En términos junguianos,
la sombra es el aspecto oscuro de la persona, el conjunto de sus contenidos reprimidos. Su integración mediante el
proceso de individuación es un proceso lento y laborioso que puede durar toda una vida y ni siquiera llegar a ser culminado.
Esto nos lleva a asumir que todo pretendido proceso de autotrascendencia espiritual pasa primero por una larga fase de autotransformación psicológica, y eso es algo que no se suele apreciar en las actitudes internas de los autodenominados despiertos.
John Babbs, profesor de la Universidad de Boulder, escribe en una recopilación de textos sobre la sombra:
Nuestro conferenciante había tenido una visión. Una visión de un mundo en paz, un mundo bueno y limpio en el que todos trabajaban en lo que les gustaba colaborando estrechamente entre sí.
[…] Calculo que habré estado en un centenar de estos prodigiosos acontecimientos. Gente hermosa, dulce, amable, espiritual. Fascinantes visionarios. Pero bajo todo ese esplendor acecha una sombra apenas velada por los beatíficos tópicos de la dulzura a la que denomino Funtamentalismo de la Nueva Era, la creencia de que yo poseo la verdad y de que todos los demás están equivocados, son estúpidos o malos, la convicción de que yo represento a las fuerzas de la luz y la bondad mientras que los demás están engañados por las fuerzas del mal. Esto, obviamente, no es algo que se declare en voz alta.
(Jung y otros, Encuentros con la sombra).
Un fundamentalismo que no admite discusión posible, puesto que el conocimiento procede de canalizaciones. Y punto.
Según las tradiciones místicas y esotéricas, el mal no es una realidad objetiva, externa, sino que se trata de energías internas mal comprendidas y, por tanto, mal asimiladas. “Es por ello que sus enseñanzas no apuntan a prescribir una moral sino que tan sólo aspiran a ofrecernos fórmulas para llevar a cabo el trabajo espiritual”.
Las enseñanzas así entendidas dirigen hacia la práctica personal e introspectiva que permite asimilar e integrar la sombra inconsciente.
En el hinduismo y en el budismo, por su parte, el mal y la sombra están personificados por la figura de dioses y demonios a quienes rogamos bendiciones o contra quienes nos rebelamos. Estas fuerzas internas, o rakshasas, son consideradas como aspectos de la mente del meditador, deidades airadas internas que representan los celos, la envidia y la codicia.
[...]
No obstante, la sombra parece brillar por su ausencia en la mayor parte de los entusiastas partidarios de la nueva era. Estos devotos suelen creer que con la ayuda de un maestro adecuado o de una disciplina correcta pueden acceder a los niveles superiores de conciencia sin tener que habérselas con sus vicios más mezquinos o sus apegos emocionales más desagradables.
(Jung y otros, Encuentros con la sombra)
Se ha eliminado toda parada en la angustia y en la humildad exigidas para atravesar el umbral del templo. En cambio, se aprecia en tales entusiastas una necesidad de controlar el medio, avidez mal disimulada por el dinero, legitimación pueril de los impulsos emocionales que se imponen en la conducta ante la falta de una voluntad firme y madura. Un amor que se cree altruista pero que, inconscientemente, se entrega para ser amado.
Y justificaciones varias para incluir en el mundo espiritual lo que no es más que aprecio por valores materiales de los que el sujeto no tiene coraje para desprenderse ni fuerza de voluntad suficiente para ejecutar un auténtico camino de desarrollo interior.
Tales situaciones, como veremos, son los síntomas propios de una personalidad que se ha identificado con el sí-mismo, que es mucho más amplio que el yo. Mientras que éste es la manifestación de unos rasgos concretos con los que se interactúa en sociedad (persona), el primero abarca también lo inconsciente y supone la esencia del individuo, su aspecto integro: el sabio o ermitaño de los cuentos y mitos.
Para toparse con él, es necesario haberse internado en el bosque oscuro donde nada tiene buena pinta ni nadie se muestra agradable, o haber cruzado un océano agitado por tormentas en un barco cuyos crujidos no suenan precisamente a música celestial. Más bien todo lo contrario, pues por algo la sombra es el descenso a los infiernos.
Pero eso el maestro de cualquier nuevo movimiento con un mínimo de éxito social no lo sabe. Porque por algo ha tenido éxito entre los suyos: porque promete goce y placer en la travesía. De lo contrario, no tendría gente que asistiera a sus conferencias.
Y si lo sabe, lo ignora y es un charlatán o, en la mayoría de los casos, es una buena persona que sencillamente, llevada por la ilusión y la pasión, ha confundido el serio desafío que es el camino iniciático con un divertido juego de gymkana con el que pasar la vida.
Y aquí convendría, por seguir con los cuentos, distinguir entre la búsqueda de los caballeros del Grial y la simple aventura. En la primera, el viaje está presidido por la constante sensanción de angustia e incertidumbre. En la segunda, el héroe se siente animado por la promesa de sorpresas y situaciones extrañas que le llevarán a un final donde todo habrá merecido la pena.
En la búsqueda ni siquiera hay la certeza de que habrá incertidumbres, mucho menos de que habrá un final, de ahí la angustia y el vacío. En la aventura, están garantizadas las acciones heroicas porque se trata de salir de la rutina y llenar la vida con algo más de entretenimiento.
