viernes, 21 de diciembre de 2018

El Simbolismo de los Equinoccios y los Solsticios (una teología solar)

Los solsticios y equinoccios son los grandes hitos en el movimiento del Sol en relación a la Tierra. Ya que la mayoría de las antiguas religiones fueron en algún momento cultos solares, alrededor de estas fechas naturalmente se congregan una gran cantidad de fiestas religiosas, ricas en una enorme cantidad de símbolos. 

La religión en sus orígenes fue mayormente una astroteología y la filosofía antigua fue mayormente una filosofía natural, es decir, a partir de la observación de los ciclos naturales y de las relaciones entre la Tierra y el Cielo se construyeron una serie de principios éticos y soteriológicos. 

El hombre creyó comprender que el mundo en el que vivía era un microcosmos del mundo superior, y así él mismo era una imagen que reflejaba al Sol y su vida un emblema de las vicisitudes que enfrenta esta estrella en su movimiento anual. La luz del Sol verdaderamente era la vida del ser humano y de la naturaleza.

De aquí que los equinoccios y los solsticios sean puntos de encaje en los que se engarzan las historias de los diferentes dioses: Cristo, Mitra, Horus, Cronos, Dionisio, Huitzilopochtl, y muchos otros, tienen en su mitología claras coordenadas de correspondencia con estas fechas. 





Algún mitólogo, como Joseph Campbell, nos diría que se trata de una sola historia, la historia del héroe de las mil máscaras. Diremos aquí que se trata de una sola historia, la única historia: la luz que al inscribirse en el espacio hace el tiempo. 

Los solsticios –palabra que significa “sol quieto”– marcan la máxima polaridad de la luz. En el verano, el solsticio es el día más luminoso del año; la plenitud, la fuerza celeste que engendra y se disemina por la naturaleza y, sin embargo, en la máxima intensidad ya se puede percibir el declive de este esplendor. 

En el invierno, mientras que el solsticio es el día más oscuro del año, se celebra el renacimiento del Sol, que empieza a morir en otoño pero que prueba ser invencible (es el Sol Invictus de los romanos), pese a la sagrada vacilación de la muerte en su descenso al inframundo que es como un gesto teatral, como ocurría en los misterios de Eleusis, donde los adeptos tenían una experiencia de la inmortalidad de sus almas investida en el simbolismo de Deméter y Persefoné. 

Los equinoccios marcan el equilibrio –la palabra significa “noche igual”– el día y la noche duran lo mismo, se cancela por un instante la dualidad, sólo para proseguir el eterno juego polar del ocultamiento y la revelación. El equinoccio de primavera marca el inicio del año nuevo astrológico, la renovación de la vitalidad, en la gran iniciativa de Aries (regido por Marte, el planeta de la acción y el coraje). 

El equinoccio de otoño es el heraldo de la muerte y del recogimiento. El signo del cual el Sol sale para entrar en Libra justo en el equinoccio es Virgo, la Virgen, la arquetípica diosa de la Tierra comúnmente identificada con Isis y Ceres, y que marca el momento de atesorar los granos y prepararse para el invierno, la muerte y el viaje al inframundo. Podemos pensar en los solsticios y los equinoccios como los eventos nodales en la vida del Sol: su nacimiento, crecimiento, esplendor y muerte. 

Manly P. Hall, gran erudito de la filosofía antigua, nos dice que “no ha habido ningún pueblo que no haya atravesado algún tipo de de fase de simbolismo solar en su filosofía, ciencia y teología, el Sol ha dominado todas las artes, ha estado involucrado en todas las teorías de armonía musical [recordemos que Pitágoras, según la tradición es el hijo de Apolo, el dios de la métrica y de la luz]. 

Encontramos registros de esto en todas partes porque el Sol [y particularmente sus equinoccios y solsticios], representa la restauración anual de la vida, símbolo de la gran resurrección de todas las cosas existentes, la gran redención, la elevación de toda la vida de la oscuridad a la luz”.

http://cadenaaurea.com/2016/12/el-simbolismo-de-los-equinoccios-y-los-solsticios-una-teologia-solar/

La religión de la naturaleza que tenía en el Sol a su máximo emblema de la divinidad vio en los movimientos del Sol y sus efectos en la Tierra la revelación de las leyes esenciales de la vida. Un tiempo para sembrar, un tiempo para cosechar, un tiempo para reunir, un tiempo para el sosiego; tiempos donde había más energía, tiempos donde era menester conservar esta energía, etcétera. 

El tiempo se revelaba como ritmo y sacrificio –los alquimistas lo llamaron solve et coagula— y seguir ese ritmo era entonces estar en armonía con la ley del cosmos, ley que era una manifestación del poder de la luz que encarnaba el Sol. 

