Según parece, en aquel tiempo aconteció este catastrófico acontecimiento. De acuerdo al antiguo Manuscrito Troano, el continente entero fue repentinamente sacudido por terribles terremotos, por lo que las tierras se balancearon y subieron como las olas del océano.
La tierra tembló y se agito como las hojas de un árbol azotado por una tormenta. Templos, palacios, monumentos y estatuas se derrumbaron, por lo que las ciudades se convirtieron en montones de escombros. La tierra se levanto y cayó, se estremeció y se agito, y las llamas procedentes de las profundidades de los volcanes lo envolvieron todo. Mu se convirtió en un verdadero infierno viviente, bajo una espesa nube de humo negro, completado con enormes tsunamis que invadían las planicies, destruyendo todo lo que encontraban. Los lamentos de la gente llenaron el aire, mientras un sol rojo se hundía tras el negro horizonte.
Durante la terrorífica noche, iluminada por enormes rayos y con truenos ensordecedores, la tierra de Mu se hundió en un gran abismo de fuego, llevándose consigo a unos 64 millones de personas. “Mientras Mu se hundía en un abismo de fuego – dice Churchward -, otra fuerza la atacaba“. Millones de millas cuadradas de agua se abalanzaron sobre un estremecido continente. De todos lados, enormes olas se abalanzaron sobre la tierra, entrando en ebullición al contactar con el fuego. De esta forma el continente de Mu fue destruido. Después Churchward explica que diversas cimas se mantuvieron por encima del nivel del mar, convirtiéndose en las numerosas islas que actualmente cubren la superficie del Pacífico. Todas ellas fueron pobladas por gente que pudo escapar del hundimiento de Mu. Mientras tanto, el mar se fue calmando gradualmente. Pero la situación de estos sobrevivientes era realmente penosa, ya que habían sido despojados de su refugio, ropa, herramientas y alimentos. Y fue en medio de esta espantosa escena de aguas vaporosas y nubes repletas de ceniza y humo, que la mayoría de ellos perecieron, y los pocos que quedaron retrocedieron hacia los obscuros senderos del salvajismo, teniendo que recurrir al canibalismo para poder asegurar su supervivencia. El canibalismo siguió vigente en muchas islas del Pacifico, incluso durante la primera mitad del siglo XX
En 1868, el coronel James Churchward, que era un oficial del ejército británico en la India, se hizo amigo de un monje de un templo Hindú, quien le enseñó varias antiguas tablillas de arcilla, que habían estado escondidas en las bóvedas del templo durante varios siglos, habiendo sido abandonadas por los sacerdotes del templo durante muchos años. Con la ayuda del monje, Churchward aprendió a descifrar las inscripciones de las antiguas tablillas. Mientras las traducía, se dio cuenta que había tropezado con la increíble historia de un gran continente perdido, que fue aparentemente la primera gran civilización sobre la Tierra. Hablaban de una gran civilización que se había alzado, florecido y decaído muchos milenios antes que todas las civilizaciones conocidas. Era el gran continente de Mu, la supuesta madre patria de todas las razas de la tierra. Durante varios años Churchward siguió los huellas de esta misteriosa civilización, poniendo juntas las piezas de un gran rompecabezas. A partir de la información obtenida, una maravillosa imagen se empezó a formar en su mente: la impresionante figura de un vasto continente en el océano Pacífico y sus habitantes. El resultado de las investigaciones de Churchward fue su sorprendente libro “El continente perdido de Mu”. Pero, como ha pasado con otros pioneros, Churchward fue objeto de burla y críticas por parte de los arqueólogos de su tiempo, y muy pocos se tomaron sus descubrimientos y teorías de una manera seria. Sin embargo, de los estudios de las cartas marinas del fondo del océano Pacífico, efectuados por el escritor sobre antiguas civilizaciones, Gerry Foster, aprendemos que hay una base geológica razonable para poder explicar la existencia de un gran número de islas a través del Pacifico, como debidas a los restos de un continente que pudo haber sido sumergido por la actividad de las placas tectónicas. Es sabido que existe una región altamente inestable, rodeada por un “anillo de fuego” de volcanes y propensa a terremotos, donde las placas tectónicas chocan entre sí. Además, existen cadenas de montañas en el fondo del mar, de las que casi la mayoría son volcánicas, así como también existen profundos abismos conocidos como “fosas”. También podemos hacer referencia a la teoría de Churchward sobre la existencia de cámaras de gas bajo tierra, que se colapsaron después de perder la presión interna de gas.
La teoría de Churchward, al menos geológicamente, parece bastante creíble. En efecto, han habido una gran cantidad de elevaciones y hundimientos en tan inestable Océano, y muchas de las cadenas de islas pudieron estar en un nivel más alto sobre el nivel del mar, para formar cadenas montañosas continuas alargándose a través de una gran parte de la mitad oeste, ocupando una importante parte del Pacífico. Si se estudian las últimas exploraciones del fondo del océano Pacífico, se verifica que es plausible que las cadenas de islas pudieron ser cadenas montañosas continuas sobre el nivel del mar, extendiéndose entre mil y dos mil millas. El grupo de islas Midway y Hawai, en el Pacífico Norte, que forman la cadena montañosa submarina de Hawai, es un típico ejemplo de lo indicado. Ellas pudieron formar una conexión entre las cadenas de la isla Line, en la cadena del centro del Pacífico y, más abajo, con las cadenas de islas contiguas en el Pacífico Sur. Todo ello indica que pudo haber un continente extendiéndose desde Japón y la India, por el este, cruzando por la isla Pitcairn, y la Isla de Pascua, en el sur, pasando por las islas Marquesas, cercanas al ecuador, y Hawai, en el norte. No debemos ignorar la placa sumergida del sureste del Pacífico, que corre por el norte-nordeste, hacia la costa oeste de centro América, y en medio de la cual encontramos la isla de Pascua. a solo dos mil millas de la costa oeste de Sudamérica. De acuerdo a la teoría de Churchward, pudo ser posible una navegación muy cómoda para un imperio de marineros como era la gente de Mu. La teoría de Churchward apunta a la necesidad de la existencia de un gran continente que ocupase prácticamente la mitad del océano Pacífico. Su teoría encaja muy bien con el origen y los movimientos de varios pueblos antiguos, incluyendo a los atlantes y los naacals que, junto con los lemurianos, formaban las tres principales razas de la humanidad. Naacal es el nombre de un pueblo antiguo y la primera civilización que existió según algunos investigadores, como Augustus Le Plongeon y más tarde James Churchward. Según James Churchward, la lengua madre (el naacal) nació en la cuenca del Tarim (China) en el corazón de Asia, de una civilización de aspecto caucasiano europeo que desapareció hace unos 1500 años, hasta que hace pocos años fueron descubiertos los restos momificados de sus habitantes, asombrando a los científicos al comprobar que su aspecto no tenía nada que ver con los chinos, sino con los europeos.
Volviendo al monte Shasta, el único supuesto testigo que accedió a la ciudad, el médico Dr. Doreal, afirmó en 1931 que la forma de construcción de sus edificios le recordó las construcciones mayas o aztecas. El nombre Shasta no procede del inglés, ni de ninguno de los idiomas ni dialectos indios. En cambio, es un vocablo sánscrito, que significa sabio o venerable. Sin tener noción del sánscrito, las tradiciones indias hablan de sus inquilinos como de seres venerables que moran en el interior de la montaña blanca, por ser ésta una puerta de acceso a un mundo interior de antigüedad milenaria. Notificaciones de los habitantes de la cercana colonia de leñadores de Weed refieren apariciones esporádicas de seres vestidos con túnicas blancas que entran y salen de la montaña, para volver a desaparecer al tiempo que se aprecia un fogonazo azulado. Narraciones recogidas de los indios sioux y apaches confirman la convicción de los hopi y de los indígenas de la región del monte Shasta, de que en el subsuelo del continente americano mora una raza de seres de tez blanca, superviviente de una tierra hundida en el océano Pacífico. Pero también mucho más al norte, en Alaska y en zonas más al norte, esquimales e indios hablan una y otra vez de la raza de hombres blancos que habita en el subsuelo de sus territorios. Descendiendo hacia el Sur, en México hay la creencia de que bajo la pirámide del Sol en Teotihuacán, la ciudad de los dioses, se esconde en el interior del subsuelo una ciudad en la cual se afirma que reside un dios blanco. Si nos trasladamos a la península del Yucatán, hallaremos en su extremo norte, oculta en la espesura de la selva, una ciudad descubierta en 1941 que se extiende sobre un área de 48 km2, y que guarda en el silencio del olvido más de 400 edificios que, en alguna época remota, conocieron el esplendor. Fue hallada por un grupo de muchachos que, jugando en las inmediaciones de una laguna en la que solían bañarse, se toparon con un muro de piedras trabajadas, oculto por la vegetación. No teniendo los mexicanos recursos suficientes para acometer la exploración del lugar, requirieron ayuda norteamericana, acudiendo dos arqueólogos especializados en cultura maya, adscritos al Middle American Research Institutede la Universidad de New Orleans.
