“En cuanto al corazón, nudo de los vasos y fuente de la sangre que circula rápidamente por todos los miembros, lo han colocado, por así decir, en el puesto de guardia”.
Tales son las palabras de Platón en El Timeo, enigmática obra compendio de enseñanzas secretas sobre el hombre y el Universo. No en vano Platón bebió en las fuentes de sabiduría de Heliópolis en Egipto. Explica Platón que es el corazón quien permite que la parte mejor impere en la personalidad y que sólo la voz del corazón sea escuchada por “todo lo que en el cuerpo tiene sensibilidad”.
Imagen retirada de egiptoforo.com
Según los Iniciados egipcios, el corazón es el asiento de la conciencia moral, el trono donde mora el dios interno del hombre. Como toda sangre es impulsada por el corazón y a él vuelve, toda vida deja su huella en el corazón. Los egipcios lo representaron por una vasija donde se hallaba la esencia de las experiencias vividas. En el “Peso del Corazón del Difunto”, es lo que se pesa en uno de los platillos de la balanza (y en el otro la pluma de la Verdad, Maat). Es necesario para superar esta prueba un corazón de fuego que reduzca a cenizas las acciones.
Platón llama al corazón “Nudo de los vasos”, tal y como hicieron los aztecas al representar en el corazón el movimiento, el nudo que ata el espíritu a la materia y el alma a su herramienta. Ahí se anuda el alma. El corazón es el testigo del hombre y de su incesante marcha.
El corazón es el Sol del hombre, como el Sol es el Corazón del Sistema Solar. No es necesario un laboratorio para saber que hay seres humanos que son como antorchas en la noche, y otros que parece que tienen sus entrañas de piedra. Los egipcios llamaron al Corazón el Padre- Madre, el de los Transformadores. Porque todo cambio real, toda renovación, debía surgir del corazón. Wallis Budge se refiere a un amuleto en forma de corazón y en él inscritos en caracteres jeroglíficos: “Yo soy el alma de Kepher-Ra”. Kepher-Ra es el Ser-que-avanza, que supera las pruebas experimentando en cada una de ellas una transformación que le hace más luminoso. Es el Sol en el amanecer que se eleva hasta el Mediodía.
Los amuletos-corazón son de cornalina, jaspe rojo, cerámica vitreada roja o pasta de color. Tanto la cornalina como el jaspe rojo simbolizan el dinamismo, el coraje necesario para enfrentarse a los enemigos invisibles. Se relacionan con la ira de las divinidades defendiendo sus lugares, cuya raíz debe ser el cielo y no las pasiones animales. Es la exaltación, hija del Cielo.
Ya en las primeras Dinastías nos encontramos con tabletas en que se representa a Ra, el Hacedor, –el corazón que transforma en luz la realidad– y en el interior de Ra, el Ibis.
imagen bajada de artknowledgenews.com
Horapolo, sacerdote griego del siglo III d.C., en su Hieroglyphica, el primer tratado sistemático de la lengua jeroglífica egipcia, afirma que los egipcios representaban el corazón como un ibis. Pues el animal está íntimamente unido a Hermes, señor de todo corazón y raciocinio, porque también el ibis en sí mismo es semejante al corazón.
Y en Plinio: Con la pintura de esta ave significan los egipcios el corazón del hombre y le dedicaron a Mercurio, a quien tenían por presidente y gobernador de las palabras y los conceptos del corazón.
En época griega el ibis (hibi) es el signo del jeroglífico del corazón (ib). Y Plutarco, en su Isis y Osiris, nos recuerda que el Ibis era “la primera letra de su alfabeto”, pues de este dios, Thot, venía toda inteligencia y memoria. A él estaba consagrado el lenguaje de los jeroglíficos, pues se supone que todo conocimiento real llega del corazón y vive en él. La verdadera belleza brota del corazón de los seres. El jeroglífico que expresa la bondad, la belleza, la música y la eterna juventud es Nefer. Es –ya nos lo advirtió Horapolo– un corazón del que surge la tráquea. La voz que surge del corazón de la vida, la belleza y la bondad.
