lunes, 12 de octubre de 2020

Roderigue Hortalez, la Compañía Fantasma creada por Francia y España para financiar la Independencia de Estados Unidos


Gálvez en América, cuadro de Augusto Ferrer-Dalmau / foto Wikimedia Commons


Es sabido que Francia y España tuvieron un activo e importante papel en la independencia de Estados Unidos. Ambos países, vinculados por la misma dinastía en el trono, vieron la ocasión de poner una zancadilla al enemigo británico y enviaron todo tipo de ayuda a las colonias americanas rebeldes. 

Pero, aunque finalmente esa colaboración fue abierta, con el envío de contingentes militares, al principio se hizo de forma soterrada por miedo a las repercusiones que pudiera tener. Por eso se creó una empresa ad hoc que encubriría los envíos de material y dinero; su nombre era una curiosa mezcla de español y francés: Roderigue Hortalez et Compagnie.

El Reino de la Gran Bretaña tenía trece colonias en la costa este de Norteamérica; de norte a sur: Massachussets, New Hampshire, Rhode Island, Connecticut, Nueva York, Pensilvania, Nueva Jersey, Delaware, Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia. 

Las cuatro últimas tenían un modo de producción esclavista para trabajar las extensas plantaciones de algodón, tabaco y azúcar, con cerca de medio millón de esclavos negros. S

in embargo, las demás funcionaban con colonos emigrados que habían establecido comunidades más o menos igualitarias, sin la jerarquización social de sus lugares de origen, algo que repercutiría luego en forma de sentimiento de libertad.América del Norte en 1750/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

Pero también lo hizo la Guerra de los Siete Años, una contienda desatada en 1756 por el control de Silesia que se extendió a América (y a Asia) arrastrando a ella a los indios como aliados de unos y otros beligerantes, según la zona de dominio de éstos: británicos en el citado litoral occidental, franceses en el entorno de los Grandes Lagos, que llamaban Nueva Francia (Canadá). 

Por eso las hostilidades al otro lado del Atlántico adquirieron carácter específico -la lucha por expandir las respectivas áreas de influencia- y, consecuentemente, se conocen como Guerra Franco-India.


La Guerra Franco-India -por ende, también la de los Siete Años- terminó en 1763 con el Tratado de París, que firmaron Reino Unido, Francia, España y Portugal y se completó con la Paz de Hubertusburgo, suscrita por los otros contendientes (Prusia, Austria y Sajonia). 

Fue un desastre para Francia, que perdió todas sus posesiones en América del Norte (excepto las islas de Saint Pierre y Miquelon), incluyendo Luisiana, que se vio obligada a ceder a España porque ésta había tenido que entregar Florida a los británicos (en realidad, los galos ya la habían cedido un año antes por el Tratado de Fointenebleau), aunque a cambio éstos devolvieron La Habana.

La Guerra Franco-India/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

Las pérdidas territoriales no supusieron un golpe especialmente duro para los franceses, ya que Canadá no era tan productivo como Martinica y Guadalupe (donde se cultivaba azúcar), pero sí lo fueron los gastos de guerra, que pusieron al país al borde de la ruina. 

Paradójicamente, lo mismo le pasó al vencedor, que al borde de la bancarrota decidió incrementar notablemente los impuestos en las colonias y uno de ellos, el que gravaba el té, acabó con el estallido de un motín. Los colonos británicos, imbuidos de aquel espíritu de libertad apuntado antes, dijeron no y las Coercive Acts, un corpus legislativo promulgado por Londres para reprimir el descontento, agravó la cuestión.

Esas leyes limitaban la autonomía gubernativa de las colonias, castigando a quien protestase y obligando a los particulares a alojar a los soldados. Pero los colonos ya no necesitaban al ejército de la metrópoli, dado que sus vecinos franceses habían sido expulsados y se bastaban para controlar a los indios. El descontento estalló el 19 de abril de 1775 en lo que fue la batalla de Lexington. 

Fue el mismo año en que el Segundo Congreso Continental empezó a ejercer como un gobierno y dio el mando de las tropas a George Washington; también cuando se disputó otra emblemática batalla, la de Bunker Hill… y cuando Francia y España decidieron intervenir.