También ellos determinaron que el proyecto de limpieza y estudio de la enorme ciudad sobrepasaba sus posibilidades, por lo que habría que crear una asociación con otras entidades. La segunda guerra mundial logró que el proyecto fuera momentáneamente archivado. Hasta que, en 1956, la Universidad de New Orleans, asociada con la National Geographic Society y con el Instituto Nacional de Antropología de México reemprendió las investigaciones. E. Wyllys Andrews, IV (1916 – 1971), el arqueólogo que dirigía la expedición, se dedicó a recoger informaciones entre los indios de la región. Un chamán le hizo saber que la ciudad se llamaba Dzibilchaltún, palabra que era desconocida en el idioma maya local, y que la laguna era llamada Xlacah, cuya traducción sería ciudad vieja. Queriendo averiguar el motivo de este nombre, le fue narrada al arqueólogo norteamericano una leyenda transmitida por los indios de generación en generación, y que afirmaba que, en el fondo de la laguna, existía una parte de la ciudad que se alzaba arriba, en la jungla. De acuerdo con la narración del viejo chamán, muchos siglos antes había en la ciudad de Dzibilchaltún un gran palacio, residencia del cacique. Cierta tarde llegó al lugar un anciano desconocido que solicitó hospedaje al gobernante. Si bien demostraba una evidente mala voluntad, el gobernante ordenó sin embargo a sus esclavos que preparasen un aposento para el viajero. Mientras tanto, el anciano abrió su bolsa de viaje y de ella extrajo una enorme piedra preciosa de color verde, que entregó al soberano como prueba de gratitud por el hospedaje. Sorprendido con el inesperado presente, el cacique interrogó al huésped acerca del lugar del que procedía la piedra. Como el anciano rehusaba responder, su anfitrión le preguntó si llevaba en la bolsa otras piedras preciosas. Y dado que el interrogado continuó manteniéndose en silencio, el soberano montó en cólera y ordenó a sus servidores que ejecutasen inmediatamente al extranjero. Después del crimen, que violaba las normas sagradas del hospedaje, el propio cacique revisó la bolsa de su víctima, suponiendo que encontraría en ella más objetos valiosos. Mas, para su desespero, solamente halló unas ropas viejas y una piedra negra sin mayor atractivo. Lleno de rabia, el soberano arrojó la piedra fuera del palacio. En cuanto cayó a tierra, se originó una formidable explosión, e inmediatamente la tierra se abrió engullendo el edificio, que desapareció bajo las aguas del pozo, surgido en el punto exacto en el que cayó a tierra la piedra. El cacique, sus servidores y su familia fueron a parar al fondo de la laguna, y nunca más fueron vistos. Hasta aquí la leyenda.
Pero continuemos con estas ruinas del Yucatán septentrional. La expedición acabó por descubrir una pirámide que albergaba ídolos diferentes de las representaciones habituales de las divinidades mayas. Otro edificio cercano se revelaría como mucho más importante. Se trataba de una construcción que difería totalmente de los estilos tradicionales mayas, ofreciendo características arquitectónicas jamás vistas en ninguna de las ciudades mayas conocidas. En el interior del templo, adornado todo él con representaciones de animales marinos, Andrews descubrió un santuario secreto, tapiado con una pared, en el que se encontraba un altar con siete ídolos que representaban a seres deformes, híbridos entre peces y hombres. Seres similares por lo tanto a aquellos que en tiempos remotos revelaron inconcebibles conocimientos astronómicos a los dogones, en el Africa central, y a aquellos otros que nos refieren las tradiciones asirias cuando hablan de su divinidad Oannes. En 1961, Andrews regresó a Dzibilchaltún, acompañado en esta ocasión de dos experimentados submarinistas, que debían completar con un mejor equipamiento la tentativa de inmersión efectuada en 1956 por David Conkle y W. Robbinet, que alcanzaron una profundidad de 45 metros, a la cual desistieron en su empeño debido a la total falta de luz reinante. En esta segunda tentativa, los submarinistas fueron acompañados por el experimentado arqueólogo Marden, famoso por haber hallado en 1956 los restos de la H.M.S Bounty, la nave del gran motín. Después de los primeros sondeos, vieron claro que la laguna se desarrollaba en una forma parecida a una bota, prosiguiendo bajo tierra hasta un punto que a los arqueólogos submarinistas les fue imposible determinar. Al llegar al fondo de la vertical, advirtieron que existía allí un declive bastante pronunciado, que se encaminaba hacia el tramo subterráneo del pozo. Y allí se encontraron con varios restos de columnas labradas y con restos de otras construcciones. Con lo cual parecía confirmarse que la leyenda del palacio sumergido se fundamentaba en un suceso real.
El enclave de Dzibilchaltún, en Yucatán, presenta ciertas similitudes con las misteriosas ruinas de Nan Madol, la ciudad muerta del océano Pacífico, del que afirman proceder los indios americanos. También allí se conserva una enigmática ciudad abandonada y devorada por la jungla, a cuyos pies, en las profundidades del mar, los submarinistas descubrieron columnas y construcciones engullidas por el agua del mar. En la Micronesia, situado en las misteriosa isla del pacifico de Pohnpei o Panape, se encuentran las misteriosas ruinas de Nan Madol. En una angosta y frondosa selva junto a la costa sobre 92 islotes artificiales aparecen las ruinas de la civilización de uno de los grandes reyes de los mares del sur llena de misterio y leyenda. Phonpei es considerado por muchos una isla secreta dado su difícil acceso. Las ruinas están situadas en 92 islotes artificiales. Las estructuras de Nan Madol son de pura roca de basalto, contándose unos 40.000 bloques, algunos pesando 200 toneladas. El complejo mide un total de 60 hectáreas. En Jalisco, México, y a unos 120 km tierra adentro del cabo Corrientes, cuentan los indígenas que se oculta un templo subterráneo en el que antaño fue venerado elEmperador del Universo. Y se dice que, cuando finalice el actual ciclo evolutivo, volverá a gobernar la Tierra el antiguo pueblo desplazado. Tal afirmación guarda relación con el legado que encierran los pasadizos de Tayu Wari, en la selva del Ecuador. Viajando hacia el Sur llegamos al estado mexicano de Chiapas, junto a la frontera con Guatemala. Allí moran unos indios diferentes, los lacandones, de tez blanca, por cuyos secretos subterráneos ya se había interesado, en marzo de 1942, el mismo presidente Roosevelt. Los lacandones se llaman a sí mismos hach winik, que significa “verdaderos hombres“. Loshach winik son hablantes de un idioma estrechamente relacionado con el maya yucateco. Los lacandones se dividen en dos grupos, denominados los del norte, que habitan principalmente en las localidades de Nahá y Metzaboc, y los del sur, ubicados en la localidad de Lacan ha Chan Sayab. Los lacandones fueron un imperio que se resistió a la invasión española. En el momento de su primer encuentro con los españoles, en 1530, los lacandones habitaban un territorio reducido al sur de la selva lacandona, teniendo como centro la laguna de Lacam-Tun, hoy laguna de Miramar. Los lacandones, le dieron nombre a la selva. Vivían en la parte meridional de la selva, fueron insumisos y sólo pudieron ser sometidos hacia finales del siglo XVII, casi a la par que los itzáes de Petén.
Abandonaron la ciudad lacustre de Lacam-Tun a fines del siglo XVI, cuando ésta fue destruida por una expedición militar proveniente de la ciudad de San Cristóbal de las Casas. Se retiraron hacia el sureste y erigieron una nueva ciudad a pocos kilómetros de distancia del río Lacantún, llamándola Sac-Bahián. Por esta razón pudieron prolongar su independencia por más de siglo y medio, hasta que fueron sometidos finalmente en 1695, al ser invadido su último reducto, Sac-Bahián, por tropas españolas venidas simultáneamente de Chiapas y Guatemala. Los españoles trasladaron algunos lacandones hacía el poblado de Dolores, en México, cerca de la frontera con Guatemala y finalmente a Santa Catarina Retalhuleu, en 1769. Se documentó la presencia de los que ellos llamaron “últimos supervivientes“, tres ancianos: dos hombres y una mujer. Es muy probable que algunos sobrevivientes terminaran mezclándose con los nuevos habitantes y que otros se trasladaran a otras zonas para alejarse de los invasores, para preservar sus costumbres y la lengua del pueblo maya originario de la selva Lacandona. Los lacandones, desde finales del siglo XVII, son resultado de una mezcla de pueblos que se consideran originarios de la península de Yucatán y del Petén guatemalteco. Emigraron durante diversos periodos hacia la selva chiapaneca huyendo de los intentos de congregarlos en pueblos establecidos por las autoridades coloniales. Se piensa que estos nuevos habitantes de la selva eran miembros de varias tribus que, hasta el siglo XIX, se distribuían dentro de un área mucho más extensa, que abarcaba no sólo la selva chiapaneca sino también el Petén, Belice y parte de la península de Yucatán. Y que se diferenciaban e identificaban a través de un amplio sistema de linajes. Las referencias sobre la presencia de los actuales lacandones en la selva se remontan a las últimas décadas del siglo XVIII, en documentos que dan cuenta de diversos intentos de catequización de los indígenas. El primero de ellos, entre 1788-1797, se refiere a la concentración de los lacandones en el poblado de San José de Gracia Real. El intento fracasó y retornaron gradualmente a la selva. Desde esta época los nativos establecieron relaciones comerciales con los mestizos de Palenque. Por otra parte, a los lacandones del sur se les intentó evangelizar, sin resultado alguno, a principios del siglo XIX. A este fracaso siguió un segundo intento en 1862 por parte de religiosos capuchinos. Sin embargo, aunque los religiosos se llevaron consigo a algunos nativos, las penalidades del camino, así como los cambios de costumbres y clima, obligaron a los religiosos a permitir el retiro de los indígenas a sus lugares de origen.
