Por INFOVATICANA | 13 febrero, 2020
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National Review)- En los primeros dos años del pontificado del papa Francisco, los católicos conservadores han hecho esfuerzos heroicos para leer las desconcertantes maneras del nuevo papa en continuidad con el pensamiento y las obras de sus inmediatos predecesores.
Se ha dicho que ha sido un crítico enérgico de la teología de la liberación, al menos en sus expresiones marxistas; que era un hombre de religiosidad tradicional; que ha hablado de las maquinaciones del mal con una regularidad sorprendente; y que su estilo desenvuelto, crítico hacia las costumbres establecidas, ansioso por dialogar con el mundo moderno, es un modo nuevo de hacer que la ortodoxia cristiana lidie con el mundo moderno.
Pero pronto aparecieron signos que desafiaron este consenso tranquilizador. Francisco parecía sospechar de los católicos más fieles, según él demasiado rígidos, obsesionados con el mal del aborto y los pecados sexuales, cerrados a las necesidades de una Iglesia que debe estar abierta al activismo humanitario y a quitarle peso al dogma, e incluso a la verdad.
Si el papa Juan Pablo II se mantuvo firme ante la barbarie y la mendacidad comunista con un valor y una integridad que iniciaron las revoluciones de 1989; si el inmensamente culto y sabio papa Benedicto XVI dio al tenue nihilismo el nombre increíblemente descriptivo y acertado de “dictadura del relativismo”, el papa Francisco ha defendido nada menos que la acomodación al mundo en nombre del “cambio” y la deferencia a los supuestos “signos de los tiempos”.
Tal como observó en una ocasión el cardenal Zen de Hong Kong, Francisco es capaz de ver a los comunistas como simples víctimas de la dictadura militar de Latinoamérica, amantes de los pobres y, por ende, más cristianos que los cristianos mismos en aspectos decisivos. Los gulags y las persecuciones religiosas masivas no encajan en esta visión de unos comunistas relativamente bondadosos.
Como el estimable padre Raymond J. de Souza observó en el número del 28 de noviembre de 2019 del Catholic Herald, el papa Francisco tiene una debilidad por los líderes de izquierdas que oprimen a la sociedad civil en nombre de la justicia social y la solidaridad con los pobres. El líder boliviano recientemente destituido, Evo Morales, es, según escribe de Souza, “el líder favorito de América del Santo Padre”, lo que es “más que extraño, pues es un tirano”.
Francisco se ha visto con el demagogo Morales seis veces en seis años y le considera un amigo. En un acto que nunca ha sido explicado adecuadamente por el Vaticano, observa de Souza, cuando el papa argentino visitó Bolivia en 2015 aceptó como regalo de Morales un crucifijo adornado con la hoz y el martillo.
Sin embargo, todo esto encaja con un patrón mucho más amplio. Francisco apreciaba sinceramente a Fidel Castro y, después de su visita a Cuba en 2015, les dijo a los periodistas que él veía en Castro a un ecologista verdaderamente comprometido. Nunca ha dicho una sola palabra, ni en público ni en privado, sobre la persecución de sus correligionarios en Cuba bajo el comunismo.
La horrible tiranía de Castro, sus restricciones draconianas de la Iglesia católica no influyen en el juicio del papa sobre el hombre o el régimen. En Venezuela, los obispos han reiterado su petición al papa latinoamericano de que hable contra la dictadura de izquierdas y anticristiana del país; lo máximo que ha hecho el papa ha sido llamar al “diálogo entre una sociedad civil cada vez más oprimida” y un régimen cuyo “socialismo” él parece apreciar.
Carlos Eire, el gran estudioso de la Reforma, de la Universidad de Yale, ha descrito este patrón como la “opción preferencial [de Francisco] por las dictaduras”. Brutalmente sincero, pero no hiperbólico, Eire fue un niño refugiado que huyó de la Cuba de Castro. Esta actitud de favor hacia los regímenes dictatoriales no está limitada solo a Francisco, sino que incluye a algunos de sus colaboradores más cercanos.
