EL EXPERTO EN INFORMACIÓN BRUCE SCHNEIER CARACTERIZA NUESTRA CIVILIZACIÓN ACTUAL EN TÉRMINOS QUE CREÍMOS NO VOLVER A VER EN LA HISTORIA.
En la historia de la humanidad, los grandes cambios tecnológicos han producido reacomodos del poder en las sociedades de acuerdo al acceso y adaptabilidad de las condiciones de vida a las nuevas formas de generar valor. En otras palabras: la historia humana, desde la rueda, es una competencia perpetua del hombre frente al hombre para ver cuál de los dos subyuga al otro. ¿En qué términos se da este reacomodo de fuerzas en la era de la información y cuáles son las perspectivas del mundo que creamos hoy en día, con nuestros hábitos en línea?
Bruce Schneier, experto en seguridad informática, ha analizado estos procesos históricos y tecnológicos en la blogósfera, en libros como Beyond Fear: Thinking Sensibly about Security in an Uncertain World y el más reciente, Liars & Outliers, donde ha caracterizado el modelo actual de nuestra civilización como una vuelta al feudalismo medieval. Los señores feudales mantenían la estabilidad económica, política y militar de un sector del reino, pero como las antiguas sociedades democráticas griegas, reproducían el esquema de centralizar mucho poder en manos de muy pocas personas. Al igual que ellos, afirma Schneier, compañías como Google, Apple, Microsoft y Facebook se encargan de administrar un sector específico de esa “tierra de nadie”, el Internet, realizando alianzas estratégicas con los gobiernos de los países (caso NSA) para asegurarse que la balanza del poder siga quedando del lado del gobierno.
¿Pero no es justamente eso lo contrario a la idea del Internet libre?
40 años después del primer correo electrónico, estamos cansados de leer cómo el Internet es el sueño húmedo de todas las utopías previas de la historia: las “leyes naturales” del propio sistema se encargarían de regularlo, como si fuera un mecanismo vivo, aunque ciertamente dependiente de la regulación estructural del mercado (en cuanto a acceso a equipos y software), el anonimato permitiría que grupos tradicionalmente desorganizados y relegados a la marginalidad política (minorías, organizaciones ecologistas o no lucrativas, etc.) fueran escuchados por las masas, y que las disidencias de países con tradiciones totalitarias (China, Rusia, Brasil, los países del antiguo bloque soviético, Corea, etc.) saltaran por encima de las barreras geográficas y entraran de lleno “al futuro”.
También escuchamos de qué modo la “aldea global” aboliría las fronteras políticas y se convertiría en un enorme ágora, la plaza pública donde nació la democracia ateniense, pero esta vez sin que los hombres libres fueran aquellos que poseían tierra y esclavos: esta vez la definición de libertaddebería ampliarse (o reducirse, según el punto de vista) para albergar a todos aquellos que pudieran tener acceso a Internet.
Pero según las estadísticas más actuales de cobertura y acceso a la “supercarretera de la información” (para usar el cursi nombre que le daban los medios a principios del siglo XXI), apenas 34.3% de la población mundial tiene acceso a Internet; en África, menos del 15.6% de la población cuenta con este acceso: poco más de 167 mil personas en un continente con más de mil millones de habitantes.
Entrando en la segunda década del siglo, es patente que la red ha cambiado la forma en que trabajamos y nos relacionamos con los demás. La palabra clave es “cambio”, el cual, con su cuota de caos, puede traer mayor felicidad y paz o nuevos problemas: al pasar por sobre las legislaturas nacionales, el Internet provocó cambios agudos en la política de las industrias del entretenimiento “tradicional” (cine y música, especialmente) que vieron cómo decrecían anualmente sus márgenes de ganancia mientras más y más personas adoptaban el consumo de películas y discos vía protocolos P2P; los pequeños empresarios vieron la posibilidad de enfrentarse a las grandes campañas publicitarias a través de buen trabajo y buenas ideas: surgió el crowdfunding, y David sigue haciendo su lucha diaria contra Goliat; los activistas sociales tuvieron un foro para organizarse y perseguir luchas legítimas desde la clandestinidad; nombres como Assange, Snowden o Manning son sinónimos de aquel mítico Prometeo que roba el fuego a los dioses para dárselo a los hombres: y el fuego en este caso es información confidencial de las maneras en que los gobiernos, especialmente desde Washington, vigilan a personas y otros gobiernos para mantener por otros medios el mismo viejo poder tradicional: mediante el control al acceso a la información.
Recuerdo una historia de hace algunos años sobre cómo unos ladrones digitales lograron robar un dólar de cada una de las miles de cuentas de cierto banco, poniendo a la ley a su favor: para enjuiciarlos necesitarían que cada cuentahabiente afectado levantara cargos contra los ladrones por ese dólar robado. Las ciberpolicías tardarían casi una década en estar a la altura de los hackers e ingenieros para llevar las persecuciones entre policías y ladrones un asunto de forenses digitales y rastros de data.
El problema, según Schneier, es que estos “grupos marginales”, tradicionalmente relegados por el poder, no hicieron lo suficiente para aprovechar la ventaja que representaba el avance tecnológico. La burocracia tradicional se mudó lentamente de lo impreso a lo digital, pero las formas alternativas de organización política no se adelantaron lo suficiente a su tiempo. Efectivamente, los rebeldes sirios pudieron utilizar proxys para pasar por debajo de la vigilancia gubernamental y organizar su guerra de guerrillas en distintas ciudades, pero el gobierno logró rastrearlos a través de esas mismas vías. Tecnología en manos de empresas privadas que se ponen al servicio de los gobiernos, como apunta Schneier: “la misma tecnología de reconocimiento facial que Disney utiliza en sus parques temáticos también puede identificar a quienes protestan en China o a activistas de Occupy Wall Street en Nueva York. Hay que pensarla como un acuerdo público/privado de vigilancia.”