Cuentan los lacandones que saben, a través de sus antepasados, que en la extensa red de subterráneos que surcan su territorio se hallan, en algún lugar secreto unas láminas de oro, sobre las que alguien dejó escrita la historia de los pueblos antiguos del mundo. Se dice que también describía lo que sería la Segunda Guerra Mundial, que involucró a todas las naciones más poderosas de la Tierra. Este relato llega a oídos del Presidente Roosevelt a los pocos meses de sufrir los Estados Unidos el ataque japonés a Pearl Harbor. Estas planchas de oro guardan una estrecha relación con las que se esconden en los túneles de Tayu Wari, en el Oriente ecuatoriano. Podemos seguir 50 km de túneles hacia el Sur. Desde Chiapas pasa bajo tierra guatemalteca. En 1689 el misionero Francisco Antonio Fuentes y Guzmán no tuvo inconveniente en dejar descrita la maravillosa estructura de los túneles del pueblo de Puchuta, que recorre el interior de la tierra hasta el pueblo de Tecpan, en Guatemala, situado a unos 50 km del inicio de la estructura subterránea. A finales de la década de 1940 apareció un libro titulado Incidentes de un viaje a América Central, Chiapas y el Yucatán, escrito por el abogado norteamericano John Lloyd Stephens, que en misión diplomática visitó Guatemala en compañía de su amigo, el artista Frederick Catherwood. Allí, en Santa Cruz del Quiché, un anciano sacerdote español le narró su visita a una zona situada al otro lado de la sierra y a cuatro días de camino en dirección a la frontera mexicana, que estaba habitada por una tribu de indios que permanecían aún en el estado original en que se hallaban antes de la conquista. En conferencia de prensa celebrada en New York, tiempo después de la publicación del libro, añadió que, recabando más información por la zona, averiguó que dichos indios habían podido sobrevivir en su estado original gracias a que, siempre que aparecían tropas extrañas, se escondían bajo tierra, en un mundo subterráneo dotado de luz, cuyo secreto les fue legado en tiempos antiguos por los dioses que habitan bajo tierra. Y aportó su propio testimonio de haber comenzado a desandar un túnel debajo de uno de los edificios de Santa Cruz del Quiché, por el que, en opinión de los indios, antiguamente se llegaba a México en una hora.
En octubre de 1985, Andreas Faber Kaiser relata que tuvo ocasión de acceder, junto con Juan José Benítez, con los hermanos Vilchez y con Gretchen Andersen, a un túnel excavado en el subsuelo de una finca situada en los montes de Costa Rica. Se internaron en una gran cavidad que daba paso a un túnel artificial que descendía casi en vertical hacia las profundidades de aquel terreno. Los lugareños, que llevaban años limpiando aquel túnel de la tierra y piedras que lo taponaban, narraron que al final del túnel se halla el Templo de la Luna, un edificio sagrado, uno de los varios edificios expresamente construidos bajo tierra hace milenios por una raza desconocida que, de acuerdo con sus registros, habrían construido una ciudad subterránea de más de 500 edificios. En 1986, y ya bastante más al Sur, Andreas Faber Kaiser se internó en solitario en la intrincada selva que, en el Oriente amazónico ecuatoriano, llegando hasta la entrada de un sistema de túneles conocidos por Los Tayos, Tayu Wari en el idioma de los indios jívaros que los custodian. En estos túneles, el etnólogo, aventurero y minero húngaro Janos Moricz había hallado años atrás, y después de buscarla por todo el subcontinente sudamericano, una auténtica biblioteca de planchas de metal. En ellas, estaba grabada, con signos y escritura ideográfica, la relación cronológica de la historia de la Humanidad, el origen del hombre sobre la Tierra y los conocimientos científicos de una civilización extinguida. Por los testimonios recogidos, a partir de allí partían dos sendas subterráneas principales. Una se dirigía al Este hacia la cuenca amazónica en territorio brasileño, y la otra se dirigía hacia el Sur, para discurrir por el subsuelo peruano hasta Cuzco, el lago Titicaca, en la frontera con Bolivia, y finalmente alcanzar la zona lindante a Arica, en el extremo norte de Chile. De acuerdo con las informaciones recogidas en Brasil por el periodista alemán Karl Brugger, con cuyo asesinato en la década de los 80 desaparecieron los documentos de su investigación, se hallarían en la cuenca alta del Amazonas diversas ciudades ocultas en la espesura, construidas por seres procedentes del espacio exterior en épocas remotas, y que conectarían con un sistema de trece ciudades ocultas en el interior de la cordillera de los Andes. Se sabe que, en la época de la conquista, los nativos ocultaron sus enormes riquezas bajo el subsuelo, para evitar el saqueo de las tropas españolas.
Para ello, los incas utilizaron los sistemas de subterráneos ya existentes desde muchísimo antes, construidos por una raza muy anterior a la inca, y a los que algunos de ellos tenían acceso gracias al legado de sus antepasados. Posiblemente, el desierto de Atacama en Chile sea el final del trayecto de los túneles, en el extremo Sur. Estamos hablando pues de la zona que las tradiciones de los indios hopi, en la Arizona norteamericana, señalan como punto de arribada de sus antepasados cuando, ayudados por unos seres que dominaban tanto el secreto del vuelo como el de la construcción de túneles y de instalaciones subterráneas, se vieron obligados a abandonar precipitadamente las tierras que ocupaban en lo que hoy es el océano Pacífico. Volvien do a México, tenemos que los toltecas dejaron Tollan en el 987 d.C. bajo el liderazgo de Cē Ācatl Tōpīltzin Quetzalcóatl, molestos con las abominaciones religiosas y buscando un lugar donde poder dar culto como en la antigüedad. Así fue como llegaron a Yucatán. Cē Ācatl Tōpīltzin Quetzalcóatl fue un personaje histórico del México antiguo. Según las más recientes investigaciones, nació el 13 de mayo de 895 d.C., en un sitio llamado Michatlauhco, hoy asociado con el pueblo de Amatlán de Quetzalcoatl, estado de Morelos, México. Desapareció a los 52 años en la costa de Coatzacoalcos, Veracruz. Quetzalcóatl es también el nombre del legendario personaje tolteca, Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl. Hijo de Mixcóatl y Chimalma, fue el último rey de Tollan o Toílan, ciudad que algunos estudios han identificado con la de Tula. En la mitología mesoamericana, Tollan era la ciudad gobernada por Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada. Tollan está vinculada con otro lugar mítico, el Tamoanchan, una especie de paraíso. No debe confundirse la ciudad mítica con las ciudades de Tula, Cholula y Teotihuacan, todas ellas nombradas Tollan en virtud de ser grandes capitales. Según el mito, los habitantes de Tollan cultivaban algodón de colores, maíz de la mejor calidad y vivían en paz. Sin embargo, Tezcatlipoca, el eterno rival de Quetzalcóatl, lo embriagó con pulque (octli) y lo hizo fornicar con su hermana Xochiquétzal. Avergonzado por lo ocurrido, Quetzalcóatl se retiró de la ciudad que gobernaba, prometiendo regresar en otro año que llevara el nombre de aquél en que había nacido: Ce- Ácatl (Uno Caña). El significado de su nombre es el inicio de la trecena y último día del cuarto mes Huei Tozoztli, dedicado al autosacrificio. Su denominación como Quetzalcóatl se debe al culto al que pertenecía. Algunos autores creen que Tollan es hoy la ciudad de Tula, situada en el estado de Hidalgo, México. La leyenda dice que cayó por las tentaciones que los dioses presentaron al último rey de Tula y que están asociadas a situaciones bélicas, no religiosas, anteriores al estado mexica. Teotihuacán, la ciudad de los dioses, es anterior a estas urbes.
