El Libro de los muertos fue una obra fundamental de la cultura del antiguo Egipto.
Era un texto muy extenso: algunos ejemplares conservados en rollos de papiro alcanzan cuarenta metros.
También era un producto caro, por el que se podía pagar un deben de plata, la mitad de la paga anual de un campesino.
Pero, para los egipcios, el valor de este texto era incalculable, ya que sus fórmulas permitían a los difuntos alcanzar el Más Allá.
Tales fórmulas se inscribían en rollos de papiro y en las vendas de lino de las momias, las paredes de las tumbas, los sarcófagos y los elementos del ajuar funerario del difunto.Sin ellas, la persona fallecida podía sufrir una segunda muerte que significaría su total aniquilación.
El Sol, protector del difunto
De la tumba de Tutankhamón procede este amuleto funerario. Es el escarabajo Khepri, representación del sol al amanecer. Museo Egipcio, El Cairo.
Crédito: Art Archive
Era el sacerdote quien recitaba las primeras fórmulas del Libro durante la ceremonia funeraria, cuando se trasladaba el sarcófago a la tumba. Una vez allí, se practicaban rituales para revitalizar los sentidos, entre los que se contaba el de la apertura de la boca, por el que se abrían mágicamente los ojos, las orejas, la nariz y la boca del difunto, quien, una vez recuperados los sentidos, emprendía su viaje por el Más Allá.
Para los egipcios éste era un momento de esperanza, como se expresa en la fórmula nueve del Libro de los muertos, que los egipcios llamaban Libro para la salida al día: «He abierto los caminos que están en el cielo y en la tierra, porque soy el bienamado de mi padre Osiris. Soy noble, soy un espíritu, estoy bien pertrechado. ¡Oh, vosotros, todos los dioses y todos los espíritus, preparad un camino para mí!».
Rendir cuentas ante Osiris
El escriba Kha y su esposa Merit se presentan ante Osiris, dios del inframundo. Escena del ejemplar del Libro de los muertos hallado en la tumba de Kha, en Deir el-Medina.Crédito: Scala
Los egipcios creían que el difunto emprendía un viaje subterráneo desde el oeste hacia el este, como Re, el sol, que tras ponerse vuelve a su punto de partida. Durante ese trayecto el fallecido, montado en la barca de Re, se enfrentaría a seres peligrosos que intentarían impedir su salida por el este y su renacimiento.
El fallecido podía adquirir las propiedades de varias divinidades y luchar contra los enemigos
Sin mancha ante los dioses
Pectoral de oro y piedras semipreciosas con una escena de purificación del faraón Amosis. Dinastía XVIII.
El peor de ellos era Apofis, una serpiente que trataba de impedir el avance de la barca solar con el objeto de romper el Maat, la justicia y el orden cósmico, y forzar el caos. Apofis cada día amenazaba a Re durante su viaje subterráneo.
Una fórmula del Libro de los muertos se refiere al encuentro con el temible reptil: «Que seas sumergido en el lago del Nun, en el lugar establecido por tu padre para tu destrucción. […] ¡Retrocede! ¡Se destroza tu veneno!».
El fallecido podía adquirir las propiedades de varias divinidades y luchar contra los enemigos, como muestra un pasaje de la fórmula 179: «Me ha sido concedida la gran Corona Roja y salgo al día contra mi enemigo, para capturarlo, porque tengo poder sobre él. […] Me lo comeré en el Gran Campo, sobre el altar de Wadjet, porque tengo poder sobre él, como Sekhmet, la grande».
El juicio del alma
Finalmente, el difunto llegaba a un laberinto, protegido por una serie de veintiuna puertas, aunque otro pasaje del Libro dice que son siete. Ante cada una de ellas, el difunto debía pronunciar un texto determinado, mencionando el nombre de la puerta, del guardián y del pregonero. En cada ocasión, la puerta le decía: «Pasa, pues eres puro».
Una vez pasado el laberinto, el difunto llegaba a la Sala de la Doble Verdad para que un tribunal formado por 42 jueces y presidido por Osiris evaluara su vida.
Ante los dioses hacía la «confesión negativa», en la que citaba todas las malas acciones que no había cometido, según se recoge en la fórmula 125: «¡Yo os conozco, Señores de Verdad y Justicia!
Yo os traigo lo Justo y he acabado con el mal. Yo no he hecho daño a los hombres.
Yo no he oprimido a mis consanguíneos. Yo no he sido mentiroso en lugar de ser verídico. Yo no me he enterado de traiciones. Yo no he sido malvado. Como Jefe de hombres, yo no he hecho trabajar a ninguno cada día más de lo requerido».
Tras la confesión, llegaba el momento culminante del juicio, aquél en que se procedía a pesar el corazón del difunto. En un plato de la balanza, sostenida por Anubis, dios chacal de la momificación, se colocaba una pluma de avestruz, la pluma de Maat, que simbolizaba la justicia; en el otro plato se depositaba el corazón, que simbolizaba las acciones realizadas por cada persona. El difunto se salvaba cuando la pluma y el corazón quedaban en equilibrio.
