Vivió hace más de tres millones de años y coexistió con los ancestros de los «primeros hombres». Según un estudio publicado en Nature, hay que llamarle Australopithecus deyiremeda. Lucy.
Todo apunta a que hace cuatro millones de años los precursores de los humanos vivían en el valle del Rift africano. Parece que eran criaturas similares en aspecto a los chimpancés de hoy en día.
Pero eran más robustos y fuertes que ellos, y tenían unos largos brazos para vivir en los árboles y unas piernas que les permitían caminar erguidos de forma eficaz. Su cerebro era similar al de un chimpancé que hubiera sido tan alto como ellos.
Todos ellos dependían aún de los árboles, pero accedían ya a una dieta de suelo más dura, lo que se pone de manifiesto en los fósiles que se encuentran hoy a través del engrosamiento del esmalte dentario, como es el caso de Australopithecus afaranensis (representados por Lucy). Pero hace dos millones de años, el clima cambió a nivel planetario y en el Este de África se hizo más seco y estacional, lo que se tradujo en que los árboles escasearan en la zona.
Alrededor de ese momento, aparecieron lo que ya se pueden considerar como primeros humanos: los representantes del género Homo. Estos aprendieron a fabricar herramientas de forma sistemática, y así accedieron a una dieta más diversa y rica en carne, lo que impulsó su proceso de cerebralización, o sea, de crecimiento del cerebro.
Poco a poco, con la aparición de la cultura (el conjunto de conocimientos transmitidos a través de las generaciones) pudieron responder al reto del clima y adoptar una estrategia más flexible para vivir en las cada vez más extensas sabanas, mientras que otras muchas especies se extinguían hace un millón de años. Se cree que es una nueva especie porque tiene unos dientes distintos a los de otras.
Pues bien, este miércoles, un estudio publicado en la revista Nature saca a la luz el descubrimiento de una nueva especie de aquellas que se extinguieron y le han puesto el nombre de Australopithecus deyiremeda. Según los investigadores, este hallazgo refuerza la hipótesis de que en el período con una antigüedad comprendida entre uno y cuatro millones de años, coexistieron varias especies de «humanos tempranos».
«La nueva especie es otra confirmación más de que Lucy, representante de los Australopithecus afarensis, no fue el único potencial ancestro de los humanos que vivieron en lo que hoy se conoce como región de Afar, en Etiopía», ha explicado Yohannes Haile-Selassie, un reputado investigador que ha liderado la investigación y que dirige el proyecto Woranso-Mille. «Al menos hubo dos, si no tres, especies de humanos tempranos conviviendo en la misma zona y en el mismo momento».
Según los investigadores, este hallazgo no solo tendrá importantes repercusiones en la forma de reconstruir esa época que marcó el origen del hombre, sino que llevará el debate científico a otro nivel: «Algunos de nuestros colegas van a mostrarse escépticos con esta nueva especie, lo que no es infrecuente.
Pero aún así, creo que es momento para que investiguemos las etapas más tempranas de nuestra evolución con la mente abierta y examinando cuidadosamente los fósiles antes que descartar aquellos que no encajan con nuestras hipótesis antiguas», ha argumentado Haile-Selassie.
Un nuevo pariente
La nueva especie tiene una antigüedad de entre 3,3 y 3,5 millones de años y lleva su nombre en honor a la expresión «day-ihreme-dah», que en la región de Afar, donde ha sido encontrada, significa «pariente cercano».
La existencia de este «familiar» se justifica a partir del hallazgo de una mandíbula (tanto inferior como superior), en la que se han observado varias características que hacen a sus dientes distintos a los de los Australopithecus afarensis (representados por Lucy). Esto sugiere que ambas especies podrían haber tenido dietas distintas y por ello, haber convivido en la misma zona sin alimentarse de los mismos recursos.
De hecho, según el estudio, los dientes de la nueva especie son más gruesos, las mandíbulas más robustas y los dientes anteriores más pequeños. La dentadura de los fósiles permite suponer cómo era la alimentación de los ancestros. Además de examinar los dientes, los investigadores han calculado la antigüedad de los restos recurriendo a datos geológicos, radiométricos (carbono 14) y paleomagnéticos (estudiando la orientación de los cristales de hierro presentes en algunos minerales). La polémica de «crear» especies
Tal como explica Carlos Varea, profesor de Antropología Física en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), en los últimos años han ido apareciendo nuevas especies pero siempre con la oposición de algunos científicos que habrían preferido no incluirlas.
El motivo es que «el concepto biológico de especie está desdibujado incluso para nosotros mismos. Hay ocasiones en que los investigadores tendrán más notoriedad si designan una nueva especie y otras en las que las diferencias que se usan para justificar que se hable de dos especies puedan pertenecer a una misma».
Como prueba de ello, Varea recuerda que Homo sapiens sapiens y Homo sapiens neanderthalensis se solían considerar como dos especies y que no se podían reproducir entre ambas, «pero hoy se sabe que tuvieron cruzamiento efectivo y portamos genes de ellos». La máquina del tiempo
Por su parte, Armando González Martín, también profesor de Antropología en la UAM, resalta que a la hora de postular la existencia de nuevas especies se suelen usar «restos fragmentarios e incompletos, de un único individuo» y que, en general, «el registro fósil a veces no nos permite discriminar, sin una “máquina del tiempo”, si lo que encontramos son especies muy variables, o líneas que hubieran perdido la posibilidad de tener descendencia en común», es decir, especies distintas.
Parece claro que resulta muy difícil saber hoy día cómo fueron los parientes lejanos del ser humano, y que la búsqueda de repercusión mediática puede influir también sobre las motivaciones de los científicos. Pero Carlos Varea destaca el prestigio del equipo de Yohannes Haile-Selassie y que a pesar de todo se ha ido extendiendo el consenso al considerar que varias especies convivieron en el período que va de los cuatro millones, al millón de años de antigüedad, y que «más que unos eslabones perdidos, hay una radiación de especies, como un coral que se abre en muchas ramitas divergentes».
Algunas de esas ramas, permitieron que los primeros Homo se adaptaran al cambio climático usando su cerebro y las primeras manifestaciones de la cultura, las herramientas. Fue su flexibilidad y su capacidad de acomodarse lo que les permitió vivir en las nuevas circunstancias. Poco a poco, a medida que se reconstruye el pasado, parece que hasta el conocimiento científico va evolucionando.
Artículo publicado en MysteryPlanet