La antropóloga Carmen Cook de Leonhardt afirmó que Amatlán de María Magdalena de Quetzalcóatl, uno de los barrios de Tepoztlán, había sido la cuna del príncipe Cē Ācatl Tōpīltzin Quetzalcóatl. El entonces presidente mexicano, José López Portillo, aceptó la propuesta y de alguna manera se “oficializó” el hecho histórico de que Quetzalcóatl había nacido en Amatlán. El novelista e investigador mexicano del Instituto de Investigaciones Estéticas, Fernando Zamora, discute este hecho en su tesis: Quetzalcóatl nació en Amatlán: Identidad y nación en un pueblo mesoamericano, publicado por la Universidad Iberoamericana. La antropóloga Carmen Cook basó su afirmación en base a tres estelas en las que se le representaba como serpiente emplumada y como planeta Venus. De acuerdo con Cook, en dicha estela y teniendo en cuenta la forma en que Venus se mueve por el cielo, encontró que el padre del dios serpiente fue el rey tolteca Mixcóatl y que su madre se llamaba Chimalma. Dos de los cerros que rodean Amatlán llevan dichos nombres desde tiempos prehispánicos, lo cual condujo a Carmen Cook a la convicción de que Amatlán era el lugar de nacimiento de Quetzalcóatl, hecho que si bien no ha recibido aceptación por parte de la comunidad científica, suele ser aceptado como verdadero por la gente del estado de Morelos en general y por el pueblo de Amatlán de Quetzalcóatl en particular. Se han desarrollado diversos mitos sobre la personalidad de Quetzalcóātl. Desde que era un extraterrestre, hasta que era un vikingo o un cristiano náufrago. Sin embargo, su biografía se conserva en diversos documentos, tales como los Anales de Cuauhtitlan, las informaciones de Bernardino de Sahagún y de Īxtlixōchitl, así como las leyendas de Morelos. Leyendo esos documentos se puede reconstruir su vida. A los trece años fue estudiante en la ciudad de Xōchicalco. En el 925 lo eligieron rey en Tula. Poco después fue “tentado” por el dios Tezcatlipōca, motivo por el cual le expulsaron del reino. Hacia el 981 fue recibido por el rey maya Ulil en las ciudades de Chichén Itzá y Uxmal. Regresó al altiplano de México y radicó en la ciudad de Cholula, donde se dedicó al trabajo pedagógico. En 947 se dirigió a la ciudad de Hueitlapala, cercana a la actual Coatzacoalcos, donde se embarco en una “balsa de serpientes” y allí se auto incineró. Tal vez esto hace referencia a las llamas de una nave aérea en la que embarcó
Debido a la nobleza de su vida y enseñanzas le nombraron Nacxitl Quetzalcōātl, ‘cuarto paso de la serpiente emplumada’ o Mocōnetzín ‘el hijo del maguey’. Cē Ācatl Tōpīltzin Quetzalcóatl definió el canon del saber tōltēca, recogido en diversos documentos, principalmente en el libro oral Huēhuehtlahtōlli, ‘antiguas palabras’, conservado a través de las transcripciones de Olmos y Bernardino de Sahagún. La enseñanza de Cē Ācatl Tōpīltzin Quetzalcóatl se recoge en el siguiente verso del Códice Matritense: «Dios es uno, Quetzalcóātl es Su nombre. Nada pide, sólo serpientes y mariposas le ofreceréis». Otra leyenda nos dice que Cē Ācatl Tōpīltzin Quetzalcóatl fue el rey sacerdote de la ciudad de Tollan en el siglo X de nuestra era. Tollan-Xicocotitlan (Tula) era la capital de la cultura tōltēca. Él era el principal sacerdote del dios Quetzalcóātl, y tomó de los dioses las artes y ciencias para darlas a los hombres, al igual que el Prometeo griego. Sustituyó el sacrificio humano por el de aves, mariposas y otros insectos. Después de verse en un espejo que le mostró Tezcatlipōca, consideró que su rostro era horrible, por lo que se dejó crecer la barba y posteriormente comenzó a usar una máscara. Cē Ácatl Tōlpīltzin es considerado como representación de dicha divinidad en la tierra, por lo que lleva una vida ejemplar y casta. Sin embargo, no todos los habitantes de Tollan-Xicocotitlan lo ven con buenos ojos y comienza a tener enfrentamientos con los adoradores de Tezcatlipōca, y son ellos, por medio de engaños, quienes hacen que se embriague y falte a su celibato. Debido a su terrible falta, Cē Ácatl Tōlpīltzin Quetzalcóātl debe abdicar y partir exiliado, junto con sus seguidores, a la Península de Yucatán y a los países de Mesoamérica, no sin antes haber prometido su regreso. Pero Cē Ácatl Tōlpīltzin Quetzalcóātl, según cuenta la leyenda, no muere en el exilio, sino que se embarca de nuevo en las costas del Golfo y desaparece en las aguas, convirtiéndose en “la estrella de la mañana”, Venus. Cē Ácatl Tōlpīltzin Quetzalcóātl prometió regresar en cierta fecha del Xiuhpohualli que coincidió con la llegada de los españoles en el año de 1518, lo cual atemorizó a los mexicas, que se consideraban herederos de la cultura tolteca, a pesar de haber alterado sus enseñanzas. De acuerdo al libro de Jorge Larde y Larin, El Salvador: descubrimiento, conquista y colonización: “En los albores de 1520 el capitán Hernán Cortés permanecía aparentemente victorioso en Tenochtitlan, pues ocupaba en paz y sosiego la capital de los tenochcas, mexicas o aztecas y retenía prisionero a Moctezuma Xocoyotzin, el huey tlatoani o emperador de aquella nación. A su real o campamento militar llegaron unos nobles emisarios enviados por los señores de Huehuetlapallan o Antigua Tlapallan, un misterioso país oriental ubicado en la región del lago sagrado de Güija, de donde, según todas las tradiciones, leyendas y pinturas antiguas, dimanaron las altas culturas precolombinas de América invocadoras de Quetzalcōātl, el Lucero de la Aurora”.
Cē Ácatl Tōlpīltzin Quetzalcóātl aparece en muchas de las culturas, leyendas y tradiciones en los países mesoaméricanos, reconociéndolo como aquel que edificó, reconstruyó y glorificó muchas ciudades o centros ceremoniales de Mesoamérica durante su exilio. Según la leyenda, Quetzalcoátl llegó a la zona Maya, en el sureste del actual México, donde fue reconocido como un gran jefe guerrero, fundó la liga de Mayapán y conquistó la ciudad de Chichen Itzá, donde fue conocido bajo el nombre de Kukulkán, y donde se encuentra el templo que lleva su nombre. Seguramente los toltecas podrían haber encontrado un lugar más cercano que Yucatán, haciendo así su viaje menos arduo y evitando pasar por territorios de tribus hostiles. Sin embargo, decidieron llevar a cabo una larga caminata de más de mil quinientos kilómetros hasta una tierra completamente diferente de la suya, ya que era llana, sin ríos y tropical. Los Toltecas no se detuvieron hasta llegar a Chichén Itzá. Curiosamente se dirigieron a una zona en donde se encuentra el cráter de Chicxulub. ¿Conocían su existencia? El cráter de Chicxulub es un antiguo cráter de impacto cuyo centro aproximado está ubicado al noroeste de la península de Yucatán, en México. Este centro se encuentra cerca de la población de Chicxulub, a la que el cráter debe su nombre. Y Chichen Itzá está dentro del área que abarca el gigantesco cráter, ahora totalmente cubierto. La traducción al español del nombre en lengua maya del poblado de Chicxulub, que se encuentra al oriente del puerto de Progreso, en Yucatán, es «pulga del diablo». El cráter mide más de 180 kilómetros de diámetro, formando una de las zonas de impacto más grandes del mundo. Se estima que el asteroide que formó el cráter medía al menos diez kilómetros de diámetro. Fue descubierto por Antonio Camargo y Glen Penfield, geofísicos que trabajaban en Yucatán para la empresa paraestatal de Petróleos Mexicanos en busca de yacimientos de petróleo a finales de la década de 1970. Inicialmente, no se pudo encontrar pruebas que evidenciaran que esa inusual estructura geológica era, en realidad, un cráter de impacto, por lo que se abandonaron las investigaciones.
A través de su contacto con Alan Hildebrand, un geólogo canadiense, Penfield y Camargo fueron capaces de obtener muestras que sugerían que el cráter había sido consecuencia de un impacto. Las pruebas de un origen por impacto del cráter incluyen «cuarzo chocado», una anomalía gravitatoria y la presencia de tectitas en el área circundante. También la presencia de iridio y en ocasiones de platino como metal asociado. La edad de las rocas y los análisis isotópicos mostraron que esta estructura data de finales del período Cretácico, hace aproximadamente 65 millones de años. La principal evidencia es una delgada capa de iridio encontrada en sedimentos del límite K/T en varios afloramientos de todo el mundo. El iridio es un metal escaso en la Tierra, pero abundante en los meteoritos y asteroides. Recientemente se ha reafirmado la hipótesis de que el impacto es el responsable de la extinción masiva del Cretácico-Terciario. En efecto, entre las consecuencias del choque destaca la extinción de diversas especies, entre ellas los dinosaurios, como lo sugiere el límite K/T. Aunque algunos críticos argumentan que el impacto no fue el único motivo y otros debaten si en realidad fue un único impacto, o si en la colisión de Chicxulub participaron una serie de asteroides que podrían haber impactado contra la Tierra aproximadamente al mismo tiempo. Las pruebas recientes sugieren que el objeto podría haber sido una parte de un asteroide mucho más grande que, tras una colisión en el espacio distante hace más de 160 millones de años, se dividió en una familia de asteroides más pequeños. Pero, ¿cuál era la razón de los toltecas para llegar a la ciudad sagrada que los mayas ya habían abandonado? La respuesta la tenemos que buscar en sus ruinas. Chichén Itzá se ha comparado con la ciudad romana de Pompeya, en donde, después de quitar las cenizas volcánicas bajo las cuales yacía enterrada, salió a la luz una ciudad romana, con sus calles, sus casas y sus murales. En Chichén Itzá había que quitar la cubierta selvática, que permitiría una visita a una ciudad maya del «Imperio Antiguo», y una imagen de Tollan, tal como sus emigrantes la habían visto por última vez. Pues cuando los toltecas llegaron, reconstruyeron y construyeron Chichén Itzá a imagen de su antigua capital. Los arqueólogos creen que en este lugar hubo una importante población incluso en el primer milenio a.C. Las Crónicas de Chilam Balam dan fe de que hacia el 450 d.C, Chichén Itzá era la principal ciudad sagrada de Yucatán. Entonces, se le llamaba Chichén, «la boca del pozo», pues su rasgo más sagrado era un cenote o pozo sagrado al cual llegaban peregrinos de todas partes.
