sábado, 18 de mayo de 2013

Un sistema moribundo en la UVI judicial


Escribe el profesor Ignacio Sotelo, catedrático de sociología y referente de la izquierda ilustrada española: “parece que hemos llegado a la etapa final del régimen que creó la Transición. Siguen abiertas, junto con la cuestión republicana, las que atañen al modelo socioeconómico de producción y a la organización del Estado. 

En esta tesitura cabe tan solo una renovación a fondo de las instituciones, a lo que sin duda empuja la gravedad de la crisis, pero es algo que un régimen moribundo no está en condiciones de acometer (…) es probable que en los próximos años asistamos impasibles al desmoronamiento del orden institucional que, como ha ocurrido tantas otras veces en nuestra historia, desemboque en un nuevo período de inestabilidad en el que todo puede ocurrir” (El País de 11 de mayo). Ayer, los exministros Jordi Sevilla y Josep Piqué coincidían: “Es muy probable que el proyecto político de la Transición, en cuyo marco hemos vivido, esté agotado” (diarioEl Mundo).

El diagnóstico es duro pero certero. Los síntomas de la agonía del sistema adquieren toda su dimensión cuando los jueces, a través del ejercicio de la actividad jurisdiccional, como en la Italia de los años noventa marcan la agenda pública y emergen como poder de referencia. La renuencia a reconocer que es preciso cambiar con cierta radicalidad las estructuras avejentadas del régimen le conducen a su colapso. Los episodios de presunta corrupción política (caso Bárcenas, caso Gurtel, caso ERES, caso Palau, y otros que alcanzan a más de mil políticos) y empresarial (con protagonistas presuntos tan relevantes como el expresidente de la CEOE y el de Caja Madrid, además de un centenar de imputados por delitos de carácter financiero y societario), resultan la excrecencia patológica de una estructura de convivencia en la que fallan los mecanismos de regeneración y depuración y sobreponen al estamento judicial. No constituyen estos casos el núcleo del problema pero sí la expresión del mismo.

Pese a la fragilidad de sus pilastras, una clase política mediocre pugna por mantenerlo en la agonía mientras nuestro país contempla perplejo cómo los juzgados sustituyen, en afluencia, interés y determinación, al Parlamento

La esencia del mal está entrañada en la superestructura de poder. Está fuera de duda que el bipartidismo ha hecho crisis. Los dos grandes partidos que en 2008 llegaron a representar al 84% del electorado están lejos ahora de alcanzar el 60%, pese a que Rubalcaba considere “prematuro” augurar la conclusión del turno PP-PSOE en el poder y Rajoy pida “más tiempo”. De otra parte, la forma monárquica del Estado atraviesa un deterioro como la que reflejaba la encuesta de El Mundo del pasado lunes según la cual el 55% de los consultados consideraba que el Rey debe abdicar, y el 57,3% opinaba que aunquedon Juan Carlos intente una remontada no conseguirá recobrar el crédito moral, datos coherentes con los dos suspensos que obtiene la monarquía en los dos últimos barómetros del CIS que preguntaba sobre la institución.

A mayor abundamiento, el modelo de Estado polariza a los ciudadanos. En varias regiones ya son mayoría los ciudadanos que prefieren una España sin autonomías o con éstas pero sin sus competencias actuales. Y en general, cuatro de cada diez consultados son partidarios de volver a centralizar el Estado, en tanto el movimiento segregacionista adquiere una gran energía en Cataluña y mantiene la guardia alta en el País Vasco. Organizaciones sociales como el Foro de la Sociedad Civil, integrado por una nómina de personalidades de gran calibre intelectual presidida por Ignacio Camuñas, ha firmado un manifiesto pidiendo la “sustitución del actual Estado autonómico por un Estado unitario”. Y otras como la Fundación Transición Española proponen reducir a 13 las comunidades autónomas y limitar sus competencias. El fiasco del mal funcionamiento constitucional no forma parte sólo del agravio nacionalista, sino ahora también de amplios sectores de la sociedad española.

Los sistemas políticos que se han sometido a reformas y transformaciones son los más sólidos. Alemania reformuló su federalismo en la primera década de este siglo yGran Bretaña -por procedimientos muy flexibles- ha realizado importantes retoques constitucionales. Si Francia es la Republica con mayor solidez institucional se debe a que está en su quinta versión. En 1958, el general Charles de Gaulle encargó la elaboración de la que sería la Constitución de la V República, tras la IV de 1946. En 1962, y como quiera que el modo de elección del presidente resultaba insatisfactorio por indirecto, un referéndum introdujo el sufragio universal a dos vueltas para su elección para mandatos de siete años que desde 2000 son de sólo de cinco. Italia es, sin embargo, una democracia de baja intensidad rescatada por acciones judiciales incisivas que compusieron en los años noventa la Tangentópolis. Nos vamos pareciendo a ella.

Los regímenes sanos no tienen miedo al cambio. El español no lo está y carece de energía para transformarse. Por el contrario, pese a la fragilidad de sus pilastras, una clase política mediocre pugna por mantenerlo en la agonía mientras nuestro país contempla perplejo cómo los juzgados sustituyen, en afluencia, interés y determinación, al Parlamento. Son la UVI del sistema.

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