El jefe de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales, el obispo argentino Marcelo Sánchez Sorondo, gran amigo y acólito del papa, ha declarado, de manera surrealista, que la República Popular China es el país que mejor encarna la Doctrina social de la Iglesia en acción. ¿Qué tiene que ver el papa León XIII, el iniciador de la Doctrina social de la Iglesia y crítico apasionado del colectivismo socialista, con los restos del maoísmo en China?
La corrección política -y la hostilidad a Occidente en cuanto Occidente- permea una buena parte de lo que este papado dice y hace. Este es un papado que ha permanecido en silencio ante la eliminación de las antiguas comunidades cristianas de los países árabes e islámicos de Oriente Medio. El Corán, insiste el papa Francisco, es incompatible con “toda forma de violencia”. Esto es falso y todo el mundo lo sabe.
Donde el obispo Sánchez Sorondo ve justicia social y Doctrina social de la Iglesia en acción en China, otros, como ha observado Robert Royal, ven una intensificación de las persecuciones de los católicos y otros fieles religiosos, un daño medioambiental sin precedentes en Oriente como en Occidente, una política de aborto forzado, un control orwelliano de los disidentes y de toda expresión de independencia en la sociedad civil, y el encarcelamiento en campos de concentración de más de un millón de musulmanes uigures en el Noroeste.
Royal, presidente del Faith & Reason Institute y editor de The Catholic Thing, observa justamente que los juicios erróneos del Vaticano son un lugar común: “El Vaticano sigue actualmente una línea constante de crítica contra Occidente y contra una supuesta xenofobia, codicia económica y ‘pecados’ medioambientales de Europa y Norteamérica”.
Royal considera estos clichés ideológicos pueriles; según él, son políticas predecibles como manifestaciones de un “progresismo simplista”. Es un Vaticano que fusiona la verdad de Cristo con una “religión humanitaria” que se ha convertido en un sustituto de la religión que afirma la transcendencia. No hay mucha evidencia de un pensamiento político sobrio, ni siquiera de un ápice de realismo y de moderación en los asuntos humanos.
El amor y la caridad se han politizado de manera desesperanzadora, confundiéndolos con un sentimentalismo utilizado como excusa para todo tipo de exceso, llevado a cabo en el nombre de una “humanidad” perfeccionada. Cuando se apoya un régimen totalitario y ateo que pone en peligro a los hijos de Dios, es evidente que se entra en un territorio problemático, moral y teológicamente hablando.
¿Quién tiene la responsabilidad de este vaciamiento constante, de este asalto a la ortodoxia cristiana tradicional y al sentido común moral y político? Para empezar, Francisco y su cohorte de partidarios de un “nuevo cristianismo”, que prestan una atención insuficiente al horizonte que los cristianos llaman “eternidad”. La Iglesia se está convirtiendo, literalmente, en una institución secular, obsesionada con la política y los temas sociales, ambos muy lejos de su competencia.
Como el valiente obispo de Kazajistán Athanasius Schneider sugiere en su nuevo libro, Christus Vincit: Christ’s Triumph over the Darkness of the Age, el papa Francisco atiende sobre todo a cuestiones seculares, a saber: el cambio climático, el medioambiente (incluido el reciclaje adecuado del plástico), la inmigración, y lo hace de una “manera exagerada”. Este “activismo frenético”, como lo llama Schneider, se olvida de la preocupación por la vida del alma y las “realidades sobrenaturales” de la gracia, la oración y el arrepentimiento.
Este papa proclama la misericordia sin resaltar, al mismo tiempo, la necesidad de arrepentimiento, o la nueva y fundamental orientación del alma. Comparemos esto con el primero de los Evangelios, el de Marcos, en el que Jesús hace continuos llamamientos al arrepentimiento. No hay Reino de Dios sin que el alma se dirija, arrepentida, a la gracia y la bondad de Dios. Francisco tampoco parece creer en el arrepentimiento, temporal o eterno, por los pecados o crímenes graves.