La mayor parte de los restos visibles de aquella época de dominación maya están situados en la parte sur, lo que han dado en llamar el «Viejo Chichón». Es aquí donde están ubicados la mayor parte de los edificios descritos y dibujados por Stephens y Catherwood, y llevan nombres tan evocadores como Akab-Dzib («lugar de la escritura oculta»), la Casa de las Monjas, el Templo de los Umbrales, etc. Los últimos en ocupar Chichén Itzá antes de la llegada de los toltecas fueron los itzaes, tribu que algunos consideran parientes de los toltecas y otros ven como emigrantes del Sur. Fueron ellos los que le dieron al lugar su actual nombre, que significa «La boca del pozo de los itzaes», y construyeron su propio centro ceremonial al norte de las ruinas mayas. Los edificios más famosos del lugar, como la gran pirámide central («el Castillo») y el observatorio (“el Caracol”) los construyeron ellos, los itzaes. Luego se apoderarían de éstos los toltecas, que los reconstruirían cuando recrearon la antigua Tollan en Chichén Itzá. El descubrimiento fortuito de una entrada permite al visitante de hoy pasar por el espacio que queda entre la pirámide de los itzaes y la de los toltecas, que cubre a la anterior, y ascender por la antigua escalinata hasta el santuario itzá, en donde los toltecas instalaron una imagen de Chac Mool y de un jaguar. Una de las esculturas más peculiares de la arqueología mexicana es sin duda la que conocemos con el nombre de Chac Mool, encontrada principalmente en las zonas de Chichén Itza y Tula. Se trata, en la mayoría de los casos, de una figura humana reclinada hacia atrás, con las piernas encogidas y la cabeza girada, en cuyo vientre descansa un recipiente circular o cuadrado. El nombre maya con el cual se le conoce fue asignado por el viajero Auguste Le Plongeon, quien en sus excavaciones en Chichén Itzá encontró una de estas esculturas y la trasladó a Mérida a finales de 1874. Tres años después la figura se envió a la ciudad de México, lo que provocó una fuerte protesta por parte de su descubridor. Posteriormente se han encontrado otras esculturas de este tipo en diferentes lugares de Mesoamérica, si bien son más abundantes en Tula, Hidalgo, y en Chichén Itzá, Yucatán, sin olvidar que en la Ciudad de México se han hallado varias, como la que se recuperó en 1943 en la calle de Venustiano Carranza, que está labrada en el típico estilo azteca, o la excavada frente al adoratorio de Tláloc en la etapa II (1390 d.C.) del Templo Mayor de Tenochtitlan, la cual aún conserva sus colores originales.
El mito maya y su representación, haciéndose eco de los «mitos» de Oriente Próximo y sus representaciones, parecen haber conservado los elementos celestiales del relato y el simbolismo del número siete, en su relación con el planeta Tierra. Es significativo que en las imágenes mayas y toltecas, que pueden verse en las paredes del juego de pelota, algunos jugadores lleven como emblema un disco solar, mientras que otros llevan el de una estrella de siete puntas. Es éste un símbolo celeste, confirmado por el hecho de que en Chichén Itzá, por todas partes, se puede ver la imagen de una estrella de cuatro puntas en combinación con el símbolo del «ocho» para el planeta Venus. Asimismo, en otros lugares del noroeste de Yucatán, las paredes de los templos se decoraban con símbolos de estrellas de seis puntas. El representar a los planetas como estrellas con diferente número de puntas tuvo su origen en Sumer. Basándose en lo que habían aprendido de los nefilim, los sumerios no contaban los planetas tal como lo hacemos nosotros, desde el Sol hacia fuera, sino desde el exterior hacia el centro. Así, Plutón era el primer planeta, Neptuno era el segundo, Urano el tercero, Saturno el cuarto, Júpiter el quinto, Marte el sexto, la Tierra el séptimo y Venus el octavo. Las representaciones mayas/toltecas aparentemente seguían la iconografía de Oriente Próximo. Como se puede ver, los símbolos encontrados en Chichén Itzá y en otros muchos lugares de Yucatán son casi idénticos a aquellos mediante los que se representaba a los distintos planetas en Mesopotamia. De hecho, el empleo de símbolos de estrellas con puntas a la manera de Oriente Próximo se hace más insistente a medida que uno se mueve hacia el noroeste de Yucatán y su costa. Allí, en un lugar llamado Tzekelna, se encontró una notabilísima escultura, que se exhibe en la actualidad en el museo de Mérida. Esculpida a partir de un gran bloque de piedra, al que la estatua aún está unida por su parte trasera, representa a un hombre de marcados rasgos faciales, posiblemente tocado con un casco. Tiene el cuerpo cubierto con un traje ceñido, con escamas o costillas. Bajo el brazo doblado, sostiene un objeto que el museo identifica como «la forma geométrica de una estrella de cinco puntas». Sobre el vientre, sujeto con correas, lleva un extraño dispositivo circular. Los expertos creen que, por algún motivo, identificaba a los que lo portaban como dioses de las aguas. En un lugar cercano llamado Oxkintok, se encontraron grandes esculturas de deidades que formaban parte de enormes bloques de piedra. Los arqueólogos suponen que habrían servido como columnas de apoyo estructurales en los templos. Una de ellas es una representación femenina. Su escamado atuendo aparece también en varias estatuas y estatuillas de Jaina, una isla que se extiende cerca de la costa de esta parte noroccidental de Yucatán, en la cual se levantó un templo de lo más inusual. La isla habría servido como necrópolis sagrada porque, según las leyendas, era el lugar del último descanso de Itzamna, el dios de los itzaes. Era un antiguo gran dios, que habría llegado sobre las aguas para desembarcar allí, y cuyo nombre significaba «aquel cuyo hogar es el agua».
Los textos, las leyendas y las creencias religiosas se combinan, de este modo, para señalar la costa del golfo de Yucatán como el lugar en donde un ser divino o deificado habría desembarcado para crear poblaciones y una civilización en aquellas tierras. ¿Habría escogido este lugar por tener conocimiento de la existencia del cráter de Chicxulub? ¿Tal vez debido a las pruebas de un origen por impacto del cráter, que incluyen «cuarzo chocado», una anomalía gravitatoria y la presencia de tectitas en el área circundante, así como la presencia de iridio y en ocasiones de platino como metal asociado? Los recuerdos colectivos de un ser divino llegado a Yucatán debieron de ser el motivo que impulsó a los toltecas a emprender el camino hasta este rincón de Yucatán, y concretamente hasta Chichén Itzá, dónde emigraron en busca de una reactivación y una purificación de sus creencias originales. Se trataba de un regreso al lugar en donde todo había comenzado, y en donde tendría que desembarcar de nuevo aquel dios que había dicho que volvería desde el otro lado del mar. El punto principal del culto de Itzamna y de Quetzalcóatl, y quizá también de los recuerdos del dios Balún Votan, personaje mítico que forma parte de la historia del pueblo maya y que según la leyenda condujo a su pueblo a lo largo de un inmenso territorio mesoamericano, era el cenote sagrado de Chichén Itzá, el enorme pozo que había dado su nombre a Chichén Itzá. Tal vez este pozo tiene alguna extraña conexión con el cráter de Chicxulub. Situado directamente al norte de la pirámide principal y conectado con la plaza ceremonial por medio de una larga avenida procesional, el pozo tiene en la actualidad algo más de 20 metros de profundidad entre la superficie y el nivel del agua, con otros treinta metros más o menos de agua y cieno más abajo. La boca del cenote, de forma oval, mide alrededor de 87 metros de largo y 52 de ancho. Existen evidencias de que el pozo se agrandó artificialmente y de que, en otro tiempo, hubo una escalinata que llevaba hacia abajo. Aún se pueden ver los restos de una plataforma y un santuario en la boca del pozo. Allí, según escribe el obispo Landa, se llevaban a cabo ritos para honrar al dios del agua y las lluvias, se arrojaba a doncellas en sacrificio y los fieles que se apiñaban alrededor echaban ofrendas preciosas, preferiblemente de oro.
