Hasta hace un tiempo más o menos cercano, de Africa se sabía poco y mal. Los eruditos del siglo XV resumían su saber escribiendo sobre los mapas del continente "Ibi sunt leones" (Allí hay leones) y la cabeza más enciclopédica hasta el siglo XIX, que era la de Hegel, describía a los negros como una raza infantil y a Africa como "...el espíritu ahistórico, el espíritu no desarrollado, aún envuelto en las condiciones de lo natural... situado en el umbral de la historia del mundo".
Semejante conciencia era el efecto del desconocimiento y la subordinación inherentes a un continente marginal y esclavo. Pero la descolonización del tercer cuarto del siglo XX dió lugar a una época nueva que ha enfrentado a los pueblos africanos a las complejas tareas de su desarrollo social y cultural. Ellas pasan por la reafirmación de una identidad que tiene entre sus fuentes la restitución del pasado africano. La historia de Africa -ha dicho Ki-Zerbo- es la historia de su toma de conciencia.
Sin embargo, el saber acopiado por Occidente sobre el pasado de Africa ha estado lleno de mitos. Entre ellos, el mito de la imposibilidad de su historia científica; el mito de la inaccesibilidad de su pasado; el mito de la ausencia de escritura y el mito del estancamiento natural de los pueblos negros -que hizo objeto del interés histórico sólo al Africa vinculada al mundo mediterráneo y a temas puntuales como Egipto, el Magreb o la Etiopía cristiana-.
Si esos mitos no son superados, la historia científica de Africa no puede construírse. La tarea exige la doble operación de desmontaje o deconstrucción de la historia africana tradicional -escrita a la luz de los prejuicios de una mirada eurocéntrica y dominadora- y de reconstrucción crítica de un pasado ignorado y vastísimo.
En todo caso, no se trata de satisfacer la interrogante especulativa sobre qué hubiera sido de Africa si no hubiera existido el colonialismo, sino de preguntarse por los elementos del desarrollo autónomo de ese continente que son su aportación a la historia de la cultura humana y, seguramente, el cimiento de sus creaciones futuras.
"Es probable -escribió C. Darwin- que nuestros primeros padres hayan vivido en Africa más que en cualquier otro lugar". Así formuló una intuición que parece confirmar la ciencia contemporánea. Investigaciones actuales suponen la concurrencia de condiciones favorables que convirtieron a ese continente en el espacio donde se desarrolló en lo esencial el proceso de hominización. Se dice que Africa atesora la serie más completa de restos prehistóricos humanos.
Los descubrimientos arqueológicos indican la preminencia de la prehistoria africana sobre la prehistoria de otras civilizaciones. Avanzadas técnicas de elaboración de instrumentos -habilitación de canteras o talleres de fabricación, construcción de hachas de mano de filo doble, uso de piedras como acumuladores de calor y procedimientos alfareros-, se diferenciaban en la medida en que se extendían a zonas ecológicas distintas, pero "la iniciativa, la gran tradición y la 'moda' provenían de Africa".
Tres mil años antes que en Europa, el neolítico comenzó en Africa. Y no en Egipto, sino en el Sáhara, que era entonces una zona atractiva, de ríos de importancia y abundante vegetación en la cual el intercambio de técnicas entre comunidades propició una práctica agrícola muy diversificada -trigo, cebada, sorgo, mijo, palmeras, plantas textiles, etc.- y una ganadería mucho más modesta, que fueron desarrolladas de forma autónoma y paralela a la de otros pueblos asiáticos e indoamericanos.
Los pueblos africanos del Sáhara neolítico crearon mediante su agricultura una de las primeras revoluciones tecnológicas de la historia. Ello les permitió construir una vida estable y desplegar un intercambio técnico y cultural con pueblos de otras regiones. El desarrollo alcanzado desde el sur por las comunidades del Sáhara fue irradiado progresivamente hacia el norte de Africa, y la civilización que luego floreció en el valle del Nilo no se explica sólo por los cambios operados allí gracias a la fertilización extraordinaria y a la fuerte concentración demográfica que estimuló la desertización del Sáhara, sino precisamente por la riqueza cultural creada y trasmitida por los pueblos negros más antiguos del sur, en quienes los egipcios reconocían a sus antepasados.
Los egipcios organizaron una civilización agrícola de gran desarrollo artesanal y una consistente estructura estatal y militar que se impuso sobre las poblaciones vecinas, entre ellas sobre los reinos nubios. Extendieron a través del río un comercio ventajoso por el cual exportaban hacia el sur manufacturas de bronce y otras producciones y asímismo, inventaron la escritura. Sobre sus papiros estampaban jeroglíficos que evolucionaron hasta integrar un alfabeto y, significativamente, concedieron a la mujer un papel relevante. Lo atestiguan la ascendencia de la madre en su cultura, la existencia de un clero femenino y prácticas como la restitución de los bienes raíces a la mujer y el ofrecimiento de regalos a los suegros. Sus espléndidas obras de arte tenían una profunda inspiración religiosa y su cosmovisión ponderaba no el valor del progreso sino del equilibrio y la paz por oposición a las fuerzas de la perversión y el caos.
Entre los siglos inmediatamente anteriores y posteriores al siglo I, tuvo lugar una época de migraciones y fusiones entre los pueblos asentados al sur del Sáhara. Es una época de formación de múltiples lenguas y de conquistas culturales entre las que sobresale la existencia de una cultura autóctona del hierro que significó para el Africa una revolución tan importante como la neolítica. El dominio de las técnicas y de los instrumentos de hierro -abundante mineral de esas regiones- acrecentó su poderío productivo y militar y permitió su expansión a través del sometimiento de grupos humanos menos avanzados. Castas de herreros y artesanos acceden a las posiciones jerárquicas y se origina así la tradición que reconoce en los reyes herreros a los antepasados africanos. Desde el punto de vista de la organización social, estos siglos representan el tránsito de los clanes hacia la formación de los reinos.
Entre los siglos VII y XII se fundan la mayoría de los grandes reinos africanos. Desde el siglo VII había tenido lugar la conquista musulmana del norte de Africa y ello facilitó la organización de un comercio intracontinental a través del Sáhara y desde las costas con los reinos del Africa subsahariana en el que los árabes, estimulados por beneficios considerables, actúan como intermediarios.
Los imperios de Gana y Awdaghost al occidente y de Nubia y Aksum al noreste, por ejemplo, que sometieron varios reinos y se extendieron por territorios ricos en minas auríferas, alcanzaron un poder económico importante gracias al comercio de oro y de esclavos. Esos reinos crearon ciudades en cuyos límites se desarrollaban mercados internos que atraían los productos agrícolas y ganaderos. Cortes encabezadas por reyes negros abrigaban consejos civiles -los consejos del rey que eventualmente nombraban, por su competencia técnica, ministros musulmanes- y organizaban poderosos ejércitos con cuyo respaldo se emprendían acciones expansivas que intensificaban su poder o indicaban la hora del debilitamiento.
Es hoy una verdad reconocida que entre el XII y el XVI se vivieron los "grandes siglos" del Africa Negra. Sus países conocieron en ese lapso un desarrollo vigoroso y equilibrado regulado por formaciones sociopolíticas bien integradas y asentadas en economías fuertes, las cuales se encontraban culturalmente al mismo nivel que las del resto de las civilizaciones terrestres. Sobresalen los imperios de Mali -que en tiempos de Mahmúd Kati poseía unas cuatrocientas ciudades- en Africa sudánica occidental, los estados Hausa, los reinos Yoruba y Benin -al sureste y suroeste respectivamente de la actual Nigeria-, de los bantúes y el Kongo, en Africa Central y en el sur, los de Zimbabwe y Monomotapa en el sur.
Los ingresos de los imperios se derivaban de los impuestos sobre las cosechas y el ganado, de los tributos, las tasas aduaneras, de las confiscaciones de pepitas de oro (que eran patrimonio del gobernante) y de los botines de guerra. Integraban políticamente a pueblos diferentes mediante un gobierno compuesto por altos funcionarios cuya competencia era funcional -como en el caso de los ministros- o territorial -en el de los jefes que controlaban las diversas provincias- y cuyo mandato era revocable y no hereditario. Casi todos disponían de ejércitos profesionales y en sus tierras, además de la masa campesina -obligadas a donaciones al gobierno según el número de siervos, familias y aldeas- también trabajaban esclavos. Se distinguía entre esclavos de guerra y esclavos de casa -que servían en las cortes y en las familias, tenían ciertos derechos cívicos y podían acceder a diversos procedimientos de emancipación-. Pero en diversas comunidades y etnias, como las del Africa ecuatorial, el esclavo era desconocido.
Las ciudades inscritas dentro del imperio poseían centros de estudios religiosos que cual verdaderas universidades difundieron su religión y su saber y alimentaron el prestigio de sus letrados. Los imperios propiciaron el desarrollo del arte y de construcciones arquitectónicas prodigiosas como las del Monomotapa, que tempranamente se conocieron en Europa por intermedio de los portugueses.
A partir del siglo XVI procesos exógenos obstaculizan la vida independiente de los pueblos de Africa. Los estados musulmanes no se contienen en su papel de intermediarios y se lanzan a una política expansionista que contribuye a la desmembración de los imperios del interior. De esa política fueron relevados progresivamente por los europeos, que luego de explorar el continente ponen en marcha la institución de la trata. El comercio al por mayor de negros africanos se impuso para satisfacer las necesidades de mano de obra barata abiertas en el Nuevo Mundo. A través de factorías o estaciones que rodeaban desde las costas el continente africano y donde se concentraban los esclavos capturados o traídos del interior, se organizó la trata. Cerca de cien millones de esclavos fue el saldo de una sangría humana que involucró también a los propios gobernantes africanos.
La penetración económica europea no se redujo, sin embargo a las operaciones de la trata. Durante esos siglos, y hasta su extinción se fue estabilizando en Africa una economía basada en la exportación de cultivos hacia Europa, que fue consagrando paulatinamente su posición dependendiente pero que no implicaba aún el control político directo ni la pérdida de la soberanía de sus estados.
Los cambios históricos decisivos que consagraron la situación de dependencia general y el retraso de Africa tuvieron lugar posteriormente. En los veinte años que median entre 1890 y 1910, las potencias europeas conquistaron, ocuparon y sometieron a un continente cuyo territorio, en un ochenta por ciento estaba gobernado por sus dirigentes autóctonos. En su abrumadora mayoría, estos se negaron a la imposición y expresaron su determinación de defender su soberanía y su independencia, su religión y sus formas de vida tradicional.
Pese a la resistencia, que tuvo momentos brillantes, la colonización destruyó las formas auténticas de vida de esos países, fracturó su equilibrio cultural y material e instaló una relación de dependencia en virtud de la cual el capitalismo europeo, integrado en una economía y un comercio mundial, saqueó a través de sus compañías mineras, mercantiles y financieras los recursos de Africa y obligó a sus pueblos a trabajar no para sí mismos sino para el desarrollo europeo.
Fuente: http://www.absolum.org/antrhis_af.htm