Esto en términos de la economía y la convivencia comunitaria pero también en términos espirituales e individuales, recordando que, como pensaron los filósofos pitagóricos, el alma era también un ritmo y, de hecho, el tono y el tónico esencial del alma es el Sol. Según Manly P. Hall:





La adoración de la naturaleza es la adoración de las realidades de las cosas con una humilde resolución de aprender las lecciones de la luz y la vida, de que, con el tiempo, nos convirtamos en honrados sirvientes de esta Casa de la Refulgencia. Todas las religiones han tenido dioses de la luz y estos dioses de la luz son dioses del amor. Son deidades que protegen, preservan, elevan y redimen toda forma de vida en la naturaleza. 

Y dentro de esta luz tenemos todas las leyes de la vida, y las leyes de la vida son los mandamientos, los métodos, los principio a través de los cuales la vida logra la perfección.

Existe aquí una notable identidad entre la luz, la vida y la ley. Ya lo había dicho San Juan: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”. Pero también, según Hall: “Todo el misterio dela luz es completamente matemático, completamente legítimo, como Newton notó. En la luz están todas las cosas. Y esta luz que viene de arriba es reflejada por todas las cosas de la creación”. 

Esto es lo que nos permite conocer el Sol con sus movimientos matemáticos –que revelan orden, ritmo y arquetipo– y con su luz, que permite que florezca la vida en la naturaleza. La luz es la escritura de las leyes eternas arquetípicas de las cuales el mundo que vemos es un reflejo, como si fuere una sombra. 

El poeta neoplatónico Ralph Waldo Emerson, caro a Manly P. Hall, escribió en su ensayo sobre la Súper Alma: Desde dentro o desde atrás una luz brilla a través de nosotros hacia el mundo y nos hace tener conciencia de que no somos nada, pero la luz es todo. 

Un hombre es la fachada de un templo en el que todo el bien y la sabiduría residen”. En la luz están todas las cosas y para que podamos reconocer esto debemos hacernos nada, dejarnos atravesar por la luz, vaciando nuestra personalidad para que pueda expresarse a través de nosotros la totalidad, lo cual es una forma de rendirle culto al Rey, al Sol, que es el símbolo visible de la Luz del Absoluto.

Manly Hall prosigue:

Esta vida que conocemos brillando eternamente ha sido distribuida como la fuente de la vida individual, luz individual. Y así también la luz como la vida penetra en nuestro interior; el gran núcleo de luz-vida en nosotros es el corazón. El corazón es donde eternamente late el tambor de los dioses. Es aquí donde late el tambor de Shiva, según los sabios de la India, el sonido que emana el pulso que sostiene la vida. 

En todos lados encontramos símbolos, y en donde hay símbolos encontramos la historia del Sol Victorioso, la misteriosa luz universal que iluminó el ser de todas las cosas, y esta luz y este poder es la vida de los hombres. Es la vida de toda la creación, distribuida a través de las hojas de pasto, atravesando toda forma en el vasto árbol de la vida; por ello, en el análisis final, toda la vida es una sola vida, y esa vida es la eterna Luz-Vida en sí misma, el poder de la divinidad en toda la creación.

Una ecuación hermosa: Si existe una sola luz y la luz es la vida misma, entonces todos los seres vivientes son un solo ser. Y en esto nos podríamos apoyar en principios científicos modernos, como el entrelazamiento cuántico que muestran que los fotones existen en un estado de inseparabilidad, de tal forma que cualquier cambio en uno se manifiesta en el otro no obstante la distancia a la que se encuentren.

 Desde la perspectiva de la luz no existe el tiempo ni la distancia, la luz descansa en unidad absoluta e indivisible. Según las teorías más modernas, la vida en la Tierra parece haber sido sembrada por el Sol. Las tormentas solares, como largos espermas de luz, parecen haber acondicionado la atmósfera para el surgimiento de la vida. 

De acuerdo con el premio Nobel, Albert Szent-Györgyi: “Una célula requiere energía no sólo para realizar todas sus funciones sino para el mantenimiento de su estructura. Sin energía, la vida se extinguiría instantáneamente, y el tejido celular se colapsaría. La fuente de esta energía es la radiación del Sol”. Regresamos a Hall:

El Sol es vida, y esta vida es la propiedad común en todas las cosas, el poder del cual dependemos. Desde el más pequeño átomo hasta la más grande estrella, la luz es un símbolo de la presencia de la vida. Esta vida es una promesa, algo que debemos de comprender, esta luz no es algo que se encendió súbitamente de la nada, en un antiguo eón, esta luz es eterna. Por ello la vida es eterna, la inmortalidad es una certidumbre, el crecimiento es inevitable. 

Porque todas las cosas buenas, todas las revelaciones, están basadas en la inevitable e inmediata y eterna presencia de la vida. La vida es por ello algo muy sagrado y al observar su descenso a través de los diferentes ordenes de creación, vemos que la vida se difunde en el ser humano. Hay vida en nosotros y esta vida en nosotros ha hecho su tabernáculo en la carne.

En los Salmos se dice que Dios puso su tabernáculo en el Sol, pero el mismo Sol, que es la chispa divina en nosotros, ha hecho su tabernáculo en el hombre, que es una imagen del Padre.

La luz es vida pero también es el símbolo de la sabiduría, de la verdad que libera de la ignorancia y la ilusión de que perecemos con el cuerpo, como el Sol que renace en el solsticio.