En 1885, Edward H. Thompson, que se había ganado una gran reputación por ser el autor del tratado titulado Atlantis not a Myth, consiguió que se le asignara un consulado de los Estados Unidos en México. No pasó mucho tiempo antes de que comprara, por 75 dólares, más de 250 kilómetros cuadrados de selva, en donde se encontraban las ruinas de Chichén Itzá. Haciendo de aquellas ruinas su hogar, Thompson organizó para el Museo Peabody de la Universidad de Harvard una serie de inmersiones sistemáticas en el pozo con el objetivo de recuperar sus sagradas ofrendas. Sólo se encontraron alrededor de cuarenta esqueletos humanos; pero los buzos sacaron miles de ricos objetos artísticos. Más de 3.400 estaban hechos de jade, una piedra semipreciosa que era la más apreciada por mayas y aztecas. Entre los objetos había cuentas, varillas nasales, tapones para los oído, botones, anillos, pendientes, globos, discos, efigies, figurines, etc… Más de 500 objetos llevaban grabados en los que se representaba tanto a animales como a personas. Entre estos últimos, algunos llevaban una visible barba, con un aspecto muy parecido al de las paredes del templo del juego de pelota. Aún más significativos eran los objetos de metal que sacaron los buzos. Centenares de ellos estaban hechos de oro, y algunos de plata y de cobre, descubrimientos muy llamativos dada la escasez de aquellos metales en la península de Yucatán. Algunos de los objetos estaban hechos de cobre dorado o de aleaciones de cobre, incluido el bronce, lo que indica una sofisticación metalúrgica desconocida en tierras mayas, y evidencia que los objetos se habían traído desde tierras distantes. Pero lo más desconcertante de todo fue el descubrimiento de discos de estaño puro. Hay yacimientos de estaño en muchas partes de América del Sur, con yacimientos menores en el sur de Perú, en Colombia y Brasil y en el noroeste de Argentina, y grandes yacimientos de casiterita explotables en el norte de Bolivia. Estos yacimientos ya eran explotados en el año 1000 para la fabricación de bronce de estaño por las culturas andinas, incluyendo la posterior cultura inca que consideraba el bronce de estaño como la «aleación imperial». En América del Norte, la única fuente conocida explotable de estaño en la antigüedad se encuentra en Zacatecas, en el norte de México, a bastante distancia de Yucatán, que suministró a las culturas occidentales mexicanas estaño suficiente para la producción de bronce. Entre los objetos de metal, exquisitamente trabajados, había numerosas campanas, así como objetos rituales, como copas y lavamanos, anillos, tiaras, máscaras, ornamentos y joyas, cetros y objetos de propósito desconocido.
Los objetos más importantes eran discos grabados o estampados con escenas de enfrentamientos. En éstas, personas con diferentes atuendos y de rasgos diferentes se enfrentaban entre sí, quizás en combate, en presencia de serpientes terrestres o celestes, o de dioses celestes. El dominante o héroe victorioso se representaba siempre con barba. Es evidente que estos personajes barbudos no eran dioses, pues a los dioses celestes o serpiente se les mostraba por separado. Su aspecto, diferente del dios celeste alado y con barba, aparece en relieves grabados en paredes y columnas de Chichén Itzá, junto con otros héroes y guerreros, como algunos con larga y fina barba, a uno de los cuales alguien apodó «El Tío Sam». La identidad de esta gente con barba es un enigma. Lo que es seguro es que no eran indígenas nativos, puesto que a éstos no les crecía el vello facial y, por lo tanto, no podían tener barba. Entonces, ¿quiénes eran estos forasteros? Sus rasgos son «semitas», o más bien mediterráneo orientales, aún más destacados en los objetos de arcilla que llevan imágenes faciales. Ello ha llevado a varios investigadores a identificarlos como fenicios o «marinos judíos», que quizás perdieron el rumbo y fueron llevados por las corrientes atlánticas hasta las costas de Yucatán, cuando el rey Salomón y el rey fenicio Hiram juntaron sus fuerzas para enviar expediciones marítimas a circundar África en busca de oro, hacia el 1000 a.C. o unos cuantos siglos después, cuando los fenicios fueron ahuyentados de sus ciudades portuarias en el Mediterráneo oriental, fundaron Cartago y navegaron hasta África occidental. A despecho de quiénes pudieran haber sido esos marinos, los investigadores académicos más conservadores desechan radicalmente cualquier idea de una travesía deliberada. Explican las innegables barbas como barbas postizas, que los indígenas se pegaban en la barbilla, o bien dicen que se trata de supervivientes ocasionales de algún naufragio. Claro está que el primer argumento no hace más que llevar a esta pregunta: si los indígenas imitaban a alguna persona barbada, ¿de quiénes se trataba?
Tampoco parece válida la explicación que afirma que se trata de unos cuantos supervivientes de naufragios. Las tradiciones nativas, al igual que la leyenda de Votan, nos hablan de viajes repetidos de exploración seguidos por asentamientos y la fundación de ciudades. Las evidencias arqueológicas contradicen la idea de unos cuantos supervivientes ocasionales arrojados a una playa. A los barbados, a los que se les ve en diversas actividades y circunstancias, se les ha representado a lo largo de toda la costa del golfo de México, en localidades del interior y hasta en la costa del Pacífico. Y no se les representa estilizados, ni mitificados, sino retratados como gente real. Algunos de los más sorprendentes ejemplos se han encontrado en Veracruz. La gente a la que inmortalizaron eran claramente idénticos a los dignatarios semitas occidentales a los que tomaban como prisioneros los faraones egipcios durante sus campañas asiáticas, tal como los representaron los vencedores en sus inscripciones conmemorativas de las paredes de los templos. Todo parece indicar que unos marinos mediterráneos llegaron a América mucho antes que Colón. Las pistas arqueológicas son desconcertantes, pues llevan a un enigma aún mayor. Se trata de los olmecas, y sus aparentes orígenes negros africanos. Como se ve en muchas representaciones, los barbados y los olmecas se encontraron, cara a cara, en la misma zona y en la misma época. De todas las civilizaciones perdidas de América Central, la de los olmecas es la más antigua y la más desconcertante. Aparentemente fue la civilización madre, la que todos copiaron y adaptaron. Apareció a lo largo de la costa del golfo de México a comienzos del segundo milenio a.C. Estaba en pleno florecimiento en alrededor de cuarenta lugares hacia el 1500 a.C. y, difundiéndose en todas direcciones, pero principalmente hacia el Sur, dejaron su huella por toda América Central hacia el 800 a.C. La primera escritura en glifos de Centroamérica aparece en el reino de los olmecas; y lo mismo se puede decir del sistema numérico de puntos y barras. Las primeras inscripciones del calendario de la Cuenta Larga, con la enigmática fecha de comienzo en 3113 a.C.; las primeras obras de arte escultórico grandiosas y monumentales; la primera utilización del jade; las primeras representaciones de armas o herramientas manuales; los primeros centros ceremoniales; las primeras orientaciones celestes, todo ello fue obra de los olmecas.
No es de sorprender que algunos, como J- Soustelle, en su obra The Olmecs, hayan comparado la civilización olmeca en Centroamérica con la de los sumerios en Mesopotamia, que se considera que fueron la primera gran civilización del antiguo Oriente Próximo. Y, al igual que la civilización sumeria, los olmecas también aparecieron de repente, sin ningún precedente o período previo de avance gradual. En sus textos, los sumerios describían su civilización como un regalo de los dioses, los visitantes a la Tierra que surcaban los cielos y, de ahí, que se les representara como seres alados. Los olmecas expresaron sus «mitos» en el arte escultórico, como en una estela de Izapa en la que un dios alado decapita a otro. Este relato en piedra es notablemente similar a otra representación sumeria. Apodados olmecas («pueblo del caucho»), debido a que su región en la costa del golfo era conocida por sus árboles de caucho, en realidad eran un enigma. Aparentemente eran forasteros en tierra extraña, forasteros de allende los mares, un pueblo que no sólo pertenecía a otra tierra, sino a otro continente. En una zona de costas pantanosas en donde la piedra es rara, ellos crearon y dejaron tras de sí monumentos de piedra que asombran hasta en nuestros días. De éstos, los más desconcertantes son los que retratan a los propios olmecas. Se trata de gigantescas cabezas de piedra esculpidas con una increíble habilidad y con herramientas desconocidas. El primero en ver una de estas gigantescas cabezas fue J. M. Melgar y Serrano, en Tres Zapotes, en el estado de Veracruz. La describió en el Boletín de la Sociedad Geográfica y Estadística Mexicana (en 1869) como «una obra de arte y una magnífica escultura que lo que más sorprende es que parece representar a un etíope». Unos dibujos anexos reproducían fielmente los rasgos negroides de la cabeza. Pero hasta 1925 los expertos occidentales no confirmaron la existencia de tan colosales cabezas de piedra, cuando un equipo arqueológico de la Universidad de Tulane, encabezado por Frans Blom, encontró «la parte superior de una colosal cabeza que estaba profundamente hundida en la tierra», en La Venta, un lugar cercano a la costa del golfo, en el estado de Tabasco. Cuando se desenterró la cabeza, media casi 2,5 metros de alta y 6,4 de diámetro, y pesaba alrededor de 24 toneladas. No cabe duda de que representa a un negroide africano con un visible casco. Con el tiempo, en La Venta se encontrarían mas cabezas, cada una con sus diferencias individuales y con cascos diferentes, pero con los mismos rasgos faciales.
