Desde hace miles de años la creencia en la existencia física de eso llamado “alma” respira y se agita acaloradamente, pese a que, como todo el mundo sabe, no puede ser vista, tocada, oída o siquiera degustada.
Platón, que prefería siempre las cosas que venían en paquetes tripartitos, rezongaba diciendo que el alma era la idea eterna que estaba formada por tres partes (una mental, una emocional y otra espiritual) y que, al morir, cada una tomaba su camino y el alma espiritual regresaba a la “dimensión luminosa” de donde –a su entender– procedían todas las almas.
Aristóteles extendió la noción y se despachó diciendo que todos los seres vivos tienen en sí un principio vital o alma –mortal– que regula todas sus funciones vitales, y que muere junto a él (las plantas tienen un alma vegetativa; los animales, un alma sensitiva; y los seres humanos, un alma racional).
Y las firmas siguen: Hesíodo dice: “es un aliento que mantiene la vida del cuerpo inanimado y que lo abandona cuando el ser humano muere o está moribundo o desmayado); Hegel :“la manifestación sensorial inferior del espíritu en su nexo con la materia”).
De carne somos
Pero todo siempre fue mero discurso y ahí se quedaba. Nada de experimentación, medición ni observación. Hasta que recién en 1907 el médico estadounidense Duncan Mac Dougall (de Haverhill, Massachusetts) osó hacer lo que ni a Platón ni a Aristóteles se les había ocurrido: pesar –literalmente– un alma. Decididamente, lo primero que hizo fue comprar una “cama-balanza” que –según lo engatusó el vendedor– era sensible al peso de un pelo. Así, la armó y la arrinconó cerca de la ventana de su oficina. Lo que le faltaba entonces eran candidatos que dejaran pesar su yo interior más íntimo.
Nadie sabe cómo, pero para febrero de ese año había reclutado a seis moribundos (cuatro de tuberculosis, uno de diabetes y el sexto de causas no especificadas). Y así fue: los observó antes, durante y después del proceso de muerte y midió puntillosamente cada cambio de peso. El resultado parecía coincidir en cada caso: exactamente, 21,262142347500003 gramos era la diferencia entre el peso del cuerpo viviente y del cadáver. O dicho en otras palabras, que el alma no sólo existía, tenía masa, sobre ella también actuaba la gravedad y pesaba lo mismo que una moneda de cinco centavos, una barrita de chocolate, una feta de jamón o un colibrí.
Mac Dougall estaba tan entusiasmado con todo el asunto de jugar a la balanza que repitió el experimento con 15 perros que, luego de muertos, no registraron la sustracción de los famosos 21 gramos (para el médico todo cuadraba: sin dudas, ésta era la prueba por excelencia de que los únicos que gozaban de alma eran los seres humanos).
Como un reguero de pólvora, la noticia se filtró y apareció el 11 de marzo de 1907 en la página 5 del New York Times (bajo el título, “Soul Has Weight, Physician Thinks”) antes de que la revista American Medicine aceptara publicar el estudio de Mac Dougall en su número de abril de ese año (el trabajo se llamó “Hypothesis concerning soul substance together with experimental evidence of the existence of such substance”).
Lo curioso es que la “evidencia experimental” consistió en sólo 6 pacientes (una muestra demasiado pequeña), sin hablar del hecho de que Mac Dougall –que murió sin pena ni gloria en 1920– nunca precisó a qué se refería con “muerte” (si muerte cerebral, muerte celular, muerte legal, etc.) o si los famosos 21 gramos no se relacionaban, en verdad, con el sudor, el cese de la respiración, la coagulación de la sangre, el vaciamiento de los pulmones o, lisa y llanamente, que la cama-balanza andaba mal.
Después en el año 52 el científico Francis Crick y James Watson descubrieron que al fallecer ciertas estructuras cerebrales desaparecían al morir y el peso de estas oscilan entre los 21 g, se supone que esta zona que se pierde se le denominó conciencia -alma… ya que esta zona del cerebro es la que domina esas acciones de la conducta humana.
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