El Shincal. Aún cubiertas las ruinas por el paso del tiempo.
Cuando uno habla de pirámides, inexcusablemente se piensa en Egipto o en México (foto) que son, cuanto menos turísticamente, las conocidas por el común de la gente. Pero a poco de andar en estos temas, uno encuentra con sorpresa que pirámides –ciertamente, de distintas alturas y complejidades– las hubo sobre toda la faz del planeta: China, Perú, Tailandia, Islas Canarias, Mongolia, Zimbabwe… Incluso, se afirma que al norte del Brasil, en las espesuras vírgenes del Matto Grosso, observadores aéreos han divisado en medio de la selva tres gigantescas construcciones de este tipo.
El uso que les haya sido dado es motivo de especulaciones. Una cosa es cierta: por lo general no fueron tumbas, el cual es otro de los mitos creados en torno a ellas. Gran biblioteca de piedra, observatorio astronómico o centro esotérico de iniciación, practicamente todas las hipótesis pueden aplicárseles. Finalmente, está el misterio –en realidad, una colección de ellos– de su ingeniería. Desde Herodoto –llamado “padre de la Historia”– hacia aquí, incontables generaciones de
intelectuales se han devanado los sesos tratando de explicar cómo fueron hechas. Y al día de hoy, la mayoría de esas “explicaciones” siguen siendo improbables.
Aquí están, éstas son.
El Shincal. A la derecha, aún cubiertas las ruinas por el paso del tiempo.
Los que desde hace años nos venimos dedicando al estudio de estos enigmas, tropezamos a veces con cosas curiosas; en mi caso, por ejemplo, advertir que en medios periodísticos desde 1989 estaba circulando la versión de que en el norte de nuestro país –más concretamente, en las localidades catamarqueñas de Santa María y Andalgalá – habrían sido descubiertas pirámides escalonadas, asociadas a centros de culto religiosos diaguitas, calchaquíes e incas y, en contra de lo que pareciera dictar el sentido común, ninguno de mis colegas se había tomado el trabajo de verificar la información. Pero mucha más sorpresa me causó comprobar la desidia, indiferencia o llámenle como quieran, de los mismos arqueólogos –o tal vez debería escribir “algunos arqueólogos”– que, conocedores de su existencia, minimizan su importancia o no incentivan a las autoridades responsables a explotar adecuadamente tales riquezas culturales de nuestra tierra.
¿Sabían que en todo el NOA (Noroeste Argentino) hay más de 300 (sí, 300) yacimientos arqueológicos? ¿Sabían que en Catamarca existe una ciudadela entre las montañas que nada tiene que envidiarle al Machu Pichu peruano, excepto quizás la inteligente difusión dada a éste último? ¿Aparece en nuestros libros de Historia que toda esa región, desde principios de nuestra era hasta la llegada –más que destructiva– de los conquistadores, fue el centro de una avanzada cultura, social, técnica y religiosamente hablando, con caminos, fortificaciones defensivas, plazas y mercados que reunían en las festividades a 300.000 personas, hospitales públicos, médicos, funcionarios administrativos eficientes, granjas comunitarias, sistemas de riego gratuitos, observatorios astronómicos, escuelas?
Los grandes centros poblados de esas culturas tenían, todos, sus propios lugares de culto.
Constituían agrupaciones de grandes piezas amuralladas (como las de Hualfín y Shincal) con habitaciones para los sacerdotes, despensa para los peregrinos y dormitorios, “cuartos de sudar” (una ocupación imprescindible como parte del proceso de purificación, y similares a nuestros baños sauna) oratorios y, finalmente, los “ñuñus”: pirámides escalonadas, de dos, tres y hasta cuatro niveles, construídas de tierra (similares, en ese sentido, a los “mounds” estadounidenses que imitan figuras animales de gigantescas proporciones) asentadas con lajas de piedra, de entre 15 y 20 metros de altura, en la cima de las cuales se impetraba a los dioses o se sacrificaban prisioneros. De una antigüedad de entre 600 y 800 años, quedan restos de ellas en las dos localidades ya citadas. Digo restos porque, a través del tiempo, fueron concienzudamente destruídas.
