Laboratorios ocultos, tecnologías desconocidas y más de veinte científicos muertos: enigma triangular de la misilístíca Marconi. La carta del astronauta Cooper, la investigación y la macabra lista de Sheldon. Sidney Sheldon.
En su bestseller La conspiración del Juicio Final, el prolífico Sidney Sheldon denuncia que la Agencia Nacional de Seguridad norteamericana oculta más de cien documentos relacionados con ovnis y la CIA alrededor de cincuenta y seis, y despliega una triste lista de veintitrés científicos ingleses que en pocos años murieron en circunstancias más que anormales.
“Todos habían trabajado en proyectos tipo Guerra de las Galaxias y en áreas secretas de la guerra electrónica, que incluye la investigación de ovnis”, explica el autor. De esos veintitrés eruditos de la misilística Marconi, sólo uno falleció de muerte natural: otros dos desaparecieron, cuatro sufrieron accidentes fatales y dieciseis de ellos (¡atención, el setenta por ciento!) se suicidaron.
“Yo creo que es demasiada coincidencia”, dijo Sheldon en su regia mansión californiana (quince dormitorios, sauna, piscina, cineteca, helipuerto), producto de la venta de 200 millones de ejemplares de trece títulos que, traducidos a setenta y seis idiomas, lo hacen probablemente el escritor más leído del planeta. Sheldon cuenta cómo descubrió la punta de la larga madeja que lo condujo a la lista de científicos muertos: tras dos años de investigar el tema ovni, entrevistó a doce astronautas de la NASA y todos le negaron haber visto algo extraterrestre.
“Tanta unanimidad me resultó sospechosa, y decidí insistir”. Entonces Sheldon telefoneó a su amigo James Hurtak, experto en ovnis y con buenos contactos en el Pentágono. Hurtak accedió a los archivos confidenciales y encontró una pista inédita: una carta del astronauta Gordon Cooper a sus jefes, insistiendo en que estudiaran el fenómeno ovni, del que él mismo era un serio testigo. Esto orientó la pesquisa de Sheldon en los años 90. Le telefoneó a Cooper y le preguntó si era verdadero el contenido de esa carta sin respuesta. Sorprendido, el astronauta no quería responder. Entonces Sheldon le leyó el contenido de su carta, fechada el 9 de noviembre de 1978 y enviada al embajador Griffith, de las Naciones Unidas.
LA CARTA DEL ASTRONAUTA
L. Gordon Cooper, coronel de la Fuerza Aérea y astronauta.
“Estimado embajador: deseo comunicarle mi punto de vista sobre los visitantes extraterrestres, popularmente denominados ‘ovnis’. Creo que esos vehículos y tripulaciones visitan nuestro planeta desde otros mundos de tecnología más avanzada que la nuestra. Es necesario que tengamos un programa coordinado de primer nivel para recopilar y analizar científicamente datos de toda la Tierra sobre cualquier tipo de encuentro y determinemos cuál es el mejor método para comunicarnos con estos visitantes.
”Posiblemente debamos demostrarles primero que hemos aprendido a resolver nuestros problemas por medios pacíficos antes de ser aceptados como miembros calificados del equipo universal. Esta aceptación implicaría tremendas posibilidades para el avance mundial en todas las áreas. No soy investigador de ovnis y aún no he tenido el privilegio de volar uno, pero estoy calificado para hablar sobre ellos, ya que he llegado a la periferia de las vastedades por las que viajan. ”Ya en 1951 tuve la oportunidad de observar durante dos días muchos vuelos de esos objetos, de diferentes tamaños, en formación de cazas, del este hacia el oeste de Europa.
Y se hallaban a mayor altitud que la que podían alcanzar nuestros aviones en aquella época. ”Sé que algunos astronautas se muestran reacios a discutir el tema a causa del gran número de personas que han vendido historias inventadas o que han abusado de sus nombres falsificando documentos, pero igualmente muchos de nosotros creemos en los ovnis porque hemos tenido la oportunidad de verlos en tierra o en vuelo.
”Si la ONU está de acuerdo en seguir este proyecto y brindarle credibilidad con su apoyo, quizá sean muchas más las personas bien calificadas que den un paso adelante y contribuyan con ayuda e información. ”L. Gordon Cooper, coronel de la Fuerza Aérea y astronauta.” Cooper puso a Sheldon ante Deke Slayton, también astronauta del programa Apolo, quien le narró “una experiencia con ovnis que envolvieron mi avión en una fuerte red de luz y luego desaparecieron a una velocidad imposible para el instrumental de los cazas a reacción de los años 60”.
Primera pregunta: ¿por qué Cooper y Slayton callaron durante tanto tiempo? Según Sheldon, “porque la Fuerza Aérea, el Pentágono y la CIA les prohibieron tocar el tema ovni”. Segunda: ¿esa conspiración de silencio se conecta con las misteriosas muertes de los veintitrés científicos de la Marconi entre 1982 y 1988? “No sé, pero hay algo definitivamente raro en esas muertes”, asegura Sheldon.
INVESTIGANDO LOS CRÍMENES
El ovnílogo Jason Chapman investigó diecisiete de los casos denunciados por Sheldon, y agregó otros dos. Y en su polémico libro: Veredicto Abierto, Tony Collins sostiene que esos científicos habrían sido sacrificados “por saber demasiado sobre ovnis”, tema que las grandes potencias ocultarían “por temor a perder su liderazgo político y militar”.
Obtener una tecnología más avanzada que la terrestre daría a cualquier nación una impensada superioridad sobre las otras, tal como dice Stephen Arkell desde el prólogo de Veredicto Abierto. Para él, se trataría de “una guerra no declarada, feroz y constante en tiempos de paz, que no se libra en campos de batalla sino en laboratorios ocultos donde se elaboran sistemas ofensivos con software y materiales secretos”.
