El Grifo fue un animal fabuloso, presente de forma ininterrumpida en la mitología de las civilizaciones de Oriente Próximo y Asia occidental, cuya forma varía con el tiempo, si bien siempre es fácilmente reconocible ya que combina un cuerpo de león con cabeza, pecho, alas y garras de águila.
Ésta morfología puede presentar variantes: la cabeza puede ser de buitre o, sobre todo en las representaciones mesopotámicas, de león. Las patas pueden ser todas de león o todas de águila, o bien aparecer dos y dos. Es posible también que el cuerpo del felino aparezca alado y sea más pequeño, del tamaño de un lobo, y ocasionalmente puede tener cola de serpiente.
Otras veces se le atribuía cuerpo de león, pero con cabeza y alas de águila, orejas de caballo y una cresta con aletas de pez. Por otra parte, la postura del grifo no es uniforme: aparece amenazador y rampante, como custodio de un trono real, como montura de un dios o, simplemente, como un animal de presa.
Lo mismo se puede decir respecto a su color; el historiador griego Ctesias decía que estaba cubierto de plumas rojas en el pecho y negras en el cuerpo, azules en el cuello y blancas en las alas, pero en época bizantina, cuando el grifo consolida por completo su carácter solar, es totalmente blanco.
De todo lo anterior se deduce que el grifo reunía en sí los caracteres físicos de los dos animales más poderosos de la tierra y del aire, el león y el águila. Era regente del aire y también de la tierra. Esta imagen de imponente poder se refleja en la etimología del nombre, pues grifo parece provenir de la raíz indoeuropea grah, ‘agarrar’, en referencia a la condición rapaz y agresiva de este animal.
Las imágenes del grifo más antiguas remiten por igual a Mesopotamia y Egipto, lo que no permite saber con exactitud cuál fue su lugar de origen. Sin embargo, sí parece probado que esta figura mítica conoció un enorme éxito iconográfico y se fue dispersando hacia Palestina y Siria, y de allí hacia Grecia. Del arte griego pasó luego al etrusco y, más tarde, al bizantino. Los artistas medievales también incorporaron esta figura a sus composiciones; así, aparece en el Libro de Alexandre o en los relieves de la catedral de Santiago de Compostela.
Con el paso del tiempo, los caracteres del grifo se fueron definiendo. Quedó convertido en un ave cuadrúpeda de enormes garras, con uñas del tamaño de los cuernos de un buey, capaces de aferrar el cuerpo de un caballo o de un hombre completamente armado y transportarlo por los aires (las garras eran tan grandes que se podía fabricar una taza o un vaso con cada una de ellas; de hecho, durante la Edad Media se comerció frecuentemente con supuestas garras de grifo, en la creencia de que cambiaban de color si se introducía un veneno en ellas).
Cuando el grifo echaba a volar, el viento que producían sus fuertes alas bastaba para derribar a los hombres. Los grifos vivían en los montes Hiperbóreos, en algún punto de Escitia, en lucha constante con los arimaspos, los cuales intentaban robarles el oro y las esmeraldas que colocaban en su nido como talismán contra las alimañas venenosas del monte.
Los enemigos naturales del grifo eran los hombres, a los que no temía en absoluto, y los caballos. De su enorme hostilidad hacia este animal da cuenta el hecho de que Virgilio no encuentra imagen más significativa para describir las bondades de la Edad de Oro que decir que en esta época incluso los caballos se mezclaban con los grifos (posteriormente esta idea hará fortuna en la figura del Hipogrifo).
Lo verdaderamente increíble de este animal, cuya presencia es constante en la mitología de la zona mediterránea y de Oriente medio desde hace seis mil años, es que nunca ha dado lugar a una auténtica leyenda mítica. En efecto, tan sólo dos apuntes existen referentes al grifo: uno es la lucha contra los grifos custodios del oro, y el otro el viaje por los aires de Alejandro Magno.
Es en Grecia donde aparece por primera vez el motivo de la lucha entre los hombres y los grifos en un poema del siglo IV a.C., titulado Arimaspeia, del que por desgracia no se conservan más que seis versos. El autor del relato, el poeta Aristea de Proconeso, cuenta su viaje hacia el país de los hiperbóreos, la tierra del dios Apolo, quien le había inspirado su obra.
Durante el camino se había encontrado a los arimaspos, unos extraños seres ciclópeos, en lucha perpetua con los grifos para apoderarse del oro que éstos custodiaban. Un siglo más tarde el historiador Heródoto retomó la historia y escribió que los grifos construían nidos de oro.
La segunda leyenda relacionada con el grifo aparece ya en época medieval, en el Libro de Alexandre, reconstrucción fantástica de la vida del emperador Alejandro Magno, en la cual el macedonio se convierte en un héroe en el que confluyen motivos religiosos, caballerescos, legendarios, etc., capaz de realizar numerosas proezas.
Entre ellas está la de enganchar en su carruaje dos grandes grifos. El macedonio, ya conquistada la tierra, decide a emprender la conquista del cielo; asciende a una elevada montaña cercana al Mar Rojo y ordena construir una especie de cesto que sujeta con cadenas a unos grifos.
Alejandro idea entonces una treta para conseguir que los grifos levanten el vuelo. Sentado en el interior de la barquilla, sujeta en sus manos dos largas pértigas de madera en cuyo extremo había colocado unos trozos de carne que caían justo delante del pico de los animales; así pues, éstos, en su afán de alcanzarla, echan a volar.
Después de sobrevolar la tierra durante el tiempo suficiente para verla como una isla rodeada del océano, la extraña aeronave cayó al agua, al parecer sin consecuencias trágicas para el rey. Se trata éste de un motivo recurrente en la iconografía mundial a lo largo de la historia que, como el anterior, no ha permanecido en el imaginario colectivo.
Los antiguos hebreos consideraron que el grifo representaba Persia y su religión dualista, el zoroastrismo, pero básicamente el grifo fue siempre -como tantos otros híbridos- una figura guardiana.
En la Creta minoica representó la valentía vigilante, y así también lo consideraron los antiguos griegos, convencidos de que los grifos protegían los tesoros de oro en Escitia e India. Para los romanos, el grifo fue el emblema de Apolo, el dios del sol, y estuvo relacionado con Atenea, diosa de la sabiduría y con Némesis, diosa de la venganza.
Con la llegada del cristianismo, el grifo se convirtió en la imagen de venganza y la persecución y, ya en época medieval, fue uno de los pilares de los bestiarios cristianos, pues pasó a simbolizar la naturaleza dual -humana y divina- de Cristo.
En cualquier caso, el grifo siempre mantuvo su carácter guardián pues imágenes suyas en piedra -a modo de gárgolas- custodian frecuentemente los templos y palacios en la arquitectura gótica de la Baja Edad Media.
En realidad, toda esta enorme difusión del grifo parece deberse a su aspecto formal, elegante y vigoroso, el cual se presta a un papel emblemático y simbólico, antes que a una fabulación mítica. Esta es quizá la razón que explica el dilatado uso de esta figura en heráldica, donde siempre ha representado la fuerza y la vigilancia.
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