La inicial acogida de los suníes de Mosul, descontentos con el Gobierno de Bagdad, al Estado Islámico ha dado paso a una pesadilla cotidiana sin luz ni electricidad
ÁNGELES ESPINOSA Erbil (Irak)
Estado a que quedó reducida una mezquita de Mosul por un ataque yihadista. / REUTERS
“Apenas tenemos una hora de electricidad cada tres días, los alimentos se han puesto por las nubes y faltan medicamentos”, relata a EL PAÍS Salma (nombre ficticio), una profesora universitaria que vive en Mosul bajo el Califato proclamado por el Estado Islámico. Mientras el resto del mundo se fija en que los extremistas han impuesto el velo integral a las mujeres o crueles castigos físicos, para el millón y medio de maslawis —los habitantes de Mosul— que no ha abandonado la ciudad lo más inmediato es la supervivencia cotidiana.
“Hay una crisis asfixiante. Los precios han subido mucho y quienes no cobran un salario lo están pasando muy mal; incluso hay quien teme morir de hambre”, señala por teléfono esta mujer de cuarenta y pocos años cuya identidad me he comprometido a preservar.
Cuenta que aunque hay tiendas cerradas, el mayor problema es la carestía de los alimentos. Ella y su marido, ambos empleados públicos, aún pueden pagarlos porque el Gobierno ha seguido transfiriéndoles sus salarios. Otros no son tan afortunados. Pero ni siquiera con dinero es posible adquirir la insulina que necesita uno de sus hijos, diabético.
Salma y su familia viven en los edificios para profesores situados cerca del campus universitario, al este del río Tigris, en lo que en Mosul llaman la margen izquierda. Es una zona “de clase media”, donde los milicianos no llegaron hasta el día 10 de junio, tres días después de que hubieran entrado “sin combate” en la otra orilla de la ciudad. Sin combate, porque la campaña de terror que desataron previamente en Siria, donde la ONU les acusa de ejecutar regularmente a civiles en público “para aterrorizar a la población” y asegurarse su sometimiento, hizo poner pies en polvorosa a quienes podían haberles hecho frente.
“Inicialmente, la gente acogió bien al Estado Islámico porque protegía las oficinas estatales, los bancosy otros establecimientos públicos. Además, quitaron los bloques de hormigón que nos hacían sentir como si viviéramos en una cárcel”, admite Salma usando el término árabe dawla(Estado) para referirse a ese grupo, en lugar del acrónimo Daish que sus miembros consideran derogatorio.
Mosul, como Bagdad, se había llenado en los últimos años de grandes muros de hormigón para proteger de atentados los edificios del Gobierno, algo que estrecha calles, provoca atascos de tráfico y afea un paisaje urbano ya de por sí muy deteriorado. A pesar de que recibieron bien su retirada, Salma precisa que entre sus amistades y compañeros las banderas negras que son la imagen de marca del grupo dieron mal fario.
“Temimos que iban a imponer normas draconianas contra la gente”, asegura.
Apenas dos días más tarde, el jueves 12, los altavoces de las mezquitas difundieron la nueva Carta de la Ciudad, de acuerdo con su interpretación de la ley islámica (sharía). En ella se prohíben las armas y las banderas que no sean las del EI, y el consumo de drogas, alcohol y tabaco; se establecen castigos físicos como la amputación de manos a los ladrones o la lapidación de los adúlteros, y se estipula que las “mujeres deben vestirse con decoro”, un eufemismo para el velo integral que cubre la cara (niqab), y no salir a la calle sin la compañía de un varón.
Esas normas recuerdan al puritano modelo social que los talibanesimpusieron en Afganistán. Incluso como aquellos fanáticos, el EI se ha dedicado a destruir santuarios y estatuas. También ha instaurado patrullas morales, conocidas como Hisba Diwan, para asegurarse de que no se violan sus normas. A pesar de esos controles, la seguridad no está garantizada.
“Nuestra situación ha empeorado, no sólo a nivel económico sino también a nivel social. Las mujeres no podemos salir solas a la calle y la gente tiene miedo al secuestro, la extorsión…”, apunta Salma sin entrar en detalles. En su opinión, no se trata sólo de acciones de los miembros del EI. “Hay ajustes de cuentas en su nombre, venganzas tribales, mafias… Cuando el EI quiere matar a alguien, lo hace en público, no a escondidas”, manifiesta.
Además, la gestión la ciudad por los yihadistas, de acuerdo con sus aspiraciones de ser un Estado y tal como hicieron antes en Raqqa (Siria), ha defraudado. El agua corriente sólo llega al barrio de Salma dos veces al día. El acceso a Internet se ha vuelto tan malo que es prácticamente inexistente. Aunque sin electricidad, ni esa vía ni la televisión resultan útiles para informarse.
De momento, la experiencia de vivir bajo el Califato del terror ha coincidido con las vacaciones escolares. Pero Salma intuye que en septiembre no podrá volver a su trabajo.
“No creo que vayan a abrir las escuelas y las universidades. El Estado Islámico ha impuesto unas normas muy estrictas, entre ellas la separación de los chicos y las chicas, y el cambio del currículo académico. También ha suprimido la Facultad de Bellas Artes y todas las actividades artísticas”, declara dejando escapar un suspiro.
Además, ha prohibido que las mujeres trabajen fuera de casa, salvo ginecólogas y enfermeras. Un periodista de Mosul informó recientemente del asesinato de una obstetra, Ghada Shafiq, por haberse negado a trabajar con guantes y niqab.
Ese radicalismo es el que poco a poco está minando la tibieza inicial de muchos suníes que, aunque irritados con el control chií del Gobierno central, tampoco se identifican con la ideología totalitaria del EI. Sin embargo, su abundante financiación hace que grupos insurgentes dentro de esa comunicad se alíen con él, optando por una peligrosa vía hacia el poder. A ellos es a quienes tiene que ganarse el nuevo Ejecutivo que se está formando en Bagdad.
Pero en una sociedad en la que la política está imbuida de religión, tan o más importante puede ser el cambio de opinión de los ulemas. “Los clérigos están en contra de las actuaciones ilegítimas del Estado Islámico”, concluye Salma.
Someterse o huir
“Al principio creímos que el Ejército nos iba a proteger, pero luego ocurrió la catástrofe: los soldados salieron huyendo”, recuerda Salma confirmando los relatos de quienes escaparon de Mosul tras la llegada del Estado Islámico (EI) el pasado junio.
Se estima que una cuarta parte de sus dos millones de habitantes optó por marcharse. Tal fue el caso de cristianos y otras minorías, a quienes los yihadistas dan la opción de convertirse, pagar un impuesto especial o morir, algo que la ONU equipara a practicar una limpieza étnica y confesional. Pero también árabes chiíes, e incluso suníes que habían trabajado para el Gobierno central o que temieron más el riesgo de verse atrapados en una guerra que la incertidumbre de convertirse en refugiados en su propio país.
Resulta arriesgado concluir que el millón y medio de maslawis, como se conoce a los ciudadanos de Mosul, son simpatizantes del EI. Quienes durante los últimos años se han sentido marginados por un Gobierno central que percibían como chií, tal vez quisieron da una oportunidad al EI o pensaron que los yihadistas no iban a ser peores que las milicias chiíes que ha permitido Nuri al Maliki, el primer ministro saliente.
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