En el conocimiento de la luz, en la conciencia humana que es en realidad una extensión de la Mente Universal, está la certidumbre de la inmortalidad, la paz y la alegría.

El filósofo neoplatónico Porfirio señala que el solsticio está regido por Saturno debido a que el Sol ingresa en el solsticio al signo de Capricornio, y es por ello que en estas fechas se celebraban las Saturnalias en Roma, las festividades que subvertían el orden establecido, regresando lúdica y simbólicamente a una especie de Arcadia o edad dorada (la cual se supone era regida también por el viejo Saturno, dios de la agricultura).





Tradicionalmente en la astrología se dice que Capricornio es la puerta de los dioses (o inmortales) y Cáncer (el signo que se encuentra a 180 grados de Capricornio) es la puerta de los hombres. 

Esto se debe a que en el esquema de Ptolomeo, en el cual está basada la astrología (y también el esquema hermético), el cosmos está formado por siete esferas planetarias, siendo la más baja la Luna (la cual rige Cáncer), la cual marca el ingreso de un alma al mundo material, y la más alta la de Saturno, la cual marca el regreso de un alma al mundo espiritual o a la octava esfera, la de las estrellas fijas (en el descenso del alma el orden se invierte y Saturno es la primera esfera). 

La lectura de Porfirio entonces sugiere que el hecho de que los esclavos fueran liberados durante la Saturnalia simbolizaba la liberación de las almas de la prisión del mundo material (a través de la puerta de Capricornio). 

Tenemos claramente aquí la noción de que la muerte es una posible puerta a una vida más alta, a una regeneración espiritual (algo común a todas las tradiciones, pero será retomado directamente por la alquimia con este mismo simbolismo saturnino).

Sobre lo anterior, Porfirio escribe en su Cueva de las Ninfas (traducción de Thomas Taylor):

Algunos de estos teólogos consideran a Cáncer y a Capricornio como dos puertos; Platón los llama las dos puertas. De ellas, afirman que Cáncer es la puerta a través de la cual las almas descienden, y Capricornio aquella a través de la cual ascienden, y cambian una condición material por una condición divina del ser. Cáncer, de hecho, está al norte y adaptado al descenso: pero Capricornio, está al sur, y acomodado para el ascenso. 

Y así es, las puertas de la cueva que mira hacia el norte tienen gran portento, el cual se dice que es previo al descenso del hombre: pero las puertas del sur no son las avenidas de los dioses, sino de las almas ascendiendo a los dioses. Bajo esta consigna, el poeta [Homero] no dice que sean el pasaje de los dioses, sino de los inmortales; dicha apelación es común a nuestras almas, ya sea en toda su esencia, o en particular en una porción excelsa, son denominadas inmortales. 

[..] Los romanos celebran su Saturnalia cuando el Sol está en Capricornio, y en esta festividad, los sirvientes usan los zapatos de aquellos que están libres, y todas las cosas son distribuidas comunalmente entre ellos; el legislador sugiriendo con esta ceremonia, que aquellos que son sirvientes en el presente, serán más tarde liberados por el festejo de la Saturnalia, y por la casa atribuida a Saturno, i.e. Capricornio; cuando revivan en el signo, y se hayan despojado de las vestimentas materiales de la generación, regresarán a su felicidad prístina, a la fuente de la vida. 

Esta idea de la puerta de los inmortales encontrada en Capricornio en cierta forma reaparece entre los alquimistas, quienes, en esta época en la que toda la vida está concentrada en el subsuelo, buscaban la materia prima que tendrían que nutrir con “la sangre del león verde” (el espíritu vegetal), las sales y el rocío, como si se tratara de un niño (el “niño Dios”) al cual hay que cuidadosamente estimular para convertirlo en el Rey Sol (en Cristo).

 Es bajo el dominio de Saturno, de la muerte del Sol y de la bilis negra que inicia la primera fase de la alquimia, el nigredo, la cual culminará en la obtención de la piedra de los filósofos o la medicina universal. Saturno a su vez es el guardián de la Puerta del Caos desde donde se accede a la Vía Láctea (“el semillero de almas”), según el Poimandres de Hermes Trismegisto, el último escollo para la liberación del alma (también símbolo del karma y de lo necesario) y de la inteligencia más alta. 

Quizás Shakespeare, quien tenía ciertos conocimientos al menos simbólicos de alquimia, tenía esto en mente cuando hizo que en El Mercader de Venecia fuera la llave del plomo (el metal base que simboliza la materia que será espiritualizada) la que abre el corazón de la bella Portia. 





Saturno es paradójicamente el guardián del oro verdadero, de la misma manera que la filosofía encuentra su sentido en la muerte y puede considerarse según Sócrates un entrenamiento para morir, según Sócrates. La alquimia ama la conjunción de los opuestos y no es de extrañarse que justamente en la muerte, en este período de agonía y decrepitud, se haga presente la vida, la semilla áurea, la luz inmortal.


diciembre 21, 2018
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