El mismo nombre de Egipto, según Horapolo, significa “Corazón en llamas”: Para escribir Egipto pintan un pebetero ardiendo y encima un corazón, indicando que así como el corazón del cebo se abraza continuamente, del mismo modo Egipto, por el calor, produce continuamente los seres vivos que están en sí o a su lado.
Este jeroglífico o “corazón llameante” es también uno de los epítetos de los Faraones.
El nombre “Egipto” con que los griegos se referían a esta tierra de sabiduría, significa “el misterio”. Los académicos pretenden hacerlo derivar de una contracción de uno de los nombres de Menfis: “Heka-Ka-Ptah”, o “el castillo del ka de Ptah”. Pero jamás los egipcios llamaron con este nombre a su tierra, sino con el de Kem: “Tierra de Fuego”, “Tierra negra” o “Tierra quemada”. Kem significa tanto “negro” como “consumación final”.
Las milenarias enseñanzas del visir Ptahotep miran al corazón como llave de moral: es ahí donde vive la regla de Maat. El corazón da la verdadera medida. Todo exceso es una traba para el corazón. Dice: sigue a tu corazón durante toda tu vida o no vivir de acuerdo al corazón hace desaparecer el corazón.
Yerra –afirma Ptahotep– quien desoye y olvida su corazón. Que un buen corazón es el mejor don de Dios. Nada, ni bienes, ni salud, ni riquezas pueden sernos más útiles que el corazón. Pues “para un hombre su corazón es vida, salud y prosperidad” (Ankh-Oudjat-Seneb). El lenguaje del corazón es el lenguaje del alma, el distintivo del noble: “Sólo puede mandar aquel que llega al corazón” y “llega al corazón aquel cuyas palabras no giran egoístamente en torno a sí”. Es desde el corazón como se ordenan todas las potencias del alma, pues es ahí donde vive Maat, la piedra angular que da a cada uno su justo lugar. “Quien obedece a su corazón estará en orden”.
Para los egipcios obedecer es oír y entender, ambas facultades del corazón. Sin entender los dictados de la vida uno se golpea contra las orillas de piedra de la fatalidad: “Dios ama al que entiende; al que no entiende (la vida) Dios lo rechaza”.
La avidez y el deseo sin freno devoran lo que está a su alcance para llenar aquello que sin corazón no puede ser colmado. Como en El mercader de Venecia de Shakespeare, nada puede sustituir el “peso exacto” del corazón. La avidez es una enfermedad incurable: “el que es ávido de corazón carecerá de tumba”.
El ávido carece de descanso. No descansa su alma en la vida ni más allá, pues no puede forjar las herramientas mágicas que permiten construir moradas, lugares de refugio. El ávido aparta de sí todos los bienes que son herencia natural del hombre. El ávido de corazón huye de su ser que haría de él un señor del momento presente. Sin este don el hombre es un esclavo del “ahora”, de aquello que siempre huye.
Podemos constatar que grandes aforismos de la Filosofía antigua son herederos del pensamiento egipcio. Donde los egipcios representaron un Ibis-corazón ante la pluma de Maat, los griegos y romanos enseñaron su “¡nada en exceso!”. Como el corazón está en el centro del ser humano, lo perfecto se halla siempre en el Justo Medio. Es el Satva de los hindúes, “el reposo en el conocimiento divino”, que se traduce como “bondad, pureza, armonía, equilibrio”. El Talmud, la sabiduría hebrea, herencia de la egipcia, proclama: “Si corre tu corazón, haz que vuelva a su lugar”.
En el Libro de los Muertos de habla de dos corazones: Ib y Haty.
