El 95% de los egipcios respalda el golpe de Estado militar que derrocó al presidente Morsi pero la prensa occidental denuncia con espanto un regreso a la dictadura invocando para ello los muertos civiles de la represión.
Para Thierry Meyssan, esa actitud tiene su origen en la visión aseptizada del mundo que se impone a los pueblos de Occidente, los cuales –olvidando las lecciones de su propia Historia– parecen creer que todos los conflictos pueden resolverse de forma pacífica.
En Estados Unidos y Europa, la prensa hace causa común contra el golpe de Estado militar en Egipto y lamenta ruidosamente el millar de muertos registrado desde entonces. Le parece evidente que los egipcios que derrocaron la dictadura de Hosni Mubarak son ahora víctimas de una nueva dictadura y que Mohamed Morsi, electo «democráticamente», es el único que puede ejercer el poder de forma legítima.
Pero esa visión de los hechos no tiene en cuenta la unanimidad de la sociedad egipcia en su respaldo al ejército. Cuando Abdelfatah Al-Sissi anunció la destitución del presidente Morsi, lo hizo rodeado de los representantes de todas las sensibilidades del país, entre ellos el rector de la universidad Al-Azhar y el jefe de los salafistas, quienes aprobaron la medida al hacer acto de presencia en el momento del anuncio. El general Al-Sissi puede, por consiguiente, sostener con toda razón que el 95% de sus compatriotas respalda su actuación.
Para los egipcios, la legitimidad de Mohamed Morsi no depende de cómo fue designado presidente –con elecciones o sin ellas– sino de los servicios que prestó al país desde ese cargo. Y el hecho es que la Hermandad Musulmana demostró sobre todo que su divisa «¡El Islam es la solución!» no bastaba para disimular su falta de capacidad para gobernar.
Para el egipcio de a pie, el turismo disminuyó enormemente, la economía sufrió una grave regresión y la moneda nacional perdió el 20% de su valor.
Para la clase media egipcia, Morsi nunca fue electo democráticamente. La mayoría de los colegios electorales fueron ocupados a la fuerza por los miembros de la Hermandad Musulmana y el 65% de los electores optó por la abstención. Se trató en realidad de una farsa que contó con la complicidad de los observadores internacionales enviados por Estados Unidos y la Unión Europea, que de hecho apoyaron a la cofradía. En noviembre, el presidente Morsi suprimió la separación de poderes al prohibir que los tribunales contradijeran sus decisiones. Luego disolvió la Corte Suprema y revocó al Fiscal general. Más tarde abrogó la Constitución y ordenó la redacción de una nueva ley fundamental, trabajo que puso en manos de una comisión nombrada por él. Y finalmente impuso la adopción del nuevo texto mediante un referéndum boicoteado por el 66% de los electores.
Para el ejército, Morsi anunció su intención de privatizar el canal de Suez, símbolo de la independencia económica y política del país, y de venderlo a sus padrinos qataríes. Inició la venta de los terrenos públicos del Sinaí a personalidades del Hamas para que trasladaran los trabajadores de Gaza hacia Egipto, permitiendo así que Israel liquide su «cuestión palestina». Y sobre todo, llamó a entrar en guerra contra Siria, posición avanzada histórica de Egipto en el Levante. Con ese llamado, Morsi puso en peligro la seguridad nacional, cuando su obligación era preservarla.
Pero el problema de fondo de los occidentales ante la crisis egipcia sigue siendo la violencia. Visto desde Nueva York o París, un ejército que dispara contra manifestantes con munición de guerra no puede ser otra cosa que tiránico. Y para pintarlo de manera aún más horrible, la prensa subraya que entre las víctimas hay mujeres y niños.
Se trata de una visión aséptizada y falsa de las relaciones humanas, una ilusión según la cual el no portar armas es una prueba de disposición al diálogo. El fanatismo es, sin embargo, un comportamiento que nada tiene que ver con el hecho de estar o no armado. Es un problema que los propios occidentales enfrentaron hace 70 años. En aquel entonces, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill ordenaron arrasar ciudades enteras, como Dresde –en Alemania– y Tokio –en Japón–, que estaban repletas de civiles desarmados [1]. A pesar de ello, se trata de dos líderes a los que nadie cataloga hoy como criminales sino más bien como héroes. Pero se considera evidente e indiscutible que el fanatismo de alemanes y japoneses hacía imposible toda solución pacífica.
¿Son los miembros de la Hermandad Musulmana terroristas y deben ser vencidos? Toda respuesta global esa pregunta sería errónea ya que existen numerosas tendencias en el seno de esa cofradía internacional. Dicho esto es justo señalar también que su historial habla por sí solo. La Hermandad Musulmana tiene, en efecto, un impresionante pasado como golpista en numerosos Estados árabes. En 2011 organizó la oposición contra Muammar el-Kadhafi y se benefició cuando este fue derrocado por la OTAN. Hoy sus miembros recurren de nuevo a las armas para apoderarse del poder en Siria. En el caso de Egipto, el presidente Morsi rehabilitó a los asesinos de su predecesor Annuar el-Sadat y los liberó. También nombró como gobernador de Luxor al segundo jefe del comando que masacró a 62 personas, principalmente turistas, en ese mismo lugar en 1997. Además, durante su reciente llamado a manifestar por el regreso de «su» presidente al poder, los miembros de la Hermandad Musulmana incendiaron 82 iglesias coptas.
Los egipcios no parecen compartir la repulsión de los occidentales por los gobiernos militares. Prueba de ello es el hecho que el pueblo egipcio es el único del mundo que ha sido gobernado por militares –con excepción del año de Morsi– durante más de 3 000 años.
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