La crisis en Bolivia es la última de una serie alarmante, en la que se mezclan gobiernos que rompen los límites constitucionales, demandas sociales que sobrepasan los canales formales, oposiciones radicalizadas y la reaparición de las Fuerzas Armadas como árbitro.
Todo, en el contexto de una opinión pública polarizada, que sólo reconoce como democráticos a quienes piensan igual
El gobierno de Evo Morales terminó con una crisis completamente inesperada años atrás (foto montaje)
A 30 años de la tercera ola democrática, que sepultó a los regímenes autoritarios que habían sido la norma en América Latina, la democracia entró en una preocupante fase de debilitamiento.
El fenomenal crecimiento económico que experimentó la región entre 2003 y 2013, que permitió reducir la pobreza y expandir las clases medias en casi todos los países, no estuvo acompañado de una consolidación política. Con el deterioro de la economía en el último lustro, se desataron varias crisis que exponen la fragilidad de las instituciones latinoamericanas.
La última es también una de las más dramáticas, por los indudables éxitos que había tenido el gobierno de Evo Morales en Bolivia. Pero la legitimidad de un masivo acompañamiento en las urnas, en un país con un sistema político desarticulado y escasos mecanismos de contrapeso, le permitió torcer a su favor dos reglas centrales de la democracia: el límite de los mandatos —clave en todos los sistemas presidenciales— y la inviolabilidad del sufragio popular.
Con el objetivo de refundar el país, impulsó en 2009 una reforma constitucional que creó el Estado plurinacional de Bolivia y, entre otras cosas, extendió a cinco años el período presidencial y habilitó una reelección consecutiva. Para no ser acusado de querer perpetuarse, incluyó una cláusula por la cual se iba a considerar como primer mandato al que había comenzado en 2006, por lo que solo iba a poder presentarse una vez más.
Evo Morales y el ex comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, Williams Kaliman (REUTERS/David Mercado)
Pero el triunfo con 64% de los votos en las presidenciales de 2009 lo convenció de que podía ir por más. Para eso dio un paso decisivo, que fue aprovechar su mayoría calificada para poblar de seguidores al Tribunal Constitucional y al Tribunal Electoral. Tras suprimir su independencia, consiguió un fallo que anulaba la restricción que él mismo se había autoimpuesto y le permitió volver a postularse en los comicios de 2014.
Una nueva victoria aplastante, creyó, le despejaba el camino para seguir obviando los límites. No sólo los de las leyes, sino incluso los de la ciudadanía. El 21 de febrero de 2016, el 51,3% de los bolivianos votaron en contra de habilitar una nueva reelección, pero el 29 de noviembre de 2017 el Tribunal Constitucional emitió uno de los fallos más insólitos de la historia latinoamericana: sostuvo que la Constitución violaba los derechos humanos de Morales al impedirle postularse.
Viendo lo que está pasando ahora, se comprueba hasta qué punto se debilita la democracia cuando la Corte Suprema se convierte en un apéndice del Poder Ejecutivo. En Colombia, por ejemplo, donde Álvaro Uribe era tan popular como Evo en Bolivia, fue la Corte Constitucional la que en 2010 frustró sus planes de ir por un tercer mandato.
“Una causa del debilitamiento de la democracia es el comportamiento cada vez más autoritario de presidentes elegidos democráticamente. Como bien describen dos politólogos estadounidenses en un libro publicado recientemente (Cómo mueren las democracias), los líderes electos pueden erosionar gradualmente los procesos para aumentar su poder.
Eso lo vemos claramente en casos como Bolivia o Venezuela, donde Morales, Chávez y Maduro acumularon poder copando la Corte Suprema y la Corte Electoral con aliados, entre muchas medidas que llevaron a un desgaste de las normas democráticas.
Eso pone a los partidos de oposición en una situación muy difícil: o aceptan participar en un sistema semi autoritario, con reglas de juego desiguales, o redoblan la apuesta usando métodos inconstitucionales para volver al poder. Ninguna de las dos opciones es buena para el fortalecimiento de la democracia”, explicó Miguel Carreras, profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de California, Riverside, consultado por Infobae.