La batalla de Lexingtonen un grabado de François Godefroy/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Ahora bien, ¿cómo hacerlo sin infringir el Tratado de París o sin que hubiera repercusiones? ¿Cómo ayudar a los colonos sin que Londres amenazara con represalias? La respuesta era enviar equipo y recursos financieros de forma no abierta sino encubierta. Para ello se recurrió a un pintoresco personaje, un dramaturgo francés pero que conocía España porque había vivido en ella cuatro años entre 1764 y 1768, hasta el punto de que sus dos obras más célebres están ambientadas precisamente en el país: 

El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro, aunque las estrenó algo más tarde (la primera en el mismo año en que estalló la revolución americana, la segunda en 1778). Se llamaba Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais.

Beaucharmais era lo que popularmente se llama un culo inquieto, probando infinidad de cosas, empleos y negocios. Nacido en París en 1733, fue relojero e inventor, entroncó con la nobleza a través de un efímero matrimonio, dio clases de arpa de las hijas de Luis XV, trabajó en la administración y se enriqueció con la especulación, alcanzando el cargo de secretario del rey. Su incontinencia a la hora de gastar le puso en aprietos económicos más de una vez, sin que sirviera la fortuna que heredó de un segundo matrimonio, dilapidada de nuevo entre acusaciones de malversación y falsificación. Una tercera boda en 1774 y el éxito que empezaron a tener sus obras teatrales le permitieron recuperarse.



Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais (Jean-Marc Nattier)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En la primavera de 1775, el rey le envió a Inglaterra con la misión de impedir la publicación de un panfleto titulado l’Avis à la branche espagnole sur ses droits à la couronne de France à défaut d’héritiers, toda una aventura que le llevó de país en país para terminar dando con sus huesos en una prisión austríaca, acusado de espionaje. 

Logró pronto la libertad y entonces marchó a Londres para recuperar unos documentos secretos con los que Luis XV estaba siendo chantajeado por Charles de Beaumont, más conocido como Chevalier d’Eon o Mademoiselle Beaumont (por su afición a travestirse). 

Era éste un diplomático y militar que formaba parte de Le Secret du roi, la red de espías de Luis XV. Beaucharmais le obligó a firmar una confesión sobre su verdadera identidad sexual (hoy se especula sobre su hermafroditismo), lo que le condenó a ser mujer el resto de su vida (tenía cuarenta y nueve años) y otorgó a su rival cierto prestigio como eficaz agente.

Fue en Inglaterra donde Beaucharmais tomó conciencia de la causa norteamericana, convirtiéndose en un ferviente defensor de la libertad de los colonos e intercambiando vehemente correspondencia sobre el tema con Charles Gravier, conde de Vergennes, ministro de exteriores francés, que era favorable a una intervención en apoyo de la independencia.

 También compartía juergas nocturnas con John Wilkes, alcalde londinense y antiguo periodista defensor de la libertad de prensa que, como parlamentario, criticó duramente la política del gobierno hacia sus colonias.

Charles Gravier, conde de Vergennes (Antoine-Francçois Callet)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Así entabló contacto con Arthur Lee, un diputado que simpatizaba con los insurgentes y que le entregó una carta del Congreso Continental en la que se solicitaba un préstamo a Francia para sufragar los cuantiosos gastos militares a los que había que hacer frente, toda cuenta que los americanos tenían que organizar un ejército regular para enfrentarse a los casacas rojas. 

La petición, como esperaban los americanos, fue entregada por Beaucharmais al conde de Vergennes, que se mostró muy receptivo porque sabía que, en aquellos momentos de crisis, la economía británica dependía en buena medida de sus colonias, por lo que era la ocasión de devolverle el golpe de la Guerra de los Siete Años.

Luis XVI dio su aprobación con la condición de que la implicación francesa se mantuviera en secreto al menos hasta haber empezado abiertamente la revolución. Lo primero era guardarse las espaldas, así que el ministro de exteriores empezó una ronda de conversaciones con los países del norte de Europa y Rusia para asegurarse su neutralidad en caso de un nuevo conflicto. Luego, encargó a Beaucharmais la creación de una empresa que sirviera de tapadera para el envío transatlántico de armas, municiones y equipamiento diverso (tiendas de campaña, pólvora, uniformes…); también dinero con el que sufragar otros gastos.El rey Luis XVI de Francia (Antoine-François Callet)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Todo ello a despecho de Anne Robert Jacques Turgot, barón de L’Aulne, más conocido como Turgot, ministro de finanzas desde el año anterior y cuyo objetivo declarado era evitar la bancarrota de Francia, cuya situación económica era peor aún que la británica. 

Turgot había aplicado una estricta política de contención de gasto y la supresión de algunos privilegios a la nobleza para evitar la subida de impuestos y estaba dando resultado, por lo que aquella inesperada aventura exterior ponía en peligro lo conseguido. Su firme oposición no fue escuchada, lo que, junto con las malas cosechas de 1774, provocó su dimisión.


