. 

Se trata de descodificar lo que la persona quiere decir en el momento mismo que lo piensa y plasmar eso en un documento como si lo hubiera escrito con sus dedos. La segunda parte de este trabajo será incorporar ese pensamiento en su destinatario. En este caso, una vez más, aparecen los tres criterios del éxito contemporáneo: ágil, simple y económico.

En Farenheit 451 el bombero Guy Montag quema libros. “Todo pensamiento innecesario es una pérdida de tiempo” le dicen. Un día a Montag se le abre por casualidad un libro que le muestra esta frase: “El tiempo se ha dormido a la luz del atardecer”. Después de aquello no volverá a quemar ningún libro. Ha descubierto que una palabra es capaz de evocar más de mil imágenes.


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