Después de cambiar el Catecismo unilateralmente para declarar que la pena capital es una práctica bárbara e ilícita, ahora sugiere que la cadena perpetua es inaceptable desde el punto de vista de la Iglesia. Parece ser que tiene una confianza utópica en la rehabilitación, y ningún sentido real del mal radical. Su tendencia es identificar el “magisterio de la Iglesia” y su firme enseñanza, que se remonta a los tiempos apostólicos, con sus propios caprichos y preferencias ideológicas. Este tal vez sea el aspecto más preocupante del papado actual.
En el encuentro anual de la Conferencia Episcopal americana, que tuvo lugar en Baltimore el pasado mes de noviembre, el nuncio papal, el arzobispo mons. Christophe Pierre, reconvino a los obispos estadounidenses por no estar de acuerdo con el “magisterio del papa Francisco”. Los fieles católicos no hablan así.
Esto es una demostración de un ultramontanismo inapropiado, que permite que un papa altere la enseñanza perenne de la Iglesia en nombre de un “cambio” o un acomodarse al zeitgeist, sin tener ninguna consideración hacia lo que es permanente en la ley moral natural. Como sugiere el obispo Schneider, hay algo unilateral en el pensamiento del papa Francisco sobre el crimen y el castigo y el supuesto carácter inmoral e ilícito de la pena de muerte.
Francisco comparte de manera irresponsable lo que C. S. Lewis llamaba una “teoría humanitaria del castigo” que, como dice Schneider, “en principio da, implícita o explícitamente, un carácter absoluto a la vida corporal y temporal del hombre”.
Hay una ceguera ante el poder del maligno y el pecado original que conforma este humanitarismo desde el principio al final. Casi no se habla -o no se hace en absoluto- sobre la necesidad de arrepentimiento y expiación por los pecados y crímenes graves, ni siquiera se reconoce que los “crímenes monstruosos” deben ser castigados por comunidades políticas decentes que desean salvaguardar el bien común.
Como bien observa el obispo Schneider, los castigos temporales a menudo llevan al arrepentimiento y a una transformación radical de las almas: testigo de ello es el “buen ladrón” que fue crucificado con Jesús en el Gólgota, que encontró la expiación -y la vida eterna- en el momento de su ejecución. Santa Teresa de Lisieux no participaba en manifestaciones de protesta exigiendo la abolición de la pena de muerte. Más bien rezaba para que criminales de corazón endurecido, a punto de ser ejecutados, respondieran al don de la gracia y se arrepintieran ante un Dios misericordioso que es nuestro padre y amigo. Esta comprensión del pecado, el crimen, el arrepentimiento y la responsabilidad es ajena a este papado y al ala “progresista” de la Iglesia católica, entregada al sentimentalismo humanitario que hoy en día pasa, con demasiada frecuencia, como cristianismo.
Sobre cuestiones como la guerra, la paz, la inmigración y la integridad de las fronteras, Francisco está guiado por el mismo moralismo humanitario que ha conformado su “activismo frenético” en otros frentes. En un libro de entrevistas, de 2018, con el sociólogo francés de izquierdas Dominique Wolton, Francisco desestima con gran rapidez la rica tradición católica de reflexiones éticas y prudentes sobre la guerra y la paz.
Con el tono de una persona que no tiene responsabilidades políticas y que no tiene ni idea de lo que estas puedan ser, declara que no existe una guerra justa. Si lo que quiere decir es que ninguna guerra es sencilla o totalmente justa, está repitiendo la sabiduría del primer cristianismo acerca del impacto del pecado original incluso en las comunidades políticas decentes que intentan defender el patrimonio civilizado de la humanidad.
Pero este papa, abandonando todo tipo de juicio equitativo y equilibrado, declara que solo con la paz se “gana todo”. Pasa por encima del hecho de que la “paz” también puede ser un vehículo de mendacidad, opresión, injusticia, violencia y genocidio, como se ha visto en los regímenes totalitarios.