Aquellos cuyos corazones hubieran pesado demasiado en la balanza eran considerados impuros y condenados
Tanta importancia se atribuía al pesaje del corazón que los egipcios elaboraban un amuleto específico, el escarabeo del corazón, que, como su nombre indica, se colocaba sobre el corazón del difunto durante el proceso de momificación.
En el reverso del amuleto se inscribía siempre la fórmula 30 del Libro para que, en el momento del juicio final, el corazón no traicionara al difunto. «¡Oh, mi corazón de [mi] madre! ¡Oh, mi corazón por el cual existo en la tierra! ¡No te levantes contra mí como testigo! ¡No te opongas contra mí entre los Jueces! ¡No estés contra mí delante de los dioses! ¡No seas intransigente contra mí delante del gran dios Señor del Occidente!».
Finalmente, los dioses proclamaban su veredicto. Aquellos cuyos corazones hubieran pesado demasiado en la balanza eran considerados impuros y condenados a toda clase de castigos:sufrían hambre y sed perpetuas, eran quemados al atravesar un lago o cocidos en un caldero, una bestia salvaje los devoraba… Los justificados, en cambio, tenían motivos para felicitarse.
«Aunque yazgo en la tierra, yo no estoy muerto en el Occidente porque soy un Espíritu glorificado para toda la eternidad», dice una fórmula del Libro de los Muertos. Ante ellos se abría el paraíso de los egipcios.
La tríada divina
Osiris, dios del inframundo, flanqueado por su esposa Isis y su hijo Horus. Tríada de Osorcón II. Siglo IX a.C. Louvre, París.
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El trabajo en el Más Allá
El mundo de ultratumba en el que vivirían los difuntos virtuosos se conocía como Campos deIalu o Campo de Cañas. Los egipcios lo imaginaban como un lugar muy parecido a Egipto, con ríos, montañas, caminos, cuevas y campos muy fértiles, en los que crecía la cebada hasta los cinco codos de altura.
El difunto, sin embargo, debía preocuparse por obtener su sustento. Aun siendo un «glorificado», según decía una fórmula del Libro de los muertos, tenía que «arar y segar, comer y beber, y realizar todas las cosas que se hacen en la tierra». Eso sí, para ello podía contar con la ayuda de un ejército de sirvientes, representados en unas características estatuillas, los ushebtis, siempre presentes en el ajuar funerario y que por el poder de la magia se convertían en criados.
Cada figurita tenía los brazos cruzados y sostenía en las manos aperos agrícolas. En la parte inferior se inscribía una fórmula del Libro de los muertos: «Fórmula para que los ushebtis realicen los trabajos en la Necrópolis. Osiris [nombre del difunto] justificado tiene que decir: ¡Oh ushebti! Se ha llamado al Osiris [nombre del difunto] justificado a realizar cualquier trabajo que ha de realizarse en la Necrópolis […] Decid “estoy aquí” cuando se os llama».
Disfrutar de la vida eterna
Las vendas que envolvían la momia llevaran inscrita la fórmula 154 del Libro para prevenir la descomposición
Una de las cosas que más temía el difunto era tener que comer sus propios excrementos, como los condenados en el tribunal de la Doble Verdad. Así se expresa en la fórmula 53, en la que el fallecido se asimilaba a los dioses: «Lo que yo detesto son las porquerías. ¡Que yo no deba beber cosas fétidas, que yo no deba avanzar al revés! Yo soy poseedor del pan en Heliópolis, que tiene el alimento en el cielo con Re y alimento en la tierra con Geb».
Una última preocupación del difunto era mantener intacto su cuerpo. La momificación permitía que éste se conservara, pero no estaba de más la ayuda de la magia. Por eso era frecuente que las vendas que envolvían la momia llevaran inscrita la fórmula 154 del Libro para prevenir la descomposición: «Yo vengo para embalsamar a esos miembros míos.
Este cuerpo mío no se descompone.
Yo estoy intacto como mi padre Osiris-Khepri que es la imagen [mía], aquel cuyo cuerpo no se descompone. Ven, toma posesión de [mi] soplo, señor de la respiración, supremo entre su Similar. Hazme estable, fórmame, tú, Señor del sarcófago. Otorga que yo pueda caminar para la eternidad como haces tú cuando estás con tu padre Atum, cuyo cuerpo no se corrompe nunca, aquel que no conoce destrucción».
La tumba de la reina Nefertari
Otro pasaje resume las recompensas que el difunto podía recibir del correcto uso de sus fórmulas. «Si este texto es conocido en la tierra [o] lo hace inscribir en su sarcófago, él podrá salir cada día que le plazca y regresar a su morada sin dificultades. Le serán entregados pan y cerveza y cantidades de carne sobre el altar de Re. Será alojado en los Campos de Ialu donde le será entregado grano y cebada: será venturoso como lo fue en la tierra».
Para saber más
Libro de los muertos. Federico Lara Peinado. Tecnos, Madrid, 2009.
Cómo leer el Libro de los muertos. Barry J. Kemp. Crítica, Barcelona, 2007.
Ideas de los egipcios sobre el Más Allá.Ernest Wallis Budge, José de Olañeta, Palma
11 octubre, 2019
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