Morales necesitaba superar el 50% de los votos u obtener diez puntos de ventaja sobre el ex presidente Carlos Mesa para ganar su cuarta reelección en los comicios del 20 de octubre pasado. Ninguna de las dos condiciones se estaban cumpliendo cuando se interrumpió misteriosamente el cómputo de votos, que estaba por concluir. Cuando se reanudó, Morales obtenía los diez de diferencia y se declaraba ganador.
Hasta ese momento, Mesa, un dirigente que durante la mayor parte de su trayectoria se caracterizó por su moderación, era el principal referente de la oposición. Pero la indignación popular con lo que se percibió como un fraude empezó a darle protagonismo a líderes radicalizados y extra partidarios, como Luis Fernando Camacho, del Comité Cívico de Santa Cruz.
Lo que terminó de activar el estallido fue la confirmación de que el proceso electoral efectivamente había estado viciado de graves irregularidades, la última frontera que le faltaba cruzar a Morales. Primero lo dijo la empresa contratada por el Tribunal Electoral para auditar los comicios. Luego lo afirmaron los supervisores de la OEA, que hasta ese momento había sido complaciente con el gobierno, pero que pasó a reclamar una repetición de las elecciones.
Morales trató de darle una salida institucional a la crisis que él mismo había desatado aceptando que se vuelvan a realizar los comicios. Pero ya era tarde. Las voces moderadas se habían apagado. Mientras hordas atacaban las casas de funcionarios masistas —luego, la del propio mandatario en Cochabamba— y los forzaban a renunciar, la Policía se amotinó y el general Williams Kaliman, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, le sugirió renunciar.
Daniel Ortega creó un ejército paramilitar para sofocar la rebelión ciudadana que inició en abril del 2018 en Nicaragua
Totalmente vaciado de poder y con un respaldo menguado —hasta la Central Obrera Boliviana le había pedido la dimisión—, Morales renunció el domingo pasado. Desde entonces, Bolivia está en una suerte de estado de excepción, en el que siguen los enfrentamientos entre las facciones en disputa, los periodistas son amenazados y no pueden trabajar, y no se sabe qué es legal y qué no.
“Lo que ha ocurrido es una debilidad institucional inherente a los procesos políticos encabezados por líderes personalistas, que se conciben a sí mismos como su expresión genuina.
Por lo tanto, se resisten a delegar en otros la continuidad del proceso y, en muchos casos, pasan por alto restricciones constitucionales. Tanto Morales en Bolivia como Daniel Ortega en Nicaragua se ven a sí mismos como líderes de un pueblo virtuoso, con la responsabilidad de frenar a la elite dominante, que sin duda tiene impulsos reaccionarios y altamente conservadores.
En Bolivia, las nuevas autoridades y los referentes opositores que encabezaron las revueltas rechazan la integración indígena, sus símbolos y sus discursos, y eso resulta particularmente grave en un país donde un gran porcentaje de la población es indígena”, dijo a Infobae el politólogo Pablo Valenzuela, becario del Centro de Estudios para el Conflicto y la Cohesión Social.
La crisis expuso también la otra cara del debilitamiento de la democracia en la región: la polarización total de la opinión pública, que ni siquiera llega a acuerdos mínimos sobre lo que son las reglas básicas de la democracia.
Quienes se sienten identificados con Morales consideran que no hay nada antidemocrático en lo que hizo entre 2016 y 2019, y que lo único que sucedió fue un golpe de Estado perpetrado por los policías, los militares y las elites. Con la misma ausencia de matices, los que se ubican en el bando contrario entienden que Evo era un dictador y que no hubo nada irregular en su salida.
“En el contexto de discursos populistas, muchos grupos se han apropiado del concepto de democracia, dotándolo de significados específicos que no son compartidos por todos los actores políticos —continuó Valenzuela—. Ello lleva a que se polaricen las posiciones. Mientras algunos reclaman para sí la defensa de la democracia como ellos la entienden, otros son acusados de golpistas en la medida en que sostienen alguna noción diferente.
En ese marco, es necesario llegar a puntos comunes sobre qué es la democracia: procesos electorales y un sistema donde los partidos pierden, entre otras cosas. Hay que construir un piso común que identifique a todos los actores sociales y políticos, pero ellos mismos tienen que estar dispuestos a reconocer y acatar las reglas del juego”.
