Los interrogantes abiertos sobre la extraña muerte del Papa Juan Pablo I
A finales de septiembre de hace 37 años, el Papa Juan Pablo I fallecía de un infarto solo 33 días después de iniciar un papado que prometía inyectar aire nuevo a la Iglesia católica.
Las extrañas circunstancias de su muerte y el hecho de que nunca se le realizara oficialmente una autopsia han alimentado durante décadas las teorías de la conspiración más enrevesadas.
¿Había un sector eclesiástico preocupado por las posibles reformas que trajera consigo el nuevo pontífice? Desde luego, más allá del fangoso campo de las conspiraciones, siguen existiendo demasiados interrogantes sobre una muerte que marcó 1978, «el año de los tres papas».
Si bien el tiempo que el italiano Albino Luciani, de 65 años, ocupó la silla de San Pedro fue muy breve, más lo fue el tiempo que tardaron en elegirle en el cónclave de agosto de 1978, el más corto del siglo XX. Albino Luciani, que había nacido en la pequeña localidad italiana deForno di Canale (Belluno) escogió el primer nombre compuesto para un pontífice, Juan Pablo, gesto con el que pretendía honrar a sus dos predecesores, Juan XXIII, que le nombró obispo, y a Pablo VI, que le nombró Patriarca de Venecia y cardenal.
No en vano, la rapidez con la que fue elegido en el cónclave no significaba, ni mucho menos, que hubiera una única corriente durante elección. Los cardenales estaban agrupados en sus preferencia entre los conservadores, que apoyaban al cardenal Giuseppe Siri; los más «progresistas», con Giovanni Benelli como candidato; los cardenales internacionalistas, organizados en torno a Karol Wojtyla, el futuro Juan Pablo II; y finalmente la corriente mayoritaria a favor de Luciani.
Albino Luciani, patriarca de Venecia entonces junto a Pablo VI en la visita a la ciudad
La elección de Juan Pablo, en cualquier caso, trajo consigo una primera renovación de al menos la superficie. El Papa eligió como lema de su papado la expresión latina «Humilitas» (humildad), lo que se reflejó en su polémico rechazo de la coronación y de la tiara papal (la corona usada desde el siglo VIII) en la ceremonia de entronización, sustituyéndola por una simple investidura. Sin apenas tiempo de entrar en renovar el contenido, Juan Pablo entusiasmó a los católicos por su humildad y sus dotes comunicativos, pero parecía en todo momento convencido de que su paso por el Vaticano iba a ser una cuestión de meses.
Según cuenta su secretario, el irlandés John Magee, «Luciani no dejaba de repetir que ya lo haría el próximo Papa» cada vez que se le preguntaba por viajes o proyectos a meses vista, como cuando le plantearon que debía preparar el encuentro con los obispos de Iberoamérica en la localidad de Puebla, en México, el mes de marzo de 1979, donde debía de pronunciarse sobre la teología de la liberación. Pocos días antes de morir, el Papa llegó asegurar según Magee: «Yo me marcharé y el que estaba sentado en la Capilla Sixtina en frente de mí, ocupará mi lugar». Esta referencia, no obstante, ha sido entendida como dirigida al polaco Juan Pablo II, que se encontraba casi de frente a Luciani durante el cónclave de agosto de 1978.
Más allá de esta especie de premonición, hubo otra cuestión que enrareció el breve paso de Luciani por la silla de San Pedro. El 5 de septiembre, Juan Pablo I recibió a Boris Rotov, Nikodim, representante de la Iglesia ortodoxa rusa en Leningrado y, lo que quizá no sabía el pontífice, un agente de la KGB. Nada más retirarse a hablar en privado, Nikodim se desplomó y murió súbitamente de un ataque cardíaco, como semanas después haría el propio Pontífice. La muerte de Nikodim, de 49 años, impactó a Juan Pablo I, que pasó varias noches sin dormir preguntándose sobre la naturaleza del incidente.
Con Nikodim, además, fallecía posiblemente el prelado ortodoxo más valioso para la inminente negociación con la Unión Soviética, de la que Juan Pablo II daría buena cuenta. Nikodim, de hecho, había participado supuestamente en la negociación de un acuerdo secreto en 1960 entre la URSS y miembros del Vaticano para autorizar la participación ortodoxa en el Concilio Vaticano II a cambio de la no condena del comunismo ateo durante las asambleas conciliares.
El 29 de ese mismo mes, Juan Pablo I fue encontrado muerto en su cama poco antes del amanecer y solo 33 días después de su elección. Según las fuentes oficiales, el Papa «de la sonrisa», de 65 años, murió de un infarto vinculado al estrés ocasionado por las presiones del cargo, pero en realidad no fue posible hacerle una autopsia ya que la familia no lo autorizó y no era habitual en los pontífices fallecidos. La opacidad habitual en los asuntos vaticanos no ayudó precisamente a la hora contener los rumores maliciosos.
Con el transcurso de los años se supo, de hecho, que muchos de los detalles más básicas de la versión oficial eran falsos. Por un lado no fue su secretario, John Magee, la primera persona en hallar el cadáver del Pontífice, sino una de las religiosas que se encargaban del trabajo doméstico, lo cual fue ocultado para que no fuera tergiversada la presencia de una mujer en el dormitorio. En 1991, la familia del fallecido Papa reveló también que la muerte no le sobrevino en la cama, sino en su escritorio; y que sí se le habría realizado una autopsia, según apuntaron algunos informes. Otra cuestión importante, defendida por su médico, Da Ros, es que Luciani gozaba de buena salud y no había registrado problemas cardíacos graves antes del infarto, «salvo porque tenía la tensión un poco baja», lo cual contradice la idea aceptada de que fue la presión la que deshilachó en cuestión de un mes la ya de por sí maltrecha salud del Pontífice.
Tumba de Juan Pablo I en las grutas vaticanas
Consciente de la fuerza de las especulaciones, Juan Pablo II, que tomó ese nombre en honor a su antecesor, abrió en 1988 las puertas del Vaticano al periodista John Cornwell para que profundizara en su investigación sobre la muerte del Pontífice, trabajo que quedó materializado en el libro «Como un ladrón en la noche.
La muerte del papa Juan Pablo I». La conclusión, sin embargo, resultó una decepción para el mundo de la conspiración: Cornwell creía inverosímil que el Papa hubiera sido asesinado, aunque planteaba más probable que la falta de apoyo entre una curia desconfiada hacia él y el elevado volumen de papeleo sepultaran su salud produciéndole una embolia pulmonar en la noche de su muerte.
Por supuesto, el libro de Cornwell no terminó con los interrogantes ni convenció a la mayoría de los amantes de las teorías de la conspiración, que vieron en el escritor un hombre contratado por el propio Vaticano para consolidar definitivamente la versión oficial.
Tras el libro de Cornwell, otras investigaciones han retomado en varias ocasiones la teoría del envenenamiento como hiciera el sacerdote español Jesús López Sáez, que plantea en el resultado de 25 años de investigación, «El día de la cuenta» (Meral Ediciones, 2005), que el sumo pontífice fue envenenado con una fuerte dosis de un vasodilatador. Así y todo, la última palabra sobre el tema parece condenada a no escribirse nunca.
28 marzo, 2018
Fuente: htttp://www.abc.es/