Ib, con el jeroglífico de una vasija en forma de corazón, es la sede de la conciencia, el corazón que se pesa en el juicio. En el corazón Ib vive el saber que ve, la intuición. Llega, dicen los himnos egipcios, al hombre desde la Madre Celeste. Ahí vive el hombre verdadero. Este corazón es el “Padre-Madre, el de las transformaciones”. El corazón de Aire y Fuego de los textos ocultistas, una imagen viva de Maat, la luz celeste que guía. En los himnos del Libro de los Muertos se pide “Que el corazón IB no sea arrebatado”. Ib es el cáliz místico donde se vierte la llama divina. Ilumina o no, pero no puede perder su pureza sin mancha. Está o no está en el hombre. Es una posesión natural del corazón humano y en él se vive, es la morada natural. Decimos que es “arrebatado” cuando esa luz espiritual se retira del corazón, al ofrecer éste malas condiciones para poder vivir en él. Es el corazón responsable de los actos, sede del pensamiento, la memoria, la inteligencia, el valor y la fuerza de la vida.
Haty, literalmente “lo que está delante, el pecho”, se representa por la parte delantera de un león. En los himnos egipcios se pide que “no sufra transformaciones”, que pueda estar inmóvil, no perseguir las imágenes de los sentidos, sino domarlos. Que pueda no transformarse con lo que toque, no teñirse de la vida, sino alumbrar la vida con su propio fuego. Es una imagen del poder de transformar la realidad, el corazón de Agua y Tierra de los ocultistas. En este corazón reside el poder mágico, porque si Ib es el asiento del Alma, Hati es su brazo, su poder.
En el Libro de los Muertos se habla del Corazón Ib, el Haty y las entrañas: “El corazón se extravía oyendo a su vientre”. (Ptahotep). El vientre o entrañas representa lo indómito e instintivo en el hombre, los caminos sombríos y tortuosos en el alma, el inconsciente de la psicología actual, su egoísmo atávico, la piedra, arbusto y fiera adheridos al alma. Aquí está la constitución del Alma humana de Platón, cuando en La República describe que en ella viven el alma prudente, la irascible y la concupiscible. Ib y Haty, se insiste una y otra vez, se deben encontrar y permanecer en su lugar, apartados de las entrañas.
Las entrañas –en otra clave– también representan la personalidad humana. Son el hígado, riñones, pulmones y estómago depositados en los vasos canópicos y vigilados por los 4 hijos de Horus, señores de los 4 elementos y de las 4 direcciones del espacio.
¿Por qué el corazón era tan importante para los egipcios? Porque escribe en la Tierra los designios del Cielo, y hace llegar al Cielo la voz de la Tierra. Está en el medio. Crece, se expande, se abre y da fruto en la tierra, pero es la simiente del Cielo. Son su padre y madre el cielo y la tierra. “Yo habito en el cuerpo de Geb, mi padre, y en el de Nut, mi madre divina”. Las pruebas dan vigor al corazón cuando obtiene la victoria, que es como una luz que se expande en el reino del corazón.
Dañan el corazón sólo las acciones que el Cielo abomina. “¡Que no se ejerza violencia sobre mí!”, rezan los textos egipcios. Porque el verdadero dolor es el que daña el corazón. Todos los demás carecen de real importancia y no dañan al Hombre interno.
El “corazón del difunto” debía seguir latiendo para abrir las puertas del Mundo Invisible. Junto a él, un escarabajo de lapislázuli, símbolo de la renovación perpetua. “El corazón, don de Dios”, debía serle restituido. El corazón es también testigo de la luz de los dioses: “Yo puse tu corazón en el interior del cuerpo para ti, para que tú puedas recordar lo que has olvidado” (Textos de los Sarcófagos).
Y porque debía seguir latiendo, y no ser arrebatado, y porque no debía testificar contra su portador, el difunto tenía escritas en sus vendas, en papiros o en la dura piedra de sus sarcófagos, textos que le recordasen quién era, qué se esperaba de él, aún más allá de las puertas de la muerte.
“No dejes que tu corazón desfallezca” Papiro de Ani
José Carlos Fernández