La democracia, otra vez en cuestión
Si bien se registraron crisis importantes en diferentes países de América Latina en la década de 1990, la mayoría logró procesarlas institucionalmente. Una de las grandes excepciones en esos años fue Perú, que quedó marcado por el golpe de Estado que dio el presidente Alberto Fujimori en 1992. Con apoyo de las Fuerzas Armadas, disolvió el Parlamento, intervino drásticamente el Poder Judicial, aplicó severas restricciones a la libertad de expresión y empezó a perseguir a opositores políticos.
El cambio de siglo fue un período de fuerte inestabilidad en toda la región, porque coincidió con la recesión que afectó a buena parte de las economías entre 1998 y 2002. El suceso más traumático de esa etapa fue el golpe de Estado contra el gobierno de Hugo Chávez en abril de 2002. Pedro Carmona, entonces presidente de Fedecámaras, estuvo menos de 48 horas en el poder con la ayuda de una parte de las Fuerzas Armadas. Pero una movilización popular y la reacción de otro sector militar lo desalojó del gobierno y restableció a Chávez en la presidencia.
Desde ese momento se abrió una era de aparente consolidación de la democracia, apoyada en el crecimiento económico sostenido que vivió la región por más de una década. La mancha en el período fue el derrocamiento de Manuel Zelaya en Honduras en junio de 2009, tras un conflicto con el Congreso. Las Fuerzas Armadas, que parecían corridas de la escena en la región, lo sacaron de su residencia y lo llevaron en avión a Costa Rica, avalando la asunción de Roberto Micheletti, presidente del Parlamento.
Los altos jefes militares posan con el presidente Martín Vizcarra sentados en su despacho presidencial (Foto: Twitter Presidencia Perú)
Lo de Honduras fue un recordatorio de que esas cosas aún podían suceder en América Latina. Pero seguía pareciendo impensable en la mayoría de los países.
Las crisis democráticas comenzaron a desencadenarse a partir de 2016, cuando quedó claro que China ya no iba a crecer ni a comprar commodities al nivel en que lo venía haciendo, y las economías de toda la región se resintieron. Conflictos que estaban en ascenso, pero se mantenían bajo relativo control, terminaron de estallar.
“Las debilidades institucionales de América Latina no son nuevas, son de largo plazo. Estados débiles, falta de mecanismos representativos genuinamente democráticos, hiperpresidencialismos autoritarios, jueces politizados, corrupción endémica.
La lista es larga.
En la primera década y media del siglo, el boom de las commodities y las esperanzas despertadas por el acceso al gobierno de partidos de izquierda y centro izquierda generaron una estabilidad que atenuó el conflicto social y forjó expectativas de mejoras en las condiciones de vida de la población.
Hoy estamos en una nueva media década perdida de bajo crecimiento económico y estancamiento, que se une con la pérdida de apoyo y de legitimidad de los gobiernos de turno. Eso expone nuevamente las debilidades institucionales de la democracia liberal en América Latina”, sostuvo Francisco Panizza, profesor de política comparada latinoamericana de la London School of Economics, en diálogo con Infobae.
El máximo exponente de este proceso es, sin dudas, Venezuela. Los gobiernos de Chávez habían corrido ciertos límites constitucionales, pero no se habían atrevido a vulnerar el principio electoral. A diferencia de Morales, ganó en 2009 un referéndum para enmendar su propia Constitución y habilitar la reelección presidencial indefinida.
Algo que no existe en ninguna democracia presidencialista más o menos consolidada, aunque es muy habitual en los autoritarismos electorales de África y Asia Central. Al igual que Evo, convirtió al Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) en un ente testimonial.
Pero los niveles de conflictividad empezaron a crecer a partir de 2013, cuando murió Chávez y asumió Nicolás Maduro, y fueron muy superiores a los de Bolivia, donde además la economía se mantuvo siempre ordenada y estable.
Un sector radicalizado de la oposición asumió el liderazgo en 2014 y trató de forzar la salida de Maduro a través de movilizaciones en las calles. La respuesta del gobierno fue una combinación de represión y persecución que dejó a decenas de muertos y a varios presos políticos, entre ellos, Leopoldo López.
El fracaso de esa alternativa le abrió la puerta al ala moderada de la oposición, que apostaba a una salida electoral. El sorprendente triunfo en los comicios legislativos de diciembre de 2015, que le dio le dio mayoría de la Asamblea Nacional a los opositores, parecía augurar un desenlace institucional al enfrentamiento.