Como argumenta Vladimir Soloveiev en su Breve relato del Anticristo (1900), puede existir eso que se llama una “paz del mal” y una guerra buena o legítima (y viceversa, desde luego). La concepción de Francisco no se parece en absoluto a la “tranquilidad del orden” tan bien articulada en el libro 19 de la Ciudad de Dios de san Agustín. Ojalá demostrara más deferencia por la rica sabiduría teológica y filosófica del pasado.
Francisco parece creer, como hacían los antiguos leninistas, que las guerras están causadas por capitalistas codiciosos, por el afán de poder, influencia, gloria o fama, nunca por las ideologías totalitarias.
Solo los progresistas o humanitaristas más naífs pueden considerar “el dinero” -“el estiércol del diablo”, como lo llama coloridamente el papa en sus conversaciones con Wolton- como “la mayor amenaza a la paz mundial”. ¡Ay!, meditaciones como esta se parecen más a las declaraciones de un laico progresista que a las reflexiones de un hombre de Iglesia “que conoce la verdad del hombre”, por citar al gran Pascal.
El silencio de la mayoría de los obispos de la Iglesia católica sobre esta bochornosa y destructiva mezcla de progresismo, activismo reflejo y rechazo informal de la más profunda sabiduría de la Iglesia es desconcertante. Hay excepciones. Como ha señalado reiteradamente el cardenal Gerhard Müller, antiguo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la Iglesia debe recuperar la claridad de la verdadera teología y la ley moral natural.
“La renovación espiritual y moral en Cristo y no la descristianización de la Iglesia o su transformación en una ONG”, indicará el camino a seguir. Si la Iglesia no es más que una ONG humanitaria, entones no es santa ni duradera, por lo que será golpeada de un lado a otro por las distintas corrientes ideológicas. En su mensaje antes de Navidad de 2019, Francisco ha arremetido contra los “rígidos” tradicionalistas que no aceptan “los cambios”.
También citó al cardenal Carlo Maria Martini, de Milán, que poco antes de su muerte en 2012 había afirmado que la Iglesia católica estaba atrasada “200 años”. Cabría preguntarse: ¿desde cuándo los estándares de un progresismo vacío moral e intelectualmente sustituyen a las perennes diferencias entre verdad y mentira, bueno y malo? ¿No desea la Iglesia ver y mantener “lo eterno en el tiempo”, tal como dijo T.S. Eliot de manera tan elocuente?
El cambio legítimo presupone una fidelidad mucho más profunda a la verdad imperecedera. Pero los progresistas y humanitaristas católicos han convertido la fe en un hecho histórico. Han sucumbido a lo que el filósofo político católico francés, Pierre Manent, llama “la autoridad del momento presente”. La verdad se desarrolla en esa triste emasculación de la fe de nuestros padres. El amor y la caridad toman una dirección puramente horizontal, y las verdades antiguas y perennes abren la puerta al “espíritu de los tiempos”.
La bondad se convierte en un hecho histórico, que, en cada época o en cada generación, cambia en algo nuevo. Los cristianos progresistas del tipo que dominan la curia romana están obsesionados por la inminente transformación de la naturaleza humana y el mundo. Nos enfrentamos a una decisión existencial de primer nivel: la decisión de elegir entre lo que Eliot llama “las Cosas Permanentes”, o a un llamamiento ideológico, superficial a lo “que está ocurriendo”. Esperamos y rezamos para que el Santo Padre vea lo que está en juego cuando el objetivo es “cambiar” la Iglesia rápida y precipitadamente.
Cuando el general de los jesuitas, el progresista Arturo Sosa, S.J., le dijo al periodista que le estaba entrevistado que nadie tenía grabadoras en los tiempos de Jesucristo cuando este expuso su exigente enseñanza sobre el divorcio y las segundas nupcias, estamos ante un claro menosprecio de la verdad imperecedera y la Palabra de Dios revelada. Nada de esto tiene que ver con el discernimiento pastoral, correctamente entendido, ni con el “desarrollo de la doctrina” de san John Henry Newman.
La doctrina se desarrolla, pero, contundentemente, no cambia.