Otras cinco colosales cabezas olmecas se encontraron en la década de 1940 en San Lorenzo, un asentamiento olmeca a casi 100 kilómetros de La Venta. El descubrimientos lo hicieron las expediciones arqueológicas dirigidas por Matthew Stirling y Philip Drucker. Y los equipos de la Universidad de Yale que les siguieron, liderados por Michael D. Coe, descubrieron más cabezas e hicieron lecturas de radiocarbono que dieron fechas en torno al 1200 a.C. Esto significa que la materia orgánica, en su mayor parte carbón, encontrada en aquel lugar, tenía aquella antigüedad. Pero el lugar mismo y sus monumentos bien podrían ser más antiguos. De hecho, el arqueólogo mexicano Ignacio Bernal, que descubrió otra cabeza en Tres Zapotes, data estas colosales esculturas hacia el 1500 a.C. Hasta ahora se han encontrado dieciséis de estas enormes cabezas, que miden entre metro y medio y tres metros de altura, y llegan a pesar hasta 25 toneladas. Quienquiera que las esculpiera estuvo a punto de esculpir algunas más, pues, junto a las cabezas terminadas, se ha encontrado gran cantidad de grandes piedras que se habían extraído ya de la cantera y se habían redondeado hasta darle la forma de una pelota. Las piedras de basalto, terminadas y sin terminar, se llevaron desde su origen hasta lugares en donde no existe la piedra, recorriendo distancias de 100 kilómetros o más, a través de selvas y pantanos. Cómo se extrajeron estos colosales bloques de piedra, cómo se transportaron y, por último, cómo se esculpieron y se erigieron en su destino, sigue siendo un misterio. Sin embargo, está claro que para los olmecas era muy importante conmemorar a sus líderes de esta manera. Viendo una galería de retratos de estas cabezas, se puede ver con claridad que se trataba de personas, todas ellas de la misma estirpe negroide africana, pero con sus propias personalidades y con diferentes tocados. Las escenas de enfrentamientos grabadas en las estelas de piedra y otros monumentos, nos ofrecen una imagen de los olmecas como gente alta, de constitución fuerte y con cuerpos musculosos. Eran gigantes en estatura, sin duda, a los ojos de la población indígena, de estatura más pequeña.
Para que no supongamos que se trata sólo de representaciones de unos cuantos líderes y no de la verdadera población de etnia negroide africana, formada por hombres, mujeres y niños, los olmecas dejaron tras ellos, esparcidas por una inmensa región de Centroamérica, que va desde el golfo hasta la costa del Pacífico, miles de representaciones de sí mismos. En esculturas, en grabados en piedra, en bajorrelieves, estatuillas, siempre vemos las mismas caras de aspecto negroide africano, como en los jades del cenote sagrado de Chichén Itzá o en las efigies de oro encontradas allí. También en numerosas terracotas encontradas desde la isla de Jaina hasta el centro y el norte de México, e incluso como jugadores de pelota, como en los relieves de El Tajín. En algunas terracotas y, aún más, en las esculturas de piedra, se retrata a los olmecas sosteniendo bebés, un acto que debió de tener un significado especial para ellos. Pero no son menos intrigantes los asentamientos en donde se encontraron las colosales cabezas y otras representaciones de los olmecas. Su tamaño, magnitud y estructuras dejan ver la obra de unos colonizadores organizados, no la de unos cuantos náufragos. La Venta era en realidad una pequeña isla en una pantanosa región costera, que fue conformada artificialmente, rellenada de tierra y construida según un plan preconcebido. Los principales edificios, entre los que se incluye una inusual «pirámide» cónica, montículos alargados y circulares, estructuras, patios pavimentados, altares, estelas y otros elementos de factura humana, se dispusieron con una gran precisión geométrica a lo largo de un eje norte-sur que se extendía casi cinco kilómetros. En un lugar carente de piedra, se utilizó una sorprendente variedad de piedras. Cada una fue elegida por sus cualidades especiales. Se utilizaron en la construcción de estructuras, monumentos y estelas, a pesar de que hubo que trasladarlas desde grandes distancias. Sólo la pirámide cónica precisó de 28.300 metros cúbicos de tierra. Todo esto supondría un tremendo esfuerzo físico. También precisaba de un alto nivel de experiencia en arquitectura y mampostería, de lo cual no había precedente en Centroamérica. Obviamente, todos estos conocimientos debieron aprenderlos en algún otro lugar.
Entre los extraordinarios descubrimientos de La Venta había un recinto rectangular que estaba circundado o vallado con columnas de basalto, el mismo material con el que se esculpieron las enormes cabezas. El recinto protegía un sarcófago de piedra y una cámara funeraria rectangular que también estaba techada y rodeada de columnas de basalto. En el interior, varios esqueletos yacían sobre una plataforma baja. En conjunto, este descubrimiento único, con su sarcófago de piedra, parece haber sido el modelo para la extraordinaria cripta de Pacal, en Palenque. Al menos, la insistencia en el empleo de grandes bloques de piedra, aun cuando tuvieran que ser traídos desde tan lejos, para monumentos, esculturas conmemorativas y enterramientos, debería servir de pista sobre el enigmático origen de los olmecas. No menos desconcertante fue el descubrimiento en La Venta de centenares de objetos artísticamente tallados del poco común jade, incluidas unas extrañas hachas elaboradas con esta piedra semipreciosa, que no se puede encontrar en la zona. Después, para hacer aún mayor el misterio, todos estos objetos fueron enterrados deliberadamente en largas y profundas zanjas. Éstas, a su vez, se cubrieron con diferentes capas de arcilla, de diferentes clases y colores, con miles de toneladas de tierra traída desde varios lugares distantes. Increíblemente, las zanjas tenían el fondo cubierto de miles de baldosas de serpentina, otra piedra semipreciosa verde azulada. La mayoría de los expertos supone que las zanjas se cavaron para enterrar en ellas preciosos objetos de jade, pero los suelos de serpentina también podrían estar sugiriendo que las zanjas se construyeron mucho antes, con un propósito completamente distinto. Pero se utilizaron para enterrar unos objetos muy apreciados, como esas extrañas hachas, una vez dejaron de necesitarlas. No existen dudas de que los olmecas abandonaron sus asentamientos hacia los comienzos de la era cristiana, y que incluso intentaron enterrar algunas de sus colosales cabezas. Quienquiera que llegara a sus poblados después, lo hizo con ansias de venganza, ya que algunas de las cabezas fueron derribadas de sus bases, para después hacerlas rodar hasta los pantanos. Otras cabezas muestran marcas que denotan haber sido golpeadas.
Entre los muchos enigmas de La Venta tenemos el descubrimiento en las zanjas de unos espejos cóncavos de mineral de hierro, con magnetita y hematites, cristalizados, moldeados y pulidos a la perfección. Después de estudiarlos y de hacer algunos experimentos, los expertos del Instituto Smithsoniano de Washington D.C. llegaron a la conclusión de que los espejos pudieron ser utilizados para enfocar los rayos del sol, para encender fuego o con «propósitos rituales», la forma que tienen los expertos de decir que no saben para qué servía un objeto. Pero el mayor enigma en La Venta es el lugar en sí mismo, pues está exactamente orientado según un eje norte-sur, con 8 grados de inclinación al oeste del verdadero norte. En diversos estudios se ha demostrado que esta orientación fue premeditada, con el objetivo de permitir la observación astronómica, quizá desde la cúspide de la «pirámide» cónica, cuyas prominencias podrían haber servido como indicadores direccionales. En un estudio especial de M. Popenoe-Hatch, titulado Papers on Olmec and Maya Archeology N° 13, University of California, se llegó a la conclusión de que «el patrón de observación hecho en La Venta hacia el 1000 a.C. habría que remontarlo a un cuerpo de conocimientos desarrollado un milenio antes. El asentamiento de La Venta y su arte del 1000 a.C. parecen reflejar una tradición basada en gran parte en los tránsitos de estrellas sobre el meridiano que tuvieron lugar en los solsticios y los equinoccios de alrededor del 2000 a.C.». Unos inicios que en el 2000 a.C. harían de La Venta el «centro sagrado» más antiguo de Centroamérica, precediendo a Teotihuacán salvo por la época legendaria en que sólo los dioses moraban allí. Aún así, puede que no sea ésa la verdadera fecha en que los olmecas llegaron allí tras cruzar los mares, pues su Cuenta Larga comienza en el 3113 a. C. Pero sí indica en qué medida se adelantaron a civilizaciones más famosas, como las de los mayas o los aztecas. En Tres Zapotes, cuya fase previa sitúan los arqueólogos entre 1500 y 1200 a. C., se pueden ver, esparcidas por el lugar, construcciones de piedra, rara en la zona, terrazas, escalinatas y montículos. Se han localizado al menos otros ocho lugares en un radio de 24 kilómetros desde Tres Zapotes, lo que nos sugiere que debió de ser un gran centro rodeado de poblaciones satélites. Además de las cabezas y de otros monumentos escultóricos, también se desenterraron gran cantidad de estelas; una de ellas, la «Estela C» lleva la fecha de Cuenta Larga del 7.16.6.16.18, que equivale al 31 a. C., confirmando la presencia de los olmecas en este lugar en aquella época.