Constituían agrupaciones de grandes piezas amuralladas (como las de Hualfín y Shincal) con habitaciones para los sacerdotes, despensa para los peregrinos y dormitorios, “cuartos de sudar” (una ocupación imprescindible como parte del proceso de purificación, y similares a nuestros baños sauna) oratorios y, finalmente, los “ñuñus”: pirámides escalonadas, de dos, tres y hasta cuatro niveles, construídas de tierra (similares, en ese sentido, a los “mounds” estadounidenses que imitan figuras animales de gigantescas proporciones) asentadas con lajas de piedra, de entre 15 y 20 metros de altura, en la cima de las cuales se impetraba a los dioses o se sacrificaban prisioneros. De una antigüedad de entre 600 y 800 años, quedan restos de ellas en las dos localidades ya citadas. Digo restos porque, a través del tiempo, fueron concienzudamente destruídas.
Reconstrucción quizás errónea
Primero por “ vasijeros” o buscadores de tesoros reales o imaginarios que las han venido excavando desde los tiempos de la conquista; luego por habitantes de la zona, puesteros y arrieros en su mayoría, que han retirado las grandes piedras que las cubrían para sus particulares necesidades dejándolas así expuestas a la acción erosionante de los vientos (que hay que verlos soplar en la región) y finalmente por algunos sacerdotes católicos celosos de su oficio que aplicaron el criterio de que destruyendo los lugares de reunión religiosa de los nativos, irían así destruyendo el corazón de sus propias creencias. Hoy en día de estos “ñuñus” o pirámides sólo sobreviven, en parte, los niveles inferiores.
Empero, la magnificencia de la superficie cubierta, la soledad y lo desértico del paisaje, la altura (donde hasta respirar se hace trabajoso, y cuánto más lo sería acarreando semejantes piedras) todo se conjuga para pasmar de admiración al viajero, ante la perseverancia, el tesón y la inteligencia de los aborígenes.
A modo de conclusión. ¿Cuál es, más allá del antropológico, el verdadero valor de haber constatado la existencia de pirámides en Argentina? Exactamente, romper con dos conceptos que parecen transpirar los manuales escolares: que antes de la colonia y la organización política de nuestro país, estas tierras estaban sólo habitadas por indígenas primitivos, bárbaros y, si se quiere, hasta aislados culturalmente
del mundo.
Personalmente creo que tal concepto es uno más del imperialismo intelectual al que se ha visto reiteradamente sometida nuestra identidad; si lo aceptamos, en consecuencia todo lo que venga de afuera será mejor y si por “accidente” se pierde o destruye lo autóctono, bueno, las pérdidas no serán de lamentar.
Andalgalá
Los “ñuñus” y sus cultos asociados demuestran otras cosas: quizás tardíamente sí, pero ya conocen aquello de “más vale tarde…”, nuestros pueblos precolombinos se integran a un intercambio de conocimientos que muchos siglos antes había comenzado en Asia, África, pasó luego a Mesoamérica (fíjense qué curioso; en el único lugar de Europa donde hay restos de pirámides es en las islas Canarias, según algunos investigadores vinculadas a América a través del desaparecido puente de la Atlántida) y de ahí a Sudamérica llegando a nuestras latitudes.
Conocimientos que reflejaban en un tipo de construcción (las pirámides) toda una simbología común; el acceder a otras dimensiones mediante el shamanismo de la droga, el culto al tigre (el puma, asimilable al jaguar, en nuestras latitudes) y el
dragón (aquí, la serpiente) algo que existe desde China hasta la Argentina primitiva, el conocimiento de que ciertos lugares geográficos en las montañas tienen una “energía especial”, una fuerza telúrica que los hace obvios puntos de concentración ceremonial: en este sentido, nos comentaba en la ciudad de San Fernando del Valle de Catamarca el arqueólogo Nicolás de la Fuente que cerca de Ancasti, él ha descubierto un centro religioso impresionante, con farallones de piedra cubiertos de miles de pinturas rupestres religiosas.
E-mail: gusfernandez21@yahoo. com.ar
Celular: (0343) 156 234 381
Publicado por: Gustavo Fernández en 25-04-2010
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