El carácter Trinitario de la deidad está presente de manera muy amplia en el Nuevo Testamento, y prefigurado en el Antiguo. Sin embargo, la doctrina alcanzó su articulación más plena y completa en el Concilio de Nicea (325). El desarrollo de la doctrina no le debe nada a la negación historicista de una verdad inmutable. Es una distorsión de la fe católica y del significado del famoso concepto de Newman.
Recientemente, en respuesta al último llamamiento del papa Francisco al “cambio”, a su advertencia contra la “rigidez”, a su desacertada exhortación a que la Iglesia se ponga al nivel del mundo moderno, George Weigel planteó una pregunta pertinente: ¿con qué se supone que tenemos que ponernos al mismo nivel? ¿La dictadura del relativismo, el culto al yo imperial y autónomo, la cultura del “sexo separado del amor y la responsabilidad”?
Esto es lo que Jacques Maritain describió como “arrodillarse ante el mundo” en El campesino del Garona, su lamento profético, escrito en 1966, después del Vaticano II, una gran oportunidad de renovación espiritual, teológica y cultural que degeneró en una capitulación al nihilismo que había definido a la modernidad en sus formas menos sobrias y más extremas: la emancipación indiscriminada de la tradición, la cultura, la ley moral y la autoridad de la Iglesia.
Weigel acababa su reflexión, publicada en First Things, con una observación que vale la pena ponderar. El antiguo secularismo de Albert Camus -utilizando el ejemplo de Weigel-, era decente, humano y luchaba por reafirmar la moderación contra el fanatismo ideológico y el deslizamiento, bastante rápido, de la cultura occidental hacia un nihilismo moral debilitante.
Justamente, Weigel añade que el nuevo secularismo-cum-nihilismo, que ya asomaba su feo rostro a mediados de los 60, no tenía más que desdén por la verdad transcendental: “El nuevo secularismo era resentido, agresivo y estrecho de miras” y “ahora está firmemente comprometido en la tarea de sacar a la Iglesia católica de la vida pública en todo el mundo occidental”. Este es el espíritu de los tiempos, un nihilismo apenas oculto, con el que la revolución “francisquista” cree, erróneamente, que puede hacer su paz. A un cierto nivel, el papa Francisco, hijo de la Iglesia, debe apreciarlo.
Durante el lamentable sínodo de la Amazonia (octubre de 2019), la genuflexión ante una estatua que representa la diosa inca de la fertilidad (la llamada Pachamama) tuvo lugar en las iglesias de Roma. El cardenal Müller vio en todo esto idolatría y una profanación satánica. Por su parte, el papa Francisco solo ve solidaridad ecológica y respeto por otras “culturas”. De vez en cuando, el papa ha hecho un llamamiento a la evangelización. Y, al mismo tiempo, advierte contra los esfuerzos de convertir a la gente, o de proselitismo.
La sospecha es que la evangelización que tiene en mente es sobre todo una cuestión secular al servicio de los “valores humanitarios” que definen el nuevo cristianismo. ¿De qué otra manera se puede explicar el llamamiento del papa a una “Alianza Educativa Global” que fomente los valores humanitarios y el activismo, y que culminará el 14 de mayo de 2020 en una cumbre en Roma?
Esto no tiene nada que ver con la propuesta cristiana y mucho con un progresismo de moda e irreflexivo. No dudo de la integridad del pontífice, pero él es en parte un humanitarista que confunde la fe cristiana con una religión secular humanista. Un fiel católico está obligado a resaltar todo esto por el bien de la verdad y de la Iglesia.
Mientras la Iglesia permanece callada sobre “los crímenes y pecados que claman al cielo” (son palabras del papa emérito Benedicto XVI) -los terribles casos de abuso sexual de los sacerdotes y obispos y su encubrimiento-, Francisco dedica muchas de sus energías a promocionar el activismo ecológico (con un enfoque apocalíptico) y todo tipo de causas progresistas simplistas. A veces parece más la voz de un funcionario político de las Naciones Unidas que la del Vicario de Cristo en la tierra.
La Iglesia institucional, es decir, sus obispos y conferencias episcopales, responden a esta revolución que está en marcha en la Iglesia con el silencio, la pasividad y esas actitudes burocráticas y de autoprotección que fueron la causa de la crisis de la Iglesia. Así de profunda es esta crisis.