La identificación del yo con el sí-mismo da lugar a una inflación de los impulsos inconscientes que se manifiesta como
endiosamiento. El yo, en tanto que se ha creído el sí-mismo, no tiene necesidad de atender al objeto, es decir, a todo aquello que es externo, y confía ciegamente en su voz interior, que no es más que la voz de lo exterior, de todos los condicionantes sociales, familiares, históricos y culturales almacenados en su memoria y confundidos con su esencia. Pero la voz del sí-mismo, lejos de ser oída, apenas llega siquiera a poder ser definida como un débil murmullo entre tanto grito adulador.
Dice Jung en Tipos psicológicos, que si el yo ha asumido, en su despiste, el papel del viejo sabio, surge de modo natural, para compensar, un reforzamiento inconsciente de la influencia de lo exterior, del objeto. Cuanto más independiente, superior y libre pretende ser el yo, cuanto más se engaña queriendo hacerse pasar por el sí-mismo, tanto más cae en la esclavitud de las circunstancias externas, pues tantas más son las represiones necesarias para seguir con el autoengaño y, cuantas más, más fuertes.
Influencia que se deja notar en la consciencia como una continua “tentación” hacia el objeto del que se pretende ser libre, ya que el inconsciente se va cargando de represiones que aumentan la presión por manifestarse.
La libertad de espíritu es atada a la cadena de una humillante dependencia financiera, la despreocupación en el obrar se resiente una y otra vez de una angustiada postración ante la opinión pública, la superioridad moral cae en la ciénaga de relaciones dudosas, las ansias de poder acaban en un implorante anhelo de ser amado.
Lo inconsciente cuida ante todo la relación con el objeto y lo hace de un modo y manera que son apropiados para destruir a fondo la ilusión de poder y la fantasía de superioridad de la consciencia. El objeto adquiere unas dimensiones pavorosas, a pesar de la degradación consciente que de él se hace. A consecuencia de ello el yo se esfuerza con más violencia aún en separar y dominar el objeto. Finalmente, el yo se rodea de un auténtico sistemas de seguros […] los cuales intentan preservar al menos la ilusión de superioridad.
(Jung, Tipos psicológicos)
Todo esto acaba en un desgaste del individuo, que se agota en sus intentos por defenderse del mundo, por un lado, y en su lucha por imponerse al mismo, por otro. Aquí caben dos opciones: rendirse ante los encantos del mundo y justificar la rendición con tropecientos motivos inventados por los “yo-iluminados”, o darse cuenta de cuán equivocado estábamos al dejarnos llevar por los cantos de sirenas.
Esto explica que buena parte de lo que hoy se llama “espiritualidad” no sea sino una distorsión acorde a la época. Y puesto que la época insiste en lo material como
fuente de felicidad, la espiritualidad se reduce a instrumento por el que alcanzar dichos placeres. En un caso u otro, materialistas y “neo-espiritualistas” comparten más de lo que ellos mismos pueden imaginar.
El mayor peligro para alguien que siente la inquietud por ir más allá en ese asunto extraño que es la existencia es adherirse a técnicas y discursos que pretenden responder a todos sus interrogantes sin esfuerzo.
La solución, por seguir con los cuentos, nos la da Neo en la tercera película de la saga Matrix, en ese momento en que se da cuenta de que la lucha contra Smith siempre terminará en tablas, y cuando comprende al fin qué quería decir el malvado personaje con aquello de “yo soy tú, Neo”, “no somos tan diferentes” y demás frases por el estilo… Es entonces cuando el héroe comprende en qué consiste su misión y la historia deja de ser un entretenido cuento de buenos y malos donde los primeros siempre ganan y los segundos siempre pierden.
Luego, es cosa de cada cual mirar a ver qué hace…
Por cierto, como muchos ya saben, el título de este artículo sale de un breve cuento hindú:
Era un pueblo de la India cerca de una ruta principal de comerciantes y viajeros. Acertaba a pasar mucha gente por la localidad. Pero el pueblo se había hecho célebre por un suceso insólito: había un hombre que llevaba ininterrumpidamente dormido más de un cuarto de siglo. Nadie conocía la razón. ¡Qué extraño suceso! La gente que pasaba por el pueblo siempre se detenía a contemplar al durmiente.
¿Pero a qué se debe este fenómeno? -se preguntaban los visitantes-.
En las cercanías de la localidad vivía un eremita. Era un hombre huraño, que pasaba el día en profunda contemplación y no quería ser molestado. Pero había adquirido fama de saber leer los pensamientos ajenos. El alcalde mismo fue a visitarlo y le rogó que fuera a ver al durmiente por si lograba saber la causa de tan largo y profundo sueño. El eremita era muy noble y, a pesar de su aparente adustez, se prestó a tratar de colaborar en el esclarecimiento del hecho. Fue al pueblo y se sentó junto al durmiente. Se concentró profundamente y empezó a conducir su mente hacia las regiones clarividentes de la consciencia. Introdujo su energía mental en el cerebro del durmiente y se conectó con él. Minutos después, el eremita volvía a su estado ordinario de consciencia. Todo el pueblo se había reunido para escucharlo. Con voz pausada, explicó:
–Amigos. He llegado, sí, hasta la concavidad central del cerebro de este hombre que lleva más de un cuarto de siglo durmiendo. También he penetrado en el tabernáculo de su corazón. He buscado la causa. Y, para vuestra satisfacción, debo deciros que la he hallado. Este hombre sueña de continuo que está despierto y, por tanto, no se propone despertar.
*El Maestro dice: No seas como este hombre, dormido espiritualmente en tanto crees que estás despierto.
(Ramiro Calle, 101 cuentos de la India)
Fecha Artículo:
28.7.13 Publicado por: Jorge Ramos