Por el lado de la iniciativa privada, el argumento de Schneier por un “feudalismo virtual” es mucho más evidente: si el iPhone era visto como un “arma de información masiva” durante las revueltas de 2012 (tanto para organizar grandes colectivos de personas como para documentar abusos policiales), a la vez es una garantía de distintas rentas: no sólo la de comprar el producto en sí, sino de actualizar el sistema operativo con las especificaciones del fabricante, las cuales no pueden ser cambiadas por el usuario promedio. Y es precisamente el “usuario promedio” el que toma la forma de un siervo medieval: trabaja una parcela que pertenece a un señor feudal, quien, a cambio de su trabajo, se encarga de regular y administrar la información del usuario: de hacerlo participar del mundo.
Así, las fortunas de Bill Gates o de Carlos Slim no se explican como la de los viejos productores de bienes en la primera modernidad: ellos no venden un producto de una vez y para siempre, sino que el capitalismo actual toma una forma que pensamos superada históricamente: la renta. Los equipos de cómputo, el software, incluso las intangibles nubes donde almacenamos nuestra información así como la administración de nuestras redes dependen de empresas con el conocimiento y la capacidad de mantener esta infraestructura digital en que el mundo se mueve hoy en día. Las computadoras, los gadgets y el Internet no son, a pesar de nuestras esperanzas iniciales, un patrimonio común de la humanidad: no son –aún—un derecho, por lo que no someten a ningún gobierno y a ninguna empresa privada a ninguna obligación.
¿Estamos en un punto de no retorno? ¿En manos de quién quedará la cibersoberanía en los años por venir? Para Schneier, parte de la solución puede venir de “Robin Hoods” tecnológicos que se adecúen a la dinámica del feudalismo virtual: un esquema de habilidades técnicas que todo aquel que quiera mantenerse en cierto control de su propia información deberá aprender, y que va desde establecer su propio servidor de correo electrónico, hacer uso de herramientas de cifrado de datos y de navegación anónima, y aprender a andar por la “supercarretera de la información” como un hitchiker, como un marginal de la red.
El problema es que preferiríamos que alguien más se hiciera cargo de estas aparentemente difíciles tareas: preferimos “sacrificar” un poco de libertad y anonimato en favor de la practicidad y economía de tiempo que representa el que Facebook pueda administrar nuestros comentarios en blogs, o que Google administre nuestro login de YouTube, correo electrónico, etc. Justo a la mitad del poder corporativo y de las disidencias electrónicas se encuentran los restos de la clase media: una clase despolitizada y de gran reproductibilidad ideológica, pues que la última carta que los separaba de los más pobres (a saber, su capacidad de agenciamiento, organización y acción política) se ve mermada cada vez más por la idea de que el éxito social consiste en acceder a la clase de los consumidores. El consumo es la fachada de la participación como agente integrador de nuestra sociedad, y no las fantasías humanistas de discusión, organización y crítica.
Pero tal vez no todo esté perdido. Los feudalismos medievales evolucionaron hacia relaciones de poder donde los estados-nación asumieron obligaciones a la vez que concedieron derechos. Hoy en día esos derechos necesitan no ser creados ni reconocidos, sino ejercidos. El documento que históricamente ha servido para asignar estos derechos y obligaciones ha sido la constitución política, pero esta figura legislativa no avanza con la suficiente velocidad como para contener el crecimiento del poder corporativo. Para Schneier, la clave de un futuro con una relación de poderes más o menos deseable sólo puede venir de la transparencia de los ciudadanos a la información de los gobiernos, y que los gobiernos apliquen esa misma vigilancia sobre la iniciativa privada.
“Desafortunadamente”, escribe Schneier, “la dinámica del mercado no necesariamente obligará a las fuerzas corporativas a ser transparentes; necesitamos leyes para hacer eso. Lo mismo aplica para el poder descentralizado; la transparencia es cómo habremos de diferenciar a los disidentes políticos de las organizaciones criminales.”
La información es el gran bien de estos días, el gran “commodity” en el cambio de un modelo consumista a un modelo de renta de consumo; pero la información también es una forma de contaminación. Schneier nos lleva a pensar que, al ver los primeros días de la modernidad industrial, nos preguntamos cómo la gente del siglo XIX usaba y desperdiciaba recursos, y comenzaba también a contaminar el ambiente con desechos industriales y gases nocivos. Del mismo modo, “nuestros nietos voltearán a vernos durante estas tempranas décadas de la era de la información y nos juzgarán por cómo lidiamos con el rebalance del poder resultante de toda esta información.”
A diferencia del optimismo de los primeros años del siglo y del miedo sobre el nuevo estado de cosas a raíz de la lucha contra el terrorismo, podríamos ver un poco más adelante sobre nuestro propio tiempo y preguntarnos si nos gustaría ser la generación que cedió todos sus derechos políticos en aras de la fantasía del consumo: si la historia, lejos de terminar, como habría querido Fukuyama, simplemente se hubiera estancado y hubiera puesto marcha atrás, hacia un feudalismo “por otros medios”, hacia un feudalismo de la información.
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