La religión humanitaria, y la dictadura relativista que la acompaña, forman parte del profundo engranaje de la Iglesia de Roma, y está presente en sus más altos niveles jerárquicos. La Providencia tal vez salve a la Iglesia de convertirse en una rama de la religión humanitaria con la oración, pero solo si los fieles católicos se convierten en agentes honestos que dicen la verdad sobre nuestro Dios, todo amor y providencia. Santo Tomás de Aquino nos recuerda, en la pregunta 91 de la Suma Teológica, que la prudencia y virtud humanas son los medios cruciales que utiliza la divina Providencia para hacer su trabajo.
La pasividad y el silencio ante los excesos de la revolución de Francisco, ante la transformación del cristianismo católico en un nuevo cristianismo humanitario (que ya había sido resaltado por Saint-Simon en Nuevo cristianismo, de 1825), será el final de la Iglesia católica tal como la conocemos. Cuando el “momento presente” se convierte en la autoridad, significa que se ha repudiado el Señorío de Cristo como Amo del Mundo (el título de una novela distópica sobre el Anticristo que, justamente, le gusta mucho al papa).
Esto es precisamente lo que está en juego en el esfuerzo de crear una “nueva” Iglesia que quema sus puentes con el pasado y se comporta basándose en las nociones sin fundamento del progreso moral.
El cardenal Robert Sarah, el obispo africano prefecto de la Congregación para el Culto Divino, muestra el camino para ser testigos fieles en esta época turbulenta. No ataca al papa y nunca deja de proclamar su devoción filial (genuina) al Santo Padre. Pero en cada paso que da, leal a la herencia apostólica, expone la fatuidad del nuevo cristianismo.
En su libro La tarde se acerca y el día va de caída, una serie de conversaciones con el periodista francés Nicolas Diat, de una manera muy elocuente y fiel, el cardinal implora que se dé un testimonio cristiano en el que la oración no sea devorada por un activismo incesante, en el que la verdadera caridad no se confunda con la ideología humanitaria, en el que la liturgia evoque la presencia sagrada de Nuestro Señor Jesucristo, y en el que la teología no se transforme en política (estoy parafraseando un pasaje crucial del libro).
Sarah creció en la Guinea de Sékou Touré, por lo que conoce el fanatismo marxista-leninista desde dentro. Vio el igualitarismo en acción, la persecución atea de la religión, los estragos crueles y sádicos llevados a cabo por la policía gubernamental. Rechaza insistentemente la “opción preferencial por las dictaduras [de izquierdas]” que, por desgracia, marca el pontificado de Francisco, como también su lamentable indiferencia al “fanatismo islamista, que mata para establecer el reinado del terror”.
A Sarah le gusta una libertad política arraigada en la responsabilidad personal y “la autolimitación gozosa”. (Se puede reconocer la influencia de Aleksandr Solzhenitsyn, al que Sarah cita mucho en su libro, tanto como cita a Benedicto XVI.)
En lugar de arrodillarse ante el mundo y sucumbir a la fascinación de la modernidad tardía, en la que no hay lugar para elevar la conciencia ni para la verdad sin fisuras, el cardenal Sarah hace un llamamiento a la Iglesia para que testimonie sin miedo la verdad sobre el hombre.
Debe dar testimonio, con celo evangélico y fidelidad a la ley moral natural, contra las terribles perversiones de la teoría de género y el transhumanismo, que son el “rostro pernicioso” del totalitarismo del siglo XXI, dado que también ellos “esperan mutilar y controlar la naturaleza [humana]”.
La Iglesia tiene ahora una misión primordial: defender la naturaleza humana, la responsabilidad moral y la conciencia conformada por la verdad natural y divina (no por la obstinación dañina) como dones preciosos que vienen del Señor del Pan Eucarístico.
