UN TERRITORIO INMENSO
El 3 de junio de 1790, en una ceremonia con las formalidades acostumbradas, el leridano Salvador Fidalgo, teniente de navío de la Armada Española, tomaba posesión en nombre de Carlos IV de una desangelada y fría bahía a miles de kilómetros de la Península Ibérica.
POR Manuel Trillo Lodeiro
Ponce de León llegó a Florida en 1513 e inició más de 300 años de presencia española en lo que hoy es Estados Unidos.
La expedición de Vázquez de Coronado de 1540 descubrió el Gran Cañón y Juan de Oñate fundó Nuevo México en 1598.
Con la cesión de la Luisiana por Francia en 1763, España amplió en dos millones de kilómetros cuadrados su territorio en Norteamérica. La Santa Expedición abrió en 1769 el asentamiento español en la Alta California, que llegó hasta las costas de Alaska y Canadá.
La bautizó como Córdova, en honor del capitán general de la Marina, Luis de Córdova. Más de 200 años después, en ese mismo punto de lo que hoy conocemos como Alaska reposa una apacible villa pesquera, a la que solo se puede acceder por barco o avión, que conserva el nombre que Fidalgo dio al lugar.
Otros muchos topónimos en aquellas remotas regiones, como Valdez, Bucareli o Revillagigedo, permanecen también como testimonio de una época, no tan lejana, en que España alcanzó su máxima extensión territorial en Norteamérica.
En aquellos años de finales del siglo XVIII, mientras Estados Unidos todavía daba sus primeros balbuceos como nación, la soberanía de la Corona española se extendía sobre millones de kilómetros cuadrados, desde la tórrida Florida hasta el último confín del subcontinente norteamericano.
Entre uno y otro extremo, sus posesiones incluían la inmensa Luisiana, al oeste del Misisipi; las áridas tierras de Texas, Nuevo México y Arizona, y toda la región a orillas del Pacífico, incluyendo las actuales California, Oregón, Washington y el oeste de Canadá.
En 2019 se cumplen 250 años de la Santa Expedición, inicio del establecimiento definitivo de los españoles en la Alta California, y 200 de la firma del tratado Adams-Onís, por el que Florida pasaría a Estados Unidos.
Se trata de dos excelentes oportunidades para recordar que España arribó a este suelo mucho antes de que los anglosajones se asentaran en América del Norte y que siguió ampliando sus dominios durante casi tres siglos.
Desde que en 1513 comenzó la exploración de la península floridana hasta que la última bandera se arrió en 1821, los españoles asumieron el desafío histórico de abrir al resto el mundo unos parajes hasta entonces desconocidos, dejando una profunda huella que aún perdura en Estados Unidos de costa a costa.
LA FLORIDA, MÁS ALLÁ DE
LA FUENTE DE LA JUVENTUD
La aventura española en el actual territorio continental de Estados Unidos comenzó en la primavera de 1513, cuando Juan Ponce de León, oriundo del pequeño Santervás de Campos (hoy provincia de Valladolid), desembarcó en lo que creía una isla a la que llamó la Florida, bien por ser descubierta en Domingo de Resurrección (Pascua Florida) o bien por su naturaleza exuberante.
La leyenda asocia su llegada a estas costas con la búsqueda de una mítica fuente que “remozaba a los viejos”, en palabras del Inca Garcilaso, aunque la persecución de ese manantial de la juventud por el descubridor más bien parece un malintencionado infundio fabricado años después de su viaje.
Sea como fuere, desde la llegada de Ponce de León hasta que los españoles consiguieron establecerse realmente en la Florida pasarían décadas de exploraciones plagadas de penalidades y desenlaces trágicos.
Su propio descubridor encontró la muerte tras regresar allí en 1521 a causa de un flechazo de los caribes. Pocos años después, el toledano Lucas Vázquez de Ayllón, oidor de la Audiencia de Santo Domingo, recorrió parte de la costa atlántica, posiblemente hasta la bahía de Chesapeake, y estableció en 1526 el primer asentamiento europeo en tierras de lo que hoy es Estados Unidos: San Miguel de Gualdape (a veces se cita como Guadalupe).
Se desconoce a ciencia cierta dónde estaba, aunque unos lo sitúan en Georgia y otros en Virginia. Sin embargo, los ataques de los indígenas, la dureza del clima y la falta de comida sentenciaron su destino. Tres cuartas partes de los 600 integrantes de la expedición perecieron, el propio Vázquez de Ayllón entre ellos, y San Miguel fue abandonado para siempre.
En 1528 lo intentó el castellano Pánfilo de Narváez,
al frente de unos 300 hombres. Echó pie a tierra en la
zona de la bahía de Tampa, en el golfo de México,
y tras una penosa caminata hacia el norte en la que se
enfrentó a los nativos y a una región pantanosa e infestada de caimanes, salió de nuevo a la costa.
Allí esperaba
hallar a su flotilla, a la que había ordenado navegar a su
encuentro, pero nadie le aguardaba.
Con los hombres que
le quedaban, construyó unas barcas con las que tratar de
volver a México. Los frágiles botes acabaron barridos por
tormentas implacables y Narváez, como la mayor parte
de quienes le acompañaban, murió sin ver cumplidas
sus expectativas.
Uno de los escasos supervivientes de esta desgraciada
expedición fue Álvar Núñez Cabeza de Vaca, tesorero
y alguacil mayor de Narváez y protagonista de una de las
gestas más asombrosas en la historia de la colonización
de América del Norte.