Pero ocurrió todo lo contrario. Ante la perspectiva de dejar el Estado, el chavismo se exacerbó. A través del TSJ, el Gobierno bloqueó absolutamente todas las acciones aprobadas por el nuevo Parlamento.
Luego negó arbitrariamente la posibilidad de realizar un referéndum revocatorio y en 2017 creó un Legislativo paralelo, la Asamblea Nacional Constituyente, en comicios fraudulentos y sin participación ajena al oficialismo.
“La causa principal para explicar el aparente debilitamiento de la democracia es el uso de los procedimientos democráticos para debilitar el sistema y así realizar un objetivo alternativo. Esto, en combinación con el antiguo fantasma de Latinoamérica, el autoritarismo, puede explicar parcialmente la cuestión.
Tras alcanzar el objetivo inicial, que es controlar el Ejecutivo, se hace una necesidad controlar los demás poderes, así como el ente que organiza las elecciones. Una vez consolidado el poder, es cada vez más fácil debilitar la democracia”, dijo a Infobae el politólogo Miguel A. Buitrago, profesor de la Universidad de Hamburgo.
La estocada final fueron las elecciones presidenciales de mayo de 2018, que se realizaron con los principales líderes y partidos opositores proscritos, y sin aceptar supervisión internacional. Así Maduro obtuvo una reelección considerada ilegal e ilegítima por muchos países. Con ese argumento, en enero de este año la Asamblea Nacional desconoció a Maduro y nombró “presidente encargado” a su titular, Juan Guaidó.
El conflicto permanece abierto y el actor clave es la Fuerza Armada Nacional. No ya como árbitro o garante del orden, sino como parte de un régimen en el que el componente militar se impone cada vez más sobre el civil.
El caso de Nicaragua tiene parecidos impactantes con el de Venezuela, empezando por la reelección presidencial indefinida. La democracia también se fue horadando de a poco, a partir de la acumulación de atribuciones por parte del gobierno de Daniel Ortega. Primero ilegalizó al principal partido de oposición y despojó de sus bancas a varios de sus diputados, y luego ganó su cuarto mandato en comicios sin adversarios reales ni auditorías externas.
Tras varios años de una extraña calma, la ciudadanía estalló en 2018 con un masivo movimiento de protesta, que fue brutalmente reprimido. Ortega continúa en el poder, pero la inestabilidad es enorme.
Honduras volvió a demostrar que tiene una de las democracias más débiles de América Latina en 2017, cuando Juan Orlando Hernández, presidente desde 2014, fue habilitado por la Corte Suprema a postularse a una reelección, a pesar de que no está contemplada por la Constitución.
Ganó en comicios plagados de irregularidades. Este año la degradación alcanzó un nuevo nivel cuando la Justicia estadounidense condenó por narcotráfico a su hermano Tony y acusó a Hernández de recibir sobornos millonarios de El Chapo Guzmán.
Instituciones sin respuestas
Latinobarómetro anticipó en 2018 la crisis de la democracia en América Latina. Su encuesta regional reveló que sólo el 48% de los latinoamericanos considera que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno. El dato igualó al de 2001 como el peor desde 1995, cuando la organización comenzó a realizar el estudio. Además, llegó a un máximo de 28% la proporción de personas que dicen que les da lo mismo si hay o no democracia en su país. El 15% directamente prefiere un régimen autoritario.
También llegó a su pico en el período la insatisfacción con el funcionamiento de la democracia: 71 por ciento. Los insatisfechos representaban el 51% en 2009, 20 puntos menos. Otro dato preocupante es el declive de la confianza en el órgano de control electoral, lo que supone que se descree del resultado de los comicios. Entre 2006 y 2018 cayó de 51 a 28 por ciento.
En muchos países de la región no se registraron golpes de Estado, pero sí graves tensiones que muestran la decreciente capacidad de la democracia para procesar los conflictos y dar respuesta a las demandas sociales. El impeachment a Dilma Rousseff en agosto de 2016 es un buen ejemplo.
Si bien el proceso siguió los pasos que dicta la Constitución, y fue supervisado por un Supremo Tribunal que es considerado independiente, lo anodino del delito que se le imputó —manipular las cuentas públicas— revela que el objetivo era usarla como chivo expiatorio ante el reclamo de la ciudadanía contra la corrupción política.