La empresa en cuestión se fundó a medias con España, que también estaba interesada en debilitar al enemigo británico y que además se veía obligada por los Pactos de Familia entre las dos ramas de la dinastía borbónica; de hecho, en 1761 Carlos III había firmado con Luis XV el tercer pacto, renovándolo y ampliándolo en 1768. Al gobierno español también le interesaba mantener su participación en secreto hasta saber si había visos de éxito, pues de lo contrario podía verse arrastrada a una nueva contienda con Gran Bretaña y esta vez sufrir pérdidas territoriales más importantes en ultramar, a donde además se podían extender los ideales revolucionarios norteamericanos

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El rey Carlos III de España (Anton Raphael Mengs)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Roderigue Hortalez et Compagnie nació en París -en el Hôtel La Tour du Pin-, dedicada al «comercio político-mercantil». Con dirección en las Antillas y un capital de 21 millones de libras tornesas (francesas, de Tour), se hizo correr la voz de que su propietario era español (incluso se puso un despacho con su nombre en la puerta) y sólo sabían la verdad los más allegados a Beaucharmais, quien proporcionó los buques que zarpaban de puertos franceses y arribaban a Nueva Orleans o remontaban el río Mississipi. 

Paralelamente, el general Charles Lee envió dos delegados a Nueva Orleans, capital de Luisiana, para pedir suministros a su gobernador, Luis de Unzaga, que les entregó pólvora por medio del financiero independentista Oliver Pollock. En enero de 1777, Unzaga sería relevado por Bernardo de Gálvez, que a a partir de 1779 se convertiría en uno de los grandes personajes de ese episodio histórico al combatir directamente a los británicos.

Otra vía de abastecimiento fue la familia vasca Gardoqui, contratada por el conde de Floridablanca para que su negocio naviero familiar, Joseph de Gardoqui e hixos, también transportara armas y demás. Cabe añadir que el titular, Diego de Gardoqui, hablaba inglés perfectamente por haber estudiado en Londres (llegaría a ser embajador en EEUU) y gestionó el envió de 120.000 reales de a ocho en metálico (más otros 50.000 en órdenes de pago), que constituirían la base de la futura moneda nacional, el dólar. 

Aparte, en sus bodegas serían transportados 30.000 mosquetes con sus bayonetas, más de medio millón de balas, 300.000 libras de pólvora, 215 cañones y 30.000 uniformes, entre otros materiales

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Diego de Gardoqui/Imagen: Wikimedia Commons

El 90% del material utilizado por los colonos rebeldes tenía esa procedencia europea. En total, según un documento firmado por el conde de Aranda, entre ambas empresas enviaron dos millones de libras tornesas, que, según algunos estudios, al cambio actual equivaldrían a unos tres billones, el doble del PIB español. 

Evidentemente, en una situación tan precaria como la que tenían en los primeros años los hombres de George Washington, la llegada de aquellos fondos y equipos fue como caída del cielo porque en la batalla de Saratoga, librada entre septiembre y octubre de 1777 y que supuso el punto de inflexión en la guerra, sus 4 .000 regulares y milicianos iban armados y equipados con material enviado desde España.

La victoria determinó el reconocimiento de los EEUU por Francia y España, junto con la entrada abierta de ambas en la contienda. Los españoles lo hicieron tras pactar con los galos, en el Tratado de Aranjuez, su ayuda para recuperar Menorca, Mobile, Pensacola, Campeche y la bahía de Honduras. 

El marqués de La Fayette y el conde de Rochembeau se pusieron al frente de sendos ejércitos que tendrían su protagonismo en la decisiva batalla de Yorktown (por cierto, La Fayette, embarcó para América en el puerto guipuzcoano de Pasajes, en un barco de Roderigue Hortalez et Cie) mientras el citado Bernardo de Gálvez se imponía en Baton Rouge, Natchez, Mobile y Pensacola; estaba preparando la reconquista de Jamaica cuando los británicos pidieron la paz).


Granaderos españoles y el Batallón de La Habana combatiendo en Pensacola (H. Charles McBarron)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En 1783 se firmó un nuevo Tratado de París por el que Reino Unido reconocía la independencia de sus colonias reteniendo sólo Canadá; entregaba las Antillas y Senegal a Francia, así como Sumatra a Holanda (que se había sumado a la guerra a favor de EEUU); y devolvía a España Menorca, Florida, las costas de Honduras, Nicaragua y Campeche, aunque lograba conservar Gibraltar.


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