Tras naufragar con una de las barcas, vagó durante ocho años por territorio norteamericano, fue esclavizado por las tribus que encontró y ejerció entre ellas de mercader y curandero.
Este andaluz
–seguramente de Jerez– recorrió a pie miles de kilómetros por tierras de Florida, Texas y México, hasta
regresar a Culiacán el 1 de mayo de 1536 junto a tres compañeros de fatigas, Andrés Dorantes, Alonso del Castillo
y el “negro” Estebanillo.
Dio fe de su odisea en una
apasionante crónica que, aunque trufada de elementos
novelescos, es uno de los mejores testimonios que nos
han llegado de la exploración de Norteamérica.
Una de las empresas más ambiciosas en esas décadas
de exploración fue la del impetuoso extremeño Hernando de Soto, curtido como lugarteniente de Francisco Pizarro en el Perú.
Con el título de adelantado de la Florida,
desembarcó en 1539 en un lugar próximo a donde lo
había hecho Pánfilo de Narváez y marchó al frente de
más de 600 expedicionarios a lo largo de más de 6.000
kilómetros por lo que hoy es territorio de una decena de
estados.
Después de tres años de búsqueda infructuosa de
riquezas, enfrentamientos con aborígenes, disputas internas y enfermedades, De Soto falleció y su cuerpo quedó
depositado en el lecho del Misisipi.
Los supervivientes alcanzaron México en 1543.
En 1987 fueron hallados en Tallahassee, actual capital de Florida, restos del campamento de invierno de la expedición. En ese y otros estados, Hernando de Soto es hoy una figura legendaria que da nombre a innumerables calles, parques, ciudades y condados.
En 1987 fueron hallados en Tallahassee, actual capital de Florida, restos del campamento de invierno de la expedición. En ese y otros estados, Hernando de Soto es hoy una figura legendaria que da nombre a innumerables calles, parques, ciudades y condados.
El primero que consiguió fundar un asentamiento que
perviviera varios años fue Tristán de Luna y Arellano.
Oriundo de Borobia, un pequeño pueblo soriano azotado por el cierzo a la sombra del Moncayo, encabezó en
1559 una armada de once naves con 1.500 efectivos
a bordo que partió de Veracruz y desembarcó en lo que
hoy es Pensacola, en el noroeste de Florida.
Allí levantó el poblado de Santa María, que sobrevivió a los huracanes hasta 1561, cuando fue abandonado. Hace tres años el derribo de una casa puso al descubierto por azar los restos de aquel primitivo asentamiento en Pensacola, una ciudad orgullosa de su pasado donde lucen banderas rojigualdas a la puerta de las casas de su barrio histórico
Tras esta sucesión de tropiezos, los españoles lograron al fin en 1565 asentarse definitivamente en
Florida.
Un grupo de franceses hugonotes había osado plantar un fuerte en la costa y Felipe II envió a su mejor navegante, el asturiano Pedro Menéndez de Avilés, para acabar con aquellos intrusos herejes y dejar sentado quién era dueño de las tierras que pisaban. Menéndez cumplió con eficacia su misión.
Despejó la zona de franceses y el 8 de septiembre de ese año fundó la que sigue siendo la ciudad habitada sin interrupción más antigua de Estados Unidos: San Agustín.
Durante siglos, y a costa de grandes sacrificios, España defendió aquel lugar de los ataques de piratas y ejércitos de las colonias británicas.
En su formidable castillo de San Marcos, icono del pasado hispano de Estados
Unidos, se sigue izando cada mañana la antigua bandera
española con la cruz de Borgoña en homenaje a quienes
llevaron hasta Norteamérica la cultura europea.
Al año siguiente de la fundación de San Agustín, 1566,
Menéndez de Avilés instaló otro poblado, Santa Elena,
unos cientos de kilómetros al norte, en lo que ahora es el estado de Carolina del Sur.
Estaba destinado a tener un papel central en la Florida española (entonces mucho más extensa que el estado actual con ese nombre), pero en 1587 fue definitivamente abandonado en favor de San Agustín.
Estaba destinado a tener un papel central en la Florida española (entonces mucho más extensa que el estado actual con ese nombre), pero en 1587 fue definitivamente abandonado en favor de San Agustín.
Los restos de la antigua Santa Elena se hallan en el subsuelo de unos terrenos militares en Parris Island, donde los arqueólogos han descubierto el antiguo fuerte que protegía la población. En la cercana localidad de Beaufort se inauguró en 2016 un ilustrativo museo que explica cómo también ese rincón del Sur profundo de Estados Unidos fue territorio español.
Salvo un breve periodo en el siglo XVIII en manos británicas, la Florida fue parte de España a lo largo de más de 300 años, hasta que en 1821, conforme al tratado Adams-Onís dos años antes, se incorporó a la nueva potencia emergente, los Estados Unidos de América.
Lo vaticinó el conde de Aranda en 1783, cuando escribió a Carlos III: “Esta república federal ha nacido pigmea, por decirlo así, y ha tenido necesidad del apoyo y la fuerza de dos potencias tan poderosas como la Francia y la España para conseguir su independencia.
Vendrá un día
en que sea gigante, un coloso terrible en esas comarcas. Olvidará entonces los beneficios que ha recibido y
no pensará más que en engrandecerse”. Su primer paso,
auguró, sería “apoderarse de las Floridas para dominar el
Golfo de México”