Sarah lo explica muy bien: los hombres y mujeres de buena voluntad deben responder con entusiasmo y gratitud a un “espléndido acto de valentía por parte de la Iglesia” para recuperar las verdaderas fuentes de la libertad humana, la dignidad y la responsabilidad. Sin este acto de valentía, los progresistas guiarán a la Iglesia de Cristo por el camino de la renuncia gradual a todo lo que define la Iglesia cristiana como vehículo de la verdad divina, de la ley moral y de la fidelidad litúrgica al culto del Altísimo.
Y como afirma en un nuevo libro, Des profondeurs de nos coeurs [Desde la profundidad de nuestros corazones], escrito en colaboración con Benedicto XVI, el nuevo cristianismo socava la comprensión auténtica y fiel del celibato sacerdotal, del sacerdocio realmente santificado por Dios.
Al convertirse en profesionales chillones, dogmáticos y moralistas de una religión humanista políticamente correcta, la Iglesia toma el camino de la perdición. El filósofo político Leo Strauss, hablando en 1964 en la Universidad jesuita de Detroit, dijo que la Iglesia católica era el último cuerpo o institución espiritual que realmente apreciaba todos los obstáculos de un proyecto moderno que, abierta y deliberadamente, rechaza el derecho natural en el significado clásico y cristiano del término.
Strauss hizo esta declaración justo en el momento en que importantes personajes dentro de la Iglesia sucumbían a una modernidad que era de todo menos sabia, sobria y admirable. Es lo que el filósofo político Eric Voegelin llamó, de manera muy adecuada, “modernidad sin control”.
Para las futuras generaciones, la Iglesia católica cargará con la vergüenza de haber capitulado ante el régimen totalitario de Pekín, un régimen que exige la lealtad al poder del estado y a la ideología comunista antes que la fidelidad a la gracia salvadora de Cristo. Un estado ateo controla, en la práctica, todos los nombramientos episcopales en China. Los sacrificios de la Iglesia clandestina, cuyos seguidores han permanecido fieles a Roma desde 1949, no son la preocupación principal del secretario de Estado vaticano, el cardenal Pietro Parolin, ni del papa Francisco.
Y no se deben subestimar las simpatías ideológicas que sienten algunos en los círculos que rodean al papa argentino por la tiranía china. Se están cometiendo los mismos errores, pero peores, que llevó a la política vaticana a una conciliación apenas oculta con los regímenes comunistas de Europa del Este (la llamada Ostpolitik de los años 60 y 70); evidentemente, no se ha aprendido la lección.
Como observa el obispo Schneider, el gran cardenal húngaro Jozsef Mindszenty, que se opuso con firmeza a la política del Vaticano en relación con el régimen comunista de su país, y que fue despedido sumariamente por el papa Pablo VI, ahora ha sido declarado digno de veneración por sus “virtudes heroicas cristianas” al ser testimonio de la fe y oponerse al totalitarismo comunista. ¿Nadie en Roma puede unir los puntos y ver que la historia se está repitiendo?
La preferencia por las dictaduras de izquierdas no es solo la demostración de un papado obsesionado con el cambio, sino que es signo de una corrupción moral repugnante, en parte maquiavélica y en parte ideológica, en la escala más alta de la jerarquía de la Iglesia.
Este momento actual nos llama a ser fieles a la moral imperecedera y las verdades teológicas, a adherirnos con lealtad al magisterio comprendido como el peso total de la sabiduría católica, y a rechazar con contundencia la sustitución del magisterio por una corrección política y una visión historicista que es evidente en algunos círculos de la curia.
Y debemos mantenernos firmes, sin temor, en favor de nuestros hermanos y hermanas cristianos que sufren bajo la violencia islamista y la dictadura comunista. Mantengamos en alto el verdadero catolicismo y no el sustituto sensiblero en deuda con la religión humanitaria más que con la fe de los mártires.
Esperemos que el papa Francisco se dé cuenta de la necesidad de una continuidad auténtica en la Iglesia -fidelidad a su antigua sabiduría-, y no de la búsqueda frenética de un cambio por el cambio. Es una esperanza que responde plenamente al respeto filial que los católicos fieles le deben al Santo Padre.