Fue el resultado de un fracaso de los partidos políticos para dirimir sus diferencias como se espera de ellos. El triunfo de Jair Bolsonaro, un militar con un discurso antisistema y antipolítico, es otro síntoma del mismo malestar.
“Desde los años 90 la democracia no ha traído las mejoras prometidas al inicio de la tercera ola —dijo Buitrago—. La gente perdió las ilusiones y se ha tenido que confrontar con la realidad democrática.
Esa realidad que se basa en la aceptación de una derrota electoral, en la realidad de los resultados de compromisos políticos, en la realidad de tomar en cuenta la opinión de la minoría política, y en la realidad de querer vivir esos valores liberales. A todo eso se le suma la creciente desigualdad, que parece la manifestación de esa discrepancia entre los ideales de la democracia y la dura realidad”.
En Perú hay muchos puntos de contacto con lo que está pasando en Brasil. Tres ex presidentes fueron arrestados por causas de corrupción vinculadas al Lava Jato, y el cuarto, Alan García, se suicidó en abril de este año, antes de ser detenido por la misma razón.
También cayó la jefa de la oposición, Keiko Fujimori, que había perdido las elecciones de 2016 por centésimas. Eso la llevó a proponerse desestabilizar a los gobiernos. Primero el de quien la venció, Pedro Pablo Kuczynski, y luego el de Martín Vizcarra, quien lo sucedió tras su renuncia —para evitar la destitución—. El enfrentamiento con el Parlamento, dominado por el fujimorismo, llegó al extremo de que el presidente lo disolviera y este reaccionara suspendiéndolo por 12 meses.
La disputa se zanjó cuando una multitud salió a respaldar a Vizcarra, y este se mostró con los jefes de las Fuerzas Armadas, que le mostraron explícitamente su apoyo. Un ejemplo del inquietante rol que parecen haber recuperado los militares en la región.
“En este escenario han vuelto a surgir las Fuerzas Armadas como árbitro. En realidad, es un rol al que nunca han renunciado del todo. La diferencia es que no se involucran directamente en el proceso político, ni buscan tampoco ocupar una posición de poder, sino que inclinan la balanza hacia alguna posición. El caso de Venezuela es diferente, pues el proceso bolivariano desde un principio se basa en la incorporación de los militares en la política, y hoy gran parte del sostén del que dispone el gobierno de Maduro es gracias a su presencia monolítica”, dijo Valenzuela.
Otro modelo de crisis es el de Ecuador y Chile. En ambos casos, un aumento en un servicio —la gasolina en un caso y el metro en el otro— desencadenó una ola de protestas masivas y violentas, que paralizaron al país.
“El caso chileno es muy diferente —dijo Carreras—. No se observa la misma tendencia del ejecutivo a erosionar las normas democráticas, pero la crisis actual parece ser el resultado de una crisis de la representación democrática en ese país y de un crecimiento económico muy desigual. Esto se relaciona con una incapacidad de los gobiernos sucesivos para responder a las expectativas crecientes de las nuevas clases medias, que sienten que sus demandas son ignoradas por el establishment político”.
Entre los elementos comunes a ambos países se puede encontrar el enojo con el deterioro de las condiciones de vida y la desigualdad, la ausencia de vehículos estatales o partidarios capaces de canalizar el descontento, y la apelación de los gobiernos a las Fuerzas Armadas con la esperanza de restaurar el orden.
“La creciente presencia de los militares puede ser un resultado de la confluencia de dos factores. Por un lado, el debilitamiento institucional de la democracia, asociado fuertemente con la crisis de los partidos políticos, que deja un vacío que no puede ser llenado por los actores del sistema. Por otro, el resurgimiento de diversas formas de conflictividad social, desde la que se origina en factores socioeconómicos hasta la de carácter delincuencial, que asumen expresiones violentas.
Ambos factores ofrecen una oportunidad a actores como los militares que se ven a sí mismos como portadores del orden. Por tanto, es probable que estos episodios de presencia e intervención se hagan más usuales en América Latina”, afirmó Simón Pachano, profesor de ciencia política en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales Sede Ecuador (FLACSO), consultado por Infobae.