En San Lorenzo, las ruinas olmecas están compuestas por estructuras, montículos y terraplenes, entremezclados con estanques artificiales. La parte central de este lugar se construyó sobre una plataforma de factura humana de alrededor de 2 kilómetros cuadrados, que fue elevada unos 56 metros por encima del terreno circundante. Se trata de-una proeza que empequeñece muchas obras modernas. Los arqueólogos descubrieron que los estanques estaban interconectados a través de un sistema de conductos subterráneos «cuyo significado o función resultan aún desconocidos». En todas partes, además del arte monumental y de los edificios de piedra, hay montículos por docenas y otras evidencias de movimientos de tierra deliberados. Sin embargo, las obras de sillería, los terraplenes, las zanjas, los estanques, los conductos y los espejos deben tener algún sentido, aun cuando los expertos modernos no alcancen a comprenderlo, así como la presencia de los olmecas en América Central, a menos que se plantee la improbable teoría de los supervivientes de un naufragio. Los historiadores aztecas describieron a los olmecas como los remanentes de un antiguo pueblo de habla no náhuatl, que crearon la civilización más antigua de México. Las evidencias arqueológicas apoyan la idea y demuestran que, desde una base que lindaría con el golfo de México, en donde La Venta, Tres Zapotes y San Lorenzo conformarían un triángulo, la zona de asentamientos e influencia olmecas cruza por el Sur hacia la costa del Pacífico de México y Guatemala. Expertos en terraplenes, maestros de la sillería, excavadores de zanjas, canalizadores de aguas, fabricantes de espejos, ¿qué estaban haciendo los olmecas en Centroamérica? Las estelas los muestran emergiendo de «altares» que representan entradas a las profundidades de la tierra o en el interior de cuevas, con un desconcertante surtido de herramientas, como en una estela de La Venta, en la que es posible discernir los enigmáticos espejos, que están sujetos a los cascos de los que llevan las herramientas. En conjunto, las capacidades, las escenas, las herramientas, parece que nos llevan a la conclusión de que los olmecas eran mineros, venidos al Nuevo Mundo para extraer algunos metales preciosos -probablemente oro, aunque quizá también algún otro mineral .
Las leyendas de Votan, que hablan de túneles a través de las montañas, apoyan esta conclusión. También el hecho de que, entre los antiguos dioses, cuyo culto adoptaron los pueblos nahuatlacas de los olmecas, estuviera el dios Tepeyolloti, que significa «corazón de la montaña». Era un dios de las cuevas con barba; su templo tenía que ser de piedra, y debía de estar construido preferiblemente en el interior de una montaña. Su símbolo jeroglífico era una montaña perforada y se le representaba con una herramienta parecida a un lanzallamas, al igual que se puede observar en Tula. Da la impresión de que este supuesto lanzallamas, el mismo que se supone sostenían los atlantes, se utilizaba probablemente para cortar la piedra, no sólo para tallarla. Esto resulta manifiesto en un relieve conocido como Daizu N° 40, que se descubrió en el Valle de Oaxaca. En él se muestra a una persona en un lugar estrecho, utilizando el supuesto lanzallamas contra la pared que tiene delante. El símbolo del «diamante» que hay en la pared significa un mineral, pero aún no se ha descifrado cuál. Tal como atestiguan gran cantidad de representaciones, el enigma de los «olmecas» africanos se entremezcla con el enigma de los barbados del Mediterráneo oriental. Se les plasmó en multitud de monumentos en todos los asentamientos olmecas, en retratos individuales o en escenas de enfrentamientos. Curiosamente, algunos de los enfrentamientos se representan como si hubieran tenido lugar en el interior de cavernas. En uno de Tres Zapotes aparece incluso un ayudante que lleva un dispositivo aparentemente luminoso, en un tiempo en que, supuestamente, sólo se utilizaban antorchas. No menos sorprendente es una estela de Chalcatzingo en donde aparece una mujer de tipo «caucásico» manipulando lo que parece un sofisticado equipo técnico. Een la base de la estela hay un revelador signo de «diamante». Todo parece establecer una relación con los minerales. Probablemente los barbados del Mediterráneo llegaron a América Central al mismo tiempo que los africanos olmecas. Lo que no sabemos es si eran aliados, se ayudaban entre sí, o competían por los mismos minerales o metales preciosos. Nadie puede decirlo con certeza, pero Sitchin cree que los africanos olmecas llegaron allí primero, y que las raíces de su llegada hay que buscarlas en esa misteriosa fecha de comienzo de la Cuenta Larga: el 3113 a.C.
Aun cuando podríamos determinar la correspondiente fecha Occidental del 0.0.0.0.0. 4 Ahau 8 Cumku, todavía queda la pregunta de por qué los olmecas o mayas usaron este día como la fecha inicial para la era maya actual. Discutiendo el calendario hindú, Aveni menciona “una conjunción de todos los planetas visibles en la constelación de Aries, evento que se calcula haber ocurrido a medianoche del 17-18 de febrero del año 3100 a.C.”. Es sorprendentemente cerca del año 3113 a.C. fechado como 0.0.0.0.0. ¿Podría ser que los olmecas o los mayas consideraron esta misma conjunción como el principio de la era actual? Puesto que todos los planetas visibles nunca se alinean exactamente, es difícil de dar una fecha precisa de cuando todos ellos están en conjunción. Así una diferencia de 13 años como resultado de algún método particular de cálculo es explicable. Si esta hipótesis es verdadera, entonces los olmecas o los mayas tenían conocimientos astronómicos suficientes para poder calcular posiciones planetarias en el pasado distante. Pero en realidad no se conoce por qué comenzó la Cuenta Larga, pero parece que terminó con guerras o disturbios. Los expertos se preguntan por qué en muchos asentamientos olmecas existen evidencias de una destrucción deliberada, tales como monumentos deformados, incluidas las colosales cabezas, objetos rotos, monumentos derribados, como si se tratara de una venganza. Y no parece que toda esta destrucción tuviera lugar de golpe. Parece como si los poblados olmecas se hubieran ido abandonando gradualmente, primero el «centro metropolitano» más antiguo, cercano al Golfo, hacia el 300 a. C., para más tarde ir abandonando los lugares más al Sur. Hemos visto la evidencia de una fecha equivalente al 31 a.C. en Tres Zapotes, que sugiere que el proceso de abandono de los centros olmecas, seguido por la vengativa destrucción, pudo durar varios siglos, a medida que los olmecas iban cediendo terreno y retirándose hacia el Sur. Las imágenes de este turbulento período en esa zona meridional de los dominios olmecas los muestran cada vez más como guerreros, con máscaras aterradoras de águila o de jaguar.
En uno de estos grabados en la roca en las regiones meridionales se ve a tres guerreros olmecas, dos de ellos con máscaras de águila, con lanzas en las manos. En la escena se puede ver también a un cautivo desnudo y con barba. Lo que no queda claro es si los guerreros están amenazando al cautivo, o lo están salvando. Lo cual deja sin aclarar la intrigante pregunta de si estaban en el mismo bando los negroides olmecas y los barbados del Mediterráneo oriental ,cuando aquellos tiempos turbulentos hicieron añicos la primera civilización de América Central. Parece que los negroides olmecas y los barbados del Mediterráneo oriental compartieron el mismo destino. En uno de los asentamientos más interesantes que hay cerca de la costa del Pacífico, en Monte Albán, levantado sobre inmensas plataformas de factura humana y con extrañas estructuras construidas con fines astronómicos, existen docenas de losas, erigidas en un muro conmemorativo, que llevan las imágenes grabadas de estos negroides africanos en posiciones un tanto retorcidas. Durante mucho tiempo, se les llamó Danzantes, pero los expertos coinciden ahora en que representan los cuerpos mutilados y desnudos de olmecas, supuestamente muertos durante alguna sublevación violenta de los indígenas de la zona. Entre estos cuerpos, se puede ver también el de un hombre con barba y una nariz semita, que, como es obvio, compartió el mismo destino de los olmecas. Se cree que Monte Alban se pobló hacia el 1500 a.C., y que fue un centro importante desde el 500 a.C. Así, tras unos cuantos siglos de grandeza, sus constructores terminaron con sus cuerpos mutilados, tal como vemos en las piedras, victimas de aquellos a los que supuestamente habían enseñado. Y así se terminó con la edad de oro de los forasteros de allende los mares, que se convirtieron poco menos que en una leyenda.
Fuentes:
Andreas Faber Kaiser – Los túneles de América
Gary A. David – La zona de Orión: Ciudades antiguas estrellas del suroeste americano
Zecharia Sitchin – Los Reinos Perdidos
James Churchward – El continente perdido de Mu
https://oldcivilizations.wordpress.com/2015/08/05/quienes-construyeron-una-red-de-subterraneos-en-el-subsuelo-americano/