En los últimos cuarenta años, los militares de las superpotencias no emplearon las impopulares armas atómicas, pero habrían ideado un nuevo estilo bélico: acrecentar el poder letal de las armas convencionales. ¿Cómo?: contratando a tecnócratas capaces de tornar invisibles al radar enemigo sus barcos y aviones, logrando que un soldado de elite mate cien veces más con el auxilio de minicomputadoras e informes satelitales, o colocándole un “cerebro inteligente” a los misiles de hace una década, de modo que éstos localicen sin margen de error el blanco elegido. (Es sabido que parte de este novísimo arsenal se ensayó en la guerra contra Irak.) A Arkell y Collins, las muertes de los expertos de la Marconi los sorprendieron en diciembre del ’86.
El gobierno inglés indagaba esa megaempresa misilística desde hacía dos años, por incumplimiento de contratos de defensa, y la prensa se preguntaba si el conflicto no habría precipitado el cruento fin de “los veintitrés o veinticinco mejores científicos de la guerra electrónica”.
Un analista de sistemas les confió que los aparentes suicidios de dos programadores asiáticos de la lista Sheldon habrían sido “simulados por una mano negra y asesina”, y a partir de este doble caso saltaron a la luz todos los demás. “Nos hemos topado con una enorme conspiración”, dijo Collins, y la prensa lanzó la hipótesis de ignotos contratistas y espías luchando dentro del plan Guerra de las Galaxias, nacido bajo la gestión Reagan y vuelto una maldita ensalada rusa.
En marzo del ’87, once soviéticos y dos checos fueron expulsados de Gran Bretaña por intentar robar poderosos microchips, datos secretos sobre radares y sistemas láser, novísimas aleaciones de titanio y carbono, y (he aquí lo más curioso) ciertos materiales y tecnologías desconocidos por la ciencia humana. Al menos, así lo cree Sheldon.
LA LISTA DE SHELDON
Keith Bowden. Muerto en accidente automovilístico, en 1982. Jack Wolfenden. Analista de sistemas. Su planeador se estrelló contra una colina, en 1982.
Ernest Brockway. 43 años. Ahorcado en noviembre de 1982. Su esposa jura que lo vigilaban día y noche. Stephen Drinkwater. 25 años. Manejaba documentación clasificada. Asfixiado con una bolsa de plástico en la cabeza, en 1983.
Anthony Godley. Teniente coronel. Desaparecido y declarado muerto en abril de 1983.
George Franks. 58 años. Seguridad nacional. Ahorcado en abril de 1984. La Tatcher despidió sus restos. Stephen Oke. 35 años. Ahorcado en 1985. Tenía una mano fuertemente atada.
Jonathan Wash. 20 años. Elaboraba la defensa británica. Caído de un edificio en noviembre de 1985. Su padre jura que lo mataron.
John Brittan. 52 años. Famoso científico de armamentos. Muerto por asfixia con monóxido de carbono, en 1986.
Arshad Sharif. 26 años. Se puso una soga al cuello, la ató a un árbol, subió a su auto y aceleró, en el balneario de Bristol, en 1986. Estaba por casarse.
Vimal Dajibhai. 24 años. Saltó de un puente en Bristol, en octubre de 1986. Acababa de aceptar un nuevo empleo en una multimillonaria consultora londinense.
Avtar Singh-Guida. Desaparecido y declarado muerto en enero de 1987.
Peter Peapell. 46 años. Fue al garage a ver quién había encendido su auto y luego apareció muerto por asfixia con monóxido de carbono, en febrero de 1987.
David Sands. Estrelló su auto a toda velocidad contra un bar, en marzo de 1987.
Mark Wisner. Rol Top Secret en defensa, muy bien pago. Ahorcado en abril de 1987. Tenía varios metros de cinta plástica en el cuello y la boca.
Stuart Gooding. 23 años. Enlace militar. Su auto embistió un camión de frente en un camino de montaña, en abril de 1987.
David Greenhalgh. Caído de un puente en abril de 1987.
Shani Warren. Suicidio por inmersión en abril de 1987.
Michael Baker. 22 años. Genio de la defensa aérea. Jamás bebía. En mayo de 1987, su BMW chocó contra una valla de hierro. Los peritos ignoran por qué.
Trevor Knight. Contratos misilísticos secretos. Suicidio en mayo de 1987, tras telefonear a su madre para comer juntos.
Alistair Berckham. Electrocutado en agosto de 1988, mientras sus hijas dormían. Su esposa jura que vio huir a un extraño.
Peter Ferry. Brigadier. Insólito suicidio por electrocución, en agosto de 1988. Se habría atado una muela a un polo eléctrico y otra a otro, conectando luego la energía.
Victor Moore. Suicidio, fecha desconocida. Los casos agregados por Chapman son los de Robert Wilson, de 43 años, y Gerard Darlow, de 22.
Tras devolver un importante documento sustraído, Wilson se habría “accidentado mientras limpiaba su arma”, y Darlow, “un esquizofrénico con tendencia suicida”, se habría clavado un cuchillo en el pecho. Kingsley Thrower, quien denunció los turbios manejos de la Marconi, no se suicida y va a seguir testificando contra ella en los próximos juicios oficiales.
La suposición de Chapman es: “¿Y si Thrower sigue vivo porque no sabe nada especifico?”. Y acá “específico” debe leerse como una alta tecnología que, al decir de Sheldon, “no deja de asombrarme: metales que no se doblan ni se funden aunque se expongan a presiones y temperaturas elevadísimas, que claramente provienen de otras galaxias y están aquí, en la Tierra”.